Introducción a La Dialéctica de la
Naturaleza[1]
F. Engels
Escrito: En 1875-76.
Primera edición: En alemán y ruso en el Archivo de Marx y Engels, II, 1925.
Esta edición: Marxists Internet
Archive, junio de 2001.
Fuente: C. Marx y F.
Engels, Obras escogidas, en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú,
1974, tomo 3.
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Las modernas Ciencias Naturales, las únicas, han
alcanzado un desarrollo científico, sistemático y completo, en contraste con
las geniales intuiciones filosóficas que los antiguos aventuraran acerca de la
naturaleza, y con los descubrimientos de los árabes, muy importantes pero
esporádicos y en la mayoría de los casos perdidos sin resultado; las modernas
Ciencias Naturales, como casi toda la nueva historia, datan de la gran época
que nosotros, los alemanes, llamamos la Reforma
—según la desgracia nacional que entonces nos aconteciera—, los franceses Renaissance y los italianos Cinquencento [*], si bien ninguna de estas denominaciones refleja con
toda plenitud su contenido. Es ésta la época
que comienza con la segunda mitad del siglo XV. El poder real, apoyándose
en los habitantes de las ciudades, quebrantó el poderío de la nobleza feudal y
estableció grandes monarquías, basadas esencialmente en el principio nacional y
en cuyo seno se desarrollaron las naciones europeas modernas y la moderna
sociedad burguesa. Mientras los habitantes de las ciudades y los nobles
hallábanse aún enzarzados en su lucha, la guerra campesina en Alemania[2] apuntó proféticamente las futuras batallas de
clase: en ella no sólo salieron a la arena los campesinos insurreccionados
—esto no era nada nuevo—, sino que tras ellos aparecieron los antecesores del
proletariado moderno, enarbolando la bandera roja y con la reivindicación de la
propiedad común de los bienes en sus labios. En los manuscritos salvados en la
caída de Bizancio, en las estatuas antiguas excavadas en las ruinas de Roma, un
nuevo mundo —la Grecia antigua— se ofreció a los ojos atónitos de Occidente.
Los espectros del medioevo se desvanecieron ante aquellas formas luminosas; en
Italia se produjo un inusitado florecimiento del arte, que vino a ser como un
reflejo de la antigüedad clásica y que jamás volvió a repetirse. En Italia,
Francia y Alemania nació una Literatura nueva, la primera literatura moderna.
Poco después llegaron las épocas clásicas de la literatura en Inglaterra y en
España. Los límites del viejo «orbis
terrarum»[**] fueron rotos; sólo entonces fue descubierto el mundo, en
el sentido propio de la palabra, y se sentaron las bases para el subsecuente
comercio mundial y para el paso del artesanado a la manufactura, que a su vez
sirvió de punto de partida a la gran industria moderna. Fue abatida la
dictadura espiritual de la Iglesia; la mayoría de los pueblos germanos se sacudió
su yugo y abrazó la religión protestante, mientras que entre los pueblos
románicos iba echando raíces cada vez más profundas y desbrozando el camino al
materialismo del siglo XVIII una serena libertad de pensamiento heredada de los
árabes y nutrida por la filosofía griega, de nuevo descubierta.
Fue ésta la mayor revolución progresiva que la humanidad
había conocido hasta entonces; fue una época que requería titanes y que
engendró titanes por la fuerza del pensamiento, por la pasión y el carácter, por
la universalidad y la erudición. De los hombres que echaron los
cimientos del actual dominio de la burguesía podrá decirse lo que se quiera,
pero, en ningún modo, que pecasen de limitación burguesa. Por el contrario:
todos ellos se hallaban dominados, en mayor o menor medida, por el espíritu de
aventuras inherente a la época. Entonces casi no había ni un solo gran
hombre que no hubiera realizado lejanos viajes, no hablara cuatro o cinco
idiomas y no brillase en varios dominios de la ciencia y de la técnica.
Leonardo de Vinci no sólo fue un
gran pintor, sino un eximio matemático, mecánico e ingeniero, al que debemos
importantes descubrimientos en las más distintas ramas de la física. Alberto Durero fue pintor, grabador,
escultor, arquitecto y, además, ideó un sistema de fortificación que encerraba
pensamientos desarrollados mucho después por Montalembert y la moderna ciencia alemana de la fortificación. Maquiavelo fue hombre de Estado,
historiador, poeta y, por añadidura, el primer escritor militar digno de
mención de los tiempos modernos. Lutero
no sólo limpió los establos de Augías de la Iglesia, sino también los del
idioma alemán, fue el padre de la prosa alemana contemporánea y compuso la
letra y la música del himno triunfal que llegó a ser "La Marsellesa"
del siglo XVI[3]. Los héroes de aquellos tiempos aún no eran
esclavos de la división del trabajo, cuya influencia comunica a la actividad de
los hombres, como podemos observarlo en muchos de sus sucesores, un carácter
limitado y unilateral. Lo que más caracterizaba a dichos héroes era que
casi todos ellos vivían plenamente los intereses de su tiempo, participaban
de manera activa en la lucha práctica, se sumaban a un partido u otro y
luchaban, unos con la palabra y la pluma, otros con la espada y otros con ambas
cosas a la vez. De aquí la plenitud y la fuerza de carácter que les daba tanta
entereza. Los sabios de gabinete eran en el entonces una excepción;
eran hombres de segunda o tercera fila o prudentes filisteos que no deseaban
pillarse los dedos.
En aquellos tiempos también las
Ciencias Naturales se desarrollaban en medio de la revolución general y eran
revolucionarias hasta lo más hondo, pues aún debían conquistar el derecho a la
existencia. Al lado de los grandes italianos que dieron nacimiento a la nueva
filosofía, las Ciencias Naturales dieron sus mártires a las hogueras y las
prisiones de la Inquisición. Es de notar que los protestantes
aventajaron a los católicos en sus persecuciones contra la investigación libre
de la naturaleza. Calvino quemó a Servet
cuando
éste se hallaba ya en el umbral del descubrimiento de la circulación de la
sangre y lo tuvo dos horas asándose vivo; la Inquisición, por lo menos, se dio
por satisfecha con quemar simplemente a Giordano Bruno.
