JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI
DEFENSA DEL MARXISMO
POLÉMICA REVOLUCIONARIA 5
BIBLIOTECA AMAUTA
LIMA - PERÚ
VI
Ética y Socialismo
No son nuevos los reproches al marxismo por su supuesta anti-eticidad, por sus móviles materialistas, por el sarcasmo con que Marx y Engels tratan en sus páginas polémicas la moral burguesa. La crítica neo-revisionista no dice, a este respecto, ninguna cosa que no hayan dicho antes utopistas y fariseos de toda marca. Pero la reivindicación de Marx, desde el punto de vista ético, la ha hecho ya también Benedetto Croce -este es uno de los representantes más autorizados de la filosofía idealista, cuyo dictamen parecerá a todos más decisivo que cualquier deploración jesuíta de la inteligencia pequeñoburguesa-. En uno de sus primeros ensayos sobre el materialismo histórico, confutando la tesis de la anti-eticidad del marxismo, Croce escribía lo siguiente: "Esta corriente ha estado principalmente determinada por la necesidad en que se encontraron Marx y Engels, frente a las varias categorías de utopistas, de afirmar que la llamada cuestión social no es una cuestión moral (o sea, según se ha de interpretar, no se resuelve con prédicas y con los medios llamados morales) y por su acerba crítica de las ideologías e hipocresías de clase. Ha estado luego ayudada, según me parece, por el origen hegeliano del pensamiento de Marx y Engels, siendo sabido que en la filosofía hegeliana la ética pierde la rigidez que le diera Kant y le conservara Herbart.
Y, finalmente, no carece en esto de eficacia la denominación de "materialismo" que hace pensar en seguida en el interés bien entendido y en el cálculo de los placeres. Pero es evidente que la idealidad y lo absoluto de la moral, en el sentido filosófico de tales palabras, son presupuesto necesario del socialismo.
¿No es, acaso, un interés moral o social, como se quiera decir el interés que nos mueve a construir un concepto del sobrevalor? ¿En economía pura, se puede hablar de plusvalía? ¿No vende el proletariado su fuerza de trabajo por lo que vale, dada su situación en la presente sociedad? "Y, sin ese presupuesto moral ¿cómo se explicaría, junto con la acción política de Marx, el tono de violenta indignación o de sátira amarga que se advierte en cada página de El Capital?" (Materialismo Storico ed Economía Marxística). Me ha tocado ya apelar a este juicio de Croce, a propósito de algunas frases de Unamuno, en La Agonía del Cristianismo, obteniendo que el genial español, al honrarme con su respuesta, escribiera que, en verdad, Marx no fue un profesor sino un profeta.
Croce ha ratificado explícitamente, más de una vez, las palabras citadas. Una de sus conclusiones críticas sobre la materia es, precisamente, "la negación de la intrínseca amoralidad o de la intrínseca anti-eticidad del marxismo". Y, como en el mismo escrito, se maravilla de que nadie "haya pensado en llamar a Marx, a título de honor, el Maquiavelo del proletariado", hay que encontrar la explicación y cabal de su concepto en su defensa del autor de El Príncipe, tan perseguido igualmente por las deploraciones de sus pósteros. Sobre Maquiavelo, Croce ha escrito que "descubre la necesidad y la autonomía de la política, que está más allá del bien y del mal moral, que tiene sus leyes contra las cuales es vano rebelarse y a la que no se puede exorcizar o arrojar del mundo con el agua bendita". Maquiavelo, en opinión de Croce, se presenta "como dividido de ánimo y de mente acerca de la política, de la cual ha descubierto la autonomía y que le aparece ora triste necesidad de envilecerse las manos por tener que habérselas con gente bruta, ora arte sublime de fundar y sostener aquella gran institución que es el Estado" (Elimenti di politica). El parecido entre los dos casos ha sido expresamente indicado por el propio Croce, en estos términos: "Un caso, análogo en ciertos aspectos a éste de las discusiones sobre la ética de Marx, es la crítica tradicional de la ética de Maquiavelo: crítica que fue superada por De Sanctis (en el capítulo en torno a Maquiavelo de su Storia della letteratura), pero que retorna de continuo y se afirma en la obra del profesor Villari, quien halla la imperfección de Maquiavelo en esto: en que él no se propuso la cuestión moral. Y me ha ocurrido siempre preguntarme por qué obligación, por qué contrato Maquiavelo debía tratar toda suerte de cuestiones, inclusive aquéllas por las cuales no creía tener nada que decir. Sería lo mismo que reprochar, a quien haga investigaciones de Química, el no remontarse a las investigaciones generales metafísicas sobre los principios de lo real".
