09-07-2014
Futbol, patrioterismo barato y violencia
¿Cuántos muertos nos cuesta cada gol de la selección
Colombia?
“Yo no odio al
fútbol, yo odio a los apasionados del fútbol. El aficionado tiene una extraña
característica: no entiende por qué tú no lo eres, e insiste en hablar contigo
como si tú lo fueras”. Umberto Eco
La Selección
Colombia acaba de concluir su participación en el Mundial de Futbol de Brasil,
luego de ser eliminada por el país sede. A raíz de los triunfos obtenidos, que
le permitieron llegar hasta cuartos de final, se ha exaltado hasta el cansancio
la labor de los “héroes” que conformaron ese equipo y se ha destilado, como
hacía tiempo no se veía en el país, un patrioterismo primario y elemental. Los
medios de desinformación se han encargado de recalcar el carácter “histórico”
de los logros alcanzados y no cesan de repetirnos sobre la grandeza de nuestro
futbol y de los colombianos en general. ¿Es verdad tanta belleza? ¿Qué se
oculta tras el chovinismo que se ha desatado en las últimas semanas? ¿Quiénes
se benefician de esa xenofobia exacerbada? ¿Por qué el futbol genera nuevos
niveles de violencia e intolerancia, que amplifican la violencia estructural
que nos carcome como sociedad?
Estos son algunas
de las preguntas que intentamos responder en este ensayo, partiendo del
presupuesto que el conocimiento social crítico, debe ir más allá de las
apariencias e internarse en las profundidades de los problemas, e indagar por
lo que normalmente no se ve o no se quiere ver, en medio de la parafernalia
mediática que se mueve alrededor del futbol. Para analizar el tema, hemos
dividido este escrito en dos partes: en una primera se bosquejan las
características del patrioterismo barato y lo que este encubre; y en una
segunda se devela la violencia que está ligada a la “felicidad futbolística” a
la colombiana.
Quien
escribe este texto fue durante gran parte de su infancia y juventud un jugador
de futbol, deporte del que además conoce sus aspectos fundamentales, que no
requieren de mucha ciencia. Esta advertencia es indispensable para responder
por anticipado a todos aquellos que cuando conocen una crítica al futbol
consideran que es propia de los “intelectuales aburridos” –como Jorge Luis
Borges– que odian a ese deporte porque no tienen idea del mismo o porque son
elitistas y desprecian a los sectores populares. Ese no es precisamente mi caso, puesto que
crecí en medio del futbol, aunque no soy un cultor de ese juego y soy de origen
popular. Tampoco puede pensarse que soy antinacional al referirme a aspectos
que chocan contra el consenso ideológico y mediático establecido, porque no
concibo como única y máxima expresión de nacionalismo el fervor irracional por
los colores de una selección. Ese fervor es propio del patrioterismo barato que
es una cosa completamente distinta.
Patrioterismo
barato
Existen
diferencias sustanciales entre un sano nacionalismo y el patrioterismo barato,
una xenofobia que reduce la existencia de una nación a símbolos elementales:
una bandera, un escudo, un himno, unos colores determinados, por los cuales se
está dispuesto a matar.
Este tipo de nacionalismo esencialista es el que aflora con
fuerza durante las competencias deportivas –y de manera destacada, por encima
de cualquier otro deporte, en el futbol masculino de los campeonatos
mundiales–, certámenes cada vez más parecidos a las guerras. Como
los campeonatos se conciben cual si fueran guerras, en las que debe haber
necesariamente perdedores y ganadores, a los futbolistas y a los directores
técnicos se les ensalza como los “héroes” del mundo contemporáneo, como si al
ganar un partido o anotar un gol estuvieran haciendo unos aportes imperecederos
a su respectiva nación o a la humanidad en su conjunto. No se tiene en cuenta,
por supuesto, que estos pretendidos “héroes nacionales”, tal y como lo sostuvo
Eric Hobsbawm, “estos millonarios del deporte solo aparecen en un contexto
nacional unos pocos días al año. En su principal ocupación son mercenarios transnacionales, con
un sueldo altísimo, contratados casi todos fuera de su país de origen”i.