NICOLAS COPERNICO
El acto revolucionario con que las Ciencias Naturales
declararon su independencia y parecieron repetir la acción de Lutero cuando
éste quemó la bula del papa, fue la publicación de la obra inmortal en que Copérnico, si bien tímidamente, y, por
decirlo así, en su lecho de muerte, arrojó el guante a la autoridad de la
Iglesia en las cuestiones de la naturaleza[4]. De aquí data la emancipación de las Ciencias
Naturales respecto a la teología, aunque la lucha por algunas
reclamaciones recíprocas se ha prolongado hasta nuestros días y en ciertas
mentes aún hoy dista mucho de haber terminado. Pero a partir de entonces se
operó, a pasos agigantados, el desarrollo de la ciencia, y puede decirse que
este desarrollo se ha intensificado proporcionalmente al cuadrado de la
distancia (en el tiempo) que lo separa de su punto de partida. Pareció como si
hubiera sido necesario demostrar al mundo que a partir de entonces para el producto supremo de la materia orgánica,
para el espíritu humano, regía una
ley del movimiento que era inversa a la ley del movimiento que regía para la
materia inorgánica.
La tarea principal en el primer período de las Ciencias
Naturales, período que acababa de empezar, consistía en dominar el material que
se tenía a mano. En la mayor parte de las ramas hubo que empezar por lo más
elemental. Todo lo que la antigüedad había dejado en herencia eran Euclides y el sistema solar de Ptolomeo, y los árabes, la numeración
decimal, los rudimentos del álgebra, los numerales modernos y la alquimia; el
medioevo cristiano no había dejado nada. En tal situación era inevitable que el primer
puesto lo ocuparan las Ciencias Naturales más elementales: la mecánica de los
cuerpos terrenos y celestes y, al mismo tiempo, como auxiliar de ella, el
descubrimiento y el perfeccionamiento de los métodos matemáticos. En
este dominio se consiguieron grandes realizaciones. A fines de este período,
caracterizado por Newton y Linneo, vemos que estas ramas de la ciencia han
llegado a cierto tope. En lo fundamental fueron establecidos los métodos
matemáticos más importantes: la geometría analítica, principalmente por Descartes, los logaritmos, por Napier, y los cálculos diferencial e
integral, por Leibniz y, quizá, por Newton. Lo mismo puede decirse de la
mecánica de los cuerpos sólidos, cuyas leyes principales fueron halladas de una
vez y para siempre. Finalmente, en la astronomía del sistema solar, Kepler descubrió las leyes del
movimiento planetario, y Newton las formuló desde el punto de vista de las
leyes generales del movimiento de la materia. Las demás ramas de las Ciencias
Naturales estaban muy lejos de haber alcanzado incluso este tope preliminar. La
mecánica de los cuerpos líquidos y gaseosos sólo fue elaborada con mayor
amplitud a fines del período indicado. [Torricelli
en conexión con la regulación de los torrentes de los Alpes][***]. La física propiamente dicha se hallaba aún en pañales,
excepción hecha de la óptica, que alcanzó realizaciones extraordinarias,
impulsada por las necesidades prácticas de la astronomía. La química acababa de
liberarse de la alquimia merced a la teoría
del flogisto[5]. La geología aún no había salido del estado embrionario
que representaba la mineralogía, y por ello la paleontología no podía existir
aún. Finalmente, en el dominio de la biología la preocupación principal era
todavía la acumulación y clasificación elemental de un inmenso acervo de datos
no sólo botánicos y zoológicos, sino también anatómicos y fisiológicos en el
sentido propio de la palabra. Casi no podía hablarse aún de la comparación de
las distintas formas de vida ni del estudio de su distribución geográfica,
condiciones climatológicas y demás condiciones de existencia. Aquí únicamente
la botánica y la zoología, gracias a Linneo, alcanzaron una estructuración
relativamente acabada.
Pero lo que caracteriza mejor que nada
este período es la elaboración de una peculiar concepción general del mundo, en
la que el punto de vista más importante es la idea de la inmutabilidad absoluta de la naturaleza. Según
esta idea, la naturaleza, independientemente de la forma en que hubiese nacido,
una vez presente permanecía siempre inmutable, mientras existiera. Los planetas
y sus satélites, una vez puestos en movimiento por el misterioso «primer
impulso», seguían eternamente, o por lo menos hasta el fin de todas las cosas,
sus elipses prescritas. Las estrellas permanecían eternamente fijas e inmóviles
en sus sitios, manteniéndose unas a otras en ellos en virtud de la «gravitación
universal». La Tierra permanecía inmutable desde que apareciera o —según el
punto de vista— desde su creación. Las «cinco partes del mundo» habían existido
siempre, y siempre habían tenido los mismos montes, valles y ríos, el mismo
clima, la misma flora y la misma fauna, excepción hecha de lo cambiado o
transplantado por el hombre. Las especies vegetales y animales habían sido
establecidas de una vez para siempre al aparecer, cada individuo siempre
producía otros iguales a él, y Linneo hizo ya una gran concesión al admitir que
en algunos lugares, gracias al cruce, podían haber surgido nuevas especies. En
oposición a la historia de la humanidad, que se desarrolla en el tiempo, a la
historia natural se le atribuía exclusivamente el desarrollo en el espacio. Se
negaba todo cambio, todo desarrollo en la naturaleza. Las Ciencias Naturales,
tan revolucionarias al principio, se vieron frente a una naturaleza
conservadora hasta la médula, en la que todo seguía siendo como había sido en
el principio y en la que todo debía continuar, hasta el fin del mundo o
eternamente, tal y como fuera desde el principio mismo de las cosas.
Las Ciencias Naturales de la primera mitad del siglo
XVIII se hallaban tan por encima de la antigüedad griega en cuanto al volumen
de sus conocimientos e incluso en cuanto a la sistematización de los datos,
como por debajo en cuanto a la interpretación de los mismos, en cuanto a la
concepción general de la naturaleza. Para los filósofos griegos el mundo era, en
esencia algo surgido del caos, algo que se había desarrollado, que había
llegado a ser. Para todos los naturalistas del período que estamos estudiando
el mundo era algo osificado, inmutable, y para la mayoría de ellos algo creado
de golpe. La ciencia estaba aún profundamente empantanada en la teología.
En
todas partes buscaba y encontraba como causa primera un impulso exterior, que
no se debía a la propia naturaleza. Si la atracción, llamada
pomposamente por Newton gravitación universal, se concibe como una propiedad
esencial de la materia, ¿de dónde proviene la incomprensible fuerza tangencial
que dio origen a las órbitas de los planetas? ¿Cómo surgieron las innumerables
especies vegetales y animales? ¿Y cómo, en particular, surgió el hombre,
respecto al cual se está de acuerdo en que no existe de toda la eternidad? Al
responder a estas preguntas, las Ciencias Naturales se limitaban con harta
frecuencia a hacer responsable de todo al creador. Al comienzo de este período,
Copérnico expulsó de la ciencia la teología; Newton cierra esta época con el postulado
del primer impulso divino. La idea general más elevada alcanzada por las
Ciencias Naturales del período considerado es la de la congruencia del orden
establecido en la naturaleza, la teleología vulgar de Wolff, según la cual los
gatos fueron creados para devorar a los ratones, los ratones para ser devorados
por los gatos y toda la naturaleza para demostrar la sabiduría del creador. Hay
que señalar los grandes méritos de la filosofía de la época que, a pesar de la
limitación de las Ciencias Naturales contemporáneas, no se desorientó y
—comenzando por Spinoza y acabando por los grandes materialistas franceses— esforzóse
tenazmente para explicar el mundo partiendo del mundo mismo y dejando la
justificación detallada de esta idea a las Ciencias Naturales del futuro.