La función ética del socialismo -respecto a la cual inducen sin duda a error las presurosas y sumarias exorbitancias de algunos marxistas como Lafargue debe ser buscada, no en grandilocuentes decálogos, ni en especulaciones filosóficas, que en ningún modo constituían una necesidad de la teorización marxista, sino en la creación de una moral de productores por el propio proceso de la lucha anticapitalista. "En vano -ha dicho Kautsky- se busca inspirar al obrero inglés con sermones morales una concepción más elevada de la vida, el sentimiento de más nobles esfuerzos. La ética del proletariado emana de sus aspiraciones revolucionarias; son ellas las que le dan más fuerza y elevación. Es la idea de la revolución lo que ha salvado al proletariado del rebajamiento". Sorel agrega que para Kautsky la moral está siempre subordinada a la idea de lo sublime y, aunque en desacuerdo con muchos marxistas oficiales que extremaron las paradojas y burlas sobre los moralistas, conviene en que «los marxistas tenían una razón particular para mostrarse desconfiados de todo lo que tocaba a la ética; los propagandistas de reformas sociales, los utopistas y los demócratas habían hecho tal abuso de la Justicia que existía el derecho de mirar toda disertación al respecto como un ejercicio de retórica o como una sofística, destinada a extraviar a las personas que se ocupaban en el movimiento obrero".
Al pensamiento soreliano de Eduardo Berth debemos una apología de esta función ética del socialismo. "Daniel Halevy -dice Berth- parece creer que la exaltación del productor debe perjudicar a la del hombre; me atribuye un entusiasmo totalmente americano por una civilización industrial. No es así absolutamente; la vida del espíritu libre me es tan cara como a él mismo, y estoy lejos de creer que no hay más que la producción en el mundo. Es siempre, en el fondo, el viejo reproche hecho a los marxistas, a quienes se acusa de ser, moral y metafísicamente, materialistas. Nada más falso; el materialismo histórico no impide en ningún modo el más alto desarrollo de lo que Hegel llamaba el espíritu libre o absoluto; es, por el contrario, su condición preliminar. Y nuestra esperanza es, precisamente, que en una sociedad asentada sobre una amplia base económica, constituida por una federación de talleres donde obreros libres estarían animados de un vivo entusiasmo por la producción, el arte, la religión y la filosofía podrán tomar un impulso prodigioso y el mismo ritmo ardiente y frenético transportará hacia las alturas».
La sagacidad, no exenta de fina ironía francesa, de Luc Durtain constata este ascendiente religioso del marxismo, en el primer país cuya constitución se conforma a sus principios. Históricamente estaba ya comprobado, por la lucha socialista de Occidente, que lo sublime proletario no es una utopía intelectual ni una hipótesis propagandística.
Cuando Henri de Man, reclamando al socialismo un contenido ético, se esfuerza en demostrar que el interés de clase no puede ser por sí solo motor suficiente de un orden nuevo, no va absolutamente "más allá del marxismo", ni repara en cosas que no hayan sido ya advertidas por la crítica revolucionaria.
Su revisionismo ataca al sindicalismo reformista, en cuya práctica el interés de clase se contenta con la satisfacción de limitadas aspiraciones materiales. Una moral de productores, como la concibe Sorel, como la concebía Kautsky, no surge mecánicamente del interés económico: se forma en la lucha de clases, librada con ánimo heroico, con voluntad apasionada. Es absurdo buscar el sentimiento ético del socialismo en los sindicatos aburguesados -en los cuales una burocracia domesticada ha enervado la conciencia de clase- o en los grupos parlamentarios, espiritualmente asimilados al enemigo que combaten con discursos y mociones. Henri de Man dice algo perfectamente ocioso cuando afirma: "El interés de clase no lo explica todo. No crea móviles éticos". Estas constataciones pueden impresionar a cierto género de intelectuales novecentistas que, ignorando clamorosamente el pensamiento marxista, ignorando la historia de la lucha de clases, se imaginan fácilmente, como Henri de Man, rebasar los límites de Marx y su escuela. La ética del socialismo se forma en la lucha de clases. Para que el proletariado cumpla, en el progreso moral, su misión histórica, es necesario que adquiera consciencia previa de su interés de clase; pero el interés de clase, por sí solo, no basta. Mucho antes de Henri de Man, los marxistas lo han entendido y sentido perfectamente. De aquí, precisamente, arrancan sus acérrimas críticas contra el reformismo poltrón. "Sin teoría revolucionaria, no hay acción revolucionaría" repetía Lenin, aludiendo a la tentativa amarilla a olvidar el finalismo revolucionario por atender sólo a las circunstancias presentes.
La lucha por el socialismo eleva a los obreros, que con extrema energía y absoluta convicción toman parte en ella, a un ascetismo, al cual es totalmente ridículo echar en cara su credo materialista, en el nombre de una moral de teorizantes y filósofos. Luc Durtain, después de visitar una escuela soviética, preguntaba si no podría encontrar en Rusia una escuela laica, a tal punto le parecía religiosa la enseñanza marxista. El materialista, si profesa y sirve su fe religiosamente, sólo por una convención del lenguaje puede ser opuesto o distinguido del idealista. (Ya Unamuno, tocando otro aspecto de la oposición entre idealismo y materialismo, ha dicho que "como eso de la materia no es para nosotros más que una idea, el materialismo es idealismo").
