CARLOS MARIÁTEGUI. DEFENSA DEL MARXISMO
XV
El
Proceso a la Literatura Francesa Contemporánea
Explorando
un sector contiguo al de las confesiones de Chamson, Prevost y otros
"jóvenes europeos", para emplear el término de Drieu la Rochelle, me
detendré con el lector en otro ensayo novísimo, el publicado por Emmanuel Berl,
con el título de Premier Panphlet. Les literateurs et la revolution*, en los
números 73 a 75 de Europe. Berl intenta, en este ensayo, el replanteamiento de
la cuestión de la Revolución y la Inteligencia, que tan frecuentemente preocupa
a los intelectuales de los tiempos post-bélicos. Su estudio es, en gran parte,
un proceso a la literatura francesa contemporánea, severamente acusada por su
conformismo y su burguesismo, que Berl documenta copiosa y vivazmente.
Berl
parte en su investigación de este punto de vista: "Dudo -comienza diciendo-
que la idea de la revolución pueda ser clara para cualquiera que no entienda
por ella la esperanza de confiscar el poder, en provecho del grupo de que forma
parte. La más sólida enseñanza de Lenin es aquí, tal vez, dónde hay que
buscarla. La idea de la Revolución no se oscurece jamás en Lenin, porque él
dispone de un criterio muy seguro para que sea posible que se oscurezca: todo
el poder a los soviets, todo el poder a los bolcheviques. Triunfa sobre Kautsky
con facilidad, porque Kautsky no sabe ya lo que entiende por la palabra
Revolución, en tanto que Lenin lo sabe. En Les Conquerants**, Borodine declara
"la Revolución es pagar al ejército". Así hubiera hablado Saint-Just.
Y nosotros tenemos aquí el sentimiento de tocar la evidencia revolucionaria.
Pero semejantes definiciones cesan de valer desde que no se está más en plena
acción, justificado por el acontecimiento que se desencadena. No puedo aceptar
que se reduzca la idea revolucionaria a la serie de emociones o de efusiones
líricas que puede suscitar en tal o cual persona. La Revolución no es el
muchacho que disputa con su familia, ni el señor a quien aburre su mujer, ni la
cortesana ávida de dejar a su amante para cambiar de mentira. Estamos obligados
al análisis desde que queremos pensar. Es nuestro lote". En la primera
parte de esta proposición, la posición de Berl es justa; pero, como veremos más
adelante, no lo es igualmente en la segunda. Berl distingue y separa los
tiempos de acción de los tiempos de espera, distinción que para el "revolucionario
profesional", de que habla Max Eastman, no existe. El secreto de Lenin
está precisamente en su facultad de continuar su trabajo de crítica y
preparación, sin aflojar nunca en su empeño, después de la derrota de 1905, en
una época de pesimismo y desaliento. Marx y Engels realizaron la mayor parte de
su obra, grande por su valor espiritual y científico, aun independientemente de
su eficacia revolucionaria, en tiempos que ellos eran los primeros en no
considerar de inminencia insurreccional. Ni el análisis los llevaba a inhibirse
de la acción, ni la acción a inhibirse del análisis.
El
autor de Premier Panplhet permanece fiel, en el fondo, a la reivindicación de
la inteligencia pura. Esta es la razón de que acepte los reproches que M. Benda
hace al pensamiento contemporáneo, aunque crea que "la más grave
enfermedad de que sufre es la falta de coraje, no la falta de
universalidad". Berl observa, muy certeramente, que "el cler*** no es
estorbado por la política en la medida en que él la piensa, sino en la medida
en que no la piensa" y que "la naturaleza del espíritu comporta que
no sea jamás siervo de lo que considera, sino de lo que neglige". Pero
cuando se trata de las consecuencias y las obligaciones de pensar la política,
Berl exige que el intelectual comparta, forzosamente, su pesimismo, su
criticismo negativo. Evitar, negligir la política es, sin duda, una manera de
traicionar al espíritu; pero a su juicio, suscribir la esperanza de un partido,
el mito de una revolución, lo es también.
Más
interesante que su tesis respecto a los deberes de la inteligencia, son los
juicios sobre la actual literatura francesa que la ilustran. Esta literatura
es, ante todo, más burguesa que la burguesía. "La burguesía constantemente
duda de sí. Hace bien. Afirmarse como burguesía es suscribir al marxismo".
