EL GENOCIDIO EN EL SUR DE CHILE QUE LA
HISTORIA OFICIAL INTENTÓ ESCONDER
Por Hector Cossio
8 agosto, 2014
El año pasado el historiador español José Luis
Alonso Marchante encontró en la Biblioteca Nacional de España el texto original
de Treinta años en Tierra del Fuego,
del misionero salesiano, gran naturalista y expedicionario Alberto de Agostini. Con este libro en sus manos, el historiador
comprobó que en las actuales reediciones del texto, incluida la realizada el
2013, faltaban párrafos y no cualquiera. En los textos censurados, el misionero
era implacable: la extinción del pueblo selk’nam en la Patagonia chilena y argentina no
fue obra de su “ignorante glotonería”, “guerra entre tribus” o producto de su
“miserable contextura física”, como dictó durante muchos años la historia
oficial, sino que producto del exterminio y la cacería, ordenada por un solo
hombre: José Menéndez, el gran latifundista del extremo sur de Chile.
“Exploradores, estancieros y soldados no
tuvieron escrúpulos en descargar sus máuser contra los infelices indios, como
si se tratase de fieras o piezas de caza”, reza uno de los párrafos censurados
(De Agostini, 1929: 244).
Este hallazgo junto a otros importantes
testimonios se encuentran contenidos en el libro Menéndez. Rey de la Patagonia
(Editorial Catalonia), recientemente lanzado en Chile y que, según
historiadores expertos en La Patagonia, como Osvaldo Bayer, vendría siendo “el libro definitivo sobre la verdad
ocurrida en el sur chileno y argentino”.
“Hubo
dos cosas que me impactaron en la investigación: el genocidio de todo un pueblo
(los selk’nam) en pleno Siglo XX y la trágica suerte de los obreros (también
masacrados) que trabajan en esas estancias”, dice Alonso Marchante, casi al
comienzo de la conversación con Cultura + Ciudad, en la que explica sin eufemismos
la naturaleza de la responsabilidad criminal de quien fuera también el abuelo
de Enrique Campos Menéndez, el escritor favorito de Pinochet y redactor de los
bandos militares del Golpe.
LA CENSURA
La censura en el texto de De Agostini, explica
Alonso Marchante, fue más bien una autocensura que el religioso aplicó a sus
libros luego que la Congregación fuera presionada por el poder de Menéndez para
cambiar la historia y exculpar de la masacre al más grande latifundista del sur
de Chile, quien acumulara una de las más grandes fortunas de América Latina con
el comercio lanero.
“Los primeros salesianos no negaban las
matanzas, los primeros, como Faganno y De Agostini, fue gente que estuvo en el
terreno, que levantó las misiones de la nada, y en sus diarios publicaba cómo
se estaban exterminando a los indígenas. Ocurre que después hubo un cambio en
la historiografía de los salesianos. Los que vienen después ya están sometidos
al poder económico de los Menéndez, entonces ahí se reescribe la historia de la
colonización, y ahí sostienen que los indios simplemente desaparecen sin que
mediaran los estancieros”, explica Alonso.
La motivación por investigar el papel de
Menéndez y de sus descendientes en Chile nació casi por casualidad. Un día –cuenta–
paseando por el Museo Asturiano en Buenos Aires, encontró un busto de José Menéndez.
Nunca había escuchado una palabra de él, pese a que el historiador también es
asturiano. En su región natal, Alonso no encontró calle que llevara su nombre,
pero sí una escuela –fundada a comienzos del siglo pasado–, que era la forma
que tenían los “indianos” (como se conoce a los colonos europeos que viajaron a
América) de retribuir a su patria la fortuna alcanzada en sus aventuras.
“Se construyeron más de 350 escuelas en
Asturias, en las primeras décadas del siglo XX, y entre ellas está la de José
Menéndez en Miranda y que lleva su nombre”,
cuenta Alonso, remarcando así el punto de partida de una historia
marcada por la fortuna, la crueldad y la mentira.
EL IMPERIO MENÉNDEZ
En la Región de Magallanes, específicamente en
Punta Arenas, las mansiones de la familia Menéndez se conservan en forma de
museos, dando cuenta –a través de su fastuosidad– de la época dorada de la
región magallánica.
