Hiroshima
olvidada
Por: Atilio Borón
En
este artículo: Arma Nuclear, Bombardeos, Estados Unidos, Hiroshima, Japón
6
agosto 2014
En
un día como hoy, pero hace 69 años, se cometía un acto de una barbarie
inusitada por su mortal eficacia y su descomunal escala destructiva: la
ciudad japonesa de Hiroshima era literalmente
barrida de la faz de la tierra por una bomba atómica arrojada por el Enola Gay,
un bombardero B-29 de los Estados Unidos. En apenas un instante unas 80.000
personas de las 350.000 que vivían en esa ciudad fueron calcinadas y reducidas
a cenizas al ser impactadas por un vendaval radioactivo de más de 2.000 grados
de temperatura. Al cabo de unos pocos años se sumarían entre
50 y 80 mil nuevas víctimas, aparte de quienes sobrevivieron con terribles
quemaduras y lesiones de todo tipo y los nacidos con insanables deformaciones
que les marcarían toda su vida. En un alarde de sadismo sin precedentes
el presidente Harry Truman ordenaría un segundo bombardeo atómico, esta vez sobre
Nagasaki, otra ciudad indefensa al
igual que la anterior, exterminando otras 73.000 personas en menos de un
segundo. El recuento total de las víctimas que murieron a causa de los dos
bombardeos –tanto los que perecieron en el acto como quienes fallecieron con
posterioridad- llegaba, en el año 2008, a poco más de 400.000 personas.
El relato oficial estadounidense es que el bombardeo atómico precipitó la
rendición incondicional de Japón y puso fin a la Segunda Guerra Mundial,
ahorrando así miles de vidas de soldados norteamericanos. Pero la historia es
diferente.
En
realidad este brutal genocidio fue un cruel escarmiento porque política y
militarmente Japón ya estaba derrotado y su capitulación final era cuestión de
días. Derrotado en el Pacífico por Estados Unidos, las tropas soviéticas
estaban prestas para invadir a Japón desde Manchuria y sus defensas serían rebasadas
con facilidad. Su suerte estaba echada. Pero esa certidumbre no contaba
porque lo que Washington buscaba, aún al precio de perpetrar un horrendo crimen
de guerra, era demostrar al mundo quien era la nueva potencia hegemónica del
planeta y quien, gracias a su monopolio nuclear, estaba llamada a establecer un
“orden mundial” (en realidad, un escandaloso desorden) congruente con sus
intereses, y a cualquier precio. Los bombardeos atómicos sobre las dos ciudades
japonesas fue(ron) una suerte de sacrificio iniciático de la nueva era,
concebido para enviar un potente mensaje para propios (principalmente sus
aliados británicos y franceses) y ajenos, como sus ocasionales adversarios
alemanes y japoneses, pero sobre todo para la Unión Soviética toda vez que la
inesperada llegada del Ejército Rojo a Berlín contenía funestos desafíos para
el nuevo orden imperial de la posguerra. Si para que este mensaje fuera
comprendido era preciso aniquilar a centenares de miles de personas indefensas
se procedería sin remordimiento alguno, como lo proclamarían orgullosamente
hasta el final de sus miserables vidas los tripulantes del B-29 que
destruyó Hiroshima. Afortunadamente el monopolio nuclear en manos de Washington
duró apenas unos años, y el chantaje atómico quedó neutralizado por el
“equilibrio del terror”. Pero la pesadilla desatada con semejantes actos de
barbarie habría de perdurar para siempre.
La
prensa del establishment acompañó las mentiras oficiales
justificatorias de la barbarie cometida aquel 6 de Agosto. Un artículo
del New York Times, publicado el 13 de Septiembre de 1945, decía en
su título que no había rastros de radioactividad en Hiroshima. Obedecía ciega e
irresponsablemente a la censura impuesta por el Pentágono que prohibía hablar
de radiación y decía, en cambio, que las víctimas japonesas murieron por el
estallido de la bomba. Fue la primera gran mentira de las muchas que hubo sobre
el tema. Sin ir más lejos hoy se acusa a Irán de estar empeñado en la fabricación
de armamento nuclear mientras se oculta la denuncia hecha por un científico
israelí, Mordechai Vanunu, cuando en 1986 reveló al mundo que con la ayuda de
Estados Unidos su país estaba construyendo un arsenal de más de 100 ojivas
nucleares, más letales que las arrojadas sobre las dos ciudades del Japón.
Wanunu fue secuestrado en Roma, condenado por un tribunal en Jerusalén a una
pena de 18 años de cárcel acusado de traición y espionaje. Pese a haber
cumplido su sentencia (con 11 años y medios en celda de confinamiento
solitario) y sin haber nuevos cargos en su contra las autoridades israelíes se
rehúsan a otorgarle un pasaporte y le impiden salir de Israel. ¿Su
crimen? Alertar al mundo sobre la posibilidad que un horror como el de
Hiroshima y Nagasaki pueda desatarse en Oriente Medio. Por supuesto, la prensa
“seria” ha decretado la muerte civil de Wanunu hace muchos años.
Como
bien recuerda Noam Chomsky, con el fulminante asesinato en masa de varios
centenares de miles de personas se cierra una época y da comienzo a otra, más
ominosa. Según el lingüista “si alguna especie de extraterrestres fueran a
compilar una historia del Homo Sapiens ellos podrían dividir el calendario en
dos eras: AAN (antes de las armas nucleares) y DAN (después de las armas nucleares).
Esta última se abrió el 6 de Agosto de 1945, el primer día de la cuenta
regresiva de lo que podría ser el inglorioso final de esta extraña especie,
cuya inteligencia le permitió descubrir los medios efectivos para su propia
destrucción pero -como lo sugiere la evidencia- no la capacidad intelectual y
moral para controlar sus peores instintos.” Todavía hay esperanzas, pero no
deja de ser preocupante el silencio con que ha transcurrido este nuevo
aniversario de la atrocidad perpetrada en Hiroshima, sobre todo a la luz de la
que en estos días hemos visto en Gaza por un estado que dispone de un
formidable arsenal atómico y cuyos gobernantes han dado sobradas pruebas de una
espeluznante inescrupulosidad moral.
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