La
inocencia de Gerardo
Publicado
en: Cinco
luchadores antiterroristas cubanos
19 mayo
2014
La
reunión en Londres de la Comisión Investigadora del caso de los Cinco examinó a
fondo la situación específica de Gerardo
Hernández Nordelo y la acusación infame (el Cargo 3 “conspiración para
cometer asesinato”) presentada sólo contra él y que fundamenta su condena a
morir dos veces en prisión. Se le atribuye, calumniosamente, haber participado
en el derribo el 24 de febrero de 1996 de dos aeronaves del grupo terrorista
autotitulado “Hermanos al Rescate”.
Desde
el punto de vista legal para que un Tribunal de Estados Unidos pudiera actuar,
el hecho en cuestión tenía que haber sucedido en el espacio aéreo
internacional, fuera de la jurisdicción cubana. Caso contrario ninguna Corte
norteamericana habría podido abordarlo.
Por eso
en el juicio de Miami se discutió bastante la cuestión de la ubicación exacta
del incidente, repitiendo lo que antes pasó en el Consejo de Seguridad de la ONU y en la Organización de la
Aviación Civil Internacional (OACI). En esas discusiones surgieron
siempre las contradicciones entre los radares cubanos y los de Estados Unidos.
Sobre los datos norteamericanos, por cierto, habría mucho que escribir, por
ejemplo, la demora en entregarlos, varios meses, que obligó a dilatar el
trabajo de la OACI y la sospechosa destrucción de algunos registros, todo lo
cual consta en el informe de la OACI.
Para
tratar de resolver la discrepancia en lo que mostraban los radares, la OACI
pidió a Estados Unidos que entregase las imágenes tomadas por sus satélites
espaciales, petición que fue rechazada en 1996. Tampoco Washington permitió que
las viera el Tribunal de Miami y lleva mucho tiempo oponiéndose a las repetidas
solicitudes del Centro para el Derecho Constitucional y los Derechos Humanos de
California y litiga ante las Cortes de ese Estado en su afán de mantener
ocultas las imágenes. Pronto se cumplirán veinte años de obstinada
censura.
Sólo
Estados Unidos ha podido examinar lo que filmaron sus satélites, pero no
permite que lo haga nadie más. Ni el Consejo de Seguridad de la ONU, ni la
OACI, ni los tribunales norteamericanos. ¿Por qué?
Sólo
puede haber una respuesta. Washington sabe que el incidente ocurrió
dentro del mar territorial cubano, muy cerca del litoral habanero y en
consecuencia, jurídicamente, nunca tuvo jurisdicción alguna sobre él. Porque
las imágenes satelitales son prueba irrefutable de la mentira yanqui nadie más
que las autoridades estadounidenses podrá verlas nunca.
Pero no
se trata de que las imágenes exculpen a Gerardo. No eran necesarias porque para
condenarlo la Fiscalía tenía que demostrar que él, personalmente, había
participado en el incidente, algo totalmente absurdo, imposible de sostener,
independientemente del lugar donde hubiera ocurrido el derribo de las aeronaves
invasoras. El problema era y es para Washington.
Porque las
imágenes prueban que Estados Unidos, sus autoridades y sus tribunales no tenían
derecho alguno para juzgar un acontecimiento ocurrido más allá de su
jurisdicción territorial. Debe destacarse que, según los radares
norteamericanos, los
aviones volaban, siempre juntos, rumbo sur y uno de ellos, al menos, conforme a
su propia versión, había penetrado el territorio cubano. Incluso, si se
aceptase la teoría estadounidense sobre la ubicación de los aviones, estos se
hallaban en las inmediaciones de la capital cubana, muy cerca de su parte
central y más poblada y en pocos minutos la habrían sobrevolado y hubieran
podido atravesar la isla hasta la costa meridional.
No fue
algo acontecido en la cercanía del espacio norteamericano, sino mucho más abajo
del paralelo 24 que marca la separación entre las zonas de supervisión aérea de
ambos países. Fue ahí, dentro del área bajo control cubano, que transcurrió
buena parte del vuelo, siempre rumbo sur, hacia La Habana y desoyendo las
indicaciones y advertencias emitidas por el centro de control de tráfico aéreo
de nuestro país.
Pero,
en todo caso, Gerardo no tuvo absolutamente nada que ver con el hecho,
en cualquier lugar en que este ocurriese. Y eso lo sabían perfectamente las
autoridades norteamericanas.
Según
el Acta Acusatoria de septiembre de 1998, el FBI había identificado a Gerardo,
conocía la misión que desempeñaba y revisaba sus comunicaciones con Cuba desde
1994, más de dos años antes de aquel suceso que agravó sensiblemente la
situación entre ambos países. Las turbas de la mafia batistiano-terrorista
llamaban entonces a la guerra en las calles de Miami, mientras, según escribió
el Presidente Clinton en sus Memorias, en la Casa Blanca discutían un posible
bombardeo a Cuba y él optó por promulgar la Ley Helms-Burton acompañada de
amenazas belicosas. ¿Puede alguien imaginar que no habrían hecho nada
contra Gerardo si él hubiese sido culpable? Nada hicieron, precisamente, porque
les constaba su inocencia.
Por eso
tampoco lo inculparon cuando fue detenido, junto a sus compañeros en septiembre
de 1998. En la acusación inicial no se dice una palabra sobre lo ocurrido el 24
de febrero del 96, ni se habla de derribo de aeronaves o algo parecido. No lo
hicieron porque el FBI, que poseía y había leído los mensajes entre Gerardo y
La Habana, sabía que era inocente.
