TRES CUENTOS DE WINSTON
ORRILLO: EL TRANVÍA, “BOMBOLO”, LA OLA
Lima, 1941. Doctor en Letras. Catedrático Principal
de la Facultad de Letras de San Marcos. Premio “El Poeta Joven del Perú” y
Premio Nacional de Cultura en Periodismo. Autor de más de 20
poemarios. Ha publicado los siguientes libros de cuentos: Barrios altos, (1985 y 1986, dos
ediciones). El hombre que escribía en el asfalto (1986) y El último diario (nocturno)
de Ana Frank (1986), con prólogos y notas críticas de Manuel
Ruano, José Antonio Bravo y Alicia Galaz-Welden, de la
Universidad de Los Apalaches, Carolina del Norte. Ha ganado distinciones por su
obra narrativa, en el Perú y en el extranjero; y su obra, en prosa de ficción,
se halla en proceso de reeditarse, junto con nuevos textos.
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EL TRANVÍA
A Lucho León
¿Quién maneja ese tranvía? Se me viene encima. Mi
pie se ha trabado, al cruzar, de repente, los rieles que están frente a mi
casa, en la calle Naranjos. Es este maldito zapato (¿o zapatilla?). No
puedo saberlo. Hace ya mucho tiempo, y, sin embargo, no
ha pasado mucho. Pienso en mi pobre madre, y en mis vecinos. Especialmente en
Yolanda que lo puede ver todo desde su balcón de palo. Y en las señoritas
Andrade que, desde su librería, inevitablemente van a ser espectadoras. .Aunque
–seguro—cuando la gente se amontone, ellas ya no van a poder ver bien. Pero
Yolanda, sí, verá todo, porque está en un lugar elevado.
Varias veces había soñado con este momento. Varias
veces cuando, dentro de mi casa, sentía su ruidosa presencia, su casi
escandalosa presencia: sui alharaquienta presencia.
Grande, gris, compacto, el tranvía es parte de la
sangre de los Barrios Altos. Sus rieles, como las venas que atraviesan el
cuerpo de la ciudad.
Venas, sangre. ¿Cómo se verá ella por la pista de la
calle Naranjos?
¿Hace cuánto tiempo que no muere alguien
atropellado por un tranvía?
Creo que el último fue un borrachito, o una señora
que venía del mercado de Buenos Aires, con su bolsa que quedó regada por la
pista. Lo más impresionante fueron los tomates y los rabanitos y los huevos que
formaban una abominable ensalada (desde entonces las odio).
Pero muchachos, al menos no por los Barrios Altos.
Sí, por el 2 de Mayo; y era uno que gorreaba; de ésos que venían colgados: me
parece que fue, además, en un acoplado. ¡Qué hermosos son los acoplados!
Pero éste, que se me viene encima, es uno simple,
de la línea “Cinco Esquinas- 2 de Mayo” (los acoplados son para el servicio
inter-urbano, y parten del 2 de Mayo, y por eso el atropello del gorrero por un
acoplado en esa plaza de Lima).
Uno como éste es manejado por el hermano de Matos;
y allí mismo el cobrador es un tío de él (creo que, en el gremio tranviario
funciona -¡cómo no!- también el nepotismo).
Además, todos los cobradores, inspectores y conductores tienen un inevitable
“aire de familia”. Aire que se acentúa cuando uno viaja de noche. Es hermoso
viajar de noche en los tranvías. Recuerdo que, cuando nos cortaron la luz por
falta de pago, me pasé varias noches viajando en los tranvías: de paradero
inicial a paradero final: y allí hacía mis tareas del colegio, leía libros, en
fin, la luz de los tranvías era mejor y más acogedora que la de mi casa;
además, se podía ver pasar calles, rostros de personas, animación.
Los tranvías no tienen pitazos ni fuman tremendos
puros, como los trenes; y por eso me gustan más. Los trenes siempre me han dado
miedo. Son demasiado -cómo decirlo-. Solemnes. Como esos señores que usan
grandes abrigos y llevan sombreros y guantes. Los tranvías, en cambio, me
parecían como los parientes pobres, los muchachos del barrio, la gallada.
Familiares, abiertos, democráticos. Los trenes, en cambio, parece que no se
sacaran el saco ni siquiera para ir al cuarto de baño. Los tranvías son
muchachos en camiseta, en ropa deportiva.