Incluyo también en este período a los materialistas del
siglo XVIII, porque no disponían de otros datos de las Ciencias Naturales que
los descritos más arriba. La obra de Kant, que posteriormente hiciera época, no
llegaron a conocerla, y Laplace apareció mucho después de ellos[6]. No olvidemos que si bien los progresos de la
ciencia abrieron numerosas brechas en esa caduca concepción de la naturaleza,
toda la primera mitad del siglo XIX se encontró, pese a todo, bajo su influjo
[«El carácter osificado de la vieja concepción de la naturaleza ofreció el
terreno para la síntesis y el balance de las Ciencias Naturales como un todo
íntegro: los enciclopedistas franceses, lo hicieron de un modo mecánico, lo uno
al lado del otro; luego aparecen Saint-Simon y la filosofía alemana de la
naturaleza, a la que Hegel dio cima»], en esencia, incluso hoy continúan
enseñándola en todas las escuelas[****]
Immanuel Kant
La primera brecha en esta concepción
fosilizada de la naturaleza no fue abierta por un naturalista, sino por un
filósofo. En
1755 apareció la "Historia universal de la naturaleza y teoría del cielo"
de Kant. La cuestión del primer impulso fue eliminada; la Tierra y todo el
sistema solar aparecieron como algo que había devenido en el transcurso del
tiempo. Si la mayoría aplastante de los naturalistas no hubiese sentido
hacia el pensamiento la aversión que Newton expresara en la advertencia:
«¡Física, ten cuidado de la metafísica!»[7], el genial descubrimiento de Kant les
hubiese permitido hacer deducciones que habrían puesto fin a su interminable
extravío por sinuosos vericuetos y ahorrado el tiempo y el esfuerzo derrochados
copiosamente al seguir falsas direcciones, porque el descubrimiento de Kant era
el punto de partida para todo progreso ulterior. Si la Tierra era algo que
había devenido, algo que también había devenido eran su estado geológico,
geográfico y climático, así como sus plantas y animales; la Tierra no sólo
debía tener su historia de coexistencia en el espacio, sino también de sucesión
en el tiempo. Si las Ciencias Naturales hubieran continuado sin tardanza y de
manera resuelta las investigaciones en esta dirección, hoy estarían mucho más
adelantadas. Pero, ¿qué podría dar de bueno la filosofía? La obra de Kant no proporcionó
resultados inmediatos, hasta que, muchos años después, Laplace y Herschel no
desarrollaron su contenido y no la fundamentaron con mayor detalle, preparando
así, gradualmente, la admisión de la «hipótesis de las nebulosas».
Descubrimientos posteriores dieron, por fin, la victoria a esta teoría; los
más importantes entre dichos descubrimientos fueron: el del movimiento propio
de las estrellas fijas, la demostración de que en el espacio cósmico existe un
medio resistente y la prueba, suministrada por el análisis espectral, de la
identidad química de la materia cósmica y la existencia —supuesta por Kant— de
masas nebulosas incandescentes. [La influencia retardadora de las mareas en la
rotación de la Tierra, también supuesta por Kant, sólo ahora ha sido
comprendida.]
Sin embargo, puede dudarse de que la mayoría de los
naturalistas hubiera adquirido pronto conciencia de la contradicción entre la
idea de una Tierra sujeta a cambios y la teoría de la inmutabilidad de los
organismos que se encuentran en ella, si la naciente concepción de que la
naturaleza no existe simplemente sino que se encuentra en un proceso de devenir
y de cambio no se hubiera visto apoyada por otro lado. Nació la geología y no
sólo descubrió estratos geológicos formados unos después de otros y situados
unos sobre otros, sino la presencia en ellos de caparazones, de esqueletos de
animales extintos y de troncos, hojas y frutos de plantas que hoy ya no
existen. Se imponía reconocer que no sólo la Tierra, tomada en su conjunto,
tenía su historia en el tiempo, sino que también la tenían su superficie y los
animales y plantas en ella existentes. Al principio esto se reconocía de
bastante mala gana. La teoría de Cuvier acerca de las revoluciones de la Tierra era
revolucionaria de palabra y reaccionaria de hecho. Sustituía un único acto de
creación divina por una serie de actos de creación, haciendo del milagro una
palanca esencial de la naturaleza. Lyell fue el primero que introdujo el
sentido común en la geología, sustituyendo las revoluciones repentinas, antojo
del creador, por el efecto gradual de una lenta transformación de la Tierra[*****].
La teoría de Lyell era más incompatible que todas las
anteriores con la admisión de la constancia de especies orgánicas. La idea de
la transformación gradual de la corteza terrestre y de las condiciones de vida
en la misma llevaba de modo directo a la teoría de la transformación gradual de
los organismos y de su adaptación al medio cambiante, llevaba a la teoría de la
variabilidad de las especies. Sin embargo, la tradición es una fuerza poderosa,
no sólo en la Iglesia católica, sino también en las Ciencias Naturales. Durante
largos años el mismo Lyell no advirtió esta contradicción, y sus discípulos,
mucho menos. Ello fue debido a la división del trabajo que llegó a dominar
por entonces en las Ciencias Naturales, en virtud de la cual cada investigador
se limitaba, más o menos, a su especialidad, siendo muy contados los que no
perdieron la capacidad de abarcar el todo con su mirada.
Mientras tanto, la física había hecho enormes progresos,
cuyos resultados fueron resumidos casi simultáneamente por tres personas en
1842, año que hizo época en esta rama de las Ciencias Naturales. Mayer, en Heilbronn, y Joule, en Mánchoster, demostraron
la transformación del calor en fuerza mecánica y de la fuerza mecánica en calor.
