Salvador Allende
Salvador Allende: un blanco en la mira de la CIA
ERIC GAYOL
10/09/2014
Mucho antes de ser derrocado por un golpe fascista, el presidente
constitucional chileno figuraba entre los obstáculos a eliminar por las más
altas autoridades del gobierno de Estados Unidos
Nueve días antes que el Congreso de Chile ratificara como
presidente de la República al doctor Salvador Allende Gossen, el 15 de octubre
de 1970, un ultrasecreto comité estadounidense integrado por el asesor de
Seguridad Nacional, Henry Kissinger, el general Alexander Haig y el director
adjunto de Planes de la CIA, Thomas Karamessines, organizó, planificó y determinó
cada una de las acciones para impedir que el nuevo gobernante entrara en el
Palacio de la Moneda.
En menos de 48 horas, Karamessines presentó a Kissinger el
borrador de un proyecto con diversas ramificaciones para conseguir por
cualquier vía el fin del mandato de Allende y del gobierno de la Unidad Popular
antes de que se iniciara. Unos días más tarde, el jefe de Planificación de la
CIA envío un cable cifrado al jefe de la estación en Santiago, Henry Hecksher,
en el que aclaraba: “es política firme y continua que Allende sea derrocado por
un golpe de Estado”.
A finales de 1970 la embajada de Estados Unidos en Chile
multiplicó su personal, incluidos varios equipos operativos independientes del
control del embajador Nathaniel Davis, quien poseía un pasado tenebroso, cuyo
rastro se perdía en la Guatemala de los años sesenta, donde ayudó a fundar
organizaciones paramilitares anticomunistas, encargadas de la represión
silenciosa de los elementos de izquierda y opositores.
Un grupo de agentes con un prolongado historial de fechorías quedó
agregado a la representación diplomática de Washington en Santiago de Chile,
entre ellos, David Atlee Phillips y David Sánchez Morales, más conocido como
“El Indio”, veteranos de operaciones encubiertas en Guatemala, Cuba y otros
puntos del hemisferio occidental, ambos relacionados con los magnicidios de los
hermanos John y Robert Kennedy en 1963 y 1968, respectivamente.
La primera acción de peso, el secuestro del jefe del Ejército,
general René Schneider, recibió de los servicios de inteligencia
norteamericanos ayuda material y financiera, pero —según archivos
desclasificados— los ejecutores acabaron cometiendo lo que los analistas de
Langley denominaron una “chapucería”, cuando asesinaron al militar, quien se
resistió al rapto.
De todas maneras las condiciones no estaban creadas. Los chilenos
vivían la efervescencia del triunfo electoral de la Unidad Popular (UP), hecho
que si bien ponía fin al predominio político de la derecha conservadora,
confirmaba la respetuosa tendencia de los uniformados a la Constitución por
casi medio siglo, periodo en el que las instituciones armadas, pese a su
acendrada formación, habían permanecido en los cuarteles.
Desde 1958 la Agencia Central de Inteligencia destinaba cifras
millonarias a impedir el ascenso electoral de Salvador Allende. Los métodos
iban desde campañas publicitarias financiadas y orquestadas desde Washington o
el financiamiento indirecto de los partidos opositores o medios de difusión, de
ahí que antes de los comicios presidenciales de 1970 la CIA destinó más de 10
millones de dólares a la campaña del candidato democratacristiano y al diario
El Mercurio, sin embargo, el 4 de septiembre de ese año, el voto popular otorgó
la victoria al aspirante de la UP.
A partir de ese momento, el golpe militar figuró en los planes de
la administración de Richard Nixon, mientras el Departamento de Estado
consideró expulsar a Chile de la Organización de Estados Americanos (OEA)
mediante un mecanismo similar al utilizado contra Cuba. Al final, la CIA estructuró
el Proyecto Fubelt, aprobado el 16 de septiembre de 1970, ocho días antes de
que Salvador Allende fuera ratificado por el Congreso. Al explicar la finalidad
del plan al Consejo de Seguridad Nacional, el entonces director del organismo
de inteligencia estadounidense, Richard Helms, informó que este tenía “un solo
propósito, evitar que Allende tome el poder”.
