Cuando
el árbol no deja ver el bosque
Por
Federico Fuentes
|
ALAI-AMLATINA / Green Left Weekly | 12 junio del 2014
La
reciente avalancha de campañas de alto perfil contra proyectos de extracción de
materias primas ha abierto una importante y novedosa dinámica en los vastos
procesos de cambio que se dan en América del Sur. La comprensión de su
naturaleza y significación es decisiva para aprehender las complejidades
inherentes al cambio social y mejorar la construcción de solidaridad con las
luchas populares.
Muchas de las campañas que apuntan específicamente hacia la
minería, la industria del petróleo, los agronegocios o la tala de bosques
tienen aspectos que les son comunes. Han puesto en alerta a la población acerca
de una variedad de temas medioambientales como la escasez de agua potable, la
conservación de los bosques y el uso sostenible del suelo.
En
algunos casos, particularmente en Ecuador y Bolivia, estas campañas han tenido
influencia en debates ya existentes sobre cuestiones como el cambio climático,
los derechos de la Madre Tierra y los modelos alternativos de desarrollo
necesarios para conseguir cambios radicales.
Otro
aspecto común ha sido el papel central desempeñado por las comunidades
indígenas del ámbito rural. Esto se debe no solo al hecho de que estos
emprendimientos extractivistas se desarrollan en sus territorios sino también
al papel destacado que los movimientos indígenas han tenido en el ambientalismo
a escala global.
Como
resultado de ello, temas como la autonomía de los pueblos originarios y el derecho a la
consulta previa sobre las tierras ancestrales antes de la puesta en marcha de
proyectos extractivos se han entrecruzado con debates acerca de la extracción
de recursos y el medio ambiente.
Esto
es particularmente cierto en Ecuador y Bolivia, donde los pueblos originarios
constituyen una minoría considerable de la población, o incluso son
mayoritarios. En esos países, los conceptos indígenas como el del “Buen vivir”*
y la “Pachamama”* se han convertido en algo corriente en el discurso público e
incluso han sido incorporados a las nuevas constituciones, que proporcionan un
marco para las sociedades nuevas que esos movimientos sociales están tratando
de construir.
Otro
aspecto común es que las mencionadas campañas pueden encontrarse casi en
cualquier país de América del Sur, independientemente de que esté gobernado por
la derecha neoliberal, como Colombia, o por un izquierdista descendiente de un
pueblo originario, como es el caso de Bolivia.
¿Una nueva política?
A
partir de este panorama, algunos representantes de la izquierda han concluido
que América del Sur está viviendo un nuevo ciclo de protestas populares
caracterizadas por un conflicto entre gobiernos partidarios del extractivismo y
comunidades que están contra esa política.
Por
ejemplo, el editor de Upside Down World, Benjamin Dangl, dice que estas
campañas son el resultado de “conflictos más amplios entre las políticas
extractivistas de países conducidos por gobiernos izquierdistas… y las
políticas de la Pachamama, y la forma en que los movimientos indígenas se
resisten al extractivismo en defensa de sus derechos, sus tierras y el
medioambiente”.
La
socióloga argentina Maristella Svampa avanza en esta idea diciendo que la
emergencia de un nuevo modelo de dominación capitalista en América del Sur es
el responsable de este nuevo ciclo de protestas.
Svampa
dice que mientras que antes los movimientos sociales luchaban contra gobiernos
neoliberales seguidores del Consenso de Washington, el problema de hoy son los
gobiernos “neoextractivistas” que adhieren al “Consenso de las Materias Primas”
(commodities).
Ella
aclara que la palabra “consenso” se refiere a un nuevo “orden
político-ideológico” que se sostiene por el espectacular crecimiento de los
precios de las materias primas que ha llevado a una expansión de las industrias
extractivas y producido beneficios extraordinarios en términos de crecimiento
económico y reservas estatales de divisas.
Sin
embargo, Svampa señala que este “cambio en el modo de la acumulación
[capitalista]” ha producido nuevas formas de inequidad y conflicto. El
resultado es “un sesgo eco-territorial” en las luchas populares, que ahora se
centran en cuestiones como la tierra, el medio ambiente y los modelos de
desarrollo.
