LA POESÍA COMO ARMA DE COMBATE
Jorge Nájar
«Corté mis cabellos / para que no me
amaras / amor / te regalo mi cuello y mis orejas / y
los pechos también / por si
te pareciera poco / cuídalos hasta
la próxima estación / del año/ mientras cabalga solitaria / la
otra mitad de mi cuerpo» (Corté mis cabellos). En nombre de ese ser que
se descuartiza por amor y en el que una parte de ella navega hacia coordenadas
ajenas y la otra «cabalga solitaria» sabe Dios (o el diablo) adónde, he conservado
este poema de Rosina Valcárcel (Lima, 1947) como un ejemplo perfecto de
los desdoblamientos del «yo». En nombre de nuevas experiencias de esa
hazaña he recorrido de cabo a rabo esta poesía preguntándome sobre la
reflexión que la poeta ha ejercido en su lenguaje para producir personajes a
través de los cuales toma la palabra y marca una distancia mientras se oculta
detrás de un «yo» que enuncia. ¿O tal vez dicha hipótesis no exista y ese «yo»
coincida exactamente con la voz de la autora?
Veamos algunos
elementos. De su opera prima, Sendas del bosque (Lima,
1966, Ediciones La Rama Florida, la colección de poesía dirigida por el mítico
Javier Sologuren), se han conservado seis botones en esta antología. Y, la
verdad, asombra en la muestra las entonaciones de la voz: «Inclinada estoy /
como una mendiga / por la hierba // Mensajeros / de antiquísimos planetas
/ me saludan / y siguen aprisa por la tierra // Me revuelco en el polvo / a
carcajadas / y espero limosna / de otros cielos» (Mendiga). ¿Esa mendiga
es la proyección de su personalidad en los poemas? ¿Estamos ante el choque
entre el yo y los demás, ante la angustia de quien se siente marginada por
una sociedad que no comparte su visión de la vida? Sea como sea, esa voz,
adelantándose a las de su generación, imprecaba no sólo contra
ella misma, sino también contra la urbe y el medio familiar en
el que había llegado al mundo. «Maldito infierno el que vivimos / «Hasta
cuándo, Señor, hasta cuándo» / ¿Acaso has visto el rostro de mi padre? / Dan
ganas de escupirse / y decirle adiós al mundo. // Que nos perdonen los
muertos…» (Lima). Era la irrupción de alguien que siempre supo
que su corazón descansaba sobre un mundo y su cabeza sobre otro, dudando
permanentemente entre cuál elegir. Ese ejercicio de cuestionamiento
cultural se acentuará en Navíos publicado nueve años más
tarde, en 1975, cuando toda la poesía de la Generación del Setenta había
sacudido las aguas del universo cultural limeño. Eran
poemas cuajados
de imágenes brillantes, de una profunda inconformidad, que se nutrían de
experiencias límite, de imaginación y fantasía, de sombras y ensueño, de
asfalto y noche. Poemas que caminaban hacia la tensión y los chispazos que se
detenían tras el hallazgo de una imagen: «Sólo
el amor, /
palabrita, / hace / soportable / la existencia. // A veces / ni el amor ni nada.»(Solo el amor). Ojo: esa voz no está
jugando con la palabra. Es más, contrasta con la tendencia dominante de ciertos
poetas, más preocupados por volver evidente la capa de investigación formal y
de esteticismo.
La voz que habita en
esta poesía no es una máscara. Hay detrás la historia que incluye el
análisis de los distintos espacios que atraviesa –la familia, los amores, el
mundo exterior, sus preocupaciones íntimas–, el testimonio, la expresión
estética y sentimental de una generación, junto con la visión de una época.Pero ese hablante, ese yo lírico, no sólo es ella misma. Es también
otras personas, otros individuos, otras mujeres. Veamos un ejemplo extraído
de Paseo
de Sonámbula del
2001: «Postrado en la cama/ mi esposo está muerto //
Lamento su aspereza / mas a él vuelvo la débil mirada // De vez en cuando me quejo
// Al mediodía le regaño / y en la noche le celebro / ¿Quién acecha mi
habitación? / Detrás de la puerta / casi todo está en calma / menos este poema
de amor / que leo / demasiado tarde» (Poema chino. Al modo de Guan
Hanqing). A todas luces, aquí sí hay un personaje a quien ella le otorga una
voz. ¿Se trata sólo de la estrategia de las máscaras –personaje– a la
manera de un E. Pound, en el que el sujeto de la enunciación se halla
mediatizado y alejado del objeto de su escritura? ¿O estamos ante la estrategia
de un Cavafis, proyectar sus dramas íntimos sobre víctimas de una sociedad que
desprecia a quien es capaz de ser diferente y asumir las consecuencias de su
decisión? Nacida y crecida en el seno de un círculo militante del asalto
al cielo, la autora sabía bien de lo que hablaba. A sus convicciones se sumaba
un estilo de vida y una naturaleza que la llevaba a pisar las calles para
charlar y escuchar, para gritar y cantar, para exhibirse y ocultarse.
