La toma de Berlín por las tropas soviéticas en la Segunda Guerra Mundial.
SEGUNDA PARTE II: SI NO FUERA POR LA TOMA DE BERLÍN, RUSIA
SE HABRÍA IMPLICADO EN UNA TERCERA GUERRA MUNDIAL
Por Viktor Litovkine
Ver primera parte en este vinculo:
Los Aliados no se apuraron en combatir a los
nazis hasta 1944 para debilitar a los rojos soviéticos
La Red Voltaire
continúa en colaboración con la agencia Ria Novosti la serie de publicaciones
inéditas sobre algunos misterios y móviles recónditos de la Segunda Guerra
Mundial emanados de la apertura de archivos históricos recientemente expuestos
a investigadores. Esta segunda parte muestra la manipulación de los Aliados en
la Segunda Guerra Mundial, su estrategia de atrasar su ataque contra los nazis
para que los comunistas soviéticos se debiliten con las tropas hitlerianas o la
tentación de encontrar un compromiso con los nazis e incluso una alianza con
los fascistas contra el peligro bolchevique.
SOCIOS |
MOSCÚ | 1RO DE ABRIL DE 2005
La Red Voltaire
continúa en colaboración con la agencia Ria Novosti la serie de publicaciones
inéditas sobre algunos misterios y móviles recónditos de la Segunda Guerra
Mundial, aquellos factores que determinaron ciertas decisiones, de la cúpula
política y militar de la URSS, en el arduo camino a la Gran Victoria. Nuestro
interlocutor es Valentín Falin,
Doctor en Historia, entrevistado por el comentarista militar de Ria Novosti
Víctor Litovkin.
Víctor Litovkin: -Hoy en día, la víspera del 60 aniversario de la
Victoria, se han reavivado nuevamente las polémicas en torno a la Operación de
Berlín que fue realizada por las tropas del 1er Frente Bielorruso en la fase
final de la guerra. En Occidente todavía se oye el reproche de que la Unión
Soviética y Gueorgui Zhukov sacrificaron numerosas vidas en aras de una efímera
acción propagandística, la de enarbolar una bandera roja sobre el Reichstag.
¿Cuál es su opinión a este respecto?
Valentín Falin: - Pues debería confesarle que yo también me he
preguntado siempre si la Operación de Berlín realmente merecía el sacrificio de
casi 120.000 soldados y oficiales soviéticos. ¿Eran justificadas tantas
víctimas para que Berlín cayese bajo nuestro control? Y hablando así a solas
conmigo mismo, no conseguía dar una respuesta inequívoca hasta que un día me
leí la versión íntegra de varios documentos británicos, que habían sido
clasificados como secretos hasta hace cinco ó seis años, y pude comprobar
aquellos datos con la información a la que había tenido acceso, por necesidades
del trabajo, en la década del 50. Fue entonces cuando se disipó parte de mis
dudas y muchas cosas se pusieron en su lugar.
La determinación
soviética de tomar Berlín y colocarse en la línea demarcadora que había sido
trazada durante la reunión de Stalin, Roosevelt y Churchill en Yalta obedecía,
en grado considerable, a un objetivo de suma importancia: hacer cuanto
estuviera a nuestro alcance para prevenir los planes aventureros que venía tramando
el líder británico con el apoyo de algunos sectores influyentes dentro de
EE.UU. e impedir que el conflicto derivase en una III Guerra Mundial, en la que
Rusia se vería enfrentada a sus aliados de ayer.
V.L.: - ¿Cómo era posible? Si la coalición antinazi
estaba en el auge de su gloria y eficiencia...
V.F.: - Lamentablemente, la vida es pródiga en cataclismos.
Difícilmente
podríamos encontrar a otro político del siglo XX que fuera equiparable a
Winston Churchill en cuanto a la habilidad para despistar a gente propia y
ajena. El ministro de Guerra en la Administración de Roosevelt, Henry
Stimson, describía la actuación del premier británico como «la modalidad más
desenfrenada del alboroto». Y en lo que más progresó el futuro sir
Winston era en las intrigas y en la política farisaica en relación con la Unión
Soviética.
De izquierda a
derecha: Churchill Primer ministro británico, Rooselvelt presidente de los EEUU
y Stalin de la Unión Soviética.
