EL TIGRE
Cuento nicaragüense
Adán Torres
Ella, corría veloz por el camino carretero de la hacienda de su finado padre.
El tigre, sediento de sangre, la perseguía feroz y lentamente le ganaba terreno…
En plena faena natural y casi en el cánope de las altas palmeras, estridentes guacamayas y loras degustaban frescas piñas de sazones pijibayes.
Ella, jadeante, perlada la frente por el calor sofocante del verano, se detuvo aterrorizada junto al despeñadero…
Abajo, el río y la profunda poza azul donde tantas veces, de niña, había ido a bañarse y a pescar guapotes tornasol, con sus padres y sus hermanos.
Miró hacia atrás y vio al tigre acercarse por el camino que, confiado la acechaba, sin prisas, porque sabía que su presa estaba a su merced y en una encrucijada mortal.
Ella, vio hacia el fondo del despeñadero y al tigre tan peligrosamente cerca, que se armó de valor y con audacia extrema se lanzó al vacío.
Entró de pie en las profundas aguas de la poza, como un torpedo humano y desapareció, en el azul de sus cristalinas aguas.
El tigre, con el machete en la mano, bañada la camisa de sangre y sudor y las venas hinchadas como queriendo salirse de sus fuertes brazos, se detuvo a la orilla del arrecife y se quedó viendo perplejo hacia la profunda poza del río.
Súbito, la vio salir a la superficie, mirar desafiante hacia arriba y luego alejarse nadando lentamente, corriente abajo, porque los ríos en verano son lentos y sedados como las alas de las palomas arrulladoras de montaña.
Sabía entonces que estaba en aprietos, el río pasaba justo a la orilla del pueblo y ella daría información a las autoridades pertinentes.
Lo perseguirían con saña y lo cazarían, no como a un tigre, sino como a un maldito perro rabioso, por haber asesinado, unas horas antes y por celos a otro hombre que era el prometido de ella.
Empezó a huir internándose en lo denso de la montaña y mientras caminaba pensó: Son chochadas: ¡Las mujeres son más valientes que los hombres!
El tigre, se abría paso con el machete por la densa Manigua, la misma donde Sandino, con apenas 60 obreros de la Mina San Albino ─ en la década de los años treinta ─ ponía frecuentes emboscadas al Teniente Lee, un incansable oficial de la marinería norteamericana.
Los perros se escuchaban ladrar a veces cerca y a veces lejanos.
“Maldito Juez de Mesta”, pensó el tigre, “ya le encajaré el machete en la jupa cuando las cosas se calmen un poco y pueda regresar con cautela a espiar la casa de este sapo servil”… “Con los policías no quiero nada porque se me viene todo el gobierno encima, pero este arrastrado de Carmelo ya tiene muchos enemigos en el pueblo y conmigo los días contados”... “Además, nunca se imaginarán que yo lo borraré para siempre del mapa porque, como ando de huída, jamás sospecharán, que seré yo el que vendré y me lo echaré al pico”.
Se rió a carcajadas.
La oscurana, apenas comenzaba a robarse la tenue luz solar, cuando el tigre arribó debajo la sombra de un inmenso chilamate de río; los murciélagos ya se descolgaban de sus propias piñas y erráticos volaban cada cual por su lado, las hembras iban en busca de jugosos insectos y los machos iban a los palos de jocotes, allá lejos en los extensos llanos. Esos son los mismos palos de jocotes que dejan pateados los venados, cuando, bajo la plateada luz de luna, pepenan del suelo con sus belfos, las preciadas y alicientes frutas.
Y esa misma luna… ¡Salió preciosa aquella noche!, filtrando sus dulces y pálidos rayos entre las hojas y los frutos de aquel milenario chilamate; frutos que disfrutaban por las noches los coatíes o pizotes y las exóticas cuyusas nocturnas.
El tigre, se dejó caer pesadamente bajo las sombras de unas matas de cachito; ya llevaba cinco días sin comer ni beber agua y se sentía un poco desorientado, por culpa de un profundo sopor, que lo obligó a irse quedando dormido, aunque, de vez en cuando, los estridentes chillidos de una lechuza o cocoroca lo hacían abrir bruscamente los párpados, para luego volverlos a sentir tan pesados como plomo y contra su voluntad, se le volvían a cerrar, ocultando nuevamente sus ya cansadas y dilatadas corneas.