El trabajador, indiferente a la lucha de clases, contento con su tenor de vida, satisfecho de su bienestar material, podrá llegar a una mediocre moral burguesa, pero no alcanzará jamás a elevarse a una ética socialista. Y es una impostura pretender que Marx quería separar al obrero de su trabajo, privarlo de cuanto espiritualmente lo une a su oficio, para que de él se adueñase mejor el demonio de la lucha de clases. Esta conjetura sólo es concebible en quienes se atienen a las especulaciones de marxistas, como Lafargue, el apologista del derecho a la pereza.
La usina, la fábrica, actúan en el trabajador psíquica y mentalmente. El sindicato, la lucha de clases, continúan y completan el trabajo, la educación que ahí empieza. "La fábrica -apunta Gobetti- da la precisa visión de la coexistencia de los intereses sociales: la solidaridad del trabajo. El individuo se habitúa a sentirse parte de un proceso productivo, parte indispensable del mismo modo que insuficiente. He aquí la más perfecta escuela de orgullo y humildad. Recordaré siempre la impresión que tuve de los obreros, cuando me ocurrió visitar las usinas de la Fiat, uno de los pocos establecimientos anglosajones, modernos, capitalistas, que existen en Italia. Sentía en ellos una actitud de dominio, una seguridad sin pose, un desprecio por toda suerte de diletantismo. Quien vive en una fábrica, tiene la dignidad del trabajo, el hábito al sacrificio y a la fatiga. Un ritmo de vida que se funda severamente en el sentido de tolerancia z de interdependencia, que habitua a la puntualidad, al rigor, a la continuidad. Estas virtudes del capitalismo, se resienten de un ascetismo casi árido; pero, en cambio, el sufrimiento contenido alimenta, con la exasperación, el coraje de la lucha y el instinto de la defensa política. La madurez anglo-sajona, la capacidad de creer en ideologías precisas, de afrontar los peligros por hacerlas prevalecer, la voluntad rígida de practicar dignamente la lucha política, nacen en este noviciado, que significa la más grande revolución sobrevenida después del Cristianismo". En este ambiente severo, de persistencia, de esfuerzo, de tenacidad, se han templado las energías del socialismo europeo que, aun en los países donde el reformismo parlamentario prevalece sobre las masas, ofrece a los indo-americanos un ejemplo tan admirable de continuidad y de duración. Cien derrotas han sufrido en esos países los partidos socialitas, las masas sindicales. Sin embargo, cada nuevo año, la elección, la protesta, una movilización cualquiera, ordinaria y extraordinaria, las encuentra siempre acrecidas y obstinadas. Renán reconocía lo que de religioso y de místico había en esta fe social. Labriola enaltecía con razón, en el socialismo alemán, "este caso verdaderamente nuevo e imponente de pedagogía social, o sea que en un número tan grande de obreros y de pequeños burgueses se forme una conciencia nueva, a la cual concurren en igual medida el sentimiento director de la situación económica, que induce a la lucha, y la propaganda del socialismo, entendido como meta y punto de arribo". Si el socialismo no debiera realizarse como orden social, bastaría esta obra formidable de educación y elevación para justificarlo en la historia. El propio de Man admite este concepto al decir, aunque con distinta intención, que "lo esencial en el socialismo es la lucha por él", frase que recuerda mucho aquéllas en que Bernstein aconsejaba a los socialistas preocuparse del movimiento y no del fin, diciendo, según Sorel, una cosa mucho más filosófica de lo que el líder revisionista pensaba.
De Man no ignora la función pedagógica, espiritual del sindicato y la fábrica, aunque su experiencia sea mediocremente social-democrática. "Las organizaciones sindicales -observa- contribuyen, mucho más de lo que suponen la mayor parte de los trabajadores y casi todos los patrones, a estrechar los lazos que unen al obrero al trabajo. Obtienen este resultado casi sin saberlo, procurando sostener la aptitud profesional y desarrollar la enseñanza industrial, al organizar el derecho de inspección de los obreros y democratizar la disciplina del taller, por el sistema de delegados y secciones, etc. De este modo prestan al obrero un servicio mucho menos problemático, considerándolo como ciudadano de una ciudad futura, antes que buscando el remedio en la desaparición de todas las relaciones psíquicas entre el obrero y el medio ambiente del taller". Pero el neo-revisionista belga, no obstante sus alardes idealistas, encuentra la ventaja y el mérito de esto en el creciente apego del obrero a su bienestar material y en la medida en que éste hace de él un filisteo. ¡Paradojas del idealismo pequeño-burgués!
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Publicado
por el Centro de Estudios Miguel Henriquez
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Chile. Historia Político-Social
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