Son
varias y poderosas las razones que permiten pensar que volverá a fracasar la
ultraderecha venezolana en su nueva y reciente intentona de golpe de Estado. La
primera y más obvia de esas razones es la carencia del factor sorpresa. Todo el
mundo sabe en Venezuela y fuera de ella que el golpe viene. El propio
presidente Nicolás
Maduro ha avisado que su gobierno se enfrenta a un “golpe de Estado en
desarrollo”.
La ausencia del factor sorpresa está
impidiendo que se cumpla el requisito básico de un golpe: agarrar al presidente en piyama. Maduro
está avisado y no hay elementos para suponer que habrá de descuidarse.
Una
segunda razón es que en los últimos quince años, desde la elección de Hugo Chávez en
1999, las fuerzas armadas venezolanas, o al menos el grueso de ellas, no han
dado señal alguna de interés por participar en un golpe de Estado. Y menos en
un intento al que no se le ven posibilidades de éxito.
Como una tercera razón puede citarse la
actual situación política latinoamericana, en la que un acuerdo básico es
repudiar y aislar cualquier gobierno surgido de la ruptura del orden
constitucional.
Es
cierto que tal acuerdo básico de nada sirvió para impedir los golpes de Estado
que depusieron a los gobiernos de Manuel Zelaya, en Honduras, y Fernando Lugo,
en Paraguay. Pero, en cualquier caso, también es cierto que el golpismo se
mueve más a gusto cuando calcula que podrá contar con la complicidad o vista
gorda de otros gobiernos, lo que no acontecería ahora. Por lo demás, los
gobiernos de Zelaya y Lugo no contaban con el inmenso respaldo popular con el
que sí cuenta Maduro. Y, dicho sea de paso, con el que también cuentan
Cristina Fernández, de Argentina, Evo Morales, de Bolivia, y Rafael Correa, de
Ecuador, países en los que las derechas autóctonas y EU siguen trabajando en la
agenda de un golpe de Estado con visos de éxito.
He aquí
una cuarta razón. Los cabecillas
del golpismo andan peleados entre sí. En una esquina está Henrique
Capriles y en la otra María Corina Machado y Leopoldo López. Estos dos últimos
miran a Capriles como un cartucho quemado y quieren sacarlo de la jugada. Pero
Capriles no se deja. Y esta disputa interna en el golpismo finalmente favorece
a Maduro.
Y aquí
está una quinta razón. La
experiencia reciente enseña que los puros disturbios callejeros y la violencia
no forman un piso sólido para un golpe exitoso. Y que hasta los
sectores sociales proclives al golpismo, pero no participantes activos, se
cansan de la violencia que tiende a prolongarse sin resultados concretos e inmediatos.
Pero,
como ha dicho el presidente Maduro,
estamos frente a un golpe en desarrollo. Esta caracterización implica un
proyecto de mediano o largo plazos. Y los disturbios callejeros, la violencia y el innegable
financiamiento de los golpistas por cuenta del gobierno de Barack Obama sirven
para ir creando el clima propicio a fin de dar el golpe más adelante.
Ese papel juegan la satanización de
Maduro, el sabotaje económico, los asesinatos de personalidades ajenas a la
política (como el de la ex Miss Universo venezolana), la inestabilidad social y
la delincuencia común, programada, fomentada y financiada por los golpistas y
por EU.
Se
trata, en espera de mejores condiciones para el golpe, de minar a Maduro y al
chavismo, con la finalidad última de derrotarlos en las urnas, cosa que hasta
ahora ha sido imposible para la ultraderecha.
Dice la sentencia clásica que golpe que
no mata, fortalece. Avisado y consciente del peligro que corre, Maduro no tiene
otra salida que profundizar y radicalizar el proceso revolucionario, es decir,
mantener y acrecentar su base de apoyo popular. De esto depende, finalmente, la
presidencia de Maduro y el futuro del chavismo.
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