Martí, las razas y el racismo
Por: Juan
Nicolás Padrón
Fecha: 2011-09-06Fuente: CUBARTE
Los
criterios más acertados para entender la construcción de la cultura cubana en
relación con la raza y para enfrentar el injusto racismo fueron los que
mantuvo José Martí desde que comenzó a tener juicio sobre la
sociedad esclavista en que vivía. Convencido de la importancia de enfrentar
este tema para lograr la unidad imprescindible para luchar contra España, muy
pronto sus ideas en torno a la expresión “raza” se vincularon con la condición
de cada persona. Con 26 años de edad, el 17 de septiembre de 1879 fue detenido
en La Habana acusado de conspirar junto al mulato Juan Gualberto Gómez —uno de
sus más grandes amigos y hombre de su confianza a toda prueba—, y otros
patriotas, por la libertad de Cuba; cuando se le exigió una declaración
favorable a España, que sería excelente para culpar a los negros y presentar el
separatismo como una sublevación de estos, exclamó: “¡Martí no es de la raza
vendible!”. Ya en esa expresión se resumía su concepto sobre las “razas”, una
categoría que a aquellas alturas se había manipulado considerablemente en
Europa y los Estados Unidos. Martí anteponía la dignidad patriótica,
civil y personal, por encima de cualquier criterio atenido al color de la piel.
Desde los primeros años de la década de los 80, en los Estados Unidos, cuando
ya el mundo usaba el vocablo raza casi siempre de manera
discriminatoria, el Apóstol se aproximaba a un uso poco frecuente, para identificar,
sobre todo, la condición humana y no las características biológicas; la
aceptación o rechazo al empleo del término dependía de su referente: la
generosidad de quien intentaba lograr el bien común, o el egoísmo o
individualismo del que se alejaba de los proyectos sociales. El punto de vista
racial, para él, remitía a la alternativa de exaltar la grandeza humana por
encima del interés personal en aras de un ideal patriótico y de beneficio
social, o para evidenciar la miseria espiritual encarnada en las bajas
pasiones: lo único que podía dividir al hombre era su sentido de la justicia.
No partía de las aproximaciones más frecuentes al concepto de “raza negra”,
confuso y ambiguamente empleado con diversos matices discriminatorios en el
siglo XIX cuando se refería a los negros, siempre hacía alusión a la horrible
esclavitud cuya injusticia lo había estremecido durante su niñez y adolescencia
en Cuba; su pluma no cesó de condenar la oprobiosa condición esclava impuesta a
los africanos, traídos en cadenas a América, una deshonrosa versión moderna de
esa vergüenza humana arrastrada desde la antigüedad, aunque en Roma los
esclavos fueran rubios y de ojos claros. El único y posible concepto de raza
que el Apóstol reconocía lo había expresado con precisión en 1893: “Los
hombres de pompa e interés se irán de un lado, blancos o negros; y los hombres
generosos y desinteresados, se irán de otro. Los hombres verdaderos, negros o
blancos, se tratarán con lealtad y ternura, por el gusto del mérito, y el
orgullo de todo lo que honre la tierra en que nacimos” (“Mi raza”,
en José Martí. Obras completas, La Habana, Editorial de
Ciencias Sociales, 1975, t. 2). Estaba convencido, porque lo vivía en la
galopante segregación de la sociedad norteamericana, que las diferencias
estribaban en la condición humana y no en el color de la piel; la práctica
discriminatoria hacía infeliz a un pueblo, y también a cada uno de sus miembros:
“Insistir en las divisiones de raza, en las diferencias de raza […], es
dificultar la ventura pública, y la individual, que están en el mayor
acercamiento de los factores que han de vivir en común” (ibídem). Martí
estaba consciente de que en Cuba el negro a aquellas alturas ya no era un
extranjero, sino un héroe que había luchado por la construcción de una patria
nueva, y se contaba con generales como Antonio Maceo, capaz de salvar la honra
de todo el pueblo cubano con la Protesta de Baraguá después de la firma del
Pacto del Zanjón; sabía que “la afinidad de los caracteres es más
poderosa entre los hombres que la afinidad del color” (ibídem), y
cuando quiso sintetizar “el color cubano” lo expresó con absoluta claridad: “Hombre
es más que blanco, más que mulato, más que negro. Cubano es más que blanco, más
que mulato, más que negro” (ibídem).