Los literatos, en tanto, empiezan a ocuparse en una apologética de la burguesía
como clase. Su burguesismo se manifiesta vivamente en su desconfianza de la
ideología. "Amor de la historia, odio de la idea", he aquí uno de los
rasgos dominantes. Esta es, precisamente, la actitud de la burguesía desde que,
lejanas sus jornadas románticas, superada su estación nacionalista, se refugia
en esa divinización de la historia, que denuncia en términos tan precisos
Tilgher. La desconfianza en la idea precede a la desconfianza en el hombre.
También en este gesto, la burguesía no hace otra cosa que renegar del
romanticismo. El literato moderno busca en el arsenal de la nueva Psicología
las armas que pueden servirle para demostrar la impotencia, la contradicción,
la miseria del hombre. "Para que la desconfianza en el hombre sea
completa, hace falta denigrar al héroe". Este le parece a Berl verdadero
objeto de la biografía novelada.
La
literatura conformista de la Francia contemporánea se siente superior y extraña
a la ideología. No por eso está menos saturada de ideas, menos regida por
impulsos que la conducen a un total acatamiento del espíritu reaccionario y
decadente de la burguesía que traduce y complace. Berl anota sagazmente que "no
hay nada tan poincarista como los libros de M. Giraudoux, inspirados por la
Notaría Berrichon, repletos de alusiones culturales como un discurso de M. Leon
Berard y murmullantes de gratitud al Dios histórico y social que permite estos
ocios virgilianos"... Los personajes de Giraudoux reflejan el mismo
sentimiento. Eglantina, por ejemplo, "tiende por inclinación natural hacia
los señores ricos y nobles: posee esa afición preciosa del viejo que Frosine
alababa ya en Marianne". Cocteau obedece con idéntico rigor al gusto del
público burgués. Poco importa su amor por Picasso y Apollinaire. Hasta cuando
parece empeñarse en la más insólita aventura, Cocteau no hace más que
"preparar sus finas charadas para la duquesa de Guermantes"**** Berl
desvanece la ilusión de Albert Thibaudet sobre una literatura antagónica,
antitética de la política, por la juventud de sus líderes. "Los jóvenes
cantan dice Berl como los viejos silban. M. Maurois escribe como M. Poincaré
gobierna, con el cuidado y el sentido del menor riesgo. M. Morand compone como
M. Philippe Berthelot administra".
Pero,
¿la técnica al menos de la novela Francesa de hoy no es nueva? Berl lo niega.
Los autores no abandonan, en verdad, las recetas de la novela ochocentista.
"La novela no logra adaptar sus métodos a los resultados de la psicología
moderna. La mayor parte de los autores conservan o fingen conservar una fe en
la confección de sus personajes, inadmisibles después de Freud. No quieren
admitir que el relato que un personaje hace de su pasado revela más su estado
presente que el pasado del cual hablan. Continúan representándose la vida de
una persona como el desenvolvimiento de una cosa solitaria y determinada por
anticipado en un tiempo vacío. No siguen las lecciones del behavorismo***** que
debería producir, sin embargo, una literatura mucho más precisa que la nuestra,
ni siquiera las lecciones del psicoanálisis, que deberían convencer
definitivamente a los autores de que un personaje está impedido, por las leyes
de la represión, de adquirir una conciencia clara de sí. Apenas si tienen en
cuenta los descubrimientos de Bergson sobre el funcionamiento de la
memoria". Bergonismo dictado quizá por razones patrióticas, se podría
agregar, de acatamiento a la autoridad de un Bergson académico y conservador.
Pues las reservas del orden y la claridad francesas a Freud y el psicoanálisis
dependerán siempre, en no pequeña parte, de cierta escasa disposición
patriótica a adherirse a las fórmulas de un "boche", aunque partan de
las experiencias de Charcot.
Lo
mejor del trabajo de Emmanuel Berl es esta requisitoria. En cuanto pasa a
reivindicar la autonomía del intelectual, frente a las fórmulas y al
pensamiento de la Revolución, no menos que frente a las fórmulas y el
pensamiento reaccionarios, cae en la más incondicional servidumbre al mito de
la Inteligencia pura. Todos los prejuicios de la crítica pequeño-burguesa y de
su gusto por la utopía o su clausura en el esceptismo, asoman en este concepto:
"La causa de la Inteligencia y la de la Revolución no se confunden sino en
la medida en que la Revolución es un no-conformismo. Pero es claro que la
Revolución no puede reducirse a esto. Manera de negar, es también una manera de
combatir y una manera de construir. Exige un programa por realizar y un grupo
que lo realice. Ahora bien, el no-conformismo no sabría aceptar un programa y
un orden dados, por el solo motivo de que se oponen al orden establecido".