El
periodista uruguayo Raúl Zibechi sostiene que estas campañas “señalan el
nacimiento de un nuevo ciclo de luchas que darán vida a nuevos movimientos antisistema,
quizá más radicalmente anticapitalistas en tanto cuestionen cierto
desarrollismo y hagan suyo el concepto del Buen Vivir* como principio ético y
punto de referencia de su acción política.
Aunque
la terminología es diferente, es evidente el trasfondo popular de ambas
posiciones.
En
este contexto, Dangl concluye que los activistas de la solidaridad no ignorarán
este conflicto y en cambio se centrarán en la promoción de esos “espacios de
disenso y debate en los movimientos por el medio ambiente protagonizados por
indígenas y campesinos”.
Nadie de los que participan en los movimientos de
solidaridad está en desacuerdo con la necesidad de ser solidario con aquellos
que luchan contra el impacto negativo de las industrias extractivas. Sin
embargo, un movimiento solidario que limite su visión de las políticas en
América de Sur al estrecho prisma de “extractivismo vs. antiextrativismo”
podría terminar tirando piedras sobre su propio tejado.
Extractivismo
Las industrias extractivas existen en todos los países
sudamericanos. Sin embargo, los que están preocupados por el extractivismo a
menudo no tienen en cuenta que la razón de esta existencia está en la historia
misma de la dominación imperialista del continente. Los gobiernos progresistas
heredaron economías con una profunda dependencia de la exportación de materias
primas dado que éste es el papel que durante siglos los países coloniales e
imperialistas asignaron a América. Por lo tanto, la superación del
extractivismo está íntimamente ligada con la superación del control
imperialista de las economías latinoamericanas.
Cualquier campaña contra el extractivismo en América del Sur
que se pretenda genuina, sobre todo las que emprendan los activistas solidarios
en los países imperialistas, deben comenzar por señalar con el dedo a los
verdaderos responsables del extractivismo en América del Sur: los gobiernos
imperialistas y sus empresas transnacionales.
La etiqueta de “extractivista” también oculta las
diferencias existentes entre los gobiernos que están en la puja de las empresas
transnacionales en los países imperialistas y los gobiernos de los pueblos que
están tratando de utilizar sus recursos nacionales para romper la dependencia
imperialista y mejorar el nivel de vida de la mayoría de su población.
Este
último es el caso de la estrategia puesta en marcha por el gobierno boliviano
con el apoyo activo de la población. A partir de la nacionalización de las
reservas de gas en 2006, el estado boliviano captura más del 80 por ciento de
los beneficios generados por este sector extractivo. Esta riqueza reciente ha
hecho posible que desde 2005 se multiplicara por siete la inversión social y
productiva del gobierno.
Los
resultados de esta política son evidentes en la disminución del nivel de
pobreza (del 60,6% en 2005 al 43,4 en 2012) y la enorme expansión del acceso a
los servicios básicos (salud, educación, suministro de agua potable y
electricidad, etc.).
El
proceso de industrialización iniciado por el gobierno también significa que para
finales de 2014 el país no solo será capaz de satisfacer sus necesidades de
gasolina y gas natural sino también podrá exportar gas. La
distribución de la renta del gas hacia otros sectores de la producción ha hecho
que el crecimiento del sector manufacturero haya superado al de la minería y
los hidrocarburos.
Estos
avances en el procesamiento nacional de las materias primas y la
diversificación de la economía son apenas algunos ejemplos de la forma en que
el gobierno de Bolivia está tratando de superar una historia de extractivismo
en detrimento del país. Según Benjamin Kohl, son pasos dados en la dirección de
un “aflojamiento general del control transnacional” del estado y la economía de
Bolivia.
Hay
debates en curso sobre el éxito alcanzado por los gobiernos izquierdistas de
países como Bolivia, Venezuela y Ecuador en la consecución de sus metas
establecidas, y sobre los problemas en el intento de desarrollar un modelo que
continúa dependiendo de las industrias extractivas.
Sin
embargo, la definición del marco del debate entre quienes defienden el
extractivismo y quienes se oponen a él ignora el hecho de que prácticamente
nadie propone cerrar todas las industrias extractivas, sobre todo a la luz del
devastador impacto que podría tener en los pueblos y economías de América del
Sur.
Incluso,
algunas de las críticas más agudas del extractivismo en América latina, como la
del uruguayo Eduardo Gudyñas y el intelectual radical boliviano Raúl Prada,
reconocen la necesidad de diferenciar lo que ellos llaman extractivismo
“predatorio”, “sensato” e “indispensable”.
