No me
toques el Mundial
Carlos
Molina Velásquez (*)
Viernes,
13 Junio 2014 00:00
Disculpe
el señor, si le interrumpo, pero en el recibidor
hay
un par de pobres que
preguntan
insistentemente por usted.
Joan
Manuel Serrat.
“El
fútbol me gusta demasiado, por lo tanto, no te metas con él”. Esta parece ser
la justificación de muchas personas usualmente sensibles a las protestas
populares, pero que prefieren no apoyarlas si ponen en peligro la Copa del
Mundo. Es cuestión de prioridades, dicen: entiendo tus razones,
pero me inclino por mis sentimientos (si no sonara demasiado
extravagante, uno creería estar escuchando a David Hume).
Otros
dicen que están a favor de los fines de las protestas
(aumentos salariales, mayor inversión social, ejecución eficiente de las obras
de infraestructura), pero rechazan los medios (manifestaciones
en las calles, acciones de fuerza para defenderse de la violencia policial,
huelgas). “Que protesten, pero sin perjudicar la fiesta mundialista”.
Tal ingenuidad
solo es superada por la ignorancia acerca del trato a los ciudadanos en uno de
los países más ricos y desiguales del mundo, y sobre cómo
emplean la violencia legítima, cuando tienen que defender sus derechos. Decir
que rechazamos la violencia “venga de donde venga” no es solidaridad, sino
clara y llana irresponsabilidad.
Estamos
ante un rasgo esencial de la moralidad estetizante hegemónica: el
apoyo a una protesta estaría condicionado por los sentimientos de
adhesión o rechazo que provoque. No hay nada novedoso, “posmoderno” o
dañino en que los sentimientos jueguen un papel en la moral o la política, pero
sí es grave que no se nos eduque para preguntarnos sobre la naturaleza de
dichos sentimientos.
Es
evidente la importancia de que nuestras elecciones nos hagan sentir bien,
provocándonos satisfacciones afectivas o emocionales, etc., pero no todos los
sentimientos agradables son razón suficiente para justificar una posición
política o moral. Si mi amor por el fútbol no me autoriza a comprar un televisor, matando
así de hambre a mis hijos, ¿debería justificar los gastos mundialistas, cuando
podrían haber usado el dinero para sacar a la gente de la pobreza?
Con las
sensaciones desagradables ocurre algo parecido: no podemos ignorarlas, pero
tampoco tienen que decidir por nosotros. Si el malestar que me provoca la
violencia callejera no justifica mi falta de solidaridad con quienes la emplean
legítimamente, ¿puedo considerar moralmente razonable y aceptable que persigan,
golpeen y encarcelen a los protestantes brasileños, si no les han dejado
alternativa?
Debemos
caer en la cuenta de que las protestas en Brasil apuntan hacia algo mucho más
grande que nuestro corazoncito futbolero: de las tres grandes crisis de nuestro
tiempo, dos son (a) la exclusión de
millones de personas y (b) la cada vez más difícil convivencia —la otra es la imparable crisis ecológica—
(Franz Hinkelammert).
Diga lo
que diga nuestro pecho, no podemos posicionarnos de modo coherente si no
tenemos criterios que vayan más allá de lo que sentimos, amamos u odiamos. Prima
facie, cuando miles de personas reclaman nuestra atención, estamos
obligados a escuchar y comprender.
(*)
Académico y columnista de ContraPunto
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