Los comandantes Raúl Reyes, Jacobo Arenas, Manuel Marulanda
y Alfonso Cano en Casa Verde 1988. FOTO: DICK EMANUELSSON.
Escrito por Timoleón
Jiménez, FARC-EP
Creado
en Martes, 27 Mayo 2014 02:05
Desde
las inmensas selvas colombianas, el comandante del Estado Mayor Central de las
FARC-EP, Timoleón Jiménez, nos habla de los cincuenta años de lucha del pueblo
colombiano.
Como Comandante del Estado Mayor Central de las FARC-EP, me significa un gran honor, al tiempo que una inmensa responsabilidad, saludar al conjunto del pueblo de Colombia, con ocasión de cumplirse 50 años de la fundación de nuestra organización. Al hacerlo quisiera compartir con todos algunas consideraciones sobre nuestra lucha.
La Séptima Conferencia Nacional Guerrillera celebrada en el
año 1982, dispuso que se añadiera a las cuatro letras de nuestra sigla FARC las
letras EP, que nos darían a conocer en adelante como FUERZAS ARMADAS
REVOLUCIONARIAS DE COLOMBIA EJÉRCITO DEL PUEBLO, con el propósito de expresar
que a nuestro carácter político militar revolucionario se añadía un vínculo
indestructible con la lucha de masas del pueblo colombiano, que las FARC
perseguíamos la toma del poder para nuestro pueblo, partiendo de la idea
fundamental de que sería ese pueblo el que unido, organizado y movilizado debía
protagonizar los profundos cambios que reclamaba la patria.
No
ha sido nunca nuestra idea suplantar al pueblo de Colombia, obrar a su nombre
sin contar con su respaldo, pretender imponerle una u otra forma de lucha.
Nuestros enemigos, los más rabiosos enemigos del pueblo colombiano, siempre se
han empeñado en presentarnos como una gente extraña, aparecida quizás de dónde,
cargada de ideas foráneas, ajena por completo a las realidades históricas,
económicas y sociales de nuestro país. Nada más falso.
Quienes integramos las FARC, somos hijas e hijos de este
pueblo, provenimos de familias campesinas, de las barriadas de grandes
ciudades, de los tantos caseríos y pueblos dispersos por nuestra geografía
nacional. Somos costeños del Caribe o el Pacífico, boyacenses, opitas,
tolimenses, llaneros, paisas, santandereanos del norte y sur, putumayenses,
caqueteños, pastusos o rolos, llevamos a Colombia prendida en el alma, amamos
esta tierra que nos vio nacer. Somos indígenas, negros, mestizos, mulatos,
morenos, blancos o monos, todas las variedades de la riqueza racial nacional,
latinoamericana y caribeña. Y nos sentimos orgullosos de ello.
Al
igual que el resto de la gente trabajadora y emprendedora de nuestra
patria, somos gentes de paz, amantes de la vida familiar, colombianos
esperanzados en salir adelante honradamente. No vinimos al mundo con las armas
en la mano, mucho menos entonando cantos de guerra. Fue la dura realidad
política de nuestro país, la que condujo nuestras vidas a la rebelión armada.
Simplemente sucede que una vez en ella, fuimos claros de la necesidad de obrar
con seriedad, responsabilidad y disciplina, si no queríamos ser exterminados
con facilidad por el régimen político violento y sanguinario que nos perseguía.
Aún
así hemos padecido todas las bestialidades y pagado con multitud de vidas,
sangre, cárcel y sufrimiento, nuestra decisión de responder con dignidad al
odio de las clases dominantes y sus aparatos de muerte. Nuestro pueblo
tampoco ha sido ajeno al desenfrenado terror desatado por el Estado. Son
millones los desplazados y desterrados, como centenares de miles los
asesinados, desaparecidos, torturados, desposeídos, perseguidos y encarcelados.
Algunos
afirman, con tono de expertos, que de no haberse producido esta cincuentenaria
confrontación, ninguna de estas atrocidades hubiera tenido lugar. Como si no
hubiera sido precisamente esa barbarie demencial ejercida en Colombia por la
oligarquía liberal conservadora durante décadas, la que desbordó en mayo de
1964 la paciencia de los campesinos asentados en Marquetalia, El Pato,
Riochiquito, Natagaima, el río Guayabero y otras regiones de colonización
agrícola, enfrentados a la terrible encrucijada de conformarse en guerrillas o
perecer asesinados por el régimen intolerante.