Cartógrafa de su
tiempo, de sus seísmos, de sus catástrofes, de sus objetos, de sus sueños y de
sus viajes reales e imaginarios, esta voz que obstinadamente recurre a la
primera persona del singular, a un «yo» que en algunos casos tiene sonoridades
masculinas aunque sea la voz de una mujer, no es sólo eso. Es eso, claro, más
otras emparentadas con las estrategias psicoanalíticas. He aquí otro ejemplo: «Hemos podido partir y no
me altero / respiro la tarde efímera / dejo caer tu nombre destrozado / y me
alisto a recibir la corona del estío.» (Hemos de partir y no me altero)
Estamos ante un poema heredero de la tradición epigramática, una forma breve,
incisiva, a menudo satírica y rematada con un rasgo inesperado. Resuena dentro
del aparato verbal no sólo la voz de una renuncia, del desdén y hasta de la
altanería sino también la sabiduría y las destrezas formales de un Marcial. La
estructura de una saeta que avanza hacia el aniquilamiento del interlocutor.
Pero
más allá de los detalles formales y de las estrategias escriturales, en esta
caja de resonancias resuena la voz de una mujer trascendida. «Entre el caos de papeles / leo y rezo / a
veces, escribo / Pero tu casa está lejos, Poeta / y
mis ojos suspiran» (La puerta). No se trata aquí de negar una
especificidad de la escritura femenina, ni de querer hacer abstracción del
productor del texto; la idea es sólo la de señalar que una mujer no escribe
como un hombre; el horizonte de lectura que cada quien proyecta no es el mismo.
Pero en uno y otro caso hay voces que trascienden el género, felizmente. Y en
este caso estamos ante la voz de una mujer trascendida, pero al mismo tiempo
profundamente «femenina»: «Nada sucede en la ciudad sólo los cuervos / La música
del viento / Mi cuerpo ardiente / Puedo contarte mis sueños amor mío / Una
biblioteca en altamar / Azulita princesa de los duendes / Él también era una
sombra / Camino calles enteras y te busco / Estrellas en mi cuerpo / Flotando
en el vacío / En la mejor edad / Beso al primer amante que dispara» (Collage).
Todo lleva a pensar
que para Rosina Valcárcel la poesía es un arma de combate. Primero un arma para
luchar por su propia existencia, luego por los espíritus santos de cualquier
pelaje a condición de que entren en su círculo de afectos, enseguida
por las hijas, los padres, los hermanos, la nieta. En esta
selección de su poesía eso resulta evidente. Laten en el fondo, con fuerza, las
preocupaciones de César Moro, la sangre apasionada que circula por esos poemas
también clandestinos. También hay algo de la retórica nerudiana. Late con
fuerza la desolación provocada por el asesinato de Javier Heraud, la soledad de
los exilios. Bulle la atmósfera de toda la Generación del Setenta y sus anhelos
libertarios. Poemas escritos desde la adolescencia hasta ayer y, por lo tanto,
también susceptibles de ser leídos como el diario de una sobreviviente. «Pienso en nosotros que
hemos exigido a la vida / La noche perfecta… / Hablo de nosotros / los
muchachos / que hicimos la revolución / A nuestra manera / ojos enrojecidos /
Volante al arriero / arenga al mar. /Los obstinados que volvimos a construir
puentes / Dando vivas al Che, cantando Yesterday / y La
Internacional / Hoy acorralados / sin partido / A fines del 90 / nos
desconocemos. // El asunto compañero no es simplemente / Esperar las señales
como quien palmea /en silencio a mamá / Ni sólo tejer pop art /
manos alzadas / Amor y rebeldía es subvertir las costumbres / Inventar armas /
tribus / granitos de arena. Como este leve rastro solar…» (Acorralados).