En esas
condiciones, se piensa que alguien es patriota porque exhibe la camiseta de una
selección, sin que esa actitud guarde ninguna relación con la defensa del
territorio nacional ante las agresiones de las potencias imperialistas, la
usurpación de riquezas naturales por parte de empresas multinacionales o la
apropiación y privatización del patrimonio público y común de un país por
intereses extranjeros. Esto último es propio del nacionalismo de avanzada y no
tiene nada que ver con el patrioterismo barato, que se sustenta en algunos
rasgos centrales: victimismo, conciencia del pueblo elegido, búsqueda del chivo
expiatorio. Victimismo porque permanentemente se sufre al
participar o por no participar en un Mundial de Futbol (“Los colombianos
llevábamos 16 años sin asistir a un Mundial”, “nuestro futbol merece
triunfar”); pueblo elegido porque una patria x está
por encima de las demás y está llamada a ser grande y vencedora ya que tiene
una vocación signada por el destino que le confiere esa grandeza (“El año
entrante se juega la Copa América en Chile, y no solo podemos, sino que ¡vamos
a ser campeones!, como ya lo fuimos en el 2001”, dijo Juan Manuel Santos el 5
de julio de este año); chivo expiatorio, porque cuando se pierde se
culpa a alguien –y en eso los periodistas deportivos son maestros del engaño y
la simulación, como en el caso reciente de la eliminación de Colombia (fue
culpa del árbitro, que nos robó el partido, de lo contrario hubiéramos llegado
a ser campeones mundiales)…
El patrioterismo
barato como nacionalismo esencialista que es se basa en lo que puede
denominarse la “retórica del resentimiento”, la cual se expresa tanto en el
triunfo como en la derrota, porque si se gana se debe a nuestra superioridad y
si se pierde es porque algo nos hicieron –alguien conspiró en nuestra contra
para robarnos el triunfoii.
En pocas palabras,
el patrioterismo barato se basa en intransigencia, intolerancia, insolidaridad,
irracionalidad y violencia.
Para darse cuenta
que el patrioterismo es un nacionalismo banal y superficial mencionemos algunos
hechos de la realidad colombiana que discurrieron en el trasfondo del Mundial.
Un primer hecho es el de la propaganda seudonacionalista, en que se llevan las palmas
las empresas privadas, cuyo capital es, en la mayor parte de los casos,
multinacional. Uno de los principales patrocinadores de la selección Colombia es la
empresa canadiense Pacific Rubiales, una firma petrolera que se ha hecho
tristemente célebre en los Llanos Orientales por la explotación de los
trabajadores, la destrucción de los ecosistemas, la contaminación de aguas, y
la opresión de indígenas y comunidades locales. Si algo caracteriza a
esta empresa es su carácter antinacional y depredador de trabajadores y
territorios, pero, aprovechando el fervor deportivo y valiéndose del
patrioterismo barato, se ha convertido en patrocinadora de la Selección
Colombiana de Futbol. En su demagógica publicidad se ha valido del cantante
Carlos Vives para desplegar una descarada propaganda como supuesta defensora de
nuestra nacionalidad. En una de sus cuñas comerciales afirma que
Pacific Rubiales es una “empresa de petróleo y gas incondicional con Colombia”.
Aparte
del favor que le ha hecho Carlos Vives para lavarle la cara criminal a Pacific
Rubiales, a cambio de lo que ha recibido un cuantioso botín, el patrocinio de
empresa mancha de sangre la camiseta de la Selección Colombia y la Federación
Colombiana de Futbol al aceptar ese patrocinio se ha convertido en apologista
del crimen y cómplice de los múltiples delitos de la multinacional canadiense. En contravía, existe una mejor representación
del “patriotismo” de la Pacific Rubiales, tal como lo ilustra la gráfica
adjunta, elaborada por “hinchas críticos y libertarios”:
Un despliegue
publicitario similar es el de Cervezas Águila, cuyo sello aparece estampado en
los millones de camisetas de la selección que han sido vendidas y los
aficionados portan con orgullo. El sello corporativo se identifica en forma
tramposa con un país, lo que en nuestro caso quiere decir que beber Cerveza
Águila sería una expresión de la colombianidad, como se manifiesta en el logo
que aparece en la camiseta de la selección. Lo significativo estriba en que
Cerveza Águila forma parte de una multinacional de capital anglo-sudafricano a
la que sólo le interesa que la gente consuma cerveza a gran escala, como reza
su publicidad: “Celebra con Águila”, “Águila refresca nuestra pasión”, “Donde hay
goles está Águila”. En últimas, la selección es vista como un
instrumento comercial que llega a todo el país y que lleva la propaganda de la
cerveza como signo distintivo.