A
despecho de nuestros contradictores, podemos afirmar que el invicto arribo al
50 aniversario, ha sido posible gracias al apoyo y ayuda permanentes, de
las enormes y anónimas masas campesinas y urbanas identificadas con nuestro
accionar. La lealtad y la solidaridad de nuestro pueblo adquieren dimensiones
legendarias, cuando se tienen presentes las brutales reacciones con las que los
trece gobiernos sucesivos que nos han enfrentado en vano, han castigado sus
anhelos de justicia social y cambios democráticos. Operativos militares
vandálicos, sicarios de la inteligencia militar y policial, monstruosas bandas
paramilitares, horrendas torturas en los interrogatorios, bombardeos
indiscriminados, arremetidas directas de las fuerzas antidisturbios, masacres ejemplarizantes,
montajes judiciales y abandono carcelario, por encima de su inhumanidad y barbarie, no
han sido suficientes para acallar la inconformidad y la protesta de un pueblo,
que pese al miedo propagado desde el Estado, colabora esperanzado con nuestra
causa, se organiza, se moviliza y lucha por un país mejor, sin desigualdades ni
crímenes.
Por
eso expreso ahora nuestro reconocimiento a manera de sencillo homenaje. En nuestras
mentes habita el recuerdo de todas esas ancianas y viejitos, de todos esos
padres de familia, de todas esas mujeres y hombres, adultos y jóvenes, niños
incluso, que jamás vacilaron para actuar a nuestro favor. Indiecitas e
indiecitos, campesinas y campesinos, mineras y mineros, obreras y obreros,
estudiantes de ambos sexos, gentes privadas de cualquier bien material que no
dudaron en quitarse el pan de su boca para brindárselo a la guerrillera o el
guerrillero heridos. Que lloran de pesar al ver a sus hijas o hijos enrolarse
en nuestras filas, pero que sienten latir el corazón orgullecido en sus pechos,
porque saben que ahora son combatientes de las FARC-EP y pueden hacer con su
vida lo que ellos hubieran querido hacer y nunca pudieron. Todos son pueblo en
lucha, clases oprimidas que se levantan en busca de la igualdad, sus muertos y
nuestros muertos son los mismos, tejen la historia, construyen el mañana de
justicia.
Fue
por todos ellos, por evitar sus lágrimas y angustias, que desde los tiempos de
Marquetalia, Manuel Marulanda Vélez, Jacobo Arenas, Hernando González Acosta, Jaime
Guaracas, Miguel Pascuas, Fernando Bustos, Judith Grisales, Myriam Narváez y
los demás integrantes del grupo de nuestros 48 fundadores, clamaron por una
solución política dialogada y pacífica, que fuera capaz de evitar la
confrontación que los sectores militaristas pujaban por precipitar sobre
Colombia.
Poco
más de medio siglo atrás retumbaban en el Senado de la República las voces del
líder conservador Álvaro Gómez Hurtado y el jefe liberal Víctor Mosquera Chaux,
entre muchos otros, exigiendo que se pusiera fin, mediante la guerra, a las
colonias agrícolas que en su delirio bautizaron como repúblicas independientes.
Desde Norteamérica, los Estados Unidos disponían la aplicación del plan LASO,
Operación de Seguridad para la América Latina que perseguía el exterminio de la
inconformidad social y política en nuestro continente, con la cobertura de una
lucha contra el comunismo, y contemplando esas colonias agrarias como objetivo
militar.
La
voz de los humildes campesinos de Marquetalia no pudo más que la fuerza
imperialista y oligárquica concertada contra ellos. El clamor de paz de esos
colombianos que sabían de las bombas y metralla que les caerían encima, de la
persecución y el odio de que serían blancos, de la terrible ofensiva que con el
pretexto de combatirlos a ellos se agudizaría contra el pueblo colombiano, no
fue suficiente para detener la furia bélica del régimen bipartidista engreído
por la ayuda yanqui. Generales gringos y colombianos aseguraron que en unas
cuantas semanas tendrían liquidado el asunto. Aún sabiendo que no era cierto,
conscientes de que se trataría de una lucha muy larga, que apuntaba a dejar
tendidas en el campo de batalla final las esperanzas de redención económica,
justicia social y personalidad política de millones de desposeídos.
Las
FARC-EP nos reclamamos por eso como los legítimos defensores de la bandera de
la paz. Nacimos como consecuencia de una declaración de guerra total por parte
de la oligarquía colombiana y la Casa Blanca. Siempre hemos dicho que el camino
de la reconciliación y reconstrucción nacional, pasa por el desmonte de la
política de odios y aniquilamiento implementada desde los más altos cargos del
Estado. En cada una de las mesas de diálogo conquistadas con diferentes
gobiernos en las tres últimas décadas, hemos ratificado nuestra convicción de
que para dar fin al conflicto armado colombiano, es fundamental erradicar las
causas que lo originaron, la primera de las cuales es precisamente el ejercicio
legal y extralegal de la violencia, la guerra y la persecución contra la
oposición política democrática.