La determinación del equivalente mecánico del calor puso fin a todas las dudas
al respecto. Mientras tanto Grove,
que no era un naturalista de profesión, sino un abogado inglés, demostraba,
mediante una simple elaboración de los resultados sueltos ya obtenidos por la
física, que todas las llamadas fuerzas físicas —la fuerza mecánica, el calor,
la luz, la electricidad, el magnetismo, e incluso la llamada energía química—
se transformaban unas en otras en determinadas condiciones, sin que se
produjera la menor pérdida de energía. Grove probó así, una vez más,
con método físico, el principio formulado por Descartes al afirmar que la
cantidad de movimiento existente en el mundo es siempre la misma. Gracias a
este descubrimiento, las distintas fuerzas físicas, estas «especies»
inmutables, por así decirlo, de la física, se diferenciaron en distintas formas
del movimiento de la materia, que se transformaban unas en otras siguiendo
leyes determinadas. Se desterró de la ciencia la casualidad de la existencia de
tal o cual cantidad de fuerzas físicas, pues quedaron demostradas sus
interconexiones y transiciones. La física, como antes la astronomía, llegó a un
resultado que apuntaba necesariamente el ciclo eterno de la materia en
movimiento como la última conclusión de la ciencia.
El desarrollo maravillosamente rápido de la química desde
Lavoisier y, sobre todo, desde Dalton, atacó, por otro costado, las
viejas concepciones de la naturaleza. La obtención por medios inorgánicos de
compuestos que hasta entonces sólo se habían producido en los organismos vivos,
demostró que las leyes de la química tenían la misma validez para los cuerpos
orgánicos que para los inorgánicos y salvó en gran parte el supuesto abismo
entre la naturaleza inorgánica y la orgánica, abismo que ya Kant estimaba
insuperable por los siglos de los siglos.
Charles Darwin
Finalmente, también en la esfera de las investigaciones
biológicas, sobre todo los viajes y las expediciones científicas organizados de
modo sistemático a partir de mediados del siglo pasado, el estudio más
meticuloso de las colonias europeas en todas las partes del mundo por
especialistas que vivían allí, y, además, las realizaciones de la
paleontología, la anatomía y la fisiología en general, sobre todo desde que
empezó a usarse sistemáticamente el microscopio y se descubrió la célula; todo
esto ha acumulado tantos datos, que se ha hecho posible —y necesaria— la
aplicación del método comparativo. [Embriología.] De una parte, la geografía
física comparada permitió determinar las condiciones de vida de las distintas
floras y faunas; de otra parte, se comparó unos con otros distintos organismos
según sus órganos homólogos, y por cierto no sólo en el estado de madurez, sino
en todas las fases de su desarrollo. Y cuanto más profunda y exacta era esta
investigación, tanto más se esfumaba el rígido sistema que suponía la
naturaleza orgánica inmutable y fija. No sólo se iban haciendo más difusas las
fronteras entre las distintas especies vegetales y animales, sino que se
descubrieron animales, como el anfioxo y la lepidosirena[8] que parecían mofarse de toda la
clasificación existente hasta entonces [Ceratodus. Dittoarcheopteryx[9], etc.]; finalmente, fueron hallados
organismos de los que ni siquiera se puede decir si pertenecen al mundo animal
o al vegetal. Las lagunas en los anales de la paleontología iban siendo llenadas una
tras otra, lo que obligaba a los más obstinados a reconocer el asombroso
paralelismo existente entre la historia del desarrollo del mundo orgánico en su
conjunto y la historia del desarrollo de cada organismo por separado,
ofreciendo el hilo de Ariadna, que debía indicar la salida del laberinto en que
la botánica y la zoología parecían cada vez más perdidas. Es de notar
que casi al mismo tiempo que Kant atacaba la doctrina de la eternidad del
sistema solar, C. F. Wolff desencadenaba,
en 1759, el primer ataque contra la teoría de la constancia de las especies y
proclamaba la teoría de la evolución[10]. Pero lo que en él sólo era una
anticipación brillante tomó una forma concreta en manos de Oken, Lamarck y Baer y fue victoriosamente implantado en la ciencia
por Darwin [11], en 1859, exactamente cien años
después. Casi al mismo tiempo quedó establecido que el protoplasma y la célula,
considerados hasta entonces como los últimos constituyentes morfológicos de
todos los organismos, eran también formas orgánicas inferiores con existencia
independiente. Todas estas realizaciones redujeron al mínimo el abismo entre la
naturaleza inorgánica y la orgánica y eliminaron uno de los principales
obstáculos que se alzaban ante la teoría de la evolución de los organismos. La
nueva concepción de la naturaleza hallábase ya trazada en sus rasgos
fundamentales: toda rigidez se disolvió, todo lo inerte cobró movimiento, toda
particularidad considerada como eterna resultó pasajera, y quedó demostrado que
la naturaleza se mueve en un flujo eterno y cíclico.
* * *
Tales de Mileto
Y así hemos vuelto a la concepción del mundo que tenían
los grandes fundadores de la filosofía griega, a la concepción de que toda la
naturaleza, desde sus partículas más ínfimas hasta sus cuerpos más gigantescos,
desde los granos de arena hasta los soles, desde los protistas[12] hasta el hombre, se halla en un
estado perenne de nacimiento y muerte, en flujo constante, sujeto a incesantes
cambios y movimientos. Con la sola diferencia esencial de que lo que fuera para
los griegos una intuición genial es en nuestro caso el resultado de una
estricta investigación científica basada en la experiencia y, por ello, tiene
una forma más terminada y más clara. Es cierto que la prueba empírica de este
movimiento cíclico no está exenta de lagunas, pero éstas, insignificantes en comparación
con lo que se ha logrado ya establecer firmemente, son menos cada año. Además,
¿cómo puede estar dicha prueba exenta de lagunas en algunos detalles si tomamos
en consideración que las ramas más importantes del saber —la astronomía
transplanetaria, la química, la geología— apenas si cuentan un siglo, que la
fisiología comparada apenas si tiene cincuenta años y que la forma básica de
casi todo desarrollo vital, la célula, fue descubierta hace menos de cuarenta?
* * *
Pierre Laplace
Los innumerables soles y sistemas solares de nuestra isla
cósmica, limitada por los anillos estelares extremos de la Vía Láctea, se han
desarrollado debido a la contracción y enfriamiento de nebulosas
incandescentes, sujetas a un movimiento en torbellino cuyas leyes quizá sean
descubiertas cuando varios siglos de observación nos proporcionen una idea
clara del movimiento propio de las estrellas. Evidentemente, este desarrollo no
se ha operado en todas partes con la misma rapidez. La astronomía se ve más y
más obligada a reconocer que, además de los planetas, en nuestro sistema
estelar existen cuerpos opacos, soles extintos (Mädler); por otra parte (según
Secchi), una parte de las manchas nebulares gaseosas pertenece a nuestro
sistema estelar como soles aún no formados, lo que no excluye la posibilidad de
que otras nebulosas, como afirma Mädler, sean distantes islas cósmicas
independientes, cuyo estadio relativo de desarrollo debe ser establecido por el
espectroscopio.