En el libro se explica que Menéndez, tras una
breve estancia en Cuba, llega a nuestro país en 1868. Al poco tiempo recibe
miles de hectáreas como beneficio del gobierno chileno por la colonización en
el sur. La idea era traer el desarrollo económico a la zona y establecer
reservas indígenas. En esos años Mauricio Braun, otro inmigrante, también había
recibido miles de hectáreas, lo mismo que Julius Popper en Argentina.
Alonso Marchante cuenta que, como parte de una
gran inversión, las familias Menéndez y Braun se unen a través del matrimonio
de sus hijos, y las tierras de Popper, tras una extraña muerte por presunto
envenenamiento, son cedidas a Menéndez, convirtiéndose este último en el dueño
y señor de toda la Patagonia chilena y argentina a través de la Sociedad
Explotadora Tierra del Fuego.
El imperio económico, que llegó a sumar bancos
y navieras, tuvo su origen [en] el comercio de lana de oveja, que vendían a
Inglaterra a cambio de libras esterlinas. En la inserción de las ovejas en la zona y consecuente desplazamiento del
guanaco, animal que poblaba esas zonas, se encuentra –según el libro– el origen
de una de las matanzas más grandes de indígenas y que contó con todo el poder
editorial de esos años para tapar el genocidio.
EL EXTERMINIO DE LOS SELK’NAM
“A medida que comenzó a avanzar la frontera
ovina, porque toda la riqueza de las dinastías económicas se sustentaba en el
ganado de lana”, cuenta el historiador, “comenzaron a requerirse cada vez más
tierras para terminar instalándose en el territorio selk’nam”.
Al instalarse en la zona, se divide el terreno
mediante alambradas, y el guanaco –principal sustento alimenticio y de abrigo
de los onas– se ve arrinconado hacia tierras más altas.
“Una vez que el guanaco desaparece los
Selk’nam empiezan a pasar hambre. Cuando se dan cuenta de la aparición de las
ovejas empiezan a alimentarse de este animal y lo entienden como algo
absolutamente natural, no saben muy bien cómo han aparecido esas ovejas ahí, ni
conocían el concepto de propiedad”, explica el historiador.
Grupo de "cazadores de indios" de
una de las estancias de Tierra del Fuego (instituto Patagonia)
“Cuando los Selk’nam empiezan a atacar a las
ovejas, José Menéndez da la orden de acabar con ellos. Lo hacen primero
disparándoles directamente para exterminarlos, y con las mujeres y niños se
produce una cacería. Los van cazando para después ofrecerlos en plazas
públicas”, cuenta Alonso, quien precisa que todo esto es muy posterior a la
exhibición de indígenas como piezas de circo, en lo que se llamó “zoológicos humanos”.
La familia Menéndez, especialmente José
Menéndez –remarca el historiador–, fueron los instigadores de la matanza. “José
Menéndez puso como capataz y como administrador de su estancia a un escocés de
nombre Alexander Mc Lennan (El chancho colorado), quien fue el mayor matador de
indígenas y reconocido por él mismo. Él recibía órdenes directas de José
Menéndez, era su empleado”.
En el libro se sostiene que por
cada indígena muerto, Menéndez pagaba una libra esterlina, de modo que en la
fortuna que alcanzó a tener este escocés podría incluso calcularse la cantidad
de indígenas asesinados y que, de acuerdo a las versiones de otros
historiadores, podría estimarse en varios cientos, si no miles.
“Cuando se retiró Mc Lennan, José Menéndez le
regaló un carísimo reloj en agradecimiento por todos esos servicios”, relata.
LA HISTORIA OFICIAL
“Logré contactarme con un bisnieto de
Alexander Mc Lennan, quien me decía que no se puede decir que esté bien matar
indios, pero que, gracias a lo que hizo su abuelo y José Menéndez, hoy no hay
indígenas en la Tierra del Fuego, así que no hay problemas. Y eso me lo dicen
en pleno 2014″,
recuerda con asombro el historiador.
Durante muchos años, la historia oficial que
se contó tuvo como propósito ocultar los crímenes, que fueron incluso
celebrados como deporte.
En 1971, el historiador y descendiente del
clan, Armando Braun Menéndez, portavoz de los estancieros, señala que como
causa de muerte de los indígenas estaban sus hábitos alimenticios. “Era frecuente observar al lado de los restos
de una ballena, los cadáveres de los indígenas que, llegados tarde al festín,
habían sido víctimas de su ignorante glotonería” (Braun 1971: 135). Insiste a
tal punto en el tema que escribe que “era tan miserable su contextura física que
no pudieron soportar ni su propio clima”.