En
efecto, se trata de una sobreviviente pero
que ha conservado el espíritu de sus veinte años, la edad de la rabia y de la
ausencia, de la noche como antídoto del color gris de la vida. En algunos
momentos cree que la inmortalidad que confiere la poesía, y el entusiasmo que
conserva en las venas, le permitirá salvar las alegrías vividas y las
pendientes. Muchos poemas están escritos para convertir en memoria los
instantes álgidos de la existencia. En todo el entramado hay vibraciones pop y
alusiones al conjunto de patrones culturales y manifestaciones artísticas y literarias
creadas o consumidas preferentemente por los sectores populares
intelectualizados: cine, música, referentes etnográficos, pictóricos,
literarios, pero sobre todo afectivos: los Beatles, huaynos, tangos, retratos,
fetiches y otros testigos de las esperas clandestinas y de la desesperación.
¿Poesía social? Ni
hablar. ¿Poesía sentimental? Ni de vainas. Poesía de la existencia. Poesía de
la supervivencia. Poesía de la épica cotidiana. Poesía testimonio. Poesía
pesadilla. Poesía sueño. Autobiografía. Y la imperiosa presencia del espejo. No
está el eco herido de César Vallejo, pero sí está el ángel de Arguedas, nuestro
gran Arguedas, enraizado y profundo. Un libro así ha de ser leído con la avidez
de la adolescencia, con la emoción de la juventud, como si hubiera sido escrito
para ti y para mí, en el mismo cuarto en que los amigos fumaban o bebían
escuchando discos caribeños con la melodía griega de Teodorakis, la rugosidad
de los tangos y la melancolía del yaraví. Gravitan en la entrelínea un fuego y
un superávit de horas perdidas y ganadas en el debate y la confrontación de las
ideas. Y de todo eso sale a luz que esta selección de su poesía, como ella
misma, también es vehemente y plural, el resultado de quien asiste entristecido
y rabioso al renacimiento de una forma de cantar más allá de la tradición
nacional. La crónica de una existencia en una sociedad y en una historia
convulsa. El mundo que se describe es también la partitura de una generación
que ha vivido los desgarramientos del siglo veinte e incluso de los años más
cercanos; una partitura escondida en la ceniza de estos días.
Está claro además que
ese hablante, ese yo lírico, no sólo es ella misma. Es también otras, como ya
dije. Veamos: «una muchacha de ojos naranja está esperando / una muchacha de
faldas largas y pies desnudos / una muchacha lee los pallares y las
cartas /una muchacha inmóvil una muchacha de manos finas/ una
mujer de cabellera café / una mujer pálida que escribe
cánticos al mar / una mujer cansada que sueña arcoíris y
ríos / una mujer roja que baila sobre las mesas / una
gitana de pies ligeros y ojos negros permanece / una gitana
rebelde de falda blanca y manos veloces / una gitana que sabe
leer el movimiento de tus ojos / una gitana loca que junta las
palabras te aguarda» (Una muchacha de ojos naranja). Estamos pues ante
un «yo» mutante, como es el «yo» de cualquier ser humano, según las
circunstancias, según el tiempo. Un «yo» literario, un «yo» político, un «yo»
generacional. Un caso un pelín cercano y a la vez distante de la estrategia de
un Tulio Mora en su Cementerio General: el yo multiplicado de todos
los personajes que juntos entonan ese canto coral de una ocultada historia
colectiva, puesto que es también un «yo» multiplicado el de Rosina Valcárcel,
un «yo» que a lo largo de años consigue crear una sinfonía de nuestros tiempos,
con entonaciones añejas y ultramodernas a la vez. Añádase que muchas veces
estamos ante una escritura libre en sus formas y descodificada en sus
contenidos. Musicalmente esta poesía tiene en muchos casos las sonoridades de
un yaraví, como ya dije, por la intensidad lírica, por el desgarramiento de la
voz, por la forma, por todo. A lo largo del libro, pasando de un poema a otro,
la palabra del hablante emerge a la búsqueda de un universo que las opciones
políticas hubieran querido ver realizadas. Asimismo, brota todo un mundo difuso
en las honduras del pasado.
