EL ÚLTIMO DIARIO (NOCTURNO) DE ANA FRANK
Winston
Orrillo*
Lo primero fue una silenciosa maldición
contra mi ausente primo. Él, trabajador de aquella empresa de transportes,
tenía la delicada misión de ponerme en un lugar que me permitiera viajar con
relativo esparcimiento; es decir, "acomodarme" (para eso estaban sus
influencias de "hombre de la casa") junto a una muchacha, o por lo
menos, con una que no pasara los decisivos cuarenta.
Pero cuando, al no poder reprimir la
curiosidad, pedí la lista de pasajeros, y me encontré -lo primero- con la edad
de mi eventual acompañante para aquel viaje nocturno, no pude reprimir el
puteo, que, pronto, dio pase a un escepticismo al pensar que, en mi familia,
existía algo así como un congénito sentido, más que del humor sano, del llamado
"negro".
De modo que me volvió el alma al cuerpo
al pensar que mi primo Manuel había decidido jugarme una broma pesada, y no
había vacilado al dibujar aquellos '70s" al lado de mi vecina, a fin de
hacerme rabiar, como en efecto lo estaba logrando ahora,
Yo había llegado a la agencia de
transportes con media hora de anticipación, de modo que los minutos empezaron a
caer con ese silencio pesado de los instantes definitivos; tensión que se
acentuaba porque venía de una noche en blanco, cosa frecuente en las vísperas
de casi todos mis viajes.
El primer contratiempo, sin embargo, fue,
aparte de leer aquellos fatídicos "70s", saber que mi primo no
llegaría esa noche al trabajo, pues era su "día libre". Nadie, por
otra parte, sabía nada de mi maldito boleto, que yo dejara en manos de mi
bromista pariente para facilitarle la "operación acomodo".
Total: no estaba mi primo, no estaba el
boleto de marras, aunque sí figurara mi nombre al lado de la misteriosa dama,
cuyo nombre me importaba un carajo, deslumbrado como volví a ponerme por esos
"70", que me empezaron a obseder.
Muy pronto, sin embargo, se arregló
aquello de la falta de boleto, pues mi primo tenía muy buenos compañeros de
trabajo, que rápidamente corrigieron el error del colega, su olvido lamentable.
En buena cuenta, me improvisaron un
boleto con el número que figuraba en la lista de pasajeros, y quedé listo para
embarcarme, no sin antes darme cuenta que mis ojos se habían empezado a fijar
en una dulce anciana que, rodeada de dos jóvenes (al parecer sus nietos:
muchacha y muchacho de ojos azules) se despedía con sosegados gestos, besos
menudos, suaves caricias.
Los mecanismos intuitivos estaban con los
alambres pelados.
El aspecto de la anciana era extranjero.
Y, con esta idea de extranjero, me vino a la memoria lo que había, de
inmediato, olvidado por la obsesión de los malditos "70s"...
Lo que había olvidado era el nombre de mi
compañera de viaje, que así como la edad, me pareció igualmente un invento
jodedor de mi primo, conocedor éste de mis aficiones literarias: el nombre que
figuraba al lado del mío era nada menos que el de ANA FRANK! Sí, ANA FRANK...
pero de Chafloque, apellido tan norteño como el "espesado" de los
lunes, o el cabrito a la chiclayana, o los Kingkones de aquella zona del
septentrión peruano a la que, precisamente, yo me dirigía.
Ya en el asiento, una primera cuestión me
sorprendió. La anciana, que por cierto, era la misma en la que se habían fijado
mis intuitivos ojos, había, no sé cómo, llegado antes que yo, y esto le
permitió indicarme que mi asiento era el del lado de la ventanilla, cuando, yo,
es claro, sabía que, el escogido por mí, era precisamente el otro, el del
pasillo, por su mayor posibilidad de moverse, para no estar arrinconado y, en
fin, por la eventualidad de que las lunas no estuvieran, correctamente
alineadas, y pasara aunque sea un "filtro" de viento nocturno, lo que
bastaba para coger un catarro descojonante.
Mas la anciana, con voz suave pero firme,
me indicó (me ordenó) que tomara el asiento del lado de la ventanilla.
Perplejo, no sé cómo, me vi, sumisamente,
acomodándome en ese asiento que, desde hace varios viajes, sistemáticamente
evitaba.
Al poco rato, la voz cascada y con un
lejano dejo entre extranjero y loretano (después informaría que su marido era
de la selva), volvió a decir algo sobre la distancia o mi propio destino:
"¿Usted va a Chiclayo?". ¡Yo me quedo en Guadalupe!".