En sus mensajes a
Stalin, Churchill «rezaba por que la alianza anglo-soviética fuese una fuente
del bien para ambos países, las Naciones Unidas y el mundo entero» y deseaba
«un éxito absoluto para esa empresa noble», refiriéndose así a la extensa
ofensiva que el Ejército Rojo venía preparando con mucha prisa en todo el
Frente Este en enero de 1945, cuando Washington y Londres suplicaban a Moscú
una ayuda urgente para los aliados cuya situación en Ardenas y Alsacia era
crítica.
Eso, de palabra. Y
en realidad Churchill se sentía libre de cualquier compromiso ante la Unión
Soviética y hasta intentó, en vísperas de la cumbre de Yalta, orientarle al
presidente Roosevelt hacia una confrontación con Moscú. Fracasando en su
propósito, el premier se embarcó en aquella singladura a solas.
Fue en aquellas
fechas cuando Churchill ordenó almacenar las armas de trofeo alemanas con
vistas a su eventual uso contra la URSS e internar en el sur de Dinamarca y en
la tierra de Schleswig-Holstein, por divisiones, a los soldados y oficiales de
la Wehrmacht que se rendían a las tropas británicas. Más adelante veremos el
objetivo general de este plan malicioso engendrado por el líder inglés.
Recordemos que
tanto en el plano formal como en la práctica, el Segundo Frente abierto en
Occidente dejó de existir en marzo de 1945. Las unidades alemanas se rendían o
bien se iban replegando hacia el Este, sin oponer resistencia digna a los
aliados.
La táctica de los
alemanes consistía en retener, dentro de lo posible, las posiciones a lo largo
de la línea de confrontación germano-soviética hasta que el Frente Oeste, ya
virtual en aquellas fechas, y el Frente Este, existente en realidad, se
fundieran en uno solo para que las tropas americanas y británicas pudieran
relevar a las unidades de la Wehrmacht en la tarea de contrarrestar la «amenaza
soviética» que se iba cerniendo sobre Europa.
Los aliados
occidentales habrían podido avanzar hacia el Este más rápido de lo que
hicieron, si las planas mayores de Montgomery, Eisenhower y Alexander hubieran
coordinado mejor sus acciones y fuerzas y hubiesen gastado menos tiempo en las
querellas internas y en la búsqueda del denominador común.
Entrevistado y entrevistador: Valentín Falin Doctor en
Historia que ha tenido la oportunidad de consultar los inéditos archivos
históricos desclasificados de la Segunda Guerra Mundial (izquierda) y Víctor
Litovkin reconocido periodista en asuntos militares (derecha).
Mientras Roosevelt
estaba vivo, Washington no se apresuraba a poner cruz y raya en la cooperación
con Moscú, por diversos motivos. Para Churchill en cambio, era necesario
deshacerse de los rusos porque habían cumplido ya su misión.
Preguntémonos cuál
debía haber sido la reacción de los dirigentes soviéticos después de que se
enteraron del doble juego de Churchill.
¿Reconfortarse con
la idea de que la victoria conjunta estaba cerca y que cada una de las tres
potencias, mediante los acuerdos logrados, podría establecer el control en la
zona de su responsabilidad?
¿Confiar en las
decisiones tomadas con respecto a Alemania y sus satélites? ¿O resultaba más
seguro atenerse a los datos fidedignos sobre la traición que se estaba tramando
y en la que Churchill involucraba a Truman, a sus asesores Leahy y Marshall, al
jefe del servicio de inteligencia norteamericana Donovan y a otros cargos
parecidos?
- No tengo
respuesta.
Recordemos que la
reunión de Yalta terminó el 11 de febrero. En la mañana del día siguiente, 12
de febrero, los mandatarios [norte] americano y británico se fueron a casa. En
Crimea se acordó que la aviación de las tres potencias se atendría en sus
operaciones a ciertas zonas delimitadas, pero ya en la noche del
12 al 13 de febrero los bombarderos de los aliados occidentales arrasaron la
ciudad de Dresden y más tarde las fábricas más importantes en Eslovaquia y en
la futura zona de ocupación soviética en Alemania, para que los rusos no
pudieran quedarse con las instalaciones productivas.
En 1941 Stalin
sugirió que la aviación británica y americana bombardease los campos petroleros
de Ploesti, usando para ello los aeródromos de Crimea, pero nadie quiso hacerlo
en aquel entonces. Los ataques aéreos fueron realizados solamente en 1944,
cuando las tropas soviéticas se habían acercado a ese centro petrolero que
venía suministrando el combustible a Alemania desde principios de la guerra.
