Alimentos
transgénicos y el valor de la prueba experimental
01/04/14
Una de las características generalmente admitidas del
llamado «método científico» es la capacidad de corroboración (o falsación) de
las hipótesis postuladas para explicar tal o cual fenómeno, mediante el
experimento. El experimento es la prueba clara de la veracidad o falsedad de
toda hipótesis y –postulan las posiciones cientificistas– proporciona evidencia
«pura», está más allá de intereses o ideologías, provee de los datos necesarios
e indispensables para aceptarla o rechazarla.
Quienes
han construido esta concepción cartesiano-positivista hegemónica en ciencia parten
también de presupuestos como estos: La ciencia es una sola y dentro de cada
problema que formula hay un solo un camino para ofrecer pruebas a favor o en
contra. La ciencia se encuentra fuera de todo tipo de intereses «externos»
a ella (políticos, económicos, ideológicos).
La ciencia es
«superior» a toda otra forma o tradición de conocimiento. Podemos refutar estos
presupuestos si dejamos de concebir abstractamente a la ciencia y en cambio la
situamos en su contexto social. Para empezar, debe considerarse que la ciencia
no es una actividad homogénea, igualmente practicada por cualquier integrante
de una comunidad, sustrayéndose al carácter de las teorías, metodologías y concepciones
del mundo que sostiene y apartándose de su ubicación dentro del entramado de
relaciones de poder y de clase. El criterio de «evidencia» a favor o en contra
de una teoría no puede desprenderse de estas relaciones e intereses.
Parte
del debate acerca de los alimentos transgénicos ha
sido dilucidar si se trata de un debate «científico» o «político». En este
contexto, la posición cientificista ha sido sostenida principalmente por los
partidarios de la comercialización de estos alimentos. Quienquiera que se
oponga a comercializar estos alimentos debe mostrar la prueba, la evidencia
universal de su peligrosidad. Mientras esto no se haga los transgénicos son
inocuos por decreto (no por evidencia científica).
Surgen
aquí varias preguntas: ¿cuándo se podrían mostrar las pruebas
definitivas que den o quiten la razón a un punto de vista u otro acerca de los
efectos de la liberación de alimentos transgénicos? ¿Cuáles
son las pruebas científicas válidas y cuáles no? ¿Se puede decidir esto por
fuera de las relaciones de poder? El cientificismo manejado desde las oficinas
y laboratorios de Monsanto, Syngenta o Du Pont está
mañosamente anclado en una obsoleta concepción de lo que es la ciencia y sus
objetos de estudio. Es la que a estas empresas les conviene sostener
aunque no tenga valor de verdad alguno. Es una concepción propia de los siglos
XVII y XVIII, de la física newtoniana, no de una ciencia de los sistemas
complejos: seres vivos, ecosistemas, sociedades y culturas.
Los
sistemas complejos se caracterizan por presentar numerosas variables
simultáneas, difíciles o imposibles de controlar todas al mismo tiempo. Esto
produce un incremento de la aleatoriedad del sistema; las salidas que se presentan
pueden ser distintas para situaciones iniciales similares, los parámetros no
siempre son posibles de predecir. Esto lleva a concluir que no existe la prueba
definitiva (experimento crucial, diría Popper) y universal que dé la razón a
alguna de las partes en pugna y se la quite a la otra. Una de las cosas que se
ha mostrado en experimentos diversos sobre alimentos transgénicos es
que en ciertas condicione específicas sus efectos a la salud y al ambiente han
sido nocivos.
Esto
no quiere decir necesariamente que haya pruebas de carácter universal contra
los transgénicos, como
lo exigen las empresas que los fabrican. El comportamiento de los sistemas
complejos no responde a reglas universales, predecibles, como los de la
astronomía galileana, y por tanto los criterios de evidencia no son nunca
universales. Dado el carácter flexible de los sistemas complejos, las
consecuencias de la liberación de esos alimentos no pueden ser calculadas ni
controladas paso a paso. Sin embargo, ello no quiere decir que no existan
pruebas científicas suficientes como para afirmar la existencia, en diversos
contextos, de una peligrosidad real y potencial de los alimentos transgénicos
liberados al ambiente.
Desde
su posición de poder, Monsanto no puede
entender esto, ni aceptarlo: sería su ruina. Pero permanecer adherido a una
discusión acerca de cuándo la evidencia de la nocividad de los transgénicos es
irrefutable es hacer el juego a una posición ultracientífica estéril y
tramposa. La evidencia ya es suficiente como para romper la trampa de la prueba
experimental definitiva e incorporar el elemento ético al debate. Los
partidarios de Monsanto y otras empresas similares han guardado un silencio
ominoso a este respecto. Su ciencia es
equivocada, su metodología, errática, y su ética, inexistente.
Ecoportal.net
La
Jornada
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