Para recalcar la
magnitud del negocio de Bavaria (la dueña de Cervezas Águila) con el futbol, en
el 2012 una noticia de prensa señalaba: “Sumando tres días que incluyen los dos
días previos y el día del partido, Bavaria vende 140.000 cajas de
Águila en todo el país, equivalentes a 4’400.000 botellas de 330 cm3, generando
un aproximado de $5.720 millones por encuentro. En la Costa Atlántica, y para
ese mismo periodo de tiempo, la cervecería vende 45.000 cajas de Águila,
equivalentes a 1’345.000 botellas, logrando conseguir $1.748 millones en este
sector del país”iii. ¡Eso
si es patriotismo de verdad! O para decirlo con un verso del poeta español José
Bergamín: “Detrás de un patriota hay siempre un comerciante”.
En el mismo
sentido propagandístico, aunque con un sentido claramente político vale
destacar la publicidad que se despliega durante las trasmisiones radiales de
los partidos de futbol durante el Mundial, en donde se repite cada tres minutos
esta invocación: "Guerrillero, Colombia le está guardando el puesto para que viva
la fiesta más grande del fútbol en libertad. Desmovilícese". Con
esta publicidad puede notarse como se mezcla el patrioterismo de las empresas
comerciales con el del Estado y el Ministerio de Defensa (sic), el cual invita
a abandonar una causa política para unirse, como gran expresión de libertad, a
la farra y al consumo de alcohol. ¡Brillante alternativa la que se les ofrece a
los miembros de la insurgencia, que ya no corran el riesgo de morir por los
bombardeos indiscriminados de las Fuerzas Armadas en los campos, sino que
vengan a las ciudades a morir durante las celebraciones de los partidos de la
Selección Colombia!
Un segundo hecho
que mencionamos para demostrar que el patrioterismo es un falso nacionalismo se
presentó el martes primero de julio, cuando fueron extraditados a los Estados
Unidos siete taxistas acusados de haber matado a un agente de la DEA en Bogotá
el 20 de junio del 2013. De esta manera, se cumplió lo que habíamos vaticinado
en un artículo que escribimos especialmente para Rebelión en una ocasión
anterior (“Rambo de turismo por su patio trasero”), en que decíamos que solo
era cuestión de tiempo para que se adoptara tan antinacional determinación,
cuya finalidad es entregar en bandeja de plata a la “justicia” de los Estados
Unidos a estos siete colombianos, en donde cada uno puede ser condenado a 70
años de prisióniv. En
pleno mundial y furibunda celebración patriotera este nefasto hecho escasamente
se mencionó, a pesar de que demuestra el nivel de entreguismo del Estado
colombiano respecto al imperialismo estadounidense. Ese Estado lacayo ni
siquiera es capaz de juzgar a colombianos que han cometido delitos comunes y se
los entrega a los Estados Unidos para que, con toda la impunidad del caso, los
haga pudrir en la cárcel. ¿Si el delito se cometió en nuestro país, por qué no
se les juzga y se les condena acá? Téngase en cuenta que la orden de
extradición fue firmada por Juan Manuel Santos, el mismo que enarboló durante
todo el Mundial una camiseta de la Selección Colombia. Ese mismo
personaje, el presidente de la República, “ni siquiera tuvo la
delicadeza de exigirle al Gobierno de Estados Unidos que permitiera la visita
de sus familiares como lo había requerido por el presidente de la sala penal de
la Corte Suprema de Justicia al avalar la extradición ”v. ¡Otro
gran ejemplo del patrioterismo barato!