V.L.: ¿Y Dresden? ¿Por qué estorbaba a los aliados?
V.F.: Uno de los principales objetivos del ataque
aéreo contra Dresden eran los puentes del Elba. El planteamiento de Churchill,
compartido por los [norte] americanos, era retener al Ejército Rojo en el Este,
a la mayor distancia posible.
V.L.: ¿Quiere decir que la destrucción de la ciudad fue
una especie de efecto colateral?
V.F.: Son los llamados costes de la guerra. Aunque también
había otro motivo. En el briefing pre-vuelo se les había dicho a los pilotos británicos
que demostrasen a los Soviets todas las capacidades de la aviación de bombardeo
aliada, cosa que hicieron en varias ocasiones. En abril de 1945 lanzaron bombas
contra Potsdam. Destruyeron Oranienburgo.
Supuestamente por
una equivocación de los pilotos que en teoría habían apuntado contra la sede de
la Lüftwaffe en Zossen, según nos explicaron más tarde. Era una de esas
incontables declaraciones para despistarnos. El bombardeo de Oranienburgo,
donde se encontraban laboratorios alemanes que trabajaban con el uranio, se
llevó a cabo por una orden de Marshall y Leahy, para que las instalaciones,
personal, equipos y materiales no cayeran en nuestras manos. Todo quedó
pulverizado.
Cuando centramos
hoy la mirada en los acontecimientos de aquella época tenaz y nos esforzamos
por analizar, dentro del sistema de coordenadas vigente entonces, por qué la
dirección soviética aceptó un sacrificio tan grande en la recta final de la
guerra, tenemos que preguntarnos si había o no un margen de maniobra. Aparte de
las tareas inmediatas de la campaña bélica era necesario solucionar las
charadas políticas y estratégicas a largo plazo, en particular, oponer diques
ante los planes aventureros de Churchill.
V.L.: ¿No podíamos acaso decirles a los aliados que
estábamos al tanto de sus planes y que los considerábamos inadmisibles? ¿Haber
expuesto esa alevosía a la luz pública?
V.F.: No estoy seguro de que hubiera surtido efecto. Se
hizo un intento por influir en los socios mediante un buen ejemplo. A través
del diplomático Vladímir Semenov sé que Stalin invitó a su despacho a Andrei
Smirnov, en aquel entonces jefe del 3-er departamento europeo en el ministerio
de Exteriores soviético, para debatir con él, con la participación de Semenov,
las eventuales variantes de acción en los territorios incluidos dentro de la
zona de responsabilidad soviética.
Smirnov informó
que las tropas rusas, persiguiéndole al enemigo, sobrepasaron en Austria la
línea de demarcación acordada en Yalta y propuso retener estas nuevas
posiciones para ver cómo se comportaría EE.UU. en situaciones similares.
Stalin lo
interrumpió diciendo que estaba equivocado y le dictó el texto de un cable que
debía enviarse a los aliados: «Las tropas soviéticas, persiguiendo a las
unidades de la Wehrmacht, se vieron obligadas a cruzar la línea que habíamos
acordado anteriormente. Quisiera confirmar por la presente que, una vez
terminadas las operaciones bélicas, la parte soviética se encargará de retirar
sus tropas poniéndolas dentro de los límites establecidos para las respectivas
zonas de ocupación».
V.L.: ¿El telegrama aquel se envió a Londres y a
Washington?
V.F.: No sé adónde ni a quién. Tampoco sé si se envió por
la vía militar o por la política. Sólo estoy reproduciendo lo que me contó un
testigo de aquel episodio. También es cierto que nuestro planteamiento no le
causó ninguna impresión a Churchill.
Después del 12 de
abril de 1945, cuando murió Roosevelt, él empezó a presionar muy fuerte sobre
Truman persuadiéndole que no hace falta cumplir los acuerdos de Teherán y
Yalta. Según él, era hora de crear nuevas situaciones que requerirían de
soluciones diferentes. ¿Qué clase de soluciones?
Las potencias
occidentales, en opinión del premier británico, se habían colocado por una
evolución natural de los acontecimientos en unas posiciones más avanzadas hacia
el Este, y era donde las «democracias» debían afianzarse.
Churchill se
oponía a la conferencia de Potsdam o cualquier otra reunión que formalizara la
victoria rindiendo el tributo a la aportación hecha por la Unión Soviética.