Es
verdad que la mayor parte de los movimientos contra proyectos extractivos
específicos tampoco proponen poner fin a toda industria extractiva y que en el
interior de las comunidades locales involucradas en esas campañas convive una
variedad de puntos de vista.
Un
ejemplo es la compleja situación existente en Ecuador en torno a la propuesta
de realizar perforaciones petrolíferas en el Parque Nacional de Yasuni.
Mientras que grupos ambientalistas, colectivos de jóvenes de las ciudades y
algunos grupos indígenas han desarrollado una importante campaña en contra de
la propuesta, algunas comunidades originarias han expresado su apoyo al
proyecto.
La
organización indígena más importante de Ecuador, CONAIE, no se sumó al reciente
pedido de un referéndum sobre la cuestión debido a los diferentes puntos de
vista en su interior. El presidente de CONAIE, Humberto Cholango, explicó lo
que pasaba: “Tenemos dificultades internas. Se deben a que CONAIE es una
organización muy grande y diversa. En la región amazónica hay muchos grupos que
dicen ‘nosotros somos los dueños de la tierra y no queremos que se explote’.
Estas posiciones existen. Tenemos que escuchar esas voces”.
Algo
parecido sucedió en los yacimientos de minerales de Mallku Khota. Mientras que
algunos observadores extranjeros y algunas ONG vieron allí un ejemplo de
comunidades indígenas que cuestionaban el programa de minería del gobierno
boliviano, la realidad era algo diferente. En la campaña, las preocupaciones
ambientalistas parecían lo más importante; sin embargo, los manifestantes no
estaban motivados por el antiextractivismo. La motivación principal era su
extrema pobreza y las oportunidades económicas que algunos veían que podían
extraerse de la mina si ésta era manejada por las comunidades locales. Esta era
la razón por la que los manifestantes pedían que la empresa transnacional
abandonara el proyecto y fuera reemplazada por una cooperativa local; según
decía Damián Colque, “mallku” (jefe) de la federación indígena del lugar:
“Nosotros queremos ser campesinos mineros”.
El
debate es mucho más complejo que un sencillo “por” o “contra” la industria
extractiva. Con mucha frecuencia, incluso aquellos que tratan de reducir el
debate a uno que involucra a gobiernos extractivistas y movimientos indígenas
que están contra el extractivismo ignoran la existencia de esta diversidad de
puntos de vista.
Antiextractivismo
Es importante distinguir entre campañas legítimas contra
proyectos extractivos específicos y aquellos que intentan aprovechar esas
campañas para hacer avanzar su propia agenda de reivindicaciones.
Un buen ejemplo de esto fue el conflicto que se produjo a
partir de la propuesta de ferrocarril que iba a atravesar el Territorio
Indígena y el Parque Nacional Isidoro Secure (TIPNIS) en Bolivia. Nuevamente,
algunos observadores se apresuraron a asignar un sesgo antiextractivista a la
protesta e iniciaron una campaña contra cualquier trazado ferroviario. Sin
embargo, las comunidades originarias implicadas en la protesta solo se oponían
al trazado propuesto.
Aparte de las comunidades que estaban de acuerdo con el
proyecto original, quedó claramente en evidencia que entre las comunidades
había algunas que querían que el ferrocarril cruzara la Amazonia sin atravesar
el TIPNIS mientras que otras querían que su trazado discurriera cerca de sus
poblados de modo de tener acceso a él. Incluso, el principal portavoz, Fernando
Vargas, expresó claramente en varias ocasiones que ellos nunca se habían
opuesto al ferrocarril en sí sino al trazado propuesto, que preveía pasar
cruzando el TIPNIS.
Este
es solo un ejemplo de clara discrepancia entre las demandas de los que
protestan y las que intentan hacer avanzar su propia agenda antiextractivista.
El
“antiextractivismo” también ha sido utilizado por alternativas contrarias al
ambientalismo que se pretenden respetuosas del medio ambiente, particularmente
cuando los críticos radicales del extractivismo no presentan ninguna propuesta
sobre cómo satisfacer las necesidades populares.
