Declive imperial: el fascismo camuflado del Occidente
Tortilla con sal
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por tortilla en Lun, 06/09/2014 - 12:29
tortilla con sal, 6
de junio 2014
Cuando los dirigentes occidentales se reunieron el 6 de junio pasado para conmemorar el asalto 70 años antes para liberar Europa de la ocupación nazi, hubo varios detalles que los medios occidentales no mencionaron. El más obvio fue que la fuerza militar que más hizo para derrotar a la Alemania Nazi no fue la estadounidense ni la británica, sino el Ejército Rojo de la Unión Soviética. Tampoco se mencionó que las corporaciones estadounidenses colaboraron activamente con la Alemania Nazi hasta la entrada de Estados Unidos a la guerra al lado de Gran Bretaña en 1942. Otro detalle que fue obviado durante la conmemoración del 6 de junio fue el papel clave en el victorioso asalto de las fuerzas coloniales de los aliados occidentales compuestas por cientos de miles de tropas de África y de Asia.
Son muchas las
contradicciones históricas en relación al comportamiento de los genocidas
gobiernos occidentales en la Segunda Guerra Mundial. Este conflicto estuvo
lejos de ser una guerra por la liberación de la humanidad. Eso se demostró con
el uso de las bombas atómicas contra cientos de miles de civiles en Japón.
Inmediatamente después vinieron las masacres coloniales perpetradas en Corea,
Argelia y Madagascar, entre otros países víctimas del imperialismo occidental.
Sin embargo, la
contradicción más vergonzosa de la celebración de este 6 de junio pasado, fue
que todos los dirigentes occidentales actualmente apoyan un régimen fascista en
Ucrania. Es un régimen que ha lanzado una guerra genocida contra las
poblaciones de habla rusa de las nuevas repúblicas de Donetsk y Lugansk. Gran
parte de las fuerzas ucranianas apoyadas por los Estados Unidos y sus aliados de
la OTAN son milicias nazis.
La falsa propaganda
occidental en relación a los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial no
debería de sorprender a nadie. Los medios occidentales siempre han ofrecido una
versión sesgada de la historia para hacer sus sociedades aparecer mejores de lo
que son. Lo que asusta ahora es la narrativa demencial que ofrecen, una
narrativa que insulta la inteligencia y el sentido común de cualquier persona
consciente de las realidades mundiales de hoy en día.
Aquí, es relevante
recordar las palabras del aspirante preferido de Franklin Roosevelt a ser el
candidato del partido demócrata para la Presidencia de los Estados Unidos en
1944, su Vice-Presidente Henry A. Wallace. Relativamente progresista, Wallace
perdió la candidatura ante Harry S. Truman a causa de la oposición del sector
corporativo del partido Demócrata y de sus sectores racistas del Sur de Estados
Unidos. El 19 de abril 1944, Wallace escribió un artículo en the New York Times
con el título "El Peligro del Fascismo Americano”.
Wallace observó,
“El fascista americano prefiere no usar la violencia. Su método es el de
envenenar los canales de la información pública. Para un fascista el problema
jamás es cómo presentar la verdad al público sino como usar las noticias para
mejor engañarlo y así lograr que entregue más dinero y más poder al fascista y
sus compinches.” Wallace habría podido estar escribiendo hoy, porque sus
palabras corresponden exactamente al quehacer de la derecha a lo largo de las
Américas del Norte, del Centro y del Sur.
De hecho, los nazis
ucranianos son aliados naturales del Presidente estadounidense, Barack Obama.
El régimen de Obama combina un Estado de seguridad nacional coercitiva con el
poder de una clase corporativa criminal en la tradición clásica del fascismo
europeo y latinoamericano. La sigilosa retórica falsa y venenosa de Obama
refleja de manera ejemplar el peligro de que Henry Wallace advirtió hace
setenta años. La tóxica narrativa occidental es que las acciones del Occidente
siempre son benignas, justas, honradas y virtuosas mientras sus militares
invaden, torturan, masacran, y facilitan el terrorismo en todo el mundo desde
China y Corea del Norte, hasta Asia Central, Siria e Irán, pasando por
África, y en América Latina, principalmente a Cuba y Venezuela.