Hemos dado estos
ejemplos a manera de ilustración sobre las “amnesias” antinacionales del
patrioterismo que, finalmente, es una concepción profundamente retrograda y
dispuesta a todo, incluso a matar, cuando se trata de enarbolar una camiseta de
futbol durante un partido de la selección, pero que es proclive a apoyar los
proyectos más antinacionales, como los que encarnan la Pacific Rubiales y
Cervezas Bavaria, para no hablar de su analfabetismo político con respecto a
las formas de dominación imperialistas. Porque, justamente, esta es una de las
diferencias más evidentes entre el patrioterismo y un nacionalismo de avanzada,
cuyo ideario y acciones están referidos a problemas fundamentales de opresión y
dominación (no sabemos en qué radica lo trascendental de ganar un mundial de
futbol). Ojalá que los millones de colombianos que se conmueven, lloran y ríen
durante un trivial partido de futbol tuvieran conciencia sobre los crímenes de
la Pacific Rubiales, o supieran que Colombia es el principal portaviones
terrestre de los Estados Unidos, o que gran parte del territorio nacional ha
sido cedido a multinacionales mineras y petroleras que están hurgando para
llevarse nuestras riquezas nacionales. Ese es el tipo de nacionalismo que
necesitamos y no tanto el patrioterismo barato que hoy se ha impuesto.
Muertos de
"felicidad futbolística"
En el relato épico
que se cuenta sobre la reciente historia del futbol colombiano se dice que el
momento de ruptura se presentó el 5 de septiembre de 1993 cuando en la
eliminatoria para el Mundial de Futbol de los Estados Unidos la Selección
Colombia derrotó 5 a 0 a la Selección Argentina. Lo que no se dice es que ese
mismo día se inició una funesta tradición que acompaña las celebraciones de los
triunfos futbolísticos en este país, principalmente en la ciudad de Bogotá. De
esa tradición no se habla, por su carácter sangriento y mortal, y para no
empañar el recuerdo de ese espectacular partido.
La tradición
consiste en matarse durante las celebraciones colectivas, recurriendo a todos los
instrumentos que estén al alcance de los furibundos hinchas (pistolas,
revólveres, automóviles, motocicletas…). Durante la celebración por esa
victoria, en las calles de Bogotá murieron 100 personas. Para decirlo en forma
lapidaria: cada gol convertido en el Estadio Monumental de Buenos Aires
por el equipo colombiano costó 20 muertos, la mayor parte de ellos jóvenes y
adolescentes, en medio de la fiebre patriotera que se desató tras esa
victoria pírrica, no por el resultado del partido contra Argentina, sino por la
muerte que la acompañó.
Lo paradójico de
este acontecimiento deportivo radicó en que tanto los periodistas como los
políticos lo concibieron como un momento de transición de la violencia a la
paz. Al respecto el 6 de septiembre de 1993 El Tiempo editorializó
sobre el triunfo en Argentina de la siguiente forma:
“Colombia renace de la violencia con un balón en la
mano. Puede parecer frívolo que […] una victoria apabullante […] lleve
al país a una etapa de optimismo. No se trata de pensar que el deporte sea la
actividad más importante de un país, pero lo que ocurrió en la nación del sur
es la muestra de una nacionalidad, un conglomerado, una entidad que no se deja
superar ni aplastar por la bala, el chantaje, el secuestro... ¡Viva
Colombia! Esta es la patria que ha sabido superar etapas de violencia
inusitada, de frialdad infinita, de dolor que a veces creemos no poder
soportar”vi.
Se creía que con triunfar en un partido de futbol se iban a
borrar de un plumazo 40 años de violencia, como lo dijo el entonces Presidente
de la República, César Gaviria Trujillo cuando en el Estadio El Campin de
Bogotá recibió a los miembros de la Selección y los comparó con los libertadores
que habían rotó con la tiranía española a comienzos del siglo XIX, porque la
selección había liberado al país de los “violentos”: “Hoy más que nunca estoy
convencido que tenemos las bases suficientes para mirar con orgullo nuestro
presente y nuestro porvenir. Y lo digo con la seguridad que me embarga: ya no
hay vuelta de hoja, no hay paso atrás, no hay camino de reversa. Atrás quedan
los pesimistas. Atrás quedan los violentos. Atrás quedan los
perseverantes pregoneros del desastre. La magia del fútbol surgió de manera
asombrosa y reina sobre Colombia” vii .