Ella, estaba furiosa y se sentía inquieta y amenazada por aquel imprevisto visitante; lo había visto llegar y ocupar su demarcado territorio, era una víbora de ocho pies de largo, conocida en el sur de México como terciopelo y en Centroamérica como barba amarilla, terciopelo, devanador, yagualán y lal pauni...
Empezó a desenroscarse, sacando su odiosa lengua bípeda, la cual usa como sensor, para detectar exactamente dónde están sus victimas, gracias al grado de calor que sus presas emiten.
Esperó entonces que reinara la oscurana y luego, lentamente se dirigió hacia el tigre quién, dormido profundamente, ni siquiera soñaba que iba a ser víctima de aquel repugnante y aterrador ofidio centroamericano.
Ella, enterró certera las agujas mortales de sus dos colmillos e inoculó en el antebrazo izquierdo del tigre entre seis u ocho onzas de veneno, capaz de matar hasta ochenta elefantes africanos, si les aplicara, “de esa cantidad que inyectó en el tigre” tan solo unas cuantas gotas del espeso y transparente líquido que la agresiva siempre almacena en su guaca letal.
El tigre, se levantó catapultado como por un resorte, exhalando al mismo tiempo un espeluznante alarido, por el intenso dolor que le causó la mordedura letal, mas, ya despierto, la segunda vez sí sintió las dos estocadas del ofidio, cuando la prima de la yarará sudamericana, volvió a clavarle sus afilados colmillos en la parte trasera de su pierna derecha.
Por instinto natural y por tantos años de ostentar con orgullo ancestral el oficio de jornalero, el tigre, giró su torso con flexible gracia y descargó detrás de su espalda y con furia reprimida por esos cinco largos días de persecución, su machete a todo lo largo y ancho detrás de sus piernas, pudo escuchar a sus espaldas la punta afilada del metal, tintinear al arrastrarse completamente a ras del suelo y sintió, en los sensibles dedos de sus manos que cortó maleza del charral y algo tenso y tan grueso y fuerte como un bejuco.
─Maldita, exclamó, mientras escupía por la boca, sangre y espuma. ─No me voy solo, desgraciada alimaña... Y súbito al decir esto, sintió que la respiración se le entrecortaba, quiso respirar nuevamente, dio algunos pasos por donde había venido, luego trastabilló, se fue de bruces y ya no se movió más.
Por la mañana, los perros lo encontraron, pero por temor a la serpiente no se acercaron, porque el tigre, de un solo tajo había partido con su machete a la terciopelo casi en dos mitades iguales, pero la parte que aún estaba unida a la cabeza, aún se encontraba adherida al pantalón azulón y quizás los colmillos seguían enterrados con saña en las fibrosas carnes del tigre.
Los perros, aullaban y ladraban quedos, porque ellos le tienen un temor natural a estos temibles animales rastreros.
Por fin llegaron, los policías, el baquiano y Carmelo, estaban jadeantes, agotados y angustiados, bañados de sudor de pies a cabeza, pero todo eso se les olvidó cuando quedaron viendo atónitos aquel macabro espectáculo.
Al unísono, se dieron a la tarea de revisar muy bien todo aquel lugar por si se encontraba muy cerca de ellos otra de estas mortales alimañas.
Casi siempre se encuentra un macho que la corteja, donde habita perenne, una hembra de esta temible especie.
Después de descansar por un rato que les pareció una eternidad, el que ostentaba el mando de la patrulla se quitó el quepis, se rascó la cabeza y dijo, en forma de oración: ─Aquí mismo vamos a abrir un uraco y aquí mismo lo vamos a soterrar.
Luego dijo: ─Qué muerte más espantosa, la que tuvo este maldito asesino.
Y ya cuando se alejaban, después de haberlo zampado en la cárcava y no sin antes observar hacia todos lados, “por si las venenosas moscas”…
Dijo aquel mismo individuo…
─Unos pagamos nuestros crímenes en la tierra... Y otros los pagamos en el infierno.
12/10/2016
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