—'No se lo he preguntado!"—, me dio
ganas de decirle, pero preferí callar, arrellanarme en mi indeseado asiento y
estirar las piernas para dormirme de inmediato.
Creo que no habría pasado ni una hora de
viaje, cuando fui despertado bruscamente por un golpe que me llegó a la parte
baja de la pelvis.
La anciana se había acomodado
imperiosamente, ofreciéndome —ordenándome tomar— su gelatinoso trasero que, sin
embargo, en un rítmico, imperceptible movimiento, fue adquiriendo como un aire
de ruta envolvente, de música wagneriana en cuyo bosque de siniestras walquirias sentí que era, en forma
irremediable, capturado.
Perplejo, al principio no supe qué hacer.
Avergonzado siquiera porque me pasaran por la cabeza —y por la sangre— ideas
eróticas respecto a tan venerable matrona, preferí concentrarme más y más en mi
(desde entonces) desasosegado sueño.
¡Imposible, no podía volverlo a
conciliar! Me dediqué, entonces, a observar de reojo a mi acompañante. La sentí
proferir extraños grititos, agitar los brazos, 'tentar las más diversas
posiciones, arreglarse los trapos: en fin, mil cosas, menos, ostensiblemente,
dormir.
Mientras tanto, yo percibía que el cuerpo
de la señora germana (porque para esto yo había escuchado un breve diálogo con
una pasajera vecina, en el que ella se identificaba como de ese país, y más
concretamente 'de Baviera" —la maldita tierra de Hitler, mascullé para mis
adentros); mientras tanto, el cuerpo de la paisana del Führer —ya no me cabía
la menor duda— buscaba el mío afanosamente.
En un momento determinado, la tuve casi
encima de mí, En esos instantes, las infinitas arrugas de su rostro, y su
aspecto venerable, sufrieron una espantosa metamorfosis: ¡yo me sentí víctima
de una gorgona o de cualesquiera de esos monstruos mitológicos que, con figura
femenina (¿por qué será no cesaba de preguntármelo?) tientan, atrapan y
descuartizan a los desprevenidos viajeros!
Una repugnante mezcla de placer, sorpresa
e inenarrable miedo, me atravesó la garganta cuando percibí que mi propio
miembro escapaba de mi bragueta que, la verdad absoluta, no recuerdo cómo se
había abierto de par en par.
Sentí
que podía estar enfrente de mí,mirándome, y que mi alucinado adminículo
intentaba horadar el gastado pantalón de la anciana, debajo del que su cuerpo
había cobrado una voraginosa cadencia.
Al
abrazarla con las piernas, pareció reaccionar y me retiró, con suma delicadeza
y cortesana afabilidad, una de ellas que ya tenía encima de su ruinosa cintura.
Esto me asustó, y parecióme que todo se
debía a una horripilante pesadilla, y que, entonces, Ana Frank no era sino un cliché literario, quizá incentivado por
una reciente lectura de Sophia, obra
maestra de Styron.
Pero, lamentablemente, la verdad
inconcusa era que, a mi costado, a cuatro horas de camino de Lima, con
dirección al Norte del país, una añosa alemana jadeaba y me invitaba y se
retiraba alternativamente, de mi ya —ahora— desenfrenado ataque sexual.
De vez en cuando, las luces de esos
malditos pueblos que bordean la carretera, o de grifos sucesivos, me permitían
ver el seráfico rostro de la anciana, lo cual morigeraba mis arrestos fáunicos,
y entonces me venía la seráfica imagen de mi fallecida abuela, a la que, por,
otra parte (reparé con alarma) tánto se parecía esta provecta cuando eléctrica
dama teutona.
Ya con mi abuela al costado, la cosa
cambiaba. No podía evitar el recuerdo de los doce hijos que tuvo; y el rostro
—siempre huidizo— de mi abuelo, esmirriado, fugitivo, disminuido frente a
ella: era como comparar a una fruta de campo pleno —mi abuela— con una flor de
invernadero —mi abuelo—. La verdad es que yo no pude nunca concebirlos juntos,
en las altas tareas del tálamo (por lo menos en las épocas en que conocí a
ambos: ya bien entrados en sus respectivos ocasos).
La sagrada memoria de mi abuela, me
conducía —¡Oh, magno, irreversible lenitivo!— a una suave modorra, de la que
era nuevamente despertado, en forma violenta, por otro empujón —caderazo— de la
impaciente y vetusta walquiria, que
no parecía dispuesta a concederme tregua alguna; aunque cuando yo iniciaba,
conscientemente —con esa conciencia crepuscular, por cierto, en la que se
desenvolvían todas estas pesadillescas acciones— un ataque frontal, ella se
daba suficiente maña como para ponerse en guardia y hacerme emprender una
discreta cuanto imponente retirada.