Laplace demostró con todo detalle, y
con maestría insuperada hasta la fecha, cómo un sistema solar se desarrolla a
partir de una masa nebular independiente; realizaciones posteriores de la
ciencia han ido probando su razón cada vez con mayor fuerza.
En los cuerpos independientes formados así —tanto en los
soles como en los planetas y en sus satélites— prevalece al principio la forma
de movimiento de la materia a la que hemos denominado calor. No se puede hablar
de compuestos de elementos químicos ni siquiera a la temperatura que tiene
actualmente el Sol; observaciones posteriores sobre éste nos demostrarán hasta qué
punto el calor se transforma en estas condiciones en electricidad o en
magnetismo; ya está casi probado que los movimientos mecánicos que se operan en
el Sol se deben exclusivamente al conflicto entre el calor y la gravedad.
Los cuerpos desgajados de las nebulosas se enfrían más
rápidamente cuanto más pequeños son. Primero se enfrían los satélites, los
asteroides y los meteoritos, del mismo modo que nuestra Luna ha enfriado hace
mucho. En los planetas este proceso se opera más despacio, y en el astro
central, aún con la máxima lentitud.
Paralelamente al enfriamiento progresivo empieza a
manifestarse con fuerza creciente la interacción de las formas físicas de
movimiento que se transforman unas en otras, hasta que, al fin, se llega a un
punto en que la afinidad química empieza a dejarse sentir, en que los elementos
químicos antes indiferentes se diferencian químicamente, adquieren propiedades
químicas y se combinan unos con otros. Estas combinaciones cambian de continuo
con la disminución de la temperatura —que influye de un modo distinto no ya
sólo en cada elemento, sino en cada combinación de elementos—; cambian con el
consecuente paso de una parte de la materia gaseosa primero al estado líquido y
después al sólido y con las nuevas condiciones así creadas.
El período en que el planeta adquiere su corteza sólida y
aparecen acumulaciones de agua en su superficie coincide con el período en que
la importania de su calor intrínseco disminuye más y más en comparación con el
que recibe del astro central. Su atmósfera se convierte en teatro de fenómenos
meteorológicos en el sentido que damos hoy a esta palabra, y su superficie, en
teatro de cambios geológicos, en los que los depósitos, resultado de las
precipitaciones atmosféricas, van ganando cada vez mayor preponderancia sobre
los efectos, lentamente menguantes, del fluido incandescente que constituye su
núcleo interior.
Finalmente, cuando la temperatura ha descendido hasta tal
punto —por lo menos en una parte importante de la superficie— que ya no rebasa
los límites en que la albúmina es capaz de vivir, se forma, si se dan otras
condiciones químicas favorables, el protoplasma vivo. Hoy aún no sabemos qué
condiciones son ésas, cosa que no debe extrañarnos, ya que hasta la fecha no se
ha logrado establecer la fórmula química de la albúmina, ni siquiera conocemos
cuántos albuminoides químicamente diferentes existen, y sólo hace unos diez
años que sabemos que la albúmina completamente desprovista de estructura cumple
todas las funciones esenciales de la vida: la digestión, la excreción, el
movimiento, la contracción, la reacción a los estímulos y la reproducción.
Pasaron seguramente miles de años
antes de que se dieran las condiciones para el siguiente paso adelante y de la
albúmina informe surgiera la primera célula, merced a la formación del núcleo y
de la membrana. Pero con la primera célula se obtuvo la base para el desarrollo
morfológico de todo el mundo orgánico; lo primero que se desarrolló, según
podemos colegir tomando en consideración los datos que suministran los archivos
de la paleontología, fueron innumerables especies de protistas acelulares y
celulares —de ellas sólo ha llegado hasta nosotros el Eozoon canadense[13]— que
fueron diferenciándose hasta formar las primeras plantas y los primeros
animales. Y de los primeros animales se desarrollaron, esencialmente gracias a
la diferenciación, incontables clases, órdenes, familias, géneros y especies,
hasta llegar a la forma en la que el sistema nervioso alcanza su más pleno
desarrollo, a los vertebrados, y finalmente, entre éstos, a un vertebrado, en
que la naturaleza adquiere conciencia de sí misma, el hombre.
También el hombre surge por la diferenciación, y no sólo
como individuo —desarrollándose a partir de un simple óvulo hasta formar el
organismo más complejo que produce la naturaleza—, sino también en el sentido
histórico. Cuando después de una lucha de milenios la mano se diferenció por fin
de los pies y se llegó a la actitud erecta, el hombre se hizo distinto del mono
y quedó sentada la base para el desarrollo del lenguaje articulado y para el
poderoso desarrollo del cerebro, que desde entonces ha abierto un abismo
infranqueable entre el hombre y el mono. La especialización de la mano implica
la aparición de la herramienta,
y ésta implica la actividad específicamente humana, la acción recíproca
transformadora del hombre sobre la naturaleza, la producción. También los
animales tienen herramientas en el sentido más estrecho de la palabra, pero
sólo como miembros de su cuerpo: la hormiga, la abeja, el castor; los animales
también producen, pero el efecto de su producción sobre la naturaleza que les
rodea es en relación a esta última igual a cero. Únicamente el hombre ha
logrado imprimir su sello a la naturaleza, y no sólo llevando plantas y
animales de un lugar a otro, sino modificando también el aspecto y el clima de
su lugar de habitación y hasta las propias plantas y los animales hasta tal
punto, que los resultados de su actividad sólo pueden desaparecer con la
extinción general del globo terrestre. Y esto lo ha conseguido el hombre, ante
todo y sobre todo, valiéndose de la mano.
Hasta la máquina de vapor, que es hoy por hoy su herramienta más poderosa para
la transformación de la naturaleza, depende en fin de cuentas, como
herramienta, de la actividad de las manos. Sin embargo, paralelamente a la mano
fue desarrollándose, paso a paso, la cabeza; iba apareciendo la conciencia,
primero de las condiciones necesarias para obtener ciertos resultados prácticos
útiles; después, sobre la base de esto, nació entre los pueblos que se hallaban
en una situación más ventajosa la comprensión de las leyes de la naturaleza que
determinan dichos resultados útiles. Al mismo tiempo que se desarrollaba
rápidamente el conocimiento de las leyes de la naturaleza, aumentaban los
medios de acción recíproca sobre ella; la mano sola nunca hubiera logrado crear la
máquina de vapor si, paralelamente, y en parte gracias a la mano, no se hubiera
desarrollado correlativamente el cerebro del hombre.
