No quiero tu piropo…
Por: Karen Alonso
28
noviembre 2014
“La
violación es el abuso sexual de uno o más hombres sobre una mujer (…). El
violador actúa sobre la mujer víctima elegida para ejercer sobre ella, por
medio de la fuerza física o de la coerción, el poder sexista que el resto de
los hombres tiene extendido, además de al cuerpo físico de la mujer, a todas
las áreas de la actividad humana femenina”. Sau
Hoy,
pensando en las musarañas mientras me dirigía hacia el trabajo, recordé algo
que me sucedió hace alrededor de dos años. Felizmente una experiencia como esa
no me ha vuelto a ocurrir y espero que nunca más lo cual, si me pongo a
pensarlo, bien es casi una esperanza utópica.
Cursaba
yo la universidad y luego de concluir un turno de clases rezagado, me disponía
a regresar a mi casa. Eran casi las cinco de la tarde y, por consiguiente,
sabía que la parada de G y 27 debía estar atestada. La otra opción era ir
caminando pero preferí maltratarme, en primer lugar esperando una guagua y, en
segundo lugar abordándola.
Recuerdo
hasta la ropa que llevaba puesta: un pantalón de mezclilla azul oscuro, una
blusa de tirantes roja y una ballerinas. Recuerdo, incluso, el libro que me
acompañaba por aquel entonces: La ciudad y los perros, de Vargas
Llosa. Me senté a leer en un muro en compañía de quienes esperaban “pacientemente”
avistar la 174, el P-2 o el P-16 (además de la 20 y la 27).
Particularmente
me encanta leer en la calle, así siento que el tiempo pasa más rápido, que
puedo aprovecharlo mejor. Gracias a años de práctica puedo desconectar del
ruido callejero y de las conversaciones ajenas para concentrarme totalmente en
lo que leo. Fue por esa razón que aquel día no noté cuando un tipo vestido de
negro se sentó a mi lado.
En
realidad no lo advertí al principio, mientras estaba tranquilo. Después de 5
minutos de haber llegado, por alguna razón que solo atribuyo a una libido
enfermiza, me roza fingiendo descuido. En esto, por supuesto, sí reparo y me
desagrada sobremanera. No porque el roce haya sido irrespetuoso o porque me
haya parecido intencional, sino porque desgraciadamente he aprendido a
desconfiar de cada hombre. Desde el que se sienta a tu lado en el cine hasta
del que pide permiso para pasar en un pasillo de guagua.
Pero
de cualquier manera, me digo, no es para tanto. Aquel hombre me pide disculpas
y yo apago el interruptor de alerta que ya se había disparado en mi cabeza.
Sigo metida en mis asuntos aunque pensando en lo paranoica que fui.
Lamentablemente esa intuición que a veces acierta tuvo toda la razón aquella
tarde.
Lo
que más me sorprendió fue el descaro. A plena luz del día (porque fue en
horario de verano) y en medio de una parada atiborrada de personas el tipo me
enseñaba todo su miembro, erecto además.
En
cuestión de segundos procesé toda la información: estaba siendo agredida
sexualmente (para no decir lo que en realidad estaba pasando). Sin pensarlo dos
veces me levanté y me alejé todo lo que pude. Mi corazón latía horriblemente
pero traté de calmarme. Me di la vuelta esperando que el hombre se hubiera
largado, sin embargo me había seguido entre la gente. En esas condiciones ya
estaba preparada para gritar o lo que fuera, pero llegó una 174. Me monté
apresuradamente temiendo que también él lo hiciera. Se conformó con mirarme de
forma obscena y articular groserías que por suerte no alcancé escuchar.
No
es fácil explicar lo que una siente cuando le sucede algo parecido. En mi caso
particular fue miedo, asco y mucha vergüenza. Poco después me pregunté ¿por qué
me avergüenzo, cuál es mi falta? Fue en ese momento que una rabia descomunal,
de la que todavía hoy no logro deshacerme, se apoderó de mí. Entendí que había
sido víctima de una violación. Tal vez no de una forma totalmente física, pero
era una violación al fin y al cabo.
Después
de eso me quedaron muchas dudas y ansiedades. Me informé, vi documentales sobre
el tema, leí mucho. Finalmente aprendí que experiencias como la mía son en
realidad la punta de un iceberg enorme que engloba diversas maneras en las que
ideal machista continua reproduciéndose.
Lo
más terrible es que, en ocasiones, ni siquiera somos conscientes de que lo que
sufrimos es una AGRESIÓN, con todas las letras. Para algunas se trata de un
hecho desafortunado que algún “enfermo” protagonizó. Casi nunca se piensa como
un acto violento perpetrado por hombres totalmente normales, cuyo único pecado
es pensar en las mujeres como objetos de satisfacción de deseos.
Si
además incluimos en la lista de agresiones una práctica tan común en la
sociedad cubana actual como el piropo, podrán decir que es un pensamiento
exagerado. Son realmente pocas las personas que admiten que esta violencia
erótica, como la cataloga Marcela Lagarde, abarca cualquier aproximación
erótica de un hombre hacia una mujer, sin previo consentimiento. Esta implica
un acto de violencia, en tanto legitima la apropiación masculina sobre cuerpos
y espacios femeninos.
Para
el feminismo, y estoy totalmente de acuerdo, la violación no se limita a la
relación sexual. Por el contrario, se considera violación todo acto de
irrupción sobre las mujeres. Las aproximaciones eróticas a nosotras, entre las
que se encuentran las miradas que desnudan, los piropos (desde los más
decentes, hasta los más groseros) y los manoseos, son prácticas agresivas que,
lamentablemente, en la cultura erótica dominante están naturalizadas. Algunas
congéneres, todavía hoy, se sienten complacidas cuando logran la reacción
erótica del otro, se sienten reconocidas por despertar el deseo de quien
supuestamente está en su derecho viril de aproximarse.
Desgraciadamente,
a pesar de esta diatriba y de pensar como pienso, debo convivir con hombres que
consideran que celebran mi belleza abordándome en plena calle. Estos son los
más respetuosos. Otros simplemente deciden regalarme erecciones, no sé si con
afán de agredirme o de tentarme.
A todos les devuelvo sus atenciones, no requeridas, y les digo sencillamente: NO QUIERO TU PIROPO, QUIERO TU RESPETO.
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