La oligarquía y sus asesores extranjeros, pese a las
abrumadoras evidencias de su talante y accionar violentos, se empecinan hoy
como siempre, en que es el pueblo inconforme y rebelde el responsable de la confrontación
desatada por ellos. Por eso exigen arrogantes nuestra rendición y sometimiento,
descartan por completo cualquier modificación en su régimen político, en sus
aparatos de represión y sojuzgamiento, en sus políticas económicas que entregan
la patria a los grandes inversores del capital foráneo. Pretenden, como en los
tiempos de Marquetalia, que sus operaciones militares de exterminio, sus
derroches de brutalidad bélica, su persecución judicial y criminal, sean vistos
por la población colombiana y la comunidad internacional como gestos en busca
de la paz y la concordia. Llaman héroes de la patria a sus autómatas duchos en
matar.
Los
violentos y guerreristas, con los peores calificativos de moda, resultamos ser
los colombianos de abajo, los que nos hemos unido y organizado para defender
nuestras vidas, para resistir la atroz embestida de los poderosos, los que por
encima de todos los horrores empleados para arrasarnos, hemos perseverado
inamovibles, por décadas y décadas, en la justicia de nuestra causa. La
poderosa maquinaria de la propaganda oficial así nos presenta diariamente,
atribuyéndonos las más perversas conductas e inclinaciones, persiguiendo
también nuestra ruina moral, intentando volver en contra nuestra a millones de
compatriotas desinformados y engañados. Asimismo, los más pérfidos impulsores
de la violencia y el crimen pretenden presentarse como los abanderados de la
paz. Sin tener siquiera reparos para alardear públicamente del alto número de
cadáveres producidos por sus órdenes. Sin sentir pudor por sus amenazas de
producir aún muchos más.
Las FARC-EP creemos que 50 años de guerra civil son más que
suficientes para que afloren las verdades ocultas por la oligarquía que
gobierna a Colombia. Al insistir en su campaña por la reelección, el Presidente
Santos acusaba a sus fanáticos opositores de ultraderecha, de querer asesinar
las esperanzas de paz del pueblo colombiano. Como si todos los días no
estuviera ordenando intensificar las operaciones militares y los bombardeos, en
su afán por matar los máximos líderes de la insurgencia con la que dialoga en
La Habana, al tiempo que causar la mayor devastación posible entre los
guerrilleros rasos. Como si en las mesas de diálogo con los campesinos en paro,
su gobierno no hiciera otra cosa que dar largas y burlas a los petitorios con
los que los hombres y mujeres del campo aspiran a detener y revertir los
efectos de las políticas neoliberales que en su contra favorecen la
agroindustria y la minería a gran escala.
Mientras
que en su acción proselitista ponderaba las ventajas que traería el fin del
conflicto, particularmente por las inversiones sociales que se realizarían con
los recursos hoy destinados a la guerra, su ministro de defensa dejaba claro
expresamente ante los medios, que ante la eventualidad de un acuerdo de paz, ni
un solo peso destinado al presupuesto de guerra será disminuido, como tampoco
decrecerá el pie de fuerza, ni el incremento del creciente poder bélico
destinado al combate de las futuras formas de delincuencia que solo concibe su
imaginación. Los discursos oficiales de paz chocan frontalmente con la
aspiración declarada de pasar a jugar un papel preponderante en la geopolítica
continental contra los procesos democráticos en curso.
No puede pasar desapercibido ante los colombianos que la
retórica oligárquica apunta a una mayor militarización de la vida nacional,
para dedicarla al aplastamiento definitivo de la lucha popular, no solamente en
Colombia, sino en las patrias hermanas que ensayan un camino propio de
desarrollo y democracia. Son esas las determinaciones que en medio de
las campañas difamatorias y de exterminio paralelas, las FARC-EP enfrentamos
serena pero dignamente en la mesa de conversaciones de La Habana, adonde no
llegamos por considerarnos vencidos, ni por temor a la extinción con que nos
pretenden amedrentar todos los días. Estamos allí, porque entendemos, por
encima de la soberbia y la imponencia gubernamentales, que nada está definido
en la lucha de clases e intereses en pugna en nuestra patria, que la oligarquía
colombiana sólo podrá materializar sus propósitos, si no hay quienes se le
opongan y enfrenten.
Estamos en La Habana porque soñamos con una paz efectiva,
porque creemos en las capacidades de discernimiento e independencia del pueblo
colombiano, porque pese a las emboscadas rastreras y a las diatribas
calumniosas contra nosotros, tenemos fe en la lucidez de la inmensa mayoría de
compatriotas. Confiamos en que en nuestro país tomará cuerpo, forma e inmenso
tamaño, un verdadero movimiento de masas por la paz, capaz de atravesarse en
los planes antipatrióticos y fratricidas de la oligarquía guerrerista y
entreguista que gobierna a Colombia.
