© Tony Campbell
María Dunáeva
14:13 18/10/2014
El
Día de Alaska, que EEUU celebra el 18 de octubre –fecha de la transferencia de
ese territorio a Washington– evoca no solo la aventura americana de
Rusia sino también la de España, que también reclamó esas tierras gélidas.
La
colonización rusa en América fue una continuación lógica de la conquista de
Siberia, al fin y al cabo Alaska, y aún más sus numerosas islas, están más
cerca de las costas pacíficas de Rusia que del resto de EEUU.
En
el siglo XVIII el Imperio ruso ávido de nuevas tierras fundó varios fuertes y
factorías, que se dedicaban principalmente al comercio de pieles, en la costa
americana del Pacífico llegando hasta Alta California.
La primera llegada de los buques rusos a Alaska,
oficialmente confirmada, data de abril de 1732. Desde 1743 los comerciantes de
pieles realizaban con regularidad pequeñas expediciones y establecían
asentamientos temporales.
La
primera colonia rusa se fundó en los años 80 del siglo XVIII en la bahía de los
Tres Santos. Para 1804 Rusia disponía de dos fortalezas, una de las cuales,
Novoarjánguelsk, en unos años pasaría a ser capital de la América rusa.
La
actividad rusa inquietó tanto al Imperio Británico y EEUU, como a España que
pretendía a esas tierras en virtud de la bula papal Inter coetera de 1493 que
reconoció a los españoles derechos exclusivos sobre la costa del Pacífico en
Norteamérica. Desde 1774 intentaron frenar la expansión rusa enviando al Norte
expediciones desde el Virreinato de Nueva España. Sin embargo, la irritación de
los ingleses obligó España a renunciar a sus pretensiones.
Sin
embargo, Rusia tampoco se veía con fuerzas para conservar esos territorios, tan
distantes y tan codiciados por el Reino Británico y EEUU, sobre todo por los
enormes costes pecuniarios y humanos que requería la tarea.
El
general gobernador de Siberia Oriental, Nikolái
Muraviov-Amurski, fue el primero en sugerir vender Alaska en 1853, justo en vísperas de la Guerra de
Crimea que Rusia perdió tres años más tarde. El funcionario presentó al
emperador Nicolás I una nota donde
instaba a centrarse en el Lejano Oriente y subrayaba la importancia de mantener
buenas relaciones con EEUU. Indicaba que tarde o temprano Rusia debería
conceder Alaska a EEUU porque era incapaz de defender ese territorio.
En aquel momento en Alaska vivían entre 600 y 800 rusos,
1.900 criollos y 5.000 aleutas, además de 40.000 indígenas tlingit que no se
reconocían súbditos de Rusia.
La
propuesta de Muraviov-Amurski fue acogida favorablemente, sobre todo por
Konstantín, el hermano menor del nuevo emperador, Alejandro II. Las arcas del Estado estaban devastadas por la guerra
y vender la lejana Alaska a muchos les parecía una buena solución.
Las negociaciones comenzaron el 28 de diciembre de 1866. El 30 de marzo de 1867, ahora festivo
en Alaska, el acuerdo fue firmado y los 1.519.000 kilómetros cuadrados de las
colonias americanas rusas pasaron a ser soberanía de EEUU.
El
Senado estadounidense ratificó el convenio por un solo voto de diferencia: en
aquellos tiempos, las ricas reservas minerales del territorio eran todavía
desconocidas y pocos en EEUU eran partidarios de adquirir ese “parque natural
para osos polares”. Entonces fue cuando Alaska recibió su nombre oficial de
boca del senador Charles Sumner quien recurrió a la denominación aleuta de esas
tierras en el discurso que pronunció para convencer a sus colegas.
El 1 de agosto del mismo año, Rusia recibió de EEUU un
cheque de 7,2 millones de dólares con el que se cerró el trato. La ceremonia tuvo lugar
el 18 de octubre en la ciudad de Novoarjánguelsk, ahora Sitka, y se clausuró
con la izada de bandera estadounidense. Con la compra, EEUU adquirió no solo
los territorios sino también todos los bienes inmuebles y los archivos
coloniales.
Hoy en día, el 10% de los habitantes de Alaska son de origen
ruso y el 13% profesan la fe ortodoxa. Solo el 3% dominan el idioma de sus
antepasados. Una herencia modesta pero aún viva de lo que fue la América rusa.
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