Ziggurat (templo), en Sumeria, parte sur de la antigua Mespotamia
Con el hombre entramos en la historia. También los animales tienen
una historia, la de su origen y desarrollo gradual hasta su estado presente.
Pero, los animales son objetos pasivos de la historia, y en cuanto toman parte
en ella, esto ocurre sin su conocimiento o voluntad. Los hombres, por el
contrario, a medida que se alejan más de los animales en el sentido estrecho de
la palabra, en mayor grado hacen su historia ellos mismos, conscientemente, y
tanto menor es la influencia que ejercen sobre esta historia las circunstancias
imprevistas y las fuerzas incontroladas, y tanto más exactamente se corresponde
el resultado histórico con los fines establecidos de antemano. Pero si
aplicamos este rasero a la historia humana, incluso a la historia de los
pueblos más desarrollados de nuestro siglo, veremos que incluso aquí existe
todavía una colosal discrepancia entre los objetivos propuestos y los
resultados obtenidos, veremos que continúan prevaleciendo las influencias
imprevistas, que las fuerzas incontroladas son mucho más poderosas que las
puestas en movimiento de acuerdo a un plan. Y esto no será de otro
modo mientras la actividad histórica más esencial de los hombres, la que los ha
elevado desde el estado animal al humano y forma la base material de todas sus
demás actividades —me refiero a la producción de sus medios de subsistencia, es
decir, a lo que hoy llamamos producción social— se vea particularmente
subordinada a la acción imprevista de fuerzas incontroladas y mientras el
objetivo deseado se alcance sólo como una excepción y mucho más frecuentemente
se obtengan resultados diametralmente opuestos. En los países industriales más
adelantados hemos sometido a las fuerzas de la naturaleza, poniéndolas al
servicio del hombre; gracias a ello hemos aumentado inconmensurablemente la
producción, de modo que hoy un niño produce más que antes cien adultos. Pero,
¿cuáles han sido las consecuencias de este acrecentamiento de la producción? El
aumento del trabajo agotador, una miseria creciente de las masas y un crac
inmenso cada diez años. Darwin no sospechaba qué sátira tan amarga escribía de
los hombres, y en particular de sus compatriotas, cuando demostró que la libre
concurrencia, la lucha por la existencia celebrada por los economistas como la
mayor realización histórica, era el estado normal del mundo animal. Únicamente una
organización consciente de la producción social, en la que la producción y la
distribución obedezcan a un plan, puede elevar socialmente a los hombres sobre
el resto del mundo animal, del mismo modo que la producción en general les
elevó como especie. El desarrollo histórico hace esta organización más
necesaria y más posible cada día. A partir de ella datará la nueva época
histórica en la que los propios hombres, y con ellos todas las ramas de su
actividad, especialmente las Ciencias Naturales, alcanzarán éxitos que
eclipsarán todo lo conseguido hasta entonces.
Pero «todo lo que nace es digno de morir»[******]. Quizá antes pasen millones de años,
nazcan y bajen a la tumba centenares de miles de generaciones, pero se acerca
inexorablemente el tiempo en que el calor decreciente del Sol no podrá ya
derretir el hielo procedente de los polos; la humanidad, más y más hacinada en
torno al ecuador, no encontrará ni siquiera allí el calor necesario para la
vida; irá desapareciendo paulatinamente toda huella de vida orgánica, y la
Tierra, muerta, convertida en una esfera fría, como la Luna, girará en las
tinieblas más profundas, siguiendo órbitas más y más reducidas, en torno al
Sol, también muerto, sobre el que, a fin de cuentas, terminará por caer. Unos
planetas correrán esa suerte antes y otros después que la Tierra; y en lugar
del luminoso y cálido sistema solar, con la armónica disposición de sus
componentes, quedará tan sólo una esfera fría y muerta, que aún seguirá su
solitario camino por el espacio cósmico. El mismo destino que aguarda a nuestro
sistema solar espera antes o después a todos los demás sistemas de nuestra isla
cósmica, incluso a aquellos cuya luz jamás alcanzará la Tierra mientras quede
un ser humano capaz de percibirla.
¿Pero qué ocurrirá cuando este sistema solar haya
terminado su existencia, cuando haya sufrido la suerte de todo lo finito, la
muerte? ¿Continuará el cadáver del Sol rodando eternamente por el espacio
infinito, y todas las fuerzas de la naturaleza, antes infinitamente
diferenciadas, se convertirán en una única forma del movimiento, en la
atracción?
«¿O —como pregunta Secchi (pág. 810)— hay en la
naturaleza fuerzas capaces de hacer que el sistema muerto vuelva a su estado
original de nebulosa incandescente, capaces de despertarlo a una nueva vida? No
lo sabemos».
Sin duda, no lo sabemos en el sentido que sabemos que 2 X
2 = 4 o que la atracción de la materia aumenta y disminuye en razón del
cuadrado de la distancia. Pero en las Ciencias Naturales teóricas —que en lo
posible unen su concepción de la naturaleza en un todo armónico y sin las
cuales en nuestros días no puede hacer nada el empírico más limitado—, tenemos
que operar a menudo con magnitudes imperfectamente conocidas; y la consecuencia
lógica del pensamiento ha tenido que suplir, en todos los tiempos, la
insuficiencia de nuestros conocimientos. Las Ciencias Naturales contemporáneas
se han visto constreñidas a tomar de la filosofía el principio de la
indestructibilidad del movimiento; sin este principio las Ciencias Naturales ya
no pueden existir. Pero el movimiento de la materia no es únicamente
tosco movimiento mecánico, mero cambio de lugar; es calor y luz, tensión
eléctrica y magnética, combinación química y disociación, vida y, finalmente,
conciencia. Decir que la materia durante toda su existencia ilimitada
en el tiempo sólo una vez —y ello por un período infinitamente corto, en
comparación con su eternidad— ha podido diferenciar su movimiento y, con ello,
desplegar toda la riqueza del mismo, y que antes y después de ello se ha visto
limitada eternamente a simples cambios de lugar; decir esto equivale a afirmar
que la materia es perecedera y el movimiento pasajero. La indestructibilidad del
movimiento debe ser comprendida no sólo en el sentido cuantitativo, sino
también en el cualitativo. La materia cuyo mero cambio mecánico de lugar
incluye la posibilidad de transformación, si se dan condiciones favorables, en
calor, electricidad, acción química, vida, pero que es incapaz de producir esas
condiciones por sí misma, esa materia ha sufrido determinado perjuicio en su movimiento. El
movimiento que ha perdido la capacidad de verse transformado en las distintas
formas que le son propias, si bien posee aún dynamis[*******], no tiene ya energeia[********], y por ello se halla parcialmente
destruido. Pero lo uno y lo otro es inconcebible.
