Dos notas valorando la obra fotográfica de José Carlos Orrillo
Guardianes
del Universo
Nicole
Schuster
Recibí
de Winston Orrillo, el bardo, la obra de su hijo, José Carlos, quien, si
hubiera vivido en la sociedad celta con su culto a las piedras, bien podría
haberse unido a la orden de los druidas. En efecto, las ochenta y cinco páginas
cautivadoras, que constituyen el epítome de parte de las joyas que el orfebre,
nuestra Madre Naturaleza, nos confió a través de las piedras, la tierra, el
agua, la flora y fauna, son impregnadas del alma que habita nuestro universo,
del que, desafortunadamente, muchos de nuestros prójimos están distanciados. La
magia presente en cada hoja de su libro, y que mucho le debe a la belleza
contenida en las líneas simétricas y, por ende, armónicas de sus
reproducciones, exhala una energía tan fuerte que aprehendemos, al dejarnos
invadir por ella, la simbiosis entre el mundo que ocupamos de forma temporal y
el cosmos imaginariamente eternal que nos engendró. En otros términos, cual
druida, el autor de esta magnífica compilación de fotografías titulada
Guardianes nos incita a proteger las creaciones del universo y a entender los
vestigios del saber y de la sabiduría a los que accedían nuestros ancestros.
La
primera representación fotográfica que se presenta a nuestra vista nos lleva a
preguntarnos: ¿qué hizo que J.C. empezara su proyecto con la reproducción del
Cerro blanco de Moche? ¿Será el fruto del azar o más bien aquel del proceso de
comunicación con la herencia lítica que alberga nuestra tierra al que José
Carlos participa? Porque es verdad que esta maravilla de la naturaleza, tal
como el ojo del autor la percibió, tiene mucha semblanza con lo que los
arqueólogos consideran el más antiguo monumento megalítico del mundo que se
haya descubierto, es decir con el Cairn de la isla homónima en Ploudalmézeau,
situada en la región del Finistère, en la parte extrema de la Bretaña francesa.
Pero
más allá de las coincidencias mundanales, lo que resalta de la obra de José
Carlos es la trastemporalidad y el carácter sacrosanto que ésta conlleva. Este
último es un rasgo que ha sabido subrayar Manuel Munive Maco, en su excelente
prologo, el cual sigue la primera “presentación” del Cerro blanco y alude, con
discreción y sin intención de forjar nuestro juicio, a los designios que
guiaron a José Carlos en la elaboración su obra. De hecho, ninguno de los
comentarios que acompañan las fotografías de José Carlos nos fuerza a adoptar
una posición específica. Las acotaciones se limitan a ser meros indicadores del
proyecto que llevó al ojo de José Carlos a conceder la inmortalidad a ciertas
revelaciones de la naturaleza, transformando, de este modo, nuestro recorrido
de la obra en una lectura abierta y amplia, así como lo son las
interpretaciones que podemos hacer del cosmos.
Un
judeo-cristiano ortodoxo diría que, si Dios no está mencionado en este libro,
pese a las maravillas contenidas en sus páginas, es que el autor es pagano.
Pagano porque presenta a sus figuras marcadas por la huella del hombre como lo
haría alguien que practica el culto de la Naturaleza y del Cosmos, y que ignora
la supuesta intervención divina. Pero la no-referencia a un dios cualquiera no
hace falta, puesto que la colección de reproducciones presentada en la obra nos
da a entender lo sagrado como algo inherente a toda creación que procede del
universo, por lo que resulta vana la intromisión de un ente divino. Con el
proyecto de J.C., la naturaleza y sus creaciones adquieren un carácter
sacrosanto por los orígenes primogénitos, inefables e inexplicables a las que
pertenecen. En efecto, aunque el libro hable de las culturas nativas americanas
y de huacas, lo cual podría incitar a algunos a confinar su visión
interpretativa dentro de los límites temporales de los periodos pre-incaico e
incaico, el viaje que emprendemos apenas ojeamos las primeras páginas de su
obra es un verdadero regreso a los orígenes, cuando Gea emergió del caos, dio
luz a las Montañas, a la Tierra, al Mar, y se separó de Cronos. Además, el
color coñac y los matices cobrizos que caracterizan a las reproducciones de
Menocucho, del cerro Purgatorio, de la Quebrada Santo Domingo, entre otras, nos
recuerdan los tiempos remotos de la era paleozoica, cuando el ámbar ya
reivindicaba su presencia en los suelos terrestres. Como vemos, el libro de
José Carlos nos invita a participar en un periplo trastemporal que nos propulsa
en la época de la orogénesis, porque, ¿qué testimonio más convincente de la
antigua existencia de nuestra tierra en este universo que aquel de la piedra y
de los fósiles? Dentro de este contexto, J.C. acertó al dar a su obra el título
de Guardianes, pues esos vestigios vigilan a los organismos vivos en la tierra
desde los albores de la historia.
