Niños en Santo Tomás. Foto: Ismael Francisco/Cubadebate.
¿Y si no fuéramos genéticamente mestizos?
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NOVIEMBRE 2013
Para
enfrentar con eficacia el racismo es necesario conocerlo a fondo y
desentrañar sus trampas. De lo contrario, podemos quedar enredados en ellas,
poderosas y capaces de camuflarse “inocentemente” en intersticios del lenguaje,
que no es un simple código de señales, sino el medio natural —el más expedito y
asiduo, junto con la conducta— para la expresión de la conciencia. Las trampas
mencionadas surten efecto incluso al abogar por “la igualdad de las razas
humanas”, pues esos términos suponen aceptar la existencia de razas en la
especie, y ello es medular en el cogollo del engaño. El nombre del mal, racismo, refuerza los prejuicios,
aunque se use para combatir la realidad que designa, pues él surgió de la
errónea aplicación de divisiones raciales en el género humano, y la lleva
implícita.
Cuba
tiene especial y honrosa responsabilidad en el cultivo de una herencia
iluminadora si las ha habido: la que, como parte de su pensamiento, José Martí legó a este país y
al mundo más de un siglo antes de que la ciencia probara, con descubrimientos
relativos al genoma humano, que la humanidad es una sola, a despecho de las
diferencias externas entre sus integrantes. En Nuestra
América, ensayo publicado en enero de 1891, Martí negó radical y
fundadamente que hubiera razas en los humanos.
Ese
juicio se ha citado incontables veces, pero la persistencia mundial y local de
las falacias por él refutadas, confirma que urge reiterarlo mucho más, como el
concepto revolucionario que es:
“No hay odio de razas,
porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas,
enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el
observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde
resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal
del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y
en color. Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el
odio de las razas”.
Frente
a infundios que siguen calzando el racismo, la cita es una trinchera de ideas
en los afanes para erradicarlo. Marcada por ese mal, la lucha de clases se cromatizó
especialmente a partir de 1492, hito en el inicio de una mundialización con la
cual los opresores fabricaron mayor diversidad de “argumentos” para blindar sus
intereses. Hasta los conocidos sucesos de aquel año las fuerzas
dominantes europeas habían esclavizado a masas poblacionales que tenían igual o
similar color que el suyo; pero las colonizaciones y las conquistas entonces
desatadas hicieron del color de la piel un recurso más para la dominación.
La
expansión experimentada en el planeta la capitalizaron aquellas fuerzas para
arrogarse el “derecho” de someter a comunidades que, por ser de otros colores
epidérmicos, fueron tildadas de inferiores y carentes de alma, y obligadas a
servir como bestias de labor. En contraposición se idealizó la falsa blancura
como título nobiliario (para los poderosos: no de igual modo para los pobres).
Todo ello se implantó en la esfera de la ideología, aunque nadie sea
exactamente de ninguno de los colores decretados en ese rejuego como
distintivos de supuestas razas.
Con respecto en particular al África, los efectos de la
melanina se tomaron para urdir criterios con los cuales presentar la esclavitud
como un mandato divino. En el interior de aquel continente existía ya
dicho flagelo, sobre la base de diferencias sociales que no podían justificarse
por diferencias de color, sino, como en todas las latitudes, por la fuerza
material de los opresores. Ocurría también en los territorios identificados
como de gente cobriza, que fue el caso de las tierras que los europeos
denominaron América y a cuyos pobladores originarios impusieron el régimen de
encomiendas, una forma de esclavitud; y similar suerte corrió Asia, con
poblaciones también supuestamente cobrizas, y amarillas, según la región. En
estos apuntes los colores aplicados a seres humanos aparecen sin comillas para
simplificar la escritura, no porque tal aplicación se acepte como válida.
Los atajos por donde asoma o se oculta el racismo —un mal
que solapa relaciones sociales determinadas por la clase de la cual se forma
parte— son intrincados, y han hecho valer falacias variopintas: entre ellas,
contraposiciones del tipo de facciones finas/facciones toscas, pelo bueno/pelo
malo, y otras, como esa de “adelantar la raza”. Sinónimo de hibridez,
el mestizaje se asoció a lo espurio, a lo sucio, distinto de la pureza,
metáfora de índole moral trasplantada de terreno como arma de los opresores
contra los oprimidos.