Según la lógica del primer ministro, se presentaba ante Occidente la
oportunidad de aprovechar un momento en que la URSS tenía recursos
prácticamente agotados, retaguardia demasiado extensa, tropas cansadas de la
guerra y equipos desgastados, por lo cual era necesario lanzarle un reto a
Moscú y obligarla, ante la alternativa de otra guerra penosa, a plegarse al
dictado de los anglosajones.
Quisiera subrayar
aquí que no es una especulación ni tampoco una hipótesis sino la constatación
de un hecho con nombre propio. A principios de abril o, según otros datos, a
finales de marzo de 1945, Churchill ordenó que se procediera con la máxima
urgencia a los preparativos de la Operación «Impensable», nueva guerra que
tenía que empezar el 1 de julio de 1945 y en la cual deberían participar las
tropas estadounidenses, británicas, canadienses, el cuerpo expedicionario
polaco y diez o doce divisiones alemanas, aquellas que se mantenían sin
disolver en la tierra de Schleswig-Holstein y en el sur de Dinamarca.
La verdad es que
el presidente Truman se abstuvo de apoyar aquella idea jesuita, por ponerle un
término suave. Como mínimo, por dos razones. Primero, porque la opinión pública
en Estados Unidos no estaba dispuesta a aceptar una traición tan cínica a la
causa de las Naciones Unidas.
V.L.: Vamos, semejante perfidia...
V.F.: Sí. Pero no era ésta, probablemente, la causa
principal. Los generales norteamericanos defendieron la necesidad de mantener
la cooperación con la URSS hasta que capitulara Japón. Además ellos suponían,
al igual que los militares británicos, que era más fácil desatar una guerra
contra la Unión Soviética que terminarla con éxito. El riesgo les parecía
demasiado grande.
Preguntémonos otra
vez cómo debía haber actuado la cúpula militar de la URSS ante las
informaciones de ese tipo. La Operación de Berlín, si Usted prefiere, era una
reacción al Plan «Impensable». La hazaña realizada por los soldados y oficiales
rusos en aquella batalla era una advertencia a Churchill y sus coidearios [seguidores].
La autoría del
guión político de la Operación de Berlín pertenece a Stalin. A su vez, Gueorgui
Zhukov fue el autor general de su componente militar y también el hombre que
más tarde se vio obligado a asumir el fuego de las críticas por el elevado
coste de aquella batalla grandiosa que se desarrolló en las inmediaciones de
Berlín y dentro de la capital alemana.
En parte, las
críticas obedecían a motivos emocionales. El mariscal Konstantín Rokossovski se
había acercado más que Zhukov hacia Berlín y, probablemente, ya se estaba
preparando mentalmente para aceptar las llaves de la capital del Tercer Reich.
Sin embargo, el
alto estado mayor le encomendó a Rokossovski otra misión, tal vez, porque
Stalin mostraba preferencia por un jefe militar de carácter más duro. Otro
mariscal ruso, Iván Kónev, también se vio relegado a un segundo plano durante
la Operación de Berlín. Se afligió mucho, él mismo me lo confesó un día...
V.L.: Claro, también él estaba más cerca de Berlín que Zhukov
en abril de 1945...
V.F.: Sea como fuere, el escogido fue el mariscal Zhukov, quien pasaba por ser la mano
derecha del Comandante en jefe. La inminente caída de Berlín, por tanto,
resaltaba la gloria militar del «mismísimo», el cual estaba dirigiendo esa mano
derecha.
Parece que en
aquellas fechas Stalin todavía no era demasiado perceptible al cotilleo de los
chismosos, quienes le atribuían a Zhukov ciertas frases acerca de los graves
errores cometidos por el máximo dirigente tanto en 1941 como en otros
períodos...
V.L.: ¿Qué ha sido entonces Berlín para nosotros?
V.F.: El asalto a Berlín y la Bandera de la Victoria
enarbolada sobre Reichstag representaban, desde luego, más que un símbolo o una
nota final de la guerra. Y menos aún, se trataba de una acción propagandística.
Era una cuestión de principios para el Ejército entrar en la guarida misma del
enemigo y así marcar el fin de la guerra más difícil en la historia de Rusia.
Era de allí, desde
Berlín según creían los combatientes, de donde había salido la fiera nazi que
trajo innumerables penurias al pueblo de la Unión Soviética, Europa y del mundo
entero. El Ejército Rojo llegó a aquel lugar para inaugurar un nuevo capítulo
en la historia de Rusia, Alemania y toda la humanidad...