Si uno
reflexiona sobre el método empleado por J.C. para realizar su propósito de despertar
en los que se volvieron demasiado materialistas el deseo de reencontrarse con
el universo, uno llega a la conclusión que J.C. resulta ser, en realidad,
hegeliano. Y con razón: pone al descubierto los fenómenos manifiestos de la
naturaleza y aquellos dejados en ella por el hombre para penetrar mejor en la
esencia de nuestro cosmos. Re-descubre, a su manera, con sus visiones de la
realidad, los antiguos principios de la simetría y la armonía que han servido
de pilares a las teorías del universo. Al ver esas reproducciones con el
reflejo de caras humanas, con rasgos tallados, a veces finamente, otras
groseramente, pero siempre respetando las reglas de la simetría, uno piensa en
la célebre frase de Einstein pronunciada en el marco de su polémica con Niels
Bohr, el padre de la mecánica cuántica, y que decía: “Dios no juega a los dados
con el universo”. Partir de la idea que el universo, como lo pretendía
Einstein, haya sido determinado a priori por leyes físicas desembocaba
fácilmente en aquella que nos presenta a Dios en cuanto geómetra. Esta
concepción de Dios no solamente fue la de ilustrados en física que precedieron
y sucedieron a Einstein, sino del mismo Platón, que, además, presentó en El
Timeo a la constitución de la naturaleza como un fenómeno que obedecía al
principio de la proporcionalidad. Ahora bien, sabemos que el griego
Anaximandro, quien vivió aproximativamente en los años 610 a 547 antes de
nuestra era, transformó el espacio mítico antiguo en que se situaba la tierra
en uno de tipo geométrico. Ello hizo que la tierra fuese colocada en un espacio
geométrico homogéneo definido por relaciones de simetría, dándole una
estabilidad que no tenía antes. Esta nueva concepción del mundo fue traspuesta
a la estructura de la polis en la que predominaron los principios de
equilibrio, simetría y reciprocidad.[1]. O sea, al interpretar la naturaleza
con sus formas simétricas, señalando las huellas que algunas civilizaciones
dejaron grabadas en la piedra, la arcilla, y hasta en los cactus, J.C. hace
resurgir ciertos aspectos como las esperanzas y los miedos propios a una
comunidad y que ésta conceptualizaba bajo la forma de dibujos o esculturas.
Reencontramos
aquí el vínculo entre la percepción que se tiene del cosmos y la de la
organización social, o sea, la relación que existe entre el macrocosmos y el
microcosmos, relación que fue desentrañada por la mecánica cuántica.
Efectivamente, para los científicos de esta rama de la física, dos partículas o
cuerpos que han interactuado ya no pueden ser considerados como independientes,
puesto que siempre guardarán la marca de esta relación.[2] Dentro de esa
óptica, entendemos por qué, desde la época de las construcciones megalíticas al
día de hoy, el hombre haya burilado en la piedra u otras materias sus visiones
y preocupaciones. Envía, a través de ellas, un mensaje imbuido de su aspiración
a la inmortalización mientras revela, simultáneamente y de forma paradójica, su
propia finitud [3] frente al infinito y a la eternidad del universo. Si bien
proceden de una estructura social específica, las reproducciones humanas – que
sean rupestres o daten de una época reciente – han sido, a lo largo de la
historia humana, la expresión de la relación que ha existido entre el cosmos y
nuestro mundo terrestre y de la que, hoy en día, el “pragmatismo” de nuestra
civilización nos aparta. La edificación de monumentos, templos, producciones
artísticas –y otras estructuras que sirven de intermedio entre el cielo y el
humano– muestra que el hombre siempre ha buscado influir en las fuerzas del
universo. [4] De esa manera, se ha establecido un intercambio dinámico de
energía, en el que la especie humana, ávida de certidumbre, se dirige al
cosmos, mientras éste, a su vez, le manda signos a través de sus fenómenos
naturales.
Gracias
a su agudo ojo detrás de la cámara, J.C. logró cristalizar las leyes del arte y
de la estética que emanan de la naturaleza, inscribiendo al mismo tiempo su
obra dentro de los parámetros de la fotografía del arte. Porque ¿no es arte
toda representación que, realzando lo poético en nuestro universo, inmortaliza
–mediante un escrito, una pintura, una escultura, una composición musical,
teatral, una coreografía o cualquier otra forma de expresión– las creencias,
las inquietudes y preguntas que se hace el hombre, así como honra las palabras
recónditas de la Naturaleza que se acurrucan entre los pliegues de su materia
prima terrestre?