Nunca le había visto el rostro tan cerca al
tranvía. Casi puedo decirte que tiene el ceño levemente fruncido. ¡Y no creo
que sea por mí! (¡Quiero creer que no lo es!) A mí la verdad que me molesta
esta situación, pero no puedo evitarla. No sale el zapato (o zapatilla), Y,
además, a mí me gustaba tenerlos siempre medio desamarrados, y a mi tío Pedro
se le ocurrió darme una lección de cómo amarrar bien el zapato (o la
zapatilla); porque un joven estudiante y estudioso y formal y de buena familia
(aunque viva en los Barrios Altos), debe distinguirse de los otros. Y por eso
se pasó un rato (había venido a pedirle plata prestada a mi padre o a
fastidiarlo para que lo recomiende con alguno de sus amigos)
enseñándome cómo hacer un nudo doble tipo marinero, que se usa para otras
cosas; pero como los chicos son mataperros y emplean los zapatos no solo para
caminar, sino para jugar fútbol, pues hay que hacerle un doble nudo. Y me
enseñó cómo hacer el nudo doble, pero ¡no cómo deshacerlo! Y aquí está mi
zapato –o zapatilla—que no sale´, que no saldrá a pesar de los esfuerzos que
hago sobre todo para que no se frunza aun más el entrecejo de mi viejo, querido
amigo, el tranvía, con el que hasta ahora había tenido las mejores relaciones,
y que, por él, seguramente , no sería capaz de ni de rozarme con el pétalo de
una de sus planchas que parecen blindadas, ni menos con esas ruedas de fierro
que veo girar a una velocidad que no imaginaba tanta, mientras mi cuello se
inclina mansamente para recibir, por fin, el peso de esta guillotina que, desde
la Francia de los libros de colegio, yo sabía que, también, inevitablemente,
estaría destinada para mí.
18-VII. 83
De Barrios alto
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“BOMBOLO”
A mi hermano Manuel
¡Otra vez “La pampa y la puna”!
Todos aprovechábamos para reír y tirarnos bolitas
de papel.
El sol de octubre comenzaba a filtrarse entre los
vidrios rotos de las ventanas. El sol que iluminaba todo ese ambiente del salón
de clases donde cuarenta y ocho muchachos nos moríamos de risa al ver a “Bombolo”,
sacándole gotas de sudor, a ese increíble violín que seguramente debía oler a
los mil diablos, porque él lo traía bajo el sobaco resinoso.
¡Clase de música!
A esa hora se resolvían todas las diferencias entre
los litigantes.
¿”Bombolo?” ¡Como si nada!
Para él ni llovía.
Sigue: el violín bajo el cuello, extasiado en su
música carcosa, (como decía Lazo).
Su edad era indefinible: ¿45, 60 años? ¡Cómo
saberlo!
El mismo terno, azul, lleno de manchas de grasa; y
las manos, regordetas y tensas.
¿Soñaría “Bombolo”? ¿Podría tener sueños un ser
como éste?
Alguien decía -lo sostenía- que alguna vez, en su
pretérita juventud, había tocado en la Sinfónica. En ese momento, para
nosotros, la “Sinfónica” era una palabra esdrújula que conocíamos solo de
oídas.
Su voz, grave y cansada, no llega sino a la mitad
del salón de clases. Justo a la mitad que está casi vacía, porque todos nos
sentábamos en las últimas carpetas, aunque sea de a cuatro (las carpetas,
bipersonales) para `poder cochinear mejor.
Recuerdo que, cuando nos fue presentado por el
“Virolo” que dirigía la escuela secundaria, éste nos dijo que, mucha atención,
estábamos frente a “todo un artista”.
¿Un artista? Palabra exótica que nos hacía pensar
en John Wayne o en Tony Curtis, pero no en ese ser aceitoso que intentaba una
sonrisita de modestia ante las palabras de su eventual panegirista, y que, para
impresionarnos, empezó a tocar...nada menos que “La pampa y la puna”.
Pero, claro, que al comienzo nos pidió un “Cuaderno
de Música”, cuaderno que fue descuartizado minuciosamente en cada clase, para
preparar los proyectiles que, diligentes, nos servían para saldar nuestras
baladíes diferencias.