Así pasarían unos doscientos kilómetros
más: la fatiga me hacía cabecear y cabecear, y nuevamente los arrestos voraces
de mi onírica acompañante; y cuando yo volvía a lo mío...
En un momento me pareció sentir su mano
parkinsoniana hurgando en mi entrepierna: fue una sensación fugaz, casi como
un rito druídico del que, cuando quise tomar conciencia, va se había esfumado
y, en su lugar, quedaba el rostro hierático de la anciana, su roncar —casi un
graznido— y la asquerosa sensación de su chompa o chal o no sé qué envoltorio
de mierda, de aquellos que usan las
viejas para las nocturnas travesías, por pequeñas que éstas sean.
En uno de esos bruscos despertares, y
acuchillado por el frío del borde de la ventana —al que fui obligado a
arrimarme (ya lo dije) por la inicial prepotencia germánica de mi compañera de
viaje— creí darme cuenta que, por un huequito del cielo, empezaba a nacer la
lechosa claridad del alba.
Sentí que ella podía ser —no sé por qué—
mi salvadora.
Y
en efecto, conforme aquel punto de leche fue, en el horizonte, convirtiéndose
en una mancha cada vez más distinguible, los empujones, los arrestos, la fuerza
de los golpes —caderazos, ya lo dije— de la vieja teutona, fueron disminuyendo.
Pude entregarme a una relativamente
sobresaltada modorra.
Habíamos ya pasado Chimbote. Tnijillo fue
dejado atrás, y, en esa recta, fatigosa ruta que conduce hacia los pueblos del
más alto septentrión, la luminosidad del alba fue inundando el autobús.
Yo tuve la clara sensación de que estas
luces disolvían esa suerte de campo de concentración en el que había estado
durante la noche entera; y que la llegada del día transformaba el rostro de mi
carcelera —que bien podía haber sido, en su lejanísima juventud, una de esas
robustas e implacables caporales de los Auschwitz o Dachau; aquellas que
tenían, a su "servicio exclusivo", a los famélicos prisioneros, uno
de los cuales acababa de ser precisamente yo.
De
modo que esta Ana Frank apócrifa —de Chafloque— fue disolviéndose, poco a poco,
como una vela que lentamente se consume con la llegada sigilosa del alba
liberadora.
El raído pueblo de Guadalupe fue
alcanzado por nuestro ómnibus, ya en pleno pecho de la joven mañana. Yo con
apenas un tembloroso ojo medio abierto, alcancé a distinguir el descenso de mi
cancerbera que, antes de abandonar su tenaz emplazamiento a mi costado, me hizo
la ofrenda de un discreto regüeldo, y de una soberbia descarga de gases, que no
pudo menos que hacerme evocar las cámaras letales donde, apenas ocho lustros
antes, moría la homónima, y seguramente antónima, autora de aquel Diario, que yo había sórdidamente
evocado durante la noche esperpéntica, que felizmente se iba alejando, conforme
se perdía, por las calles retorcidas de esta villa polvosa, la figura
elefantiásica de la paisana del autor de Mein
Kampf.
_____________
*Doctor en Literatura por la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos. Escritor, periodista. Profesor Principal en las
Universidades de San Marcos y San Martín de Porres. Dos veces Mención Honrosa
en el concurso de cuentos de la revista “Caretas”.
Premio “El Poeta Joven del Perú”, 1965
Premio “El Poeta Joven del Perú”, 1965
Premio Nacional
de Periodismo, 1969.
Ha publicado tres libros de Cuentos: Barrios
Altos, 1965; El hombre que escribía
en el asfalto, 1986; y El último
diario(nocturno) de Ana Frank, 1986
Obra parcialmente
traducida al inglés, francés, italiano, búlgaro, ruso, rumano, coreano.
Tiene en prensa
en editorial San Marcos un libro titulado: “Winston
Orrillo: Cuentos (casi) completos”
Ha sido Jurado
en el Concurso Internacional de Literatura de la Casa de las Américas.
Tiene más de
veinte libros de poemas y ocho de ensayos político- culturales, entre los que
destacan: “Vallejo periodista
paradigmático”, “Los géneros periodísticos en Vallejo”, “Biografía y biología
de Juan Croniqueur”, “Mariategui Juvenil: el cronista”, “Imperialismo y medios
masivos de comunicación”, “La pedagogía reaccionaria de Walt Disney”
Ha viajado por
casi todo el mundo en misiones culturales.
Lima, 1941
EL PROFETA ATACURI
Para Mariella Trejos v Jorge Billouru
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