Al
exponer en su libro su visión del orden subyacente que rige el funcionamiento
de nuestro mundo y su interpretación de la simetría y de la armonía que se
aloja en el corazón mismo de la naturaleza, José Carlos cumple con su objetivo,
el cual es insuflar, a los que se extraviaron, el deseo de reavivar el respeto
al cosmos y de reconciliarse con éste. Resucita a esta comunión sagrada que
solía ligar al hombre con el universo que le dio vida, e impulsa a sus prójimos
a tomar en cuenta la enseñanza de nuestros ancestros, quienes veían al cosmos
modulado por un conjunto de reglas que marcaban el ritmo del tiempo y que
regían sus mecanismos. En otras palabras, logra desentrañar la comunicación que
se ha establecido, desde los tiempos más remotos, entre los individuos, o
grupos de individuos y la obra terrestre que nuestro cosmos nos presta para que
la cuidemos. Usando las palabras del psicólogo suizo, Carl Jung, uno no dudaría
en afirmar que J.C. abre las puertas del inconsciente colectivo, presentándolo
como el receptáculo de las creencias, los deseos, los miedos inherentes a cada
cultura y de las respuestas míticas que ésta recibe en cambio. Con ello, asume
el rol de mensajero entre lo sagrado y lo profano y perpetra la tradición
dialogante que siempre existió entre los mortales y las manifestaciones de lo
que les aparece como la eternidad.
[1] Ver
Jean-Pierre Vernant, Mythes et pensées chez les Grecs, Editions la Découverte,
Paris, 1994, pp.206-215.
[2] Ver
Gérard Tiry, Connaître le Réel. Mythes ou réalités, Edition
Chronique Sociale, Lyon, 1994, p.34
[3]
Brigitte Corentin, Le langage secret de la pierre et de l’eau, Dervy, Paris,
2005, p.11.
[4]
Ibid.
Enviado
por Winston Orrillo
“VIAJE
A LA QUEBRADA”- José Carlos Orrillo
Nanda Leonardini
Galería
ICPNA Lima Centro (Jr. Cuzco 446)
Del 6
al 31 de agosto
Ingreso
libre
El
fotógrafo José Carlos Orrillo explora el sitio arqueológico de la Quebrada
Santo Domingo, ubicada en la provincia de Trujillo, La Libertad, en un intento
de honrar un espacio con el cual mantiene vínculos afectivos y cognitivos de
larga data. El proyecto que inició en el verano del 2011 en la actualidad
continúa en proceso.
A
través del tiempo, el trabajo de Orrillo ha manifestado un interés entre la
experimentación visual y la manipulación de imágenes en laboratorio; el
registro documental, la fotografía de espacios sagrados y arquitectura
prehispánica y el retrato de estudio. En “Viaje a la quebrada” desarrolla
una experiencia de acercamiento ritual al paisaje con una serie de acciones que
son, a su vez, registradas en video y fotografía.
Nanda
Leonardini, Doctora en Historia del Arte, nos hace un acercamiento a la muestra
del artista: “Orrillo nos presenta imágenes captadas directamente en un entorno
mágico, donde la luz, la coloración rojiza de los minerales y la profundidad
enigmática de los cerros nos transportan a un territorio atemporal,
un reino de silencio y contemplación mística, que parece recordarnos que
toda la Tierra es un espacio sagrado”.
“La
fotografía de José Carlos Orrillo, -continúa Nanda Leonardini- además de la
belleza y sensibilidad que guarda, en este momento se convierte en un
testimonio de primera línea al registrar y denunciar la fragilidad por la que
atraviesa uno de nuestros más bellos recursos nacionales y culturales”. La
exposición que se inaugura este martes 5 de agosto en la Galería ICPNA Lima
Centro (Jr. Cuzco 446) estará abierta hasta el 31 de agosto. El horario es de
martes a domingo de 11 a.m. a 8 p.m. El ingreso es libre.
José
Carlos Orrillo Puga (Lima, 1973)
Artista
visual autodidacta radicado en Trujillo. Ha participado en las muestras
colectivas Nuevas Historias, galería SUM de Arcadia Mediática,
Lima (2013); Cahuachi, el paisaje y la ruina en la Sala Luis
Miró Quesada Garland, Municipalidad de Miraflores, Lima (2010); Ancestral
Visions, four peruvian artists en la Tremaine Gallery,
Lakeville, CT, USA, (2004); Pacto con el momento incierto (1999)
y Provincias de la noche sin distancia (2000), ambas en el
Centro Cultural de España, Lima, Perú.