El
ejemplo más brutal de valoración malvada, para denigrar, del mestizaje humano,
lo ofrece una de sus variantes, y no estará de más recordarlo: los
términos mulato y mulata se acuñaron por
asociación conmulo y mula, para designar al mestizo de
blanco y negra. También al de negro y blanca, pero este debe suponerse
más escaso, al menos cuando los esclavistas —por lo general blancos, aunque se
debe recordar que en la misma Cuba también los hubo, en menor cuantía, negros y
mulatos— gozaban del llamado derecho de pernada, o
podían “seducir” por la fuerza.
Rebasada
esa etapa, la escala de valores implantada en ella se prolongó allí donde, como
en Cuba, el patriarcado y la herencia de la esclavitud perpetuaron la posición
ventajosa del varón blanco, y la mujer blanca padeció en un estrato alto su
“inferioridad” de género. Ella le tocaba en suerte al varón blanco y de
recursos, quien podía, además, “beneficiar” a mujeres negras y mulatas, en
relaciones ilícitas, pero “normales”. Incluso ante las mujeres de su mismo
color —y esas eran las que “le tocaban”— el negro pobre sufría desventaja.
Es
deseable, pero tal vez iluso, aspirar a que las secuelas de semejante realidad
se extingan en pocas décadas: hasta pueden prolongarse en circunstancias
diferentes, y sembrar rencores frustrantes. Por entre dicha realidad surgió la
nación cubana, distintivamente mestiza, y en su formación un estatus similar al
de negros y negras se reservó a los chinos y a lo que quedó de los pobladores
originarios. El europeo era fundamentalmente el español, que ya había tenido en
la Península su propio mestizaje, en el cual África tuvo un peso relevante,
sobre todo pero no solo por el componente árabe.
Frente
al positivismo, que tanto prejuicio calzó, Martí escribió años antes de Nuestra
América:
“El espíritu, sumergido en lo abstracto, ve el conjunto; la
ciencia, insecteando por lo concreto, no ve más que el detalle”.
Por
su lado, la sabiduría popular hizo su aporte al conocimiento de la sociedad.
Para quienes presumían de pureza blanca se creó una pregunta que irónicamente
sigue rebasando sus términos: “¿Y tu abuela dónde está?”; y también esta
afirmación, especialmente aguda como retrato de la realidad étnica nacional:
“El que no tiene de congo tiene de carabalí”, o de mandinga, de lucumí, de
etíope…
Un
interesante artículo de Beatriz Marcheco Teruel, presidenta de la
Sociedad Cubana de Genética Humana, informa que, sobre la base de una muestra
demográfica —1019 cubanos de 137 municipios—, una investigación reciente
corroboró una verdad sabida de antemano: Cuba es mestiza. El 72% de las evidencias
genéticas corresponde a los ancestros europeos, los componentes africanos
llegan al 20%, y al 8% los llamados indios.
Ello
se explica porque el elemento europeo fue dominante en una nación sometida por
el colonialismo español hasta casi cien años después del proceso de
independencia continental, y porque la población originaria fue
mayoritariamente diezmada en los primeros siglos de la colonia, mientras que la
introducción de africanos se interrumpió con el fin legal de la trata y de la
esclavitud en el siglo XIX. Además, siguieron llegando españoles hasta bien
entrado el XX, y durante la esclavitud se importaron africanos de gran
diversidad étnica —como para dificultar que se unieran en la lucha por la libertad—,
pero las cifras de individuos negros no fueron tan significativas como en
Haití, cuyo fantasma aterraba a la oligarquía de España, y a su súbdita
criolla.
Objetivamente
la confirmación del mestizaje cubano apoya la lucha contra prejuicios que han
obstaculizado el afán con que, desde el triunfo en 1959, la Revolución erradicó
legalmente y con medidas prácticas la discriminación, como un paso para
eliminar el racismo, que no se borra por decreto ni actúa de un solo lado de la
sociedad. Se sabe de revolucionarios blancos dispuestos a dar la vida por sus
hermanos en África, pero no tanto a tolerar que una hija se le case con un
compatriota negro. Ni es imposible oírle a un negro “chistes”
condensables en decir que en su nacimiento fue la última vez que estuvo entre
las piernas de una negra, y no está dispuesto a repetir la experiencia. Frente
a eso, Nicolás Guillén —el del son
entero— tenía claro que la mejor mujer para el amor es la enamorada.