Un
ejemplo de esto es la promoción de esquemas compensatorios de la producción de
CO2. Estos planes pagan a comunidades del Hemisferio Sur para
proteger ciertas zonas forestales para “compensar” la polución por CO2 provocadas
por empresas del Hemisferio Norte. A pedido de ciertas ONG, los activistas del
TIPNIS impulsaron una demanda para que las comunidades indígenas pudieran
recibir fondos de proyectos de Reducción de Emisiones por la Deforestación y la
Degradación de la Selva (REDD, por sus siglas en inglés).
Numerosos grupos indígenas y ambientalistas han denunciado
estos esquemas por ser equivalentes a la privatización de la selva. Sirven para
consolidar la desigualdad existente entre los países industrializados e
imperialistas y los que dependen de la exportación y la industria extractiva,
sin promover ninguna reducción significativa de las prácticas que producen la
polución.
Otras alternativas propuestas incluyen la instalación de
empresas locales que se ocupen de actividades como el ecoturismo, la
explotación maderera sostenible y la minería en pequeña escala, como una manera
de crear capitales para satisfacer necesidades locales. Hasta ahora, ninguno de
estos proyectos de negocios ha erradicado la pobreza; antes bien, han
contribuido a una integración mayor de las comunidades rurales del lugar en el
mercadocapitalista.
Otra alternativa “antiextractivistas” consiste en la entrega
de la propiedad de recursos naturales a las comunidades locales. Esto les daría
el control de lo que pasa en relación con la riqueza nacional. Junto con la
enorme desigualdad que esta modalidad puede generar entre las diversas
regiones, la experiencia muestra que una política como esta no necesariamente
cierra el paso al avance de las empresas transnacionales ni de los gobiernos
capaces de cooptar a las comunidades originarias en sus proyectos.
Solidaridad
Algo
que es común a esas iniciativas es que ninguna de ellas es una alternativa
viable para la vasta mayoría de la población, compuesta en su mayor parte por
indígenas y antiguos campesinos que, como resultado de factores sociales,
económicos y medioambientales, se ven forzados a abandonar sus tierras y a
desplazarse a las ciudades.
Estas
personas, que se pueden contar por millones, se enfrentan también con las
secuelas derivadas de las industrias extractivas: el cambio climático y la
degradación medioambiental.
Sus
anhelos y luchas pueden tomar diferentes formas, pero de ningún modo carecen de
legitimidad. Ya que todas ellas hablan de un “sesgo ecoterritorial” en la lucha
de los pueblos; la mayor parte de las protestas en América del Sur siguen
estando centradas en el acceso a los servicios básicos, las infraestructuras y
las condiciones laborales. Estos “espacios de disenso y debate” merecen ser
respetados y ampliados ya que en países como Bolivia son también un componente
vital en la lucha por el cambio.
Después
de que algunos gobiernos neoliberales fueran derrotados y se aprobaran nuevas
constituciones en países como Bolivia y Ecuador, se han abierto importantes
debates que han abarcado a toda la sociedad sobre cómo hacer realidad nociones
novedosas como la del Buen Vivir*, los derechos de la Pachamama y la autonomía
de los pueblos originarios sin dejar de tener en cuenta al mismo tiempo las
necesidades del desarrollo de los pueblos.
En
relación con estos temas, se han expresado puntos de vista diferentes entre y
dentro de los movimientos sociales. No obstante, todos ellos dirigidos contra
el impacto de devastación social, económica y medioambiental de la explotación
imperialista y acompañando la lucha por una vida mejor.
Un
punto de vista que en América del Sur cierre los ojos ante esta realidad y solo
vea gobiernos extractivistas y comunidades rurales antiextractivistas es
injusto con las luchas de la mayoría. En lugar de amplificar las voces de
quienes han estado en la vanguardia de las recientes rebeliones, tiende a
silenciarlas.
Además
se corre el riesgo de que en el intento de salvar algunos árboles termine
destruyéndose todo el bosque.
La contraposición estrecha extractivismo vs.
antiextractivismo ha sido utilizada para fomentar la división entre los
movimientos sociales, debilitando así la unidad necesaria para alcanzar un
cambio radical.
Hay mucha evidencia que muestra que gobiernos y ONG
extranjeros han estado trabajando para agudizar –en vez de resolver– tensiones
entre movimientos sociales de distintas regiones. A esas fuerzas les complace
la promoción del antiextractivismo si les es útil para derribar gobiernos
populares y evitar los cambios.