Una
vigente imagen dejaba en octubre de 1886, al comentar el terremoto de Charleston
en los Estados Unidos ―podía haberse escrito en agosto de 2005, luego de que el
huracán Katrina azotara a Nueva Orléans―, quizás una de las primeras ocasiones
en que se refiriera a la población negra norteamericana y en la que utiliza la
acepción habitual de raza para dignificarla; en aquel desastre los principales
afectados fueron los negros pobres, el negro de “gran bondad nativa, que ni el
martirio de la esclavitud pervierte”, porque “ni la esclavitud que apagaría al
mismo sol, puede apagar completamente el espíritu de una raza” (“El terremoto
de Charleston”, en ob. cit., t. 11). Señalaba aquí que para los
negros norteamericanos el terremoto en tierra extraña significaba una doble
tragedia de desamparo porque les llegaba la hora de comprender verdaderamente
su condición de extranjeros: “El convencimiento de su expatriación, de la
terrible expatriación de raza, les asaltó de súbito por primera vez acaso”
(ibídem). A finales del siglo xix la segregación y la xenofobia, que vienen
juntas porque desde la Antigüedad se habían combinado en los miedos y en las
fobias a lo “diferente”, se corporizaron en proposiciones racistas y se
potenciaron para tomar nuevos argumentos en modernas doctrinas que postularon
el falso determinismo social y la necesidad de la segregación. El racismo en
los Estados Unidos se adaptaba ante el cambio del siglo xix al xx, como una
teoría neocolonial e imperial que justificaba la desigualdad reduciendo su
esencia a rasgos biológicos y raciales que dividían de manera artificial o externa
al ser humano, de forma engañosa y anticientífica: este cambio fue vivido por
el Apóstol. En su cuaderno de apuntes ―identificado como el número 18―,
escribió: “The difference in complexion and coloring of various races is
probably due to certain principles in their food” ―“La diferencia en la
complexión y el color de varias razas se debe probablemente a ciertas normas en
su alimentación”― (ob. cit., t. 21). Más adelante sigue haciendo anotaciones
sobre cuestiones climáticas, las características alimentarias de cada zona, las
relaciones entre la luz y el color de los ojos… evidentemente estaba estudiando
el tema racial por su cuenta y comprobando lo que Fernando Ortiz llamara en el siglo xx “el engaño de
las razas”. Atento a la ideología de su época, desmentía el engendro de la
condición biológica para justificar la opresión; después de estas indagaciones,
afirmaría en su paradigmático ensayo “Nuestra América”, en enero de 1991: “No
hay odio de razas, porque no hay razas. […] Peca contra la humanidad el que
fomente y propague la oposición y el odio de las razas” (“Nuestra
América”, en ob. cit., t. 6). Martí se dio cuenta de la trampa del racismo colonial
y levantó su condena explícita: “Esa de racista está siendo una palabra
confusa, y hay que ponerla en claro. El hombre no tiene ningún derecho especial
porque pertenezca a una raza u otra; dígase hombre, y ya se dicen todos los
derechos” (“Mi raza”, cit.). Y dejaba aclarado el concepto en ambas
direcciones: “De racistas serían igualmente culpables: el racista blanco y el
racista negro” (ibídem).
El
racismo español a finales del siglo XIX se estaba transformando y exhibía
alardes risibles para referirse a los criollos hispanoamericanos, como los
criterios firmados por Marcelino Menéndez y Pelayo: “La raza inferior sucumbe
siempre y acaba por triunfar el principio de nacionalidad más fuerte y
victorioso” (citado por Joaquín Costa García en Historia antropológica
del racismo en España, que puede encontrarse en www.euskalherria.indymedia.org),
según el “erudito” español, hay una “raza inferior” que perece ante el
“principio de nacionalidad” y que definitivamente concede la fuerza y la
victoria; con esta tesis se bordea el concepto de “raza hispánica”, una utópica
supranacionalidad panhispánica que consideraba vigente en América, cuyo bastión
y ejemplo fue la “siempre fiel Isla de Cuba”; por supuesto que esta ambigüedad
sufrió un duro golpe después de 1898, por lo cual “el desastre español” no fue
solamente militar, sino cultural. Para rematar el pataleo de los moribundos,
Miguel de Unamuno deliraba: “¿Bolívar? Grandísimo español. ¿Sarmiento?