Fijémonos en los
documentos que se estaban elaborando por encargo de Stalin en la primavera de
1945, en los meses de marzo, abril y mayo. Un investigador objetivo se dará
cuenta de que no era un sentimiento de venganza lo que determinaba la futura
línea de la URSS.
Los dirigentes
soviéticos sugerían tratarla a Alemania como a un Estado derrotado, y a los
alemanes, como a un pueblo responsable de haber desencadenado la guerra. Pero
nadie se proponía convertir su derrota en un castigo sin prescripción y sin
cabida para un futuro más digno. Stalin estaba poniendo en la práctica una
consigna que había planteado en el año 1941: los Hitlers vienen y se van pero
Alemania y el pueblo alemán se quedan.
Lógicamente, era
necesario hacer que los alemanes contribuyesen a la recuperación de la «tierra
arrasada» que habían dejado como herencia en los territorios ocupados. Para
indemnizar todas las pérdidas y los daños ocasionados a la URSS no habría
bastado siquiera la totalidad del patrimonio nacional de Alemania.
Coger cuanto fuera
posible sin asumir como lastre la manutención de los propios alemanes, «pillar
a tope», en éstos términos nada diplomáticos Stalin guiaba a sus subalternos en
el tema de las compensaciones. Ni un clavo estaría de más para sacar de las
ruinas a Ucrania, Bielorrusia o las regiones céntricas de Rusia que tenían
destruidas más de un 80% de las instalaciones industriales. Un tercio de la
población perdió sus viviendas.
Alrededor de
80.000 km de raíles en el territorio ruso - más que el conjunto de los
ferrocarriles alemanes antes de la Segunda Guerra Mundial - habían sido
volados, reducidos por los nazis a una chatarra deforme, y hasta las traviesas
quedaban rotas.
Al mismo tiempo,
los mandos militares soviéticos recibieron la firme orden de poner cese a las
arbitrariedades inevitables en toda guerra en relación con los civiles, en
primer lugar, las mujeres y los niños. Los violadores debían entregarse a los
tribunales de guerra. Hubo de todo.
Paralelamente
Moscú exigía represalias severas contra cualquier arremetida o acto de
subversión que pudiera producirse en Berlín o dentro de la zona de ocupación
soviética por culpa de «elementos incorregibles o no rematados».
No faltaban, por
cierto, quienes quisieran disparar a las espaldas de los vencedores. La caída
de Berlín fue el 2 de mayo, pero los «combates locales» se prolongaron por diez
días más. Iván Zaitsev, quien trabajaba en la embajada soviética en Bonn, me
confesó una vez que siempre había tenido «más suerte que nadie»: la guerra
finalizó el 9 de mayo y a él le tocó pelear en Berlín hasta el día 11. A las
tropas soviéticas se oponían en Berlín las unidades de la SS procedentes de 15
países. Junto con los nazis alemanes estaban allí los de Noruega, Dinamarca,
Bélgica, Holanda, Luxemburgo y vaya a saber de dónde más...
V.L.: ¿Pero la toma de Budapest se prolongó por más
tiempo que la de Berlín, no?
V.F.: Budapest es un caso aparte. Estamos hablando de
Berlín ahora. Lo que pasaba allí provocaba mucho dolor de cabeza a los mandos
soviéticos. Establecer el control sobre esa ciudad era una tarea
complicadísima. Para acceder a Berlín, no bastaba con pasar los altos de Zeelow
o superar, con bajas muy considerables, las siete líneas habilitadas para una
defensa duradera.
En las afueras de
la capital alemana y en las principales arterias urbanas estaban enterrados los
carros de combate, que hacían las veces de puestos de fuego blindados. Cuando
las unidades soviéticas salieron, por ejemplo, a la Frankfurter Allee, una
avenida que conducía hacia el centro, les recibió una ráfaga de fuego que se
cobró muchas víctimas...
V.F.: ¿Esa calle se había llamado Hitler Strasse antes
de la guerra?
V.F.: La siguieron llamando así hasta mayo de 1945. Los
tanques enemigos se encontraban en todos los puntos clave a lo largo de esa
calle, y sus tripulantes estaban disparando a bocajarro contra la infantería,
los camiones y los carros de combate soviéticos con la desesperación de
personas condenadas. La Wehrmacht quería organizar en las calles de Berlín un
segundo Stalingrado, esta vez, en el Spree.