Apostamos
a que ese mismo movimiento popular, que cancelará definitivamente el ejercicio
de la guerra y la violencia por parte del régimen, alcanzará la unidad y
la madurez necesarias para acceder al poder político del Estado, e imponer las
reformas fundamentales que reclama la gente colombiana. En las condiciones
históricas de hoy, entendemos la mesa de conversaciones como la oportunidad más
favorable para impulsar y concretar la conformación de ese torrente popular. Sabemos
bien que lo único que espera la oligarquía de nosotros es una entrega
humillante, que ejemplarice ante el país y el mundo, el precio a pagar por quienes
se atreven a contradecirla. Pero en la mesa somos dos partes, y las
aspiraciones nuestras son por completo diferentes. El sentido verdadero de
nuestro alzamiento armado ha sido siempre abrir el espacio al protagonismo
decisorio del pueblo colombiano. Fieles a ese sueño cumplimos 50 años de lucha
incorruptible. Y cumpliremos los que sea necesario si la oligarquía insiste de
nuevo en impedir la paz.
Quisiera
hacer una mención especial para exaltar en su nombre a todos los combatientes
farianos. En algún campamento de las selvas de Colombia, con un sombrero
vueltiao sobre su cabeza, un anciano octogenario trabaja todos los días,
siempre con el fusil al alcance de la mano, por la consagración del triunfo del
pueblo colombiano en su lucha contra la oligarquía militarista. Se trata del
camarada Martín Villa, fundador de las FARC en el Magdalena Medio, un par de
años después de la Operación Marquetalia, un campesino comunista de vida
ejemplar, que con su mirada y sonrisa generosas nos lega sus enseñanzas y optimismo
a todos los revolucionarios. Un fuerte abrazo para él y toda esa gente que
dedica su existencia a la causa de servir desinteresadamente a su pueblo.
Ningún militante de las FARC-EP cuenta con bienes o recursos
personales derivados de la lucha guerrillera, nadie percibe aquí salario o
bonificación alguna por la entrega total de su vida a la causa revolucionaria.
Contrasta el grado de altruismo de los combatientes y mandos farianos con los
bienes y haciendas acumulados por los generales del ejército burgués, con los
salarios, primas, y garantías de todo orden con que el Estado asegura la
fidelidad de los hombres del pueblo transformados en verdugos de su propia
gente.
Mientras que todo lo que necesita un guerrillero para vivir, soñar y ser feliz
lo lleva en el equipo que carga a sus espaldas, la oligarquía en el poder no
podría mantenerse en él, si tan solo por un mes no pudiera cumplir con los
pagos a sus tropas.
En
este glorioso 50 aniversario, en nombre de todos los guerrilleros de las
FARC-EP que extienden su abrazo fraternal al querido pueblo colombiano, al
Ejército de Liberación Nacional y su comandante Gabino, a la vena consecuente y
revolucionaria del EPL, al Partido Comunista Colombiano y demás organizaciones
políticas anti sistema, quisiera manifestar nuestro profundo afecto por los
pueblos de Cuba y Venezuela, que aun habiendo arrebatado el poder a la clase
explotadora y violenta de sus países, se ven obligados a soportar las
arremetidas traicioneras dispuestas desde la Casa Blanca, empeñada en revertir
las cosas a su estado anterior.
También
nuestra solidaridad con los pueblos y gobiernos de Bolivia y Ecuador, así como
con todos los pueblos latinoamericanos y caribeños que se levantan por su
soberanía, dignidad y desarrollo independiente. Al pueblo palestino, a todos
los pueblos de Asia y África que enfrentan el saqueo imperialista, a los
pueblos norteamericano y europeo obligados a cargar la cruz de la crisis
capitalista, nuestros mejores deseos por la realización de sus justos anhelos.
Un aliento de esperanza para Haití, ocupado y expoliado por la ferocidad
trasnacional.
Estamos
convencidos de que la lucha imbatible de los pueblos logrará salvar nuestro
planeta de la depredación ambiental impulsada por las grandes corporaciones
imperialistas, y que sólo la misma lucha hermanada podrá construir el paraíso
terrenal que nos fue arrebatado por la avaricia de un puñado de explotadores y
asesinos.
¡Hemos
jurado vencer!… ¡Y venceremos!
¡Contra
el imperialismo, por la patria! ¡Contra la oligarquía por el pueblo!
TIMOLEÓN
JIMÉNEZ
Comandante
del Estado Mayor Central de las FARC-EP 27 de mayo de 2014.
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