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por admin1 o Mar, 28/01/2014 - 12:05
¿Qué es un investigador?
José Carlos Bermejo Barrera
Hay palabras que han desaparecido en la universidad, como
enseñar, aprender, estudiar, trabajar, leer, escribir y descubrir. Frente a
ellas, que describen todo lo que es posible hacer en una universidad, triunfa
el vocabulario ampuloso y vacío, en el que términos como docencia, gestión e
investigación ocupan todo el espacio. En realidad la nueva docencia en algún caso
se está convirtiendo en el arte de exhibir una ignorancia verdaderamente
enciclopédica de una asignatura, apoyándose en toda clase de medios
tecnológicos. “Gestión” lo explica todo; algún nuevo experto en recursos
humanos podría decir que una pareja de amantes es “un grupo binario de agentes
sexuales que gestionan sus competencias y habilidades de modo mutuamente
satisfactorio”. Y por último, investigación es un término que abarca realidades
tan heterogéneas como el álgebra, el derecho civil, la química, la historia o
la oceanografía, saberes todos ellos evaluables por los mismos expertos.
Se
supone que todo lo que se investiga es ciencia, y que todo debe ser investigado
en grupos financiados y controlados por la administración o la empresa. Y así
lo que es verdad en el campo de las ciencias experimentales o en la ingeniería
no lo es en muchos otros, en los que la palabra investigación no describe el
proceso de creación del conocimiento. En la química, por ejemplo, son
necesarios laboratorios, que requieren espacios propios, instalaciones adecuadas,
aparatos, reactivos; en ella ya no existe el trabajo individual, los procesos
de investigación son muy largos, y requieren miles de horas de trabajo y la
coordinación entre personas. Sus resultados, por ello, se publican siempre en
trabajos colectivos. Desde comienzos del siglo XX hasta ahora, el incremento
del coste en la investigación experimental se ha disparado. Si comparamos el
laboratorio de E. Rutherford en la universidad de Montreal en 1900 con una
imagen cualquiera del acelerador del CERN en Ginebra, veremos que estamos ante
dos mundos diferentes. Los equipos de investigación son indispensables en las
ciencias experimentales, y de la misma manera en ciencias no experimentales, y
no por ello menos ciencias, que se basan en la observación, como la anatomía,
la botánica, la astronomía, en las cuales no se pueden repetir en el
laboratorio los fenómenos que se estudian.
En
el campo de las humanidades, hay ciencias que requieren grandes equipos, como
la arqueología a la hora de afrontar una excavación; o la filología cuando se
trata de elaborar por ejemplo diccionarios. Sin embargo, la mayor parte de las
humanidades, en las cuales más del 95% de los trabajos los publica un solo
autor, no requieren equipos de investigación ni proyectos, si las infraestructuras
comunes, como bibliotecas o archivos, están bien dotadas. En la historia o la
filosofía, las grandes obras fueron creadas por autores individuales. Es
evidente que Ortega y Gasset no trabajó con proyectos y con objetivos, y que
los grandes historiadores del siglo XX escribieron en solitario libros que hoy
en día justificarían supuestos proyectos millonarios y plurianuales. Pero es
que esto mismo ocurre en el campo de las matemáticas o la física teórica, donde
no se podría hacer un proyecto de investigación explicando cómo se iban a
desarrollar todos los pasos para demostrar algunos de los teoremas que harían a
sus autores merecedores de la medalla Fields, o resolver la clave de la teoría
de las supercuerdas. Si los autores supiesen cuál es cada uno de esos pasos, ya
habrían demostrado los teoremas o demostrado las ecuaciones. Lo que ellos
necesitan es tener acceso a todo el saber acumulado en sus campos y disponer de
todos los datos cuantitativos necesarios, de la misma manera que un economista
o un sociólogo, cuya originalidad consiste en saber interpretar de una manera
nueva los datos que están a disposición de todo el mundo.
La fiebre tecnocrática que nos invade pretende que todo
conocimiento es fruto de un proyecto y un equipo. Por esa razón se desvía el
dinero a los grupos, a la vez que, por ejemplo en las humanidades, se desdotan
los medios de investigación comunes, como las bibliotecas. Como se supone que
no existe el investigador individual, se da el dinero no a quien obtiene
resultados o los publica en las mejores revistas, sino a quien ya ha tenido
dinero de otros proyectos, como se puede ver si se compara el índice de citas
de grupos supermillonarios con otros de grupos pequeños o de investigadores
aislados. En humanidades se da la perversión de que grupos de investigación se
autoeditan sus resultados, porque son incapaces de publicarlos en editoriales y
revistas de prestigio, lo que no obsta para que sigan obteniendo más dinero, un
dinero que se gasta a veces en viajes innecesarios o atenciones protocolarias,
no siempre de forma clara, como ha denunciado el Tribunal de Cuentas. En las
ciencias, la autoedición no tiene sentido. La investigación es cosmopolita,
competitiva y muy difícil, pero ello tampoco quiere decir que los más
financiados sean siempre los mejores, sino solo los que ya tenían dinero.
Nuestros científicos claman por reducir la burocracia y mejorar los sistemas de
evaluación, pero deberían tener claro que no es oro todo lo que reluce, y no
limitarse a pedir dinero sin más. También deberían saber que en la megalópolis
de la ciencia, como en cualquier parte, quien tiene el dinero manda y quien
controla el dinero y el poder controla el conocimiento, y que el conocimiento
como medio mágico aislado no sirve para cambiar el mundo.
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