Arrogante ejemplar de la raza española. ¿José Martí? Apóstol de la hispanidad
quijotesca. ¿Rubén Darío? Profundamente español. ¿Benito Juárez, el indio de
Oaxaca? Era de nuestra raza, porque llegó a pensar y a sentir en español”
(ibídem). Se aspiraba a restaurar la hegemonía española en América aún después
de la debacle, un grotesco racismo imperial sin imperio que echaba mano al
concepto de “raza hispánica”, ridícula pretensión potenciada después de la
catástrofe en la bahía de Santiago de Cuba, y mantenida casi hasta hace pocos
años. Sin embargo, desde antes Martí había puesto en claro sus ideas sobre
estos temas e insistía en que sin renunciar a la validez de las raíces
españolas, era necesario emanciparse de la metrópoli y del autoritarismo con
que ciertos españoles deseaban ―algunos todavía lo intentan― relacionarse con
los hispanoamericanos; con suficiente precisión, en un comentario a la obra del
colombiano Rafael Pombo, afirmaba: “A España se la puede amar, y los mismos que
sentimos todavía sus latigazos sobre el hígado la queremos bien; pero no por lo
que fue ni por lo que violó, ni por lo que ella misma ha echado con generosa
indignación abajo, sino por la hermosura de su tierra, carácter sincero y
romántico de sus hijos, ardorosa voluntad con que entra ahora en el concierto
humano y razones históricas que a todos se alcanzan, y son como aquellas que
ligan con los padres ignorantes, descuidados o malos a los hijos buenos” (ob.
cit., t. 7).
Sin
ocultar su gran admiración por rasgos de laboriosidad y persistencia ante las
adversidades propios del pueblo de los Estados Unidos, Martí no desmayó en dar
a conocer la verdad sobre su comportamiento violento, y a veces brutal,
atribuido a la composición diversa en que se había construido esa sociedad, con
problemas pendientes aún no resueltos y con los ideales hegemónicos de sus
líderes. Se mantenía siempre alerta ante un racismo colonial de nuevo tipo allí
vivido y que terminó definitivamente siendo imperial; no encontraba sentido al
“entretenimiento de hallar variedad sustancial entre el egoísta sajón y el
egoísta latino, el sajón generoso o el latino generoso, el latino burómano o el
burómano sajón: de virtudes y defectos son capaces por igual latinos y sajones”
(“La verdad sobre los Estados Unidos”, en José Martí. Páginas escogidas,
selección y prólogo de Roberto Fernández Retamar, La Habana, Editorial de
Ciencias Sociales, 1974). Frente a la segregación de razas y a la “yanquimanía”
de los hispanoamericanos, inauguraba en Patria en 1894 una
sección permanente de “Apuntes sobre los Estados Unidos” con el propósito de
esclarecer nuevas maneras de dominación que había descubierto. Quien había
vivido el nacimiento del imperialismo yanqui desde su etapa monopolista, sabía
que era muy necesario dar a conocer a nuestra América dos verdades útiles: “el
carácter crudo, desigual y decadente de los Estados Unidos, y la existencia, en
ellos continua, de todas las violencias, discordias, inmoralidades y desórdenes
de que se culpa a los pueblos hispanoamericanos” (ibídem). El racismo imperial
del que han sido voceras las oligarquías latinoamericanas, y sus plumíferos,
estaba siendo descubierto por un estudioso que ejercía la diplomacia y el
periodismo aunque su obsesión fuera la independencia y la libertad de Cuba. En
un discurso del 24 febrero de 1894, ratificaba su concepto de raza, el único
que reconoció:
“El
egoísmo es la mancha del mundo, y el desinterés su sol. En este mundo no hay
más que una raza inferior: la de los que consultan, antes que todo, su propio
interés, bien sea el de su vanidad o el de su soberbia o el de su peculio: ―ni
hay más que una raza superior: la de los que consultan, antes que todo, el interés
humano” (“Discurso
en honor a Fermín Valdés Domínguez, en el Salón Jaeger’s, de
Nueva York”, en José Martí. Obras completas, t. 4).
Lamentablemente este sueño que hubiera deseado materializar en la república
cubana, no germinó; Martí se despedía para siempre, sin saberlo, de su
entrañable amigo Juan Gualberto Gómez ―uno de los más perseverantes luchadores
contra la discriminación racial desde antes de la constitución de la república
de 1901―, en una de las últimas cartas antes de salir para la manigua y morir
“de cara al sol”: “¿Lo veré? ¿Volveré a escribirle? Me siento tan ligado a Ud.
que callo. Conquistaremos toda la justicia” (José Martí. Obras
completas, t. 4). Uno de los elementos de mayor frustración de los
primeros años de la república, fue la galopante discriminación racial que
comenzó a ejercerse sobre los ciudadanos negros. Lamentablemente, esa justicia
no se conquistó entonces.
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