En todo caso, es indudable que hubo un tiempo en que la
materia de nuestra isla cósmica convertía en calor una cantidad tan enorme de
movimiento —hasta hoy no sabemos de qué género—, que de él pudieron
desarrollarse los sistemas solares pertenecientes (según Mädler) por lo menos a
veinte millones de estrellas y cuya extinción gradual es igualmente indudable.
¿Cómo se operó esta transformación? Sabemos tan poco como sabe el padre Secchi
si el futuro caput mortuum[*********] de nuestro sistema solar se
convertirá de nuevo, alguna vez, en materia prima para nuevos sistemas solares.
Pero aquí nos vemos obligados a recurrir a la ayuda del creador o a concluir
que la materia prima incandescente que dio origen a los sistemas solares de
nuestra isla cósmica se produjo de forma natural, por transformaciones del
movimiento que son inherentes por naturaleza a la materia en
movimiento y cuyas condiciones deben, por consiguiente, ser reproducidas por la
materia, aunque sea después de millones y millones de años, más o menos
accidentalmente, pero con la necesidad que es también inherente a la
casualidad.
Ahora es más y más admitida la posibilidad de semejante
transformación. Se llega a la convicción de que el destino final de los cuerpos
celestes es de caer unos en otros y se calcula incluso la cantidad de calor que
debe desarrollarse en tales colisiones. La aparición repentina de nuevas
estrellas y el no menos repentino aumento del brillo de estrellas hace mucho
conocidas —de lo cual nos informa la astronomía—, pueden ser fácilmente
explicados por semejantes colisiones. Además, debe tenerse en cuenta que no
sólo nuestros planetas giran alrededor del Sol y que no sólo nuestro Sol se
mueve dentro de nuestra isla cósmica, sino que toda esta última se mueve en el
espacio cósmico, hallándose en equilibrio temporal relativo con las otras islas
cósmicas, pues incluso el equilibrio relativo de los cuerpos que flotan
libremente puede existir únicamente allí donde el movimiento está
recíprocamente condicionado; además, algunos admiten que la temperatura en el
espacio cósmico no es en todas partes la misma. Finalmente, sabemos que,
excepción hecha de una porción infinitesimal, el calor de los innumerables soles
de nuestra isla cósmica desaparece en el espacio cósmico, tratando en vano de
elevar su temperatura aunque nada más sea que en una millonésima de grado
centígrado. ¿Qué sé hace de toda esa enorme cantidad de calor? ¿Se pierde para
siempre en su intento de calentar el espacio cósmico, cesa de existir
prácticamente y continúa existiendo sólo teóricamente en el hecho de que el
espacio cósmico se ha calentado en una fracción decimal de grado, que comienza
con diez o más ceros? Esta suposición niega la indestructibilidad del
movimiento; admite la posibilidad de que por la caída sucesiva de los cuerpos
celestes unos sobre otros, todo el movimiento mecánico existente se convertirá
en calor irradiado al espacio cósmico, merced a lo cual, a despecho de toda la «indestructibilidad
de la fuerza», cesaría, en general, todo movimiento. (Por cierto, aquí se ve
cuán poco acertada es la expresión indestructibilidad de la fuerza en lugar de
indestructibilidad del movimiento.) Llegamos así a la conclusión de que el calor
irradiado al espacio cósmico debe, de un modo u otro —llegará un tiempo en que
las Ciencias Naturales se impongan la tarea de averiguarlo—, convertirse en
otra forma del movimiento en la que tenga la posibilidad de concentrarse una
vez más y funcionar activamente. Con ello desaparece el principal obstáculo que
hoy existe para el reconocimiento de la reconversión de los soles extintos en
nebulosas incandescentes.
Además, la sucesión eternamente reiterada de los mundos
en el tiempo infinito es únicamente un complemento lógico a la coexistencia de
innumerables mundos en el espacio infinito. Este es un principio cuya necesidad
indiscutible se ha visto forzado a reconocer incluso el cerebro antiteórico del
yanqui Draper[**********].
Este es el ciclo eterno en que se mueve la materia, un
ciclo que únicamente cierra su trayectoria en períodos para los que nuestro año
terrestre no puede servir de unidad de medida, un ciclo en el cual el tiempo de
máximo desarrollo, el tiempo de la vida orgánica y, más aún, el tiempo de vida
de los seres conscientes de sí mismos y de la naturaleza, es tan parcamente
medido como el espacio en que la vida y la autoconciencia existen; un ciclo en
el que cada forma finita de existencia de la materia —lo mismo si es un sol que
una nebulosa, un individuo animal o una especie de animales, la combinación o
la disociación química— es igualmente pasajera y en el que no hay nada eterno
do no ser la materia en eterno movimiento y transformación y las leyes según
las cuales se mueve y se transforma. Pero, por más frecuente e inexorablemente
que este ciclo se opere en el tiempo y en el espacio, por más millones de soles
y tierras que nazcan y mueran, por más que puedan tardar en crearse en un
sistema solar e incluso en un solo planeta las condiciones para la vida
orgánica, por más innumerables que sean los seres orgánicos que deban surgir y
perecer antes de que se desarrollen de su medio animales con un cerebro capaz de
pensar y que encuentren por un breve plazo condiciones favorables para su vida,
para ser luego también aniquilados sin piedad, tenemos la certeza de que la
materia será eternamente la misma en todas sus transformaciones, de que ninguno
de sus atributos puede jamás perderse y que por ello, con la misma necesidad
férrea con que ha de exterminar en la Tierra su creación superior, la mente
pensante, ha de volver a crearla en algún otro sitio y en otro tiempo.
____
NOTAS
[*] Literalmente: los años
quinientos, es decir, el siglo XVI. (N. de la Edit.)
[**] Textualmente: círculo de las
tierras; así llamaban los antiguos romanos el mundo, la Tierra. (N. de la
Edit.)
[***] Aquí y en los casos siguientes
damos en paréntesis cuadrados las palabras escritas por Engels en los márgenes
del manuscrito. (N. de la Edit.)
[****] El defecto de las concepciones
de Lyell —por lo menos en su forma original— consiste en que considera las
fuerzas que actúan sobre la Tierra como fuerzas constantes, tanto cualitativa
como cuantitativamente. Para él no existe el enfriamiento de la Tierra y ésta
no se desarrolla en una dirección determinada, sino que cambia solamente de
modo casual y sin conexión.