Esta absurda conjetura –explica Alonso en su
libro– chocó con la respuesta contundente del etnólogo suizo Jean-Christian Spahni, quien señala: “Mis
investigaciones alrededor de los habitantes me han demostrado que los
genocidios habían existido realmente y que fueron causados justamente por los
propietarios de las estancias a los que Armando Braun intenta defender”.
Enrique Campos Menéndez
Otro de los herederos de los hacendados, el
escritor favorito de Pinochet, Enrique Campos Menéndez, llega incluso a exponer
sus dudas sobre un posible canibalismo de los Selk’nam, cuestión que, al
momento de sus dichos, ya nadie se atrevía siquiera a mencionar.
La historia oficial de negación del genocidio
intenta a tal punto instalarse, que otro de los herederos, Eduardo Braun
Menéndez, llega a obligar –se narra en el libro– “al científico Alexander
Lipschutz (Premio Nacional de Ciencias 1969) a la eliminación de cualquier
referencia a la caza de indígenas, como paso previo para publicar sus ensayos
en la revista Ciencia e investigación, que dirigía el nieto de José Menéndez”.
LA PATAGONIA TRÁGICA
Además del exterminio de los onas, el libro de
Alonso toca otro de los temas sensibles en La Patagonia, y que tiene que ver
con las matanzas de más de 1.400 obreros chilenos en 1921.
Estos crímenes fueron recogidos en un libro
llamado La Patagonia Trágica,
publicado en Argentina en 1928 por José
María Borrero. En este libro, escrito sin rigurosidad científica, había una
denuncia en cada página y al poco tiempo se convirtió en un mito al desaparecer
de las librerías. Un segundo texto, presuntamente llamado Orgías de sangre y
que, según el mito, narraba los asesinatos de 1921, se convirtió en leyenda
tras asegurarse que el manuscrito había sido robado y quemado.
Jornaleros chilenos tomados presos por el
Ejército argentino en las huelgas de 1921
Parte de esa historia fue recogida con
seriedad científica por Osvaldo Bayer, quien publicó La Patagonia rebelde, en
1972, un libro testimonial de no ficción que trataba sobre la lucha
protagonizada por los trabajadores
anarcosindicalistas en rebelión de la provincia de Santa Cruz, en la
Patagonia argentina, entre 1920 y 1921. Esta historia comenzó como una huelga
contra la explotación de los obreros por parte de sus patrones, luego reprimida
por el Ejército al mando del teniente Héctor Benigno Varela, enviado por el
entonces presidente Hipólito Irigoyen.
“Se fusilaron a centenares de peones de las
estancias, la mayoría de ellos chilenos, pero también asturianos, argentinos,
alemanes, italianos. Esas son las dos grandes tragedias de esta historia, creo
que esta historia no la podemos ver con una sonrisa porque es una historia
trágica, porque desaparecen de manera brutal los pueblos que habitaron por milenios
esas tierras y además hay una represión salvaje sobre los peones que trabajaron
en las estancias”, sostiene Alonso
Marchante, de cuyo libro el propio Bayer reconoce que “después de este
acopio de pruebas nadie podrá señalar que las versiones críticas que surgieron
a medida que se producían los hechos eran exageradas o de pura imaginación”.
–¿Como historiador crees que hay
responsabilidad del Estado chileno en estas masacres?
–Los peones fueron fusilados por el Ejército
argentino, pero la mayoría eran chilenos, y las autoridades chilenas no
solamente no levantaron la voz sino que colaboraron con las autoridades
argentinas en el silencio. Esto lo demostró Osvaldo Bayer hace ya mucho tiempo,
cuando descubrió cómo los propios carabineros chilenos llevaban a
los peones a Argentina, en donde el Ejército de ese país los fusiló. Es
verdad que estos hechos ocurrieron hace casi un siglo, pero los Estados deben
hacer un reconocimiento. En Argentina, en la zona en que ocurrieron los
fusilamientos, en cada cuartel en donde hubo un centro de detención hay unas
placas que identifican que en ese lugar y en ese cuartel se mató gente. Yo no sé
qué homenajes han hecho las autoridades chilenas a esos peones.
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