La carga ideológica,
para cuestionar los paradigmas del pasado, para evocarlos y ensalzarlos en
otros, se va dando de varias maneras: ya sea por la selección de las personas
aludidas, o bien por las referencias: Casona San Marcos, dioses andinos,
hierbas, etc. En el nombre de todos ellos, los vivos y los muertos, esta voz se
levanta y da testimonio de la lucha por la existencia. «Yo soy la llovizna que
calma tu dolor», le dice a Odette, «Y tú/ hermosa Sherezade / bebes
voluptuosa mi sangre» le confiesa a Milena.
Y hasta ahí todo es normal y previsible: el amor materno. Las identidades
múltiples y variables de los lazos familiares. Se puede pensar incluso que la
poesía de esta mujer sea una forma de revelación y, al mismo tiempo, de dar la
contra al desconsuelo provocado por las ilusiones engendradas en la búsqueda
del destino feliz: el amor a quienes se identificaron con una causa justa y
lucharon contra los molinos. Se puede incluso pensar que su escritura se
corresponde con la idea de que la poesía corrige los errores de la historia
tanto personales como sociales en medio de tantas tribulaciones.
Lo cierto es que
dentro del espacio que la afluencia de voces construye hay un tejido textual en
el que aparecen y desaparecen los rasgos propios del hombre en el corazón de la
acción. Y en esa acción se impusieran los sueños como motor de la historia. Por
eso mismo, se presiente el entendimiento de la poesía como una muralla
levantada para protegerse de la banalidad circundante; la poesía como una
exaltación dentro de esa muralla, como una hoguera interna nutrida con
ilusiones, esperanzas, recuerdos, risas y lágrimas, fantasmas de la historia
que se van diluyendo en el humo de la hoguera en la que nacieron. Esa idea,
madurada con los años, nutre y oxigena los tramos finales del cuerpo y el
espíritu que habita en esta poesía: «Niña mía, abre los ojos. No elijas el
cielo gris solitario. Habita la tierra entre mariposas y el jardín de las delicias.
Disfruta esta vida, pequeña, goza el valle de tus ancestros. Ama a los claveles
y a los animales. Corre por la chacra y cree en la humanidad y en su fulgor.
Aprende a caminar sobre la viga oscura, pequeña bailarina. Percibe la nostalgia
del árbol y sus raíces, la tierra que se contamina. Ama a la especie y el dolor
de los hombres. Ama a los astros y al misterio. Ámate, pequeña mía. Te cedo mis
manos. El ángel de la alegría es tu aliado. La noche te brinde sabiduría y
magia. Alondra, los dioses andinos cuiden tu senda y la música sea tu alimento.
Buda te dé serenidad y la libertad reine en ti. Ha llegado el verano» (Carta
a Luana, leyendo a Hikmet). Le dice a una niña la mujer que ha sobrevivido
a tantos cataclismos. Se lo dice en nombre de la memoria y de la esperanza. Y
al decírselo apela a las formas convencionales. Poesía de la persistencia de la
esperanza y del ejercicio de todas las formas disponibles para no encajonar las
ilusiones ni los afectos. Un mundo abierto a todos los vientos. Y en el desfile
de personajes y de voces que la habitan, visto desde una distancia prudente,
poco importa quiénes estén dentro o fuera del canon de la autora. Importa sí
señalar el control que la voz, o las voces, ejercen sobre sus opciones, sobre
sus instrumentos a lo largo de las sucesivas etapas de esta obra, a lo largo de
los diferentes estratos de este árbol solitario en medio de la pradera. Un
árbol que canta la noche, el amor y su humo. Canta los desbordes de la pasión,
el agua de la resaca, la guerra y el desastre de las propias guerras y el rumor
de clandestinidad de los afectos, de los actos, de la política. Y en ese canto
asistimos a una alianza de memoria, melancolía, ciertos procedimientos del
surrealismo y del psicoanálisis que permiten que todo eso vuelva a emerger
en un espacio difuso entre México, París, Lima y el Perú de más allá del
centralismo con sus tótems y sus dioses lares.
Jorge Nájar
París, 21 de
marzo de 2014.
Buenas noches. El ensayo de Jorge Nájar me parece muy original, fecundo e importante, pues penetra en mi obra, en mi proceso poético y da cuenta de ellos. Agradezco a la Revista Libre Pensamiento por la difusión. Abrazos desde Lima-Perú. Rosina Valcárcel
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