Obtuvo el
Primer Premio del Concurso Nacional de Intervención en Espacio Público
convocado por el ICPNA de Trujillo (2003); ganador del X Concurso
Pasaporte para un artista de la Embajada de Francia (2007); finalista del
Premio Nacional de Fotografía PUCP (2005) y finalista en dos oportunidades del
Salón Nacional de Fotografía ICPNA (2008 - 2012).
Ha
publicado “Guardianes” (Biblioteca Abraham Valdelomar, 2014), un libro que
presenta un recorrido fotográfico esencial por diferentes espacios sagrados de
la costa y sierra peruana, aprehendidos bajo una óptica personal.
Es
representado en Lima por la galería Enlace Arte Contemporáneo, con la cual ha
participado en la I Bienal de Fotografía de Lima (2012) y en dos ediciones de
la Feria Internacional de Fotografía Lima Photo (2010 - 2013).
Además
de su trabajo como fotógrafo y artista visual independiente, es Licenciado en
Comunicación y se desempeña como docente del área de fotografía en la Facultad
de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Privada Antenor Orrego de
Trujillo.
Su obra
fotográfica forma parte de la colección permanente del Museo de Arte de la
Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Actualmente expone en el Museo
Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile como parte del proyecto de
fotografía peruana contemporánea “La Encomienda”, bajo la curaduría de Ernesto
Muñoz (julio-agosto 2014).
Agradecemos
su difusión.
Viaje
a la Quebrada
El
verano de 2011 fue el momento preciso para que José Carlos Orrillo (Lima, 1973)
iniciara un ritual fotográfico en la Quebrada Santo Domingo (provincia de
Trujillo, La Libertad), como homenaje a esta zona arqueológica intangible
repleta de geoglifos y abrigos rocosos con la cual mantiene un larga relación
afectiva.
Quebrada
de Santo Domingo, en primera instancia expuesta al impacto ambiental del
Proyecto Chavimochic y en la actualidad invadida por mafias de traficantes de
terrenos, es un área vulnerable en riesgo de desaparición localizada en la
costa norte peruana, en el límite entre el desierto y el fértil valle de Moche.
Orrillo,
con fina sensibilidad capta la diversidad de formas y tonos en la gama del
marrón que le entrega el desierto, matices contrapuestos con un cielo azul
intenso con tonalidades propias que sirven como marco de fondo en el segundo
plano de la vista. Las mágicas cumbres andinas se contraponen en nudos
cordilleranos de diferente altura, en ascenso constante en busca de los Apus milenarios
inmersos en un espacio infinito.
Los
detalles también son importantes. Son el microcosmos del Todo, encerrado
en formatos de menor envergadura, que no por eso dejan de trascender. En
ellos se guarda la magia cósmica impresa en milenarios geoglifos, recios
testimonios dejados por nuestros ancestros o por la generosa naturaleza que nos
ha donado espacios de esta magnificencia.
Esta
atracción por los espacios ancestrales es ya un sello distintivo de la estética
de Orrillo; resulta por ello pertinente establecer una conexión formal entre su
proyecto anterior Guardianes y la serie Viaje a la
Quebrada. Si bien en ambos trabajos se percibe un intento por acercarse a
la vida secreta que palpita en el paisaje, en el primer caso el fotógrafo
utiliza la simetría y frontalidad de las imágenes en espejo para obtener una
nueva imagen y emular así los patrones de construcción visual del arte
prehispánico.
Por el
contrario, en Viaje a la Quebrada Orrillo nos presenta
imágenes captadas directamente en un entorno mágico, donde la luz, la
coloración rojiza de los minerales y la profundidad enigmática de los
cerros nos transportan a un territorio atemporal, un reino de silencio y
contemplación mística, que parece recordarnos que toda la Tierra es
un espacio sagrado.
Las
últimas exploraciones visuales del fotógrafo han corroborado, por fin, que la
ilegal invasión a la Quebrada Santo Domingo continúa lenta pero
inexorablemente. Ya han sido destruidos varios geoglifos y las huellas de
caterpillars y camionetas 4x4 mancillan hoy un territorio que fue honrado y
respetado por nuestros ancestros desde el origen de los tiempos. Aquí debemos
encontrar el sentido último y urgente de la serie de las Ofrendas fotografiadas
por Orrillo: se trata del registro de sencillos actos rituales de gratitud y
despedida, realizados por el artista, hacia un espacio sagrado que quizás
pronto ya no existirá más.
La
fotografía de José Carlos Orrillo, además de la belleza y sensibilidad que
guarda, en este momento se convierte en un testimonio de primera línea al
registrar y denunciar la fragilidad por la que atraviesa uno de nuestros más
bellos recursos nacionales y culturales.
Nanda
Leonardini
Enviado
por Winston Orrillo
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