Fotograma de 'El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante'
dirigida por Peter Greenaway.
DOS VISIONES
¿Es arte la gastronomía?
Circo y pan
Por Marta Sanz
Si
la cocina es un lenguaje que busca provocar un efecto emocional en el receptor,
podríamos catalogarla como arte. El paladar se educa como se educa el oído, los
creadores cohabitan con sus intérpretes, las técnicas transforman las materias
primas. Los proyectos culinarios exhiben a menudo una cosmovisión elitista y
plegada al discurso dominante: tergiversando a sir John Glubb, la caída de los
imperios coincide con el culto a sus cocineros y hoy en la televisión se
explotan las facetas espectaculares de la esferificación y el empanado. En esa
perfecta simbiosis de circo y pan, lo figurativo sería un cochinillo encajadito
en la bandeja de hornear y la abstracción, el posestructuralismo aplicado a la
patata.
Sin
embargo, recordemos: “Esto no es una pipa”. Lo vivo y lo pintado. La cuarta
pared. La cocina se hace arte cuando Vázquez Montalbán la
transforma en texto, Sánchez Cotán en bodegón, oGreenaway en
película: hedonismo, muerte, exceso. El
Roto, en una imagen de Oh,
la l’art, subraya esta tesis dándole la vuelta: un ama de casa
sirve para comer el lienzo de un pollo humeante. No solo de pan vive el hombre,
aunque tampoco conviene exagerar… La cocina se hace arte cuando se trasciende a
sí misma, se representa, es tema o metáfora. A partir de ahí llegan las
preguntas: ¿apela la cocina a la inteligencia?, ¿existe una cocina que no sea
complaciente, acariciadora para el paladar?, ¿una cocina que busque ser cruel
con el cliente, removerle las bilis?, ¿una que no se dirija al comensal como
consumidor —de lujo—?, ¿construye la cocina la conciencia crítica?(sic), ¿se
metaboliza el chucrut igual que La montaña mágica? Tal
vez el problema no consista en creer que la cocina es un arte, sino en que todo
el arte se ha hecho cocina.
Naturaleza cultural
Por Fernando Aramburu
Jorge
Luis Borges equiparó el paraíso con algún tipo de biblioteca, de donde se
deduce que la felicidad, la sencilla y demostrable felicidad, consistía para
este hombre principalmente en la presencia de los libros. No tengo inconveniente
en suscribir las palabras del maestro. Creo, no obstante, sin ánimo de
enmendarle la plana a un sabio, que el paraíso de Borges es fácilmente
mejorable. Basta con añadirle a la biblioteca una cocina. Debo decir que no
concibo la ciencia culinaria como un mero trámite de la nutrición. Antes al
contrario, la coloco en el terreno de la experiencia estética y más allá del
placer. Sinceramente, lo que yo espero de unas alubias de Tolosa con morcilla
es que me hagan mejor como persona.
Por
supuesto que ingiero alimentos para sostenerme en la vida. Pero yo quiero
ejercer la creatividad, aprender y no sólo matar el hambre. Y es justamente
eso, cubiertas las necesidades básicas, lo que me dan el buen yantar, que no es
atiborrarse, y el buen beber, que no es coger una curda tras otra.
Me
afano, pues, agradecido y hasta donde el peculio lo permite, en saborear con
los ojos y el olfato, además de con la boca, deleitando al mismo tiempo los
oídos. (Ah, el crujido de la onza de chocolate mordida allá en la infancia).
También el tacto cuando se complace, por ejemplo, en el grato calor del pan
reciente.
Le
encuentro más poesía a un rape suculento, con almejas y patatas bañadas en
salsa verde, que, pongamos por caso, a un soneto de don Fulano González de las
Metáforas. El día en que la poesía, leída o comida, sea despojada de su
naturaleza cultural, formativa, educadora, no quedará en el mundo nada capaz de
hacer de mí un hombre de provecho.
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