Sin
embargo, en lugar de denunciar esto, algunos activistas hacen lo posible para
que los movimientos sociales tomen una posición en detrimento de la otra.
Por
ejemplo, Bret Gustafson admite que en Bolivia, “un país marcado por una
profunda pobreza en el que se ha hecho del gas una cuestión de salvación
nacional, existe una pequeña oposición popular a la extracción de gas natural”.
Esto le lleva a concluir que, para los activistas de la solidaridad, la
posibilidad de construir lazos solidarios está limitada a tender una mano “a
los marginales urbanos, particularmente los jóvenes, a los campesinos y a las
comunidades afectadas por el extractivismo”.
Da
la impresión de que la mayor parte de los bolivianos que son víctimas de una
economía nacional dependiente de la extracción de un recurso pero no comparten
los puntos de vista antiextractivistas de Gustafson no son merecedores de
ayuda.
Rechazar la limitada política del antiextractivismo no significa
que los activistas solidarios no puedan apoyar a aquellos que luchan contra el
impacto de las industrias extractivas.
Una
tarea importante que podemos asumir es la introducción en nuestros países de
algunos debates decisivos que están teniendo lugar en América del Sur. La
solidaridad efectiva requiere explicar el contexto dentro del cual se dan esos
debates, tanto en los países sudamericanos como entre estos países y el
imperialismo.
Esto
también requiere explicar con precisión las diferentes posiciones existentes
entre diferentes movimientos sociales y las variaciones de estas posturas en
relación con los gobiernos progresistas. Podemos hacer esto al mismo tiempo que
reconozcamos que son ellos los que en última instancia pueden resolver sus
diferencias.
Mientras
tanto, deberíamos continuar oponiéndonos a la intromisión de los gobiernos
imperialistas y las empresa transnacionales; de este modo nos aseguramos de que
los movimientos sociales de esos países sudamericanos puedan resolver sus
problemas libres de interferencia extranjeras.
Debemos
recordar también que los cambios radicales necesitan de la construcción de
movimientos sociales con la fuerza suficiente como para implementar cambios y
al mismo tiempo resistir los inevitables ataques de las elites locales y los
gobiernos imperialistas. Dado que la batalla por un mundo mejor es
esencialmente global, es improbable que un país en solitario esté en
condiciones de resolver por sí mismo todos sus problemas.
Los
intentos de “mostrar” la distancia que hay entre la retórica anticapitalista de
algunos gobiernos izquierdistas y la realidad de la extracción de recursos ya
en curso evitan este punto crítico. Cualquier posibilidad que puedan tener los
países de América del Sur de superar su papel de exportadores de materias
primas depende de la creación de un nuevo orden global, y el comienzo de esto
pasa por la reestructuración de las relaciones hemisféricas.
Precisamente,
es esto lo que ha tratado de hacer el gobierno de Bolivia. No solo ha
denunciado el capitalismo y el imperialismo en las cumbres mundiales, sino que
también ha puesto en marcha iniciativas concretas, como la Cumbre de los
Pueblos sobre el Cambio Climático, en Cochabamba, que en 2010 reunió a más de
30.000 personas de todo el mundo con el propósito de discutir y desarrollar
políticas radicales para hacer frente al desastre ecológico.
Los
activistas de la solidaridad deberían emplear menos tiempo en obsesionarse con
la distancia entre retórica y realidad –siempre presente en toda lucha por la
liberación que está en curso– y dedicar más tiempo a explicar por qué, en tanto
exista el capitalismo, los procesos de cambio continuarán enfrentándose con
tremendos obstáculos y peligros.
Reenfoquemos
nuestro punto de vista en el enorme desafío con que nos enfrentamos todos. Esto
quiere decir reconocer que, como dicen Nicole Frabicant y Kathryn Hicks, “solo
un levantamiento popular en una escala sin precedentes hará que los países del
Norte del mundo se responsabilicen seriamente del resto del planeta Tierra y
pongan freno a las fuerzas coercitivas que constriñen a países como Bolivia.”
Federico Fuentes, en coautoría con Roger Burbach y
Michael Fox, escribió Latin America’s Turbulent Transitions: The Future of 21st
Century Socialism y es colaborador regular de la revista Green Left Weekly, en
la que apareció por primera una versión más breve de este artículo.
*
En castellano en el original. (N. del T.)
Traducido
del inglés por Carlos Riba García
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