Berl no quiere que el intelectual sea un hombre de partido. Tiene, tanto como
Julien Brenda, la idolatría del clerc. Y en esto, lo aventajan esos
surrealistas contra quienes no ahorra críticas e ironías. Y no sólo los jóvenes
surrealista sino también el viejo Bernard Shaw que, aunque fabiano y
heterodoxo, declaró en la más solemne ocasión de su vida: "Karl Marx hizo
de mí un hombre".
Piensa
Berl que el primer valor de la inteligencia, en esta época de transición y de
crisis, debe ser la lucidez. Pero lo que, en verdad, disimula sus
preocupaciones es la tendencia intelectual a evadirse de la lucha de clases, la
pretensión de mantenerse au dessus de la melée******. Todos los intelectuales
que reconocen como suyo el estado de conciencia de Emmanuel Berl se adhieren
abstractamente a la Revolución, pero se detienen ante la Revolución concreta.
Repudian a la burguesía, pero no se deciden a marchar al lado del proletariado.
En el fondo de su actitud se agita un desesperado egocentrismo. Los
intelectuales querrían sustituir al marxismo demasiado técnico para unos,
demasiado materialista para otros, con una teoría propia.
Un
literato, más o menos ausente de la historia, más o menos extraño a la
Revolución en acto, se imagina suficientemente inspirado para suministrar a las
masas una nueva concepción de la sociedad y la política. Como las masas no le
abren inmediatamente un crédito bastante largo, y prefieren continuar, sin
esperar el taumatúrgico descubrimiento, el método marxista-leninista, el
literato se disgusta del socialismo y del proletariado, de una doctrina y una
clase que apenas conoce y a las que se acerca con todos sus prejuicios de
universidad, de cenáculo o de café. "El drama del intelectual
contemporáneo - escribe Berl- es que querría ser revolucionario y no puede
conseguirlo. Siente la necesidad de sacudir el mundo moderno, cogido en las
redes de los nacionalismos y de las clases, siente la imposibilidad moral de
aceptar el destino de los obreros de Europa -destino más inaceptable quizás que
el de ningún grupo humano en ningún período de la historia- porque la
civilización capitalista, si no los condena necesariamente a la miseria
integral en que Marx los veía arrojados, no puede ofrecerles ninguna
justificación de su existencia, en relación a un principio o a una finalidad
cualquiera". Los prejuicios de universidad, de cenáculo y de café, exigen
coquetear con los evangelios del espiritualismo, imponen el gusto de los mágico
y lo oscuro, restituyen un sentido misterioso y sobrenatural al espíritu. Es
lógico que estos sentimientos estorben la aceptación del marxismo. Pero es
absurdo mirar en ellos otra cosa que un humor reaccionario, del que no cabe
esperar ningún concurso al esclarecimiento de los problemas de la Inteligencia
y la Revolución.
Cumplido
el experimento del dadaísmo y del suprarrealismo, un grupo de los grandes
artistas, a los que nadie discutirá la más absoluta modernidad estética, se ha
dado cuenta de que, en el plano social y político, el marxismo representa
incontestablemente la Revolución. André Breton encuentra vano alzarse contra
las leyes del materialismo histórico y declara falsa "toda empresa de
explicación social distinta de la de Marx". El suprarrealismo, acusado por
Berl de haberse refugiado en un club de la desesperanza, en una literatura de
la desesperanza, ha demostrado, en verdad, un entendimiento mucho más exacto,
una noción mucho más clara de la misión del Espíritu. Quien, en cambio, no ha
salido de la etapa de la desesperanza es más bien Emmanuel Berl, negativo,
escéptico, nihilista confortado apenas por la impresión de que para la
Inteligencia "no ha sonado todavía la hora de un suicidio quizá
ineluctable". ¿Y no es significativo que un hombre de la calidad de Pierre
Morghange, después del experimento de Philosophies******* y de L`Esprit********
haya acabado enrolándose en el equipo fundador de La Revue Marxiste?*********
Morhange, no menos que Berl, reivindicaba intransigentemente los derechos del
Espíritu. Pero en su severo análisis, en su honrada indagación de los
ingredientes de todas las teorías filosóficas que atribuyen la representación
del Espíritu, debe haber comprobado que, en verdad, no tendían sino al sabotaje
intelectual de la Revolución.