El dibujo de las notas musicales en la pizarra (fue
la única vez que utilizó aquella vetusta pizarra del no menos astroso salón)
resultó toda una opereta.
Total, nadie, por cierto, aprendió nada, y lo único
que nos quedó fue la melodía de “La pampa y la puna”, la misma que esta tarde,
cuando lo llevan a enterrar, sirve de música de fondo para el cortejo de casi
todo el cuarto año de media, que acompaña el féretro dentro del que,
seguramente, ”Bombolo” -¡ahora sí- ueña, mientras le corre el avezado sudor por
la frente, por las mejillas, cuando sus dedos –pringosos, tensos- aprietan el
instrumento, que debe estar más grasiento que nunca, porque ha salido el mismo
sol artero de octubre, que ilumina este sucio corralón de la muerte con el
parpadeo de sus rayos impertinentes.
De El último diario (nocturno)
de Ana Frank
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LA OLA
Para Augusto Monterroso
Largo tiempo estuvo contemplándola. La acechó.
Miraba, con disimulada complacencia, el horizonte -allá donde se marca la línea
de unión del cielo con el mar- porque sabía que de allí vendría.
Incluso alquiló una casa en la playa de Punta Negra
para esperarla. Pasó, allí, varios veranos, esperándola.
Se aprendió, de memoria, el nombre de cada una de
las variantes, de todas las etapas que atravesaba el mar en sus faces
sucesivas. Las mareas y lo demás.
También pudo, alucinado, deletrear el apellido de
la espuma. Y, asimismo, conocer las diferentes clases de muy-muyes (porque -le
dijeron- era quienes mejor sabía la llegada de aquélla).
Cierta vez, por fin, se atrevió a hacer su entrada
al mar…
Al principio fueron solo sus tobillos los lamidos
por la corriente. Luego, aunque poco a poco, la cintura, el pecho, los hombros.
Fue, así, cobrando confianza. Ya, desde adentro,
era más fácil -eso creía- esperarla.
Con los ojos abiertos, bajo el mar, sentía que
empezaba a realizarse.
Luego emergía y gozaba indeciblemente al sentirse
envuelvo por la espuma; al darse cuenta que era arrastrado levemente, que las
corrientes se cruzaban en el lugar donde él, de pie, resistía.
Un placer casi morboso lo dominó cuando, cierta
vez, al crepúsculo, la creciente fuerza de las aguas lo revolcó, y le hizo
tragar un poco de arena.
Algo, sin embargo, en su interior, le decía que no
era suficiente.
Entonces fue cuando empezó a aficionarse a la
pesca.
Pero la hacía, especialmente, de noche: le gustaba
internarse entre las peñas y, desde allí, mirar la sorda reventazón del mar
contra la playa, contra las rocas. Buscaba un lugar preciso para lanzar su
cordel; pero la verdad es que no le importaba lo que vendría en sus anzuelos.
Lo que le interesaba, en verdad, era esperarla.
En ese lugar de Punta Negra, la roca avanzaba hacia el mar, y él podía sentirse casi dentro, casi en el mismo seno donde la espuma formaba dibujos cabalísticos.
Una noche la pasó entera en el intento de
descifrarlos.
Creyó leer, en ellos, la proximidad de lo que tanto
venía aguardando.
Volvió a su casa de playa. Ordenó, con
minuciosidad, algunos asuntitos, y se puso su mejor traje (de playa). Dejó,
entonces, sus cordeles. Ya no los necesitaría.
Aquella vez sus pasos por la arena tuvieron una
resonancia especial: miró sus propias huellas y las comparó con las de cientos
de huellas más. “Todas van hacia lo mismo”, se dijo, y empezó a trepar por la
espalda del acantilado.
Ahora, ya, por fin, pudo escuchar, claramente, su
voz: ya estaba en posesión de la clave, del alfabeto de la espuma.
La sintió, entonces, creciendo.
En el desvaído horizonte, ya uno con la noche, su
perfil, ahora, luchaba por dibujarse con nitidez.
La violenta frescura de sus brazos presentidos lo
hizo convencerse que de ella se trataba.
Que era la ola que venía a buscarlo y lo
introducía, con inmensas ternura, en su vagina tumultuosa.
(1976)
De El hombre que escribía en
el asfalto.
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