Las primeras presiones llegaron a través de las transnacionales,
encargadas de retener el refinanciamiento de los préstamos de la deuda chilena,
maniobra llamada bloqueo invisible. Según el documento secreto titulado Informe
de la postura estadounidense frente a la política crediticia del BID a Chile,
preparado para Kissinger, el director ejecutivo estadounidense del Banco
Interamericano de Desarrollo (BID) asumió que no recibirá nuevas instrucciones
hasta nuevo aviso en relación con los créditos pendientes para Chile.
Contra todo pronóstico, el gobierno de la Unidad Popular, pese a
los enfoques encontrados de sus diferentes organizaciones, resistió una
agresión descomunal, que incluyó acciones económicas como el prolongado paro de
los transportistas, financiado desde Estados Unidos por la CIA a través de
organizaciones sindicales y patronales, en tanto, en el plano político, la
bancada de los partidos Democratacristiano y Nacional aspiraba a deponer a
Allende mediante la censura parlamentaria, pero el golpe militar seguía en la
preferencia de Washington.
El secretario de Defensa, Melvin Laird, era partidario de “hacerle
todo el daño posible” al mandatario chileno y “destrozarlo hasta las cenizas”,
incluso ante el temor de que las fuerzas armadas chilenas cumplieran con los
dictados de la Constitución. El propio presidente Nixon ofreció el 9 de
diciembre de 1971 al general brasileño Emilio Garrastazu Medici apoyo material
y financiero para influir en los altos mandos militares del país austral para
derrocar el gobierno de la Unidad Popular. Pocas semanas antes del golpe
fascista, Hernán Cubillos, futuro canciller del régimen golpista, voló a Sao Paulo
en un avión militar.
Dentro de los mandos castrenses, la Armada era el cuerpo más
comprometido. La inteligencia naval estadounidense envío a Chile al teniente
coronel Patrick Ryan con el objetivo de establecer contacto con los futuros
golpistas, quienes encabezados por el almirante José Toribio Merino y el
vicealmirante Patricio Carvajal, se agrupaban en la organización secreta
denominada La Cofradía y cuyos afiliados ocuparían puestos claves en el futuro
gobierno militar.
En septiembre de 1973 la marina de guerra chilena intervino en las
maniobras navales UNITAS, organizadas por Estados Unidos en el Pacífico sur,
mientras en el hotel Miramar de Valparaíso, oficiales norteamericanos
coordinaban las operaciones en Santiago. Junto a ellos, otro estadounidense, el
periodista independiente Charles Horman, descubría cómo los uniformados de su
país alentaban el terror y el crimen contra un gobierno legitimo. Saberlo le
costaría la vida.
El último jefe militar en sumarse a la conspiración golpista fue
el recién nombrado jefe del Ejército, Augusto Pinochet. Solo 72 horas le
bastaron para traicionar la confianza de Allende. Meses después de asumir el
poder, su propia esposa contó antes las cámaras de televisión cómo tuvo que
forzarlo a superar sus temores. Por eso, la noche del 8 de septiembre fijó su
pacto secreto con el jefe de la Aviación Gustavo Leigh y con el general Sergio
Arellano Strak, el mismo que una semana más tarde dirigiera a lo largo de la
geografía chilena la tenebrosa Caravana de la Muerte.
Algunas fuentes ubican el detonante de la asonada en la decisión
de Allende de someter su cargo a un plebiscito nacional, hecho que si bien
aceleró el golpe, nunca motivó una decisión tomada desde mucho antes a orillas
del Potomac. Tampoco los insubordinados pensaron nunca en respetar la vida del
gobernante. El jefe de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh, recomendaba ofrecerle un
avión a Allende para que abandonara el país, pero que “después podía caerse”.
Por algo más de cuatro horas, Salvador Allende, presidente
constitucional de Chile, resistió con poco más de 40 hombres una fuerza 10
veces superior, armada con tanques y aviones. A más de cuatro décadas, su
derrocamiento y muerte quedan como una macabra cicatriz en la piel de la
sociedad chilena, pero su ejemplo todavía convoca a la dignidad de los pueblos
y mueve multitudes.
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