Ahora, los Estados
Unidos y sus aliados en Europa y el Pacífico están en un gran dilema. Sus
mentiras ya no pueden encubrir el fracaso de su modelo económico y político. A
pesar de la incesante propaganda oficial, categóricamente se puede afirmar que
no ha habido una recuperación económica en Estados Unidos desde el colapso
financiero del 2008. Lo único que han hecho es inflar de manera artificial los
precios de los activos corporativos y de la vivienda. La economía productiva
sigue colapsada.
En el mes de mayo
pasado, el empleo finalmente recuperó los niveles de 2007. Pero en este año
2014 hay 10 millones de personas más que han entrado al mercado laboral. La
mayoría de los empleos son de medio tiempo y de baja remuneración. El nivel de
desempleo con la medida amplia U-6 es de más de 12% pero la participación
económica de la población alcanza niveles históricamente bajos.
Es cierto que en el
sector de la vivienda, los precios de los inmuebles han recuperado los niveles
de 2007. Pero en cambio, el gasto de consumo está casi a los niveles de la
recesión de 2000. Desde 2010, las solicitudes de hipotecas para poder comprar
una casa no han aumentado. Las ventas de las viviendas se sostienen por las
compras de las instituciones y las corporaciones, no por las de las familias
que verdaderamente necesitan una vivienda digna.
La otra fuente de
dinamismo en la economía estadounidense debería ser el sector empresarial. Las
bolsas de valores están llegando al fin de un estupendo auge sostenido por la
intervención del banco central estadounidense, la Reserva Federal. La Reserva
Federal ha suministrado más de tres millones de millones de dólares a tasas de
interés de casi cero, para ser más exactos, de 0.1%, a los sectores financieros
estadounidense y europeo. Es por ese motivo que las ganancias corporativas
están a niveles récord. Las corporaciones sacan préstamos baratos para ganar
enormes excedentes especulativos en los mercados internacionales.
Pero esas ganancias
son percibidas por un grupo reducido de alrededor de veinte instituciones y
grandes empresas, principalmente bancos. El resto de los cientos de empresas
cotizadas en las bolsas de valores estadounidenses están en pésimo estado,
luchando para sobrevivir. Ya se han agotado las ventajas otorgadas por el
rescate del 2008 y el sostenimiento de liquidez en los mercados. La evidente
realidad es que la gran mayoría de la población no tiene suficiente dinero
discrecional para aumentar sus compras. Por ese motivo la economía no puede
crecer.
El gran logro
económico del régimen corporativo de Barack Obama es el de haber demostrado
contundentemente durante seis años que es posible destruir los niveles de vida
de una población aún con una tasa de inflación bajísima. Solo es necesario
consolidar la desigualdad social y económica asegurando que los salarios queden
estancados o disminuyen a la vez que se aumenta la productividad de una manera
desproporcionada a favor de las élites oligárquicas. Ahora ese vergonzoso logro
de Barack Obama y sus compinches corporativos les ha conducido a un
impresionante callejón sin salida.
Las dos
alternativas son las de seguir o no seguir sosteniendo el sector corporativo
por medio de un continuo flujo desmedido de dólares sin un fondo productivo
para justificarlo. Si siguen con esa política, corren el riesgo de destruir el
valor del dólar a nivel internacional de tal manera que perderían la histórica
ventaja de la hegemonía del dólar como moneda de referencia global. Eso
implicaría un reordenamiento revolucionario del mundo financiero y comercial.
Empero, si no siguen con la política de apoyar su sector corporativo para así
proteger la hegemonía del dólar, habría un colapso en los valores bursátiles y
muchas empresas irían a la bancarrota.
A todo esto hay que
agregar el hundimiento de todas las profecías optimistas que anunciaban un
resurgimiento de los EE.UU. como gran productor de petróleo, capaz de dejar
atrás su dependencia del crudo importado. A
fines de mayo, el diario estadounidense Los Angeles Times anunciaba que el
petróleo técnicamente recuperable del mayor yacimiento estadounidense de
esquisto bituminoso (petróleo no convencional producido a partir de ciertas
rocas), ubicado en Monterrey, California, habían sido sobrestimados en nada más ni nada menos que un 96%.