Hace
tiempo que el autor de este artículo no ve a un amigo mulato que solía decir
cosas como aquella, y que logró su ideal de pareja y se fue a España, lo que de
alguna manera hace pensar en quienes usan a la vez el derecho de reclamarse
afrodescendientes y el de solicitar la ciudadanía española. Son derechos, y
cada quien es libre de ejercerlos, y de pensar que los tiempos, las realidades,
cambian. Pero también se debe tener libertad para valorar esos derechos, y
otros, y para recordar algo en lo cual se puede ver raíces: Martí murió con
documentos de Haití, que un agente consular de esa nación le extendió para
facilitarle su llegada a Cuba, donde ocuparía su sitio en la guerra contra el
colonialismo español, organizada con decisiva participación suya.
Recordar
ese hecho no implica alimentar odios, ni ignorar la amplitud de la máxima Patria
es humanidad, ni lo que Martí añadió a esas palabras y suele no citarse: patria
“es aquella porción de la humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó
nacer;— ni se ha de permitir que con el engaño del santo nombre se defienda a
monarquías inútiles, religiones ventrudas o políticas descaradas y hambronas,
ni porque a estos pecados se dé a menudo el nombre de patria, ha de negarse el
hombre a cumplir su deber de humanidad, en la porción de ella que tiene más
cerca. Esto es luz, y del sol no se sale”.
En
cuanto a la afrodescendencia vista desde Cuba, como desde cualquier parte del
mundo, lo decisivo no es la cantidad de genes africanos que cada ciudadano
tenga. Habría que ver si una muestra limitada da margen suficiente para
afirmaciones absolutas al calificar la totalidad de una población, sea la
cubana u otra. Decisivo es que la humanidad en pleno proviene de África, porque, según
investigaciones hechas y el saber acumulado hasta hoy, allí se originó el homo sapiens, aunque haya quienes se
irriten con el dato. Y si nuevas indagaciones probaran que la especie
humana surgió en otro sitio, o en varios a la vez, ello no autorizaría a
considerar que unas personas, por su origen, son superiores a otras.
Frente
a posiciones racistas basadas en presuntas purezas raciales, la reivindicación
del mestizaje ha tenido un fuerte cimiento en la creatividad de pueblos
mestizos como los situados en tierras costeras del Mediterráneo, desde las
cuales las culturas griega y latina hicieron aportes fundamentales al mundo.
Sí, particularmente en Cuba el reconocimiento del mestizaje puede favorecer que
se erradique la herencia de un pensamiento racista afianzado con la esclavitud
y fortalecido con la influencia de la mayor base territorial que haya tenido la
ferocidad racista en tierras de América: los Estados Unidos.
Pero,
aunque no fuéramos mestizos, y aunque fuera incierto que el más negro de los
cubanos tiene en su composición genética elementos europeos y no hay blanco que
no tenga genes de origen africano, eso no sería la razón fundamental para
combatir el racismo. Absolutizar ese camino puede conducir a que se eche mano a
la preponderancia numérica de genes de origen europeo, y decretar que, con el
aval de la cifra mayoritaria, a ese elemento le corresponden más derechos. En
general, hacer depender de conteos genéticos la justicia entre los seres
humanos, o considerar que ella puede necesariamente guardar relación directa
con el mestizaje, acaba remitiendo de alguna manera a patrones racistas.
En
Cuba, como en todo el mundo, los seres humanos tienen idéntico derecho a que se
les considere iguales, y a serlo. Las únicas líneas divisorias válidas las
trazan los valores éticos, y la disposición, probada en actos, de hacer el bien
y defender las virtudes medulares, como la decencia. Y si no fuéramos genéticamente
mestizos, lo somos culturalmente. Pero, aun si tampoco fuéramos mestizos en la
cultura, tendríamos el mismo deber de cultivar la dignidad humana y su
reconocimiento. Quien lo desee puede sentir orgullo de sus ancestros, pero vale
reiterar que, vengamos de donde vengamos, nos convoca un deber: el de ser
humanoascendentes, meta que desborda fronteras y orígenes, y, más que al
pasado, remite al futuro, pero no visto pasivamente, sino con el afán de
construirlo bien.
Fuente
original Cubarte
Tomado
de:
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