Cuando se
pronunciaban estas palabras, con las que exaltaban la supuesta paz que se
derivaba de ese triunfo futbolístico, ya habían muerto o estaban agonizando
cerca de 100 colombianos, y otras 1000 estaban heridos. La paradoja residía en
que a la par que se exaltaba una victoria deportiva como un ejemplo de paz, de
apertura hacia un nuevo país, libre de las secuelas de la violencia, ese “nuevo
mito fundador” de concordia nacía lleno de sangre y violencia. Lo que se
dibujaba como una muestra de orgullo nacional se convirtió en una vergüenza, de
la que hoy nadie se quiere acordar, como si esos muertos no importaran.
Esa vergüenza
futbolística se acrecentó al año siguiente, cuando tras un sonoro fracaso en el
Mundial de los Estados Unidos fue asesinado el futbolista Andrés Escobar, por
sicarios al servicio de narcos y apostadores antioqueños. A este joven
futbolista se le mató por el terrible “delito” de cometer un autogol en un
partido contra los Estados Unidos. Los mafiosos y apostadores nunca le
perdonaron este hecho y lo acribillaron cerca a Medellín el 2 de julio de 1994,
hace exactamente veinte años. Como lo dice una crónica sobre este
suceso: “Pasaron ya 20 años desde su asesinato y esta Colombia violentada y
herida sigue poniendo muertos por cuenta del fútbol. No parece haberse sacudido
jamás de esa cultura de la bala fácil, del crimen impune, de la muerte en la esquina”viii.
A la selección le
fue muy mal en los Mundiales de 1994 y 1998 y por esa circunstancia no hubo
muertos. Dejó de participar durante 16 años en los Mundiales, pero desgraciadamente
clasificó para el Mundial de Brasil y también por desgracia le fue bien, y eso
volvió a producir muertos. Porque en eso radica la gran tragedia: la dicha de
los triunfos en lugar de generar un espíritu de solidaridad y concordia se
convierten en fuente de odio, de venganza y de muerte.
En síntesis, la
“positiva identidad nacional” que representaría la selección nacional de futbol
y que exaltaban los periodistas terminó en un terrible derramamiento de sangre
en las calles bogotanas en septiembre de 1993, y desde entonces se presenta
periódicamente cada vez que hay un sonoro triunfo en un Mundial, como se acaba
de escenificar en las últimas tres semanas.
En efecto, durante
los cuatro partidos que ganó Colombia en el Mundial de 2014 se presentaron una
veintena de muertos, 9 de ellos en el primer partido contra Grecia del 14 de
junio. Al respecto, en un portal virtual se afirma: “La escandalosa cifra de 9
muertos en Bogotá como consecuencia de la celebración desbordada porque la
selección colombiana de fútbol ganó un partido en la Copa de Brasil 2014, es
una vergüenza mundial. Ese hecho debería suscitar una honda reflexión ciudadana
acerca del país que tenemos”ix. Además
de los muertos, en la jornada de celebración resultaron numerosos heridos en
más de 3000 riñas callejeras.
A raíz de este
hecho tanto en Bogotá como en otros lugares del país se tomaron medidas de
índole represiva, entre ellas la prohibición de consumir alcohol (Ley Seca), se
militarizaron –más de lo acostumbrado- los espacios urbanos y durante los días
en que jugaba la Selección Colombia en el territorio nacional se vivió en un
virtual Estado de Sitio. Incluso hubo lugares del país (como en Sogamoso,
Boyacá), en donde se implantó el Toque de Queda el día que Colombia jugó contra
Costa de Marfil. Miles de soldados y policías ocupaban el centro de las
ciudades y los barrios considerados como problemáticos. Así, con el pretexto de
cuidar y proteger se justifica la militarización y la represión, como si el
asunto fuera puramente coyuntural y no respondiera a problemas estructurales de
la sociedad colombiana, que no pueden remediarse con medidas represivas de
corto plazo. Si eso se hace con el pretexto de una competencia deportiva, ¿qué
puede esperarse cuando haya movilizaciones y protestas sociales? En una muestra
de humor macondiano, cuando Colombia jugó contra Brasil, se restringió el uso
de harina y espuma durante la hipotética celebración por el anunciado triunfo
–que nunca llegó–, como medida preventiva encaminada a evitar las riñas
callejeras. Un efecto perverso que producen tanto las violentas celebraciones
de los triunfos como la represión subsecuente radica en desocupar las calles y
aislar a la gente en sus casas, ante los temores que suscitan los riesgos de
las incontrolables celebraciones, en las que se mezclan alcohol, intolerancia,
patrioterismo y armas de fuego.