El
Cargo 3 (“conspiración para cometer asesinato”) fue formulado, sólo contra
Gerardo, más de siete meses después del arresto de los Cinco cuando ellos
permanecían en confinamiento solitario –el infame “Hueco”- aislados del mundo,
imposibilitados de defenderse. Para hacerlo la Fiscalía presentó una Segunda
Acta Acusatoria que, y así lo registró la prensa de Miami, fue elaborada en
reuniones que abiertamente celebraron el FBI, la Fiscalía y jefes de grupos
terroristas.
Era una
acusación arbitraria, fabricada de pies a cabeza, con el único propósito de
complacer a los criminales, inflamar el odio contra Gerardo y sus compañeros y
garantizar de antemano las peores, ilegales y más irracionales condenas. El
Cargo 3 fue el centro de la desaforada y vulgar campaña mediática promovida y
financiada por el Gobierno Federal, con su presupuesto, que cayó como un
tsunami de mentiras, sobre una comunidad inerme y paralizada por el terror
–cinco artículos por día en los periódicos impresos, incesantes comentarios,
día y noche, en la radio y la televisión locales –conformando lo que justamente
el panel de jueces de la Corte
de Apelaciones, en 2005, calificó como una “tormenta perfecta” de odio,
prejuicios y hostilidad.
Gran
parte del juicio giró alrededor del Cargo 3. Dentro y fuera de la sala del
tribunal, individuos vinculados a “Hermanos al Rescate” alborotaban y hacían
declaraciones estridentes que amplificaban los medios locales. Ellos y los
“periodistas” pagados por el Gobierno perseguían y asediaban a los miembros del
jurado quienes se quejaron a la jueza y ella, por su parte, varias veces
también se quejó al Gobierno, por supuesto, sin resultado alguno.
En la
sala del Tribunal, pese a todo, el infundio de la Fiscalía fue derrotado. Los
acusadores, tan eficaces insuflando odio y prejuicios contra él, no pudieron
presentar una sola prueba para vincular a Gerardo con los sucesos del 24 de
febrero. Nada.
Tan
contundente y obvia fue la derrota que el Gobierno hizo algo totalmente
inusitado. Al final de las discusiones, cuando la jueza iba a dictar las
instrucciones para guiar al jurado a la hora de emitir su veredicto, los
fiscales se opusieron sorpresivamente al texto que, ajustado palabra por
palabra al Acta Acusatoria, ella había preparado. Propusieron cambiarlo
radicalmente. La Magistrada, con buenas razones, no aceptó la petición alegando
que habían empleado siete meses discutiendo esa acusación fiscal y era ya
demasiado tarde para modificarla. Ese mismo día la Fiscalía se precipitó a
hacer algo aun más insólito: en una acción que reconoció “carecía de
precedentes” recurrió ante la Corte de Apelaciones con una “moción de
emergencia” buscando paralizar la decisión del tribunal inferior e incluso la
posposición del proceso.
En
el extraño documento la Fiscalía sostuvo que “a la luz de las evidencias
presentadas en el juicio las instrucciones presentadas por la jueza constituyen
un obstáculo insuperable para esta Fiscalía y pueden conducir al fracaso de la
acusación en este Cargo”.
Debe
subrayarse que, según un principio universal de Derecho, toda persona es
inocente salvo que se demuestre lo contrario y que es obligación del acusador
presentar las pruebas o evidencias necesarias para demostrar la culpabilidad
del acusado. La Fiscalía encaraba ciertamente “un obstáculo insuperable” por la
sencilla razón de que no podía mostrar prueba alguna contra Gerardo,
simplemente porque estas no existen, ni pueden existir. Carecían de cualquier
prueba contra él y peor aún, sabían, pues poseían todos sus intercambios con La
Habana desde hacía varios años –incluso años antes del incidente de las
avionetas-, que él no había tenido relación alguna con ese hecho. En
otras palabras, cuando presentó su Segunda Acta Acusatoria la Fiscalía conocía
cabalmente que estaba acusando a un inocente y en consecuencia, prevaricaba
imperdonable y groseramente.
El
Cargo 3 fue una grave violación a la Constitución y las leyes y también a la
obligación legal y hasta profesional de los fiscales. Actuaron, mano a mano con
el FBI de Miami, como agentes y cómplices de una mafia terrorista que ellos
debían combatir y en realidad la sirvieron con docilidad escandalosa.
La
Corte de Apelaciones tampoco aceptó la tardía solicitud fiscal y a partir de
ahí se produjeron acontecimientos que serían sorprendentes si no se tratase de
un caso que, de principio a fin, ha sido y es un escarnio mayúsculo a la
justicia.
Rápidamente,
sin expresar duda alguna, sin hacer preguntas, en unas pocas horas, el Jurado
declaró culpables a los Cinco de todos y cada uno de los Cargos formulados
contra ellos, incluyendo el Cargo 3, sin importarle a nadie que respecto al
mismo la Fiscalía había admitido su fracaso y se había empeñado por retirarlo.
Al
concluir el juicio, en la primera semana de junio de 2001, la jueza anunció que
dictaría las sentencias a mediados de septiembre. El abominable acto terrorista
del día 11 de ese mismo mes y año al parecer la hizo cambiar de opinión. Ni
ella ni el Gobierno se sentirían cómodos penalizando brutalmente a unos héroes
antiterroristas mientras W. Bush se lanzaba, gozoso y con gran fanfarria, a
hacerle la “guerra al terrorismo” a todo lo largo y ancho del planeta.
Esperaron tres meses más.
Finalmente,
el 14 de diciembre de 2001, Gerardo fue sentenciado a dos cadenas perpetuas más
15 años.
Todos,
en la sala del Tribunal, sabían que castigaban a un inocente.
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