Seguramente
Berl teme que, al aceptar el marxismo, el intelectual renuncie a ese supremo
valor, la lucidez, celosamente defendida en su proceso a la literatura. En este
punto, como en todos, se acusa su extremo acatamiento a los postulados
anárquicos y antidogmáticos del "libre pensamiento". Massis tiene,
sin duda, razón contra estos heréticos sistemáticos, cuando afirma que sólo hay
posibilidad de progreso y de libertad dentro del dogma. La aserción es falsa en
lo que se refiere al dogma de Massis, que hace mucho tiempo dejo de ser
susceptible de desarrollo, se pretificó en fórmulas eternas, se tornó extraño
al devenir social en marcha. La herejía individual es infecunda. En general, la
fortuna de la herejía depende de sus elementos o de sus posibilidades de
devenir en dogma de incorporarse en un dogma. El dogma es entendido aquí como
la doctrina de un cambio histórico. Y, como tal, mientras el cambio se opera,
esto es, mientras el dogma no se transforma en un archivo o en un código de una
ideología del pasado, nada garantiza como el dogma la libertad creadora, la
función germinal del pensamiento. El intelectual necesita apoyarse, en su
especulación, en una creencia, en un principio, que haga de él un factor de la
historia y del progreso. Es entonces cuando su potencia de creación puede
trabajar con la máxima libertad consentida por su tiempo. Shaw tiene esta
intuición cuando dice: "Karl Marx hizo de mí un hombre, el socialismo hizo
de mí un hombre". El dogma no impidió a Dante, en su época, ser uno de los
más grandes poetas de todos los tiempos; el dogma, si así se prefiere llamarlo,
ensanchando la acepción del término, no ha impedido a Lenin ser uno de los más
grandes revolucionarios y uno de los más grandes estadistas. Un dogmático como
Marx, como Engels, influye en los acontecimientos y en las ideas, más que
cualquier gran herético y que cualquier gran nihilista. Este solo hecho debería
anular toda aprehensión, todo temor respecto a la limitación de lo dogmático.
La posición marxista, para el intelectual contemporáneo, no utopista, es la
única posición que le ofrece una vía de libertad y de avance. El dogma tiene la
utilidad de un derrotero, de una carta geográfica: es la sola garantía de no
repetir dos veces, con la ilusión de avanzar, el mismo recorrido y de no
encerrarse, por mala información, en ningún impasse. El libre pensador a
ultranza, se condena generalmente a la más estrecha de las servidumbres: su
especulación voltejea a una velocidad loca pero inútil en torno a un punto
fijo. El dogma no es un itinerario sino una brújula en el viaje. Para pensar
con libertad, la primera condición es abandonar la preocupación de la libertad
absoluta. El pensamiento tiene una necesidad estricta de rumbo y objeto. Pensar
bien es, en gran parte, una cuestión de dirección o de órbita. El sorelismo
como retorno al sentimiento original de la lucha de clases, como protesta
contra el aburguesamiento parlamentario y pacifista del socialismo, es el tipo
de la herejía que se incorpora al dogma. Y en Sorel reconocemos al intelectual
que, fuera de la disciplina de partido, pero fiel a una disciplina superior de
clase y de método, sirve a la idea revolucionaria. Sorel logró una continuación
original del marxismo, porque comenzó por aceptar todas las premisas del
marxismo, no por repudiarlas a priori y en bloque, como Henri de Man en su
vanidosa aventura. Lenin nos prueba, en la política práctica, con el testimonio
irrecusable de una revolución, que el marxismo es el único medio de proseguir y
superar a Marx.
*
Primer Panfleto. Los Literatos y la Revolución.
** Los Conquistadores.
***
Intelectual
****
Personaje de Marcel Proust en En busca del tiempo perdido.
*****
Se denomina behavorismo la tendencia a reducir la Psicología al estudio de las
reacciones externas del hombre frente a los estímulos; o sea, a su conducta
objetiva.
******
Por encima de la contienda.
*******
Filosofías.
********
El Espíritu
*********
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