¿Cuáles pueden ser
las razones que explican ese comportamiento violento y criminal durante la
celebración de un triunfo de la Selección Colombia en un Mundial de Futbol?
Desde luego, existen múltiples factores que deben ser considerados. En primer
lugar, el hecho que el futbol en Colombia desde la década de 1980 se convirtió
en un negocio multimillonario manejado por el narcotráfico y el
paramilitarismo, como lo evidenciaba una de las consignas que coreaban los
hinchas de Millonarios en el Estadio El Campin, cuando ese equipo se enfrentaba
al Atlético Nacional de Medellín a finales de esa década: “Escobar, Escobar,
Gacha tu papá”. Esta jerga traducida quiere decir que el narcotraficante Pablo
Escobar Gaviria, hincha y dueño del Nacional, era rebasado por Gonzalo Rodríguez
Gacha, Alias el mexicano, otro capo del narcotráfico y el paramilitarismo que
era dueño de Millonarios. Los hinchas eran conscientes que los dueños de sus
equipos eran los capos del Cartel de Medellín y eso no los avergonzaba. En
otros términos, así como la sociedad y la cultura colombianas se volvieron
traquetas, el futbol también se tornó traqueto, y eso es algo que desde
entonces no ha cambiado, aunque al frente de los equipos no estén los mismos
mafiosos de ayer, pero si sus herederos. Dado que la violencia física es un
comportamiento típico del traqueto, esa violencia llegó al futbol colombiano
para quedarse por largo tiempo.
En segundo lugar, el
futbol es un negocio multimillonario en Colombia –aunque no alcance, por
supuesto, los niveles del futbol europeo– que produce ganancias fabulosas a
mafiosos, a empresas nacionales y multinacionales, a cadenas radiales y
televisivas, a periodistas… y por tal circunstancia dejó de ser, como antes, un
espectáculo exclusivamente dominical, para difundirse todos los días y a todas
horas en un horrible proceso de colonización cultural, que elimina cualquier
muestra de otros deportes y otros usos del tiempo libre. Estamos
asfixiados de futbol hasta los tuétanos. Por eso, no sorprende que en la
cultura urbana los principales modelos a imitar sean los futbolistas
multimillonarios que juegan en las ligas europeas. ¿Qué puede esperarse de Colombia,
un país cuyo referente principal es un futbolista que juega en un club del
Principado de Mónaco? Por supuesto, en este país nadie quiere ser profesor,
investigador, escritor, artista, trabajador… sino futbolista.
En tercer lugar, y
como parte del negocio que pervirtió el futbol, las grandes marcas lo han
invadido y en el caso de Colombia tienen una gran presencia, como vimos atrás,
los productores de cerveza. En el imaginario cotidiano se identifica, en
consecuencia, el futbol con el consumo de alcohol, una mezcla que es explosiva
y máxime en este país intolerante y sectario. En este sentido, no debe
sorprender que Cerveza Águila, patrocinador de la Selección Colombia, tenga
como interés prioritario que aumente la venta y consumo de sus productos,
mientras la gente ve un partido de futbol y no resulta extraño que mientras
beben cerveza se maten, al fragor del encuentro. Si eso es así, ¿por qué se
permite que una productora de cerveza patrocine a la Selección Colombia?