Cuando pienso en
todo ello, no dejo de sentir cierta desazón. ¿No habría sido mejor acaso tomar
Berlín en un cerco y esperar a que se rindiera? ¿Realmente era tan necesario
izar la bandera sobre el edificio de Reichstag, maldito sea? Centenares de
soldados rusos murieron durante aquel asalto.
Por supuesto, es
difícil juzgar a los vencedores y a los vencidos a posteriori. Eran,
probablemente, las razones de calibre estratégico las que primaron en aquellas
fechas. Las potencias occidentales, cuando estaban reduciendo a escombros
Dresden, intimidaban a Moscú con el potencial de su aviación de bombardeo.
Stalin, seguramente,
también quería enseñarles a los autores del Plan «Impensable» que el Ejército
soviético tenía un enorme poderío de fuego y choque, aludiendo así a que el
desenlace de la guerra se decide en la tierra, no en el aire ni en el mar.
V.L.: ¿Podríamos afirmar que la toma de Berlín
frenara a Londres y a Washington en la tentación de empezar la III Guerra
Mundial?
V.F.: Una cosa es
evidente. La batalla de Berlín fue un balde de agua fría para muchos cerebros
calenturientos, con lo cual cumplió su misión política, psicológica y militar.
El éxito
relativamente fácil de primavera de 1945 embriagaba a un montón de gente en
Occidente. Bastaría con citar el caso del general estadounidense George S.
Patton, quien exigía histéricamente no detenerse en el Elba y mover las tropas
norteamericanas a través de Polonia y Ucrania hacia Stalingrado para terminar
la guerra en el mismo lugar donde Hitler había sufrido una derrota.
A los rusos Patton
los llamaba «descendientes de Gengis Khan». Tampoco Churchill se preocupaba
mucho por el lenguaje y aplicaba a los rusos los epítetos de «bárbaros» y
«monos salvajes». Es decir, la «teoría de los infrahombres» no era un monopolio
alemán.
La muerte de
Roosevelt provocó un cambio casi relámpago en las directrices de la política
norteamericana. En su última alocución al Congreso de EE.UU., el 25 de marzo de
1945, el presidente advertía que la nación estadounidense debía asumir la
responsabilidad por la cooperación internacional o, de lo contrario, sería
responsable de un nuevo conflicto a escala mundial.
Esta advertencia o
legado político no perturbó a su sucesor, Truman, quien anunció por primera
vez, en una reunión celebrada el 23 de abril en la Casa Blanca, su propia línea
a corto plazo: la capitulación de Alemania era una cuestión de varios días, a
partir de lo cual las trayectorias de la URSS y EE.UU. iban a divergir
radicalmente. El equilibrio de los intereses era una tarea para flojos y lo que
primaría en adelante era la Pax Americana.
Truman estaba a un
paso de declarar sin más dilaciones, a bombos y platillos, el término de la
cooperación con Moscú. Y lo habría hecho si no fuera por la oposición de los
militares estadounidenses. De haberse producido una ruptura con la URSS,
Washington habría tenido que acabar con Japón por cuenta propia, lo cual le
habría costado según las estimaciones del Pentágono entre uno y dos millones de
vidas de «chavales americanos».
Así que los
militares de EE.UU., guiándose por razones propias, impidieron en abril de 1945
una avalancha política. Pero no fue por mucho tiempo.
La «ofensiva
contra Yalta» se llevó a cabo de forma implícita, poniéndose en escena la
capitulación de Alemania en Reims, un acuerdo separado que se enmarcaba en el
Plan «Impensable».
Otro testimonio de
que las relaciones entre los antiguos aliados ya estaban tocando fondo tras la
caída de Berlín fue el rechazo de Eisenhower y Montgomery a la participación en
un desfile conjunto que se pensaba organizar con motivo de la victoria en la
capital alemana. Ellos dos, junto con Zhúkov, debían pasar revista a las
tropas.
V.L.: ¿Es por eso por lo que el Desfile de la Victoria
fue celebrado en Moscú?
V.F.: No. Aquel desfile en Berlín también llegó a
celebrarse, en julio de 1945, pero el mariscal Zhukov pasó revista a solas. Y
el Desfile de la Victoria en Moscú, como es sabido, fue el 24 de junio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario