11-11-2013
Abya Yala: ¿Por qué nos inculcaron el miedo a la
muerte?
El
mes de noviembre nos muestra destellos sobre la concepción precristiana de los
pueblos y civilizaciones aborígenes de Abya Yala sobre la “muerte”.
Desde los pueblos indígenas de México, pasando por los de
Centroamérica, hasta los pueblos indomestizos de Suramérica, celebran con
algarabía y derroche de colores la fiesta de los difuntos. En algunos pueblos de
Mesoamérica, desde finales de octubre las familias visitan con bandas de música
a los panteones o cementerios para anunciar y convocar a los difuntos “que la
fiesta está ya por llegar”. Los maya chortís de Honduras, hasta finales de
noviembre aún continúan celebrando el siquín (altar y comida
comunitaria): “Aunque ellos (los difuntos) siempre están con nosotros, todo
noviembre especialmente ellos están en la comunidad”, indica Don Timoteo López.
Zapotecos (México), aymaras y quechuas (Bolivia y Perú)
celebran la fiesta de difuntos entre calaveras y las cruces, pero con jolgorio,
no acongojados.
Entre
finales de octubre y primeros días de noviembre, Oaxaca completa se inunda de
calaveras, flores, chocolate, panes, tamales, música, comparsas en las calles.
Allí no hay lugar para pensar la muerte como una pérdida o un final, sino como
una fiesta que abre a la vida en un nuevo ciclo. En la Abya Yala profunda, la
fiesta de los difuntos es uno de los actos de resistencia sociopolítica más
asombra que aún persiste contra de la dominación cristiana-occidental.
Las
crónicas de la Colonia indican que en la fiesta de difuntos las familias
andinas subían a los chullpares o pukaras (lugares
sagrados precristianos) para reencontrarse, celebrar, comer y beber chicha con
sus seres queridos. Difuntos con más de tres años de antigüedad eran bajados a
las casas, y en la fiesta de difuntos los sacaban en andas para hacerlos pasear
por las calles y caminos de las comunidades. Siempre con abundante comida,
bebida, música y baile. Hasta ahora, en la zona andina, se sigue
sacando los cráneos (ñatitas) de los seres queridos para que escuchen la
misa en las iglesias.
Pueblos
como nahuas o zapotecos, en la fiesta de los difuntos, no sólo preparan altares
nutridos de comida, bebida, candelas, etc., sino que también en los altares
ofrecen regalos de ropa y alhajas para sus seres queridos. “Le compro, por
ejemplo, la blusa que le gustaba a mi mamá, luego de la fiesta me la pongo yo”,
indica Cleotilde Hernández, indígena nahua.
Las familias zapotecas, no sólo llevan comida y bebida al
panteón para dejar a sus difuntos, sino que comen y beben con ellos alrededor
de los nichos.
La
noche del 31 de octubre, y los días siguientes, ciudades, pueblos y familias se
trasladan casi por completo a los cementerios, no para llorar, sino para comer,
beber, bailar y reír entre “vivos” y con los “difuntos”. Allí, la línea
(concepción) divisoria excluyente entre la “vida y la muerte” se anula casi por
completo, dando lugar a la comunidad cósmica.
Es
más, vi en algunos pueblos zapotecos (como Capulalpam) que la fiesta de
difuntos se convierte en un carnaval lúdico que transgrede lo establecido.
Organizan comparsas no sólo para burlase de la muerte y de los políticos
corruptos, sino también rompen piñatas en los panteones, estimulan la erótica,
la sensualidad y la fertilidad. Así, es casi difícil concebir la muerte como un
castigo o como un fracaso.
¿De
dónde proviene el miedo a la muerte?
Nuestros abuelos nunca nos hablaron del wañuypacha (muerte como estado).
Nos inculcaron el wiñaypacha (vida
permanente). Por eso nos enseñaron que nosotros “somos como una semilla”. Que
en un determinado momento, cuando cumplimos nuestro ciclo “sobre” la Pachamama
nos reincorporamos al vientre o corazón fresco y fecundo de Ella para seguir
subsistiendo en interrelación en todo y con todos. No existe la muerte como
castigo o fracaso, sino como un “retorno” al útero materno para emprender otro
ciclo de vida, y posibilitar así otras formas de vida. Por eso celebramos ese
paso del cierre del ciclo de la vida “sobre” la tierra para reincorporarnos al
vientre materno, sin separarnos de la comunidad humana-cósmica.
Pero,
el
cristianismo nos inculcó que la muerte es consecuencia del pecado. Que el
pecado se castiga con el infierno. Por tanto, muerte e infierno son casi la
misma tribulación. Para el cristianismo la muerte es un fracaso. Un final. Una
anulación de la vida. La muerte es mala y la vida es buena. Ambas, excluyentes
entre sí.
Este
maniqueísmo dualista, de origen platónico, fue trasplantado por San Agustín, en los primeros siglos,
nada menos que en el corazón de la doctrina cristiana. Este maniqueísmo
platónico les quita la paz interna a occidentales cristianos o no cristianos.
Por más que hablen de la vida eterna (reservado sólo para santos-perfectos), los
cristianos, asumen la muerte como el acabose, fracaso, tribulación. Un castigo,
del cual intenta apartarse a toda costa.
De
esta manera, la zozobra les habita porque intentan divorciarse o esconderse de
la compañera más fiel y permanente de la vida, que es ese cierre de ciclo para
retornar al vientre materno que llamamos muerte.
Lo
más triste es que ese miedo a la muerte, implantado en la estructura psicológica
individual y colectiva de las personas, es hábilmente utilizado por los
administradores del miedo. Desde entonces, tienen casi de rodillas a pueblos
enteros habitados por el miedo a la muerte, impotentes. Esperando sólo la
milagrosa mano de Dios. Mientras tanto los doctrineros del miedo y de
la muerte disfrutan la dolce vita, mientras sus fieles padecen en
el laberinto del miedo. Honduras es un caso y consecuencia patética de este
maniqueísmo cristiano.
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