En cuarto lugar,
en la Colombia urbana se han destruido gran parte de los espacios culturales
para la población en general y en su lugar se han erigido Centros Comerciales,
repletos de televisores, en los que todo el tiempo se transmiten partidos de
futbol, como única alternativa cultural, lo cual se complementa con el hecho
que la televisión, nacional o extranjera, dedica una enorme cantidad de tiempo
al futbol. Ante la ausencia de otros espacios de sociabilidad cultural, a la brava
el pueblo colombiano se ha convertido en un adicto al futbol y en torno al
mismo se concentran amores, odios y pasiones, como no lo genera ningún otro
deporte, ni siquiera el ciclismo que le ha dado importantes triunfos al país,
como ganar el Giro de Italia. Podría decirse, con razón, que el
fanatismo por el balompié no es exclusivo de Colombia, pero acá el factor
adicional radica en que el futbol como distracción exclusiva de la población se
mezcla con una acentuada intolerancia política y social y con una gran dosis de
violencia, que aflora con más fuerza cuando juega la selección nacional, sobre
todo en un Campeonato Mundial, por aquello que se repite a diario por los
medios de comunicación que los colombianos somos una “raza especial” y
poseedores de una grandeza innata.
En
quinto lugar, el propio Estado le otorga más interés al futbol y a la guerra
que a la educación o a la investigación científica. Para la muestra un botón reciente: en pleno
Mundial del Brasil, el gobierno anunció el recorte del presupuesto de
COLCIENCIAS en un monto de 125 mil millones de pesos menos con respecto a lo
asignado en el año anteriorx.
Con esto vamos de maravillas: futbol a granel, dinero para la guerra interna
que soportamos y menos inversión en investigación y educación. Pero eso a quién
va a interesar, si al común de los habitantes de Colombia se le ha convencido
que es más importante para el país un futbolista, que un médico, un enfermero o
un profesor. Si la educación colombiana es un desastre, como lo es, el futbol
tiene asegurado un lugar en la cultura cotidiana de los colombianos, pero no
solamente el futbol como tal, sino toda la cultura traqueta y violenta que se
ha erigido a su alrededor.
En sexto lugar, la
prensa y en especial los locutores y comentaristas deportivos son promotores
del patrioterismo barato, del falso orgullo nacional y del odio y el
resentimiento hacia los rivales. Cada transmisión de futbol, tanto en radio
como en televisión, es un verdadero culto a la violencia, a la arrogancia, al
chovinismo elemental. Cada partido de la selección Colombia es
afrontado cual si fuera una guerra, donde el rival es un enemigo despreciable
al que debe liquidarse sea como sea. Si un árbitro se equivoca es
colocado en la picota pública como el responsable de las desgracias nacionales.
Aparte de todo, un gran sector de periodistas y locutores –a los que se les
dice “profesores” (¡hasta donde hemos llegado!)– han estado ligado al narcotráfico
y al paramilitarismo, o son empleados de las empresas patrocinadoras de la
Selección Nacional y las empresas de comunicación en las que trabajan están
interesadas en inclinar sumisamente a la opinión pública a favor de la
Selección, como muestra excelsa de patriotismo. Los locutores colombianos se
asemejan a los de las emisora y televisión de Las Mil Colinas en Ruanda que en
1994 llamaban al asesinato de las “cucarachas tutsis”. Esa Radio del Odio, como
fue denominada, es corresponsable del genocidio de 800 mil personas en aquel
país africano. Pues las emisoras y los canales de televisión en Colombia son
también Ondas del Odio y eso aflora con una fuerza inusitada durante las
transmisiones de los partidos de futbol de la Selección Nacional, cuando los
locutores recalcan el “gooooool de mi patria”. Estos locutores y comentaristas
abusan: “No se desprenden de cierta malevolencia, quieren anticiparse al futuro
e inventan. Son camorreros, andan con la navaja bajo la ruana. […] Se mantienen
en lo suyo: la agresividad y la omnipotencia […] Un partido es un rito y exige
un sacerdote que dé gritos, que lloriquee patrióticamente, que ensalce la
bandera. Va a ser difícil acabar esos vicios. Escuchar comentarios colombianos
es como la película de horror que pasan todos los años en vacaciones: algo
trillado, aburrido”xi.
Además, difunden entre la población de ser malos ganadores y malos perdedores.
Malos ganadores porque se celebra los triunfos con violencia y odio y malos
perdedores porque nunca se reconoce que en un juego se puede ganar y perder y
tampoco se le reconocen méritos a los rivales.
Para
completar, ese odio visceral no es característico solamente de los locutores
deportivos, porque periodistas en general en este país hablan de los
ecuatorianos, venezolanos y bolivianos, como seres inferiores, “indios
desaseados”, “negros perezosos” y han llegado a calificar en repetidas
ocasiones a sus dignatarios con apelativos despreciables, que por su bajeza no
vale repetir en este lugar.