[*****] Cuán firmemente se aferraba en
1861 a estas concepciones un hombre cuyos trabajos científicos proporcionaron
mucho y muy valioso material para superarlas lo demuestran las siguientes
palabras clásicas:
«El mecanismo entero de nuestro sistema solar tiende, por
todo cuanto hemos logrado comprender, a la preservación de lo que existe, a su
existencia prolongada e inmutable. Del mismo modo que ni un solo animal y ni
una sola planta en la Tierra se han hecho más perfectos o, en general,
diferentes desde los tiempos más remotos, del mismo modo que en todos los
organismos observamos únicamente estadios de contigüidad, y no
de sucesión, del mismo modo que nuestro propio género ha
permanecido siempre el mismo corporalmente, la mayor diversidad de los cuerpos
celestes coexistentes no nos da derecho a suponer que estas formas sean
meramente distintas fases del desarrollo; por el contrario, todo lo creado es
igualmente perfecto de por sí». (Mädler, "Astronomía popular", pág.
316, 5ª edición, Berlín, 1861)
Se refiere al libro: Mädler J. H., "Der Wunderbau
des Weltalls oder populäre Astronomie", 5 Aufl., Berlin, 1861. (N. de la Edit.).
[******] Palabras de Mefistófeles en el
"Fausto" de Goethe, parte I, escena III. (N. de la Edit.)
[********] Posibilidad. (N. de la Edit.)
[********] Realidad. (N. de la Edit.)
[*********] «Caput mortuum»: literalmente,
«cabeza muerta»; en el sentido figurado, de restos mortales, desechos después
de la calcinación, reacción química, etc., aquí se trata del Sol apagado con
los planetas muertos caídos sobre él. (N. de la Edit.)
[**********] «La multiplicidad de los mundos
en el espacio infinito lleva a la concepción de una sucesión de mundos en el
tiempo infinito». J. W. Draper, "History of the Intellectual Development
of Europe", II, p. 325 («Historia del desarrollo intelectual de Europa»,
t. II, pág. 325). (N. de la Edit.)
[1] La "Dialéctica de la
Naturaleza": una de las principales obras de F. Engels; se da en ella una síntesis
dialéctico-materialista de los mayores adelantos de las Ciencias Naturales de
mediados del siglo XIX, se desarrolla la dialéctica materialista y se hace la
crítica de las concepciones metafísicas e idealistas en las Ciencias Naturales.
En el índice del tercer cuaderno de materiales de "La Dialéctica de la Naturaleza", redactado por Engels, esta "Introducción" se denomina "Vieja introducción". Puede ponérsele la fecha de 1875 o de 1876. Es posible que la primera parte de la "Introducción" haya sido escrita en 1875 y la segunda, en la primera mitad de 1876.
En el índice del tercer cuaderno de materiales de "La Dialéctica de la Naturaleza", redactado por Engels, esta "Introducción" se denomina "Vieja introducción". Puede ponérsele la fecha de 1875 o de 1876. Es posible que la primera parte de la "Introducción" haya sido escrita en 1875 y la segunda, en la primera mitad de 1876.
[2] Se alude a la Gran Guerra
campesina en Alemania de 1524 a 1525.
[3] Engels se refiere al coral de
Lutero "Ein feste Burg ist unser Gott" («El Señor es nuestro firme
baluarte»). E. Heine, en su obra "Historia de la religión y la filosofía
en Alemania", segundo tomo, llama a este canto "La Marsellesa de la
Reforma".
[4] Copérnico recibió el ejemplar de
su libro "De Revolutionibus Orbium Coelestium" («De las revoluciones
de los círculos celestiales») en el que exponía el sistema heliocéntrico del
mundo, el 24 de mayo (calendario juliano) de 1543, el día de su muerte.
[5] Según los criterios que reinaban
en la química del siglo XVIII, se consideraba que el proceso de combustión se
hallaba condicionado por la existencia de una substancia especial en los
cuerpos, el flogisto, que se segregaba de ellos durante la combustión. El
eminente químico francés A. Lavoisier demostró la inconsistencia de esta teoría
y dio la explicación justa del proceso como reacción de combinación de un
cuerpo combustible con el oxígeno.
[6] Trátase del libro de Kant
"Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels" («Historia
universal de la naturaleza y teoría del cielo»), publicado anónimo en 1755. En
dicha obra se exponía la hipótesis cosmogónica de Kant, según la cual el
sistema solar se habrá desarrollado a partir de una nebulosa originaria.
Laplace expuso por vez primera su hipótesis acerca de la formación del sistema
solar en el último capítulo de su obra "Exposition du systême du
monde", tomos I y II, París, 1796.
[7] Se alude a la idea expresada por
I. Newton en el trabajo "Philosophiae naturalis principia
mathematica" («Principios matemáticos de la filosofía natural»), libro
tercero. Consideraciones generales. Al referirse a esta expresión de Newton,
Hegel, en su "Enciclopedia de las ciencias filosóficas", § 98,
Adición I, hacía notar: «Newton ...advirtió abiertamente a la física para que
no incurriera en la metafísica...».
[8] Anfioxo: pequeño animal
pisciforme; es una forma transitoria de los invertebrados a los vertebrados;
vive en varios mares y océanos.
Lepidosirena: pez dipneumónido, es decir, con respiración pulmonar y branquial; vive en Sudamérica.
Lepidosirena: pez dipneumónido, es decir, con respiración pulmonar y branquial; vive en Sudamérica.
[9] Ceratodus: pez
dipneumónido de Australia.
Archeopteryx: vertebrado fósil, uno de los más antiguos representantes de la clase de las aves; presenta, al propio tiempo, ciertos caracteres de los reptiles.
Archeopteryx: vertebrado fósil, uno de los más antiguos representantes de la clase de las aves; presenta, al propio tiempo, ciertos caracteres de los reptiles.
[10] Trátase de la disertación de K.
F. Wolff "Theoria generationis" («La teoría de la generación»),
publicada en 1759.
[11] En 1859 vio la luz el libro de
C. Darwin "El origen de las especies".
[12] Protista: nombre que
propuso Haeckel para designar un extenso grupo de organismos inferiores
(unicelulares y acelulares) que, a la par de los dos reinos de organismos
multicelulares (animales y vegetales), forma un tercer reino especial de la
naturaleza orgánica.
[13] Eozoon canadense: mineral
hallado en el Canadá, que se creyó un fósil de organismos primitivos. En 1878,
el zoólogo alemán K. Möbius mostró que este mineral no era de origen orgánico.
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