Ese yacimiento
fantasma representaba alrededor de dos tercios de las supuestas reservas de
petróleo de esquisto de la nación. Es decir, que el discurso aquel de unos
EE.UU. libres de la dependencia del petróleo extranjero y de una OPEP
irrelevante en el plano geopolítico, no han resultado ser más que cuentos,
fantasías estadísticas, probablemente mantenidas por aquellos interesados en
meterse en el bolsillo los jugosos contratos de explotación del quimérico
esquisto (y otros intereses similares). Lo cierto es que el control del
petróleo ajeno sigue siendo un factor de primer orden en la geopolítica
estadounidense.
Esto queda
comprobado con el nombramiento de Hunter
Biden, hijo del vicepresidente de EE.UU., Joe Biden, como director y principal
abogado de la petrolera Burisma Holdings Limited, con fuertes intereses en el
este de Ucrania, donde las tropas nazis de Kiev, aliadas de la OTAN, están
sometiendo a la población civil de las provincias independentistas a lo que
cada día se parece más a un baño de sangre. Por otro lado, la obsesión de la Casa
Blanca en el derrocamiento del gobierno bolivariano dirigido por Nicolás Maduro
en Venezuela, se puede comprender bajo una luz mucho más clara si se toma en
cuenta que Venezuela es el cuarto proveedor de petróleo a los Estados Unidos,
con más del 9% de sus importaciones totales de crudo. Las reservas de petróleo
de Venezuela se calculan ser entre los más grandes del mundo.
Es este
desesperado contexto económico doméstico en los países del Occidente el que en
gran parte impulsa su extremadamente peligrosa política externa imperialista.
Si uno mira la lista de países mal vistos por Estados Unidos y sus aliados, o
tienen muy importantes recursos naturales, o están ubicados en zonas de interés
estratégico o, en el caso de Rusia, China y Brasil, son rivales que amenazan el
dominio global del Occidente. Aparte de esos países gigantes, se trata en este
momento, en mayor o menor grado, de Argentina, Bielorrusia, Bolivia, Corea del
Norte, Cuba, Ecuador, Irán, Líbano, Nicaragua, Siria, Venezuela y Zimbabwe
entre otros.
En todos estos
casos, la agresión occidental, liderada por los Estados Unidos está
estrechamente ligada al fracaso económico en Estados Unidos, Europa y Japón.
Estados democráticos podrían resolver sus problemas económicos por medio de una
redistribución equitativa de la riqueza. Pero los países de Occidente son
democracias solo de forma. A nivel del poder fundamental, sus poblaciones son
dominadas por oligarquías corporativas avariciosas.
En el caso de
Estados Unidos especialmente, se trata de una variedad de lo que algunos llaman
“fascismo suave” o “fascismo-lite”. En la medida que esa condición política
avanza, las dementes mentiras de los líderes occidentales y sus medios serán
cada vez más evidentes. Hay una relación directa entre las mentiras y fantasías
promulgadas sobre las economías domésticas de los países occidentales y las
mentiras sobre sus crímenes a nivel internacional.
Para el Occidente
no hay vuelta atrás. Es un enorme zombi, un muerto que camina. No va a
recuperar su antiguo prestigio e influencia a nivel global. Solo le queda su
incuestionable dominio destructivo militar. El degenerado excedente de su poder
financiero se consume a sí mismo. Su significativo poder productivo está en
declive relativo al de sus rivales internacionales.
A pesar de su
desesperada apuesta por el gas de esquisto que es una falsa solución de muy
corto plazo, Occidente tiene un crónico déficit de materia prima y recursos
energéticos. Para la humanidad se trata de un desastre ambiental anunciado
impulsado por la demente avaricia de las élites occidentales. Frente a la insistente agresión
destructiva occidental, la mejor esperanza para la humanidad es la resistencia
antiimperialista actualmente de pie en América Latina, en Siria, Líbano e Irán,
en partes de África, y ahora en Rusia y China también.
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