Con todos estos
ingredientes, y muchos otros que no se mencionan en este lugar, no resulta
extraño que haya tantos muertos cuando juega la Selección Colombia. Y por esa
razón, a los colombianos que amamos la vida nos toca hacer fuerza para que cada
vez que juega este equipo pierda y sea eliminado en forma rápida. Esta es una
buena forma de evitar un inútil derramamiento de sangre. Por qué si cuando
triunfa hay tantos muertos y tanta represión, pues mejor que pierda, si no
queremos que cada gol equivalga a muchos jóvenes muertos en el territorio
nacional.
Por estas líneas
que hemos escrito se nos dirá que somos antinacionales, que no es justo
generalizar porque los violentos son unos pocos y desadaptados, pero que la
inmensa mayoría de colombianos son pacíficos y que además no se le puede quitar
la felicidad a 45 millones de personas, que han gozado de lo lindo con los
logros de la Selección en el Mundial de Brasil. Nada de esto tiene importancia
mientras siga muriendo un solo colombiano, uno solo, por un partido de futbol,
un simple juego, algo que si se mira con detalle es banal e intrascendente.
¿Qué importa más: la felicidad fugaz de unos cuantos días, o la vida de decenas
de personas? La sola pregunta ofendería en una sociedad racional, pero no en
una sociedad enferma de odio hacia los otros, hacia los que son diferentes,
como la colombiana, donde aparte de un patrioterismo barato también se ha
impuesto un chovinismo traqueto, del que se lucran con creces las grandes
empresas, los medios de comunicación corporativos y los mercachifles del
futbol.
NOTAS
i. Eric Hobsbawm, Un tiempo de rupturas.
Sociedad y cultura en el siglo XX, Editorial Crítica, Barcelona, 2013,
p. 43
ii. Nos hemos basado para este análisis en Martín
Alonso Zarza, “La construcción social del resentimiento. La historia, de los Balcanes
a los Alpes”, en Con-Ciencia Social, No. 4, 2000, pp. 48 y ss.
iii. “La pasión del futbol se pasa con
cerveza”, http://www.dinero.cLom/actualidad/articulo/la-pasion-del-futbol-pasa-cerveza/161907
iv. Disponible en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=172111
v. Ibíd.
vi. Hernando Santos, “¡Viva Colombia!”
(Editorial), El Tiempo, septiembre 6 de 1993. Pág. 4A.
vii. César Gaviria, Discurso en homenaje a la
Selección Colombia pronunciado en el Estadio Nacional Nemesio Camacho.
Septiembre 6 de 1993
viii. Juan David Laverde Palma, “El estremecedor
relato del caso de Andrés Escobar”, El Espectador, junio 21 de 2014. Disponible
en
http://www.elespectador.com/noticias/judicial/el-estremecedor-relato-del-fiscal-del-caso-de-andres-es-articulo-499808
ix. Aldemar Hoyos Gaviria, “Costa Rica 0-Colombia
9 muertos”, http://www.las2orillas.co/costa-rica-0-muertos-colombia-9/
x. “Gobierno recorta presupuesto de
COLCIENCIAS”, El Espectador, julio 3 de 2014.
xi. Andrés Salcedo, “Los comentaristas
abusan”, http://www.semana.com/enfoque/enfoque-principal/articulo/andres-salcedo-los-comentaristas-abusan/394393-3
(*) Renán Vega Cantor es historiador. Profesor titular de la Universidad
Pedagógica Nacional, de Bogotá, Colombia. Autor y compilador de los libros Marx
y el siglo XXI (2 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998-1999;
Gente muy Rebelde, (4 volúmenes), Ed. Pensamiento Crítico, Bogotá, 2002;
Neoliberalismo: mito y realidad; El Caos Planetario, Ediciones Herramienta,
1999; Capitalismo y Despojo, Ed. Pensamiento Crítico, Bogotá, 2013, entre
otros. Premio Libertador, Venezuela, 2008. Su último libro publicado es Colombia
y el Imperialismo contemporáneo, escrito junto con Felipe Martín Novoa, Ed.
Ocean Sur, 2014.
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