VENEZUELA:
LA GUERRA Y LA PAZ
Gabriel
Jiménez Emán
Nunca
he pensado que la paz sea un estado absoluto de tranquilidad cercano al
embeleso, una suerte de éxtasis permanente que nos permite ser siempre buenos o
justos, correctos o infalibles. No, si tomamos en cuenta que los seres humanos
tenemos en nuestro interior un elemento mínimo y nato de agresividad con el
cual afrontamos la dureza implícita del existir, la implacable dificultad que
implica la vida cotidiana y nos enfrenta a los avatares del mundo, tanto a las
fuerzas naturales como a las fuerzas interhumanas donde va implícita la
sobrevivencia; cuando ésta sobrevivencia se lleva al terreno de la competencia,
salen a flote otros rasgos de lo humano: la posesividad, el egoísmo, la
avaricia, la envidia, y con ellos la violencia. Cuando la violencia hace su
aparición en el accionar humano, entonces desaparece la capacidad de
comprensión y de perdón, de tolerancia y de piedad. En este sentido yo
definiría a la paz como lo opuesto a la violencia. La paz sería ese sentimiento
que permite la convivencia, aquello que nos posibilita aceptarnos como seres
imperfectos, falibles, limitados, mortales. Si no aceptamos esto, tampoco vamos
a tener la oportunidad de experimentar los pocos goces de la vida, las
delicias ocultas de la cotidianidad, sino gracias a ella. La violencia, directa
o solapada, encubierta o explícita, sería entonces la negación de la paz. A la
violencia institucionalizada y activada a través de un ejército le llamamos
guerra, y cada guerra necesita de armamentos costosos, de hombres contra
hombres, de países contra países, de invasiones siempre injustificadas y
violaciones sistemáticas de derechos humanos elementales: todo ello
justificado por ese absurdo negocio de la guerra.
Venezuela
ha sido, es y será un país de alegría, efusividad y generosidad humanas. Estas
son cualidades que forman parte del temperamento de la mayoría de los
venezolanos, esa nobleza y ese desprendimiento material de su gente. Como
cualquier país, Venezuela ha pasado por momentos cruciales, guerras,
guerrillas, batallas sociales y luchas populares, todo ello para alcanzar su
independencia, su soberanía política, social y espiritual. Las luchas que hemos
emprendido han sido sobre todo para defendernos de imperios poderosos y de
invasiones bélicas foráneas, no para invadir o agredir a otros pueblos o
naciones.
Nuestro
Libertador Simón Bolívar previó esto con suma claridad, y durante sus luchas
iniciales con sus hombres aguerridos, donde hizo lo posible por fundarnos como
República, exhortó a una unión de los países suramericanos, para liberarnos así
de yugos seculares de los imperios de Europa. Luchamos como pueblos a lo largo
de décadas para conquistar nuestra libertad, y al fin lo conseguimos.
Logramos
con ello también conquistar una relativa paz, la cual como dijimos
es condición esencial para la convivencia. Esa paz nos ha costado mucho
esfuerzo, pues apenas la logramos en una primera instancia, nuevos
regímenes militares volvieron por sus fueros, pues ya se habían incubado en
ellos los intereses extranjeros, cuyos mandatarios siempre nos vieron como
objetos manipulables de enriquecimiento, y no como sujetos protagónicos de su
propia historia, lo cual nos ha costado un largo período de
sometimientos y humillaciones, y la consecuente reacción a través de
luchas cruentas para defendernos.
Apenas
se inauguró el siglo XX, y a lo largo de todo ese siglo se fraguó un duro
proceso de convivencia que nos ha tocado asumir no tanto con nuestros vecinos
suramericanos, sino de pugna con los nuevos colonialismos del norte de América,
con quienes hemos tenido una relación más mercantil y económica que cultural y
espiritual. Lograr esa paz nos ha costado mucho trabajo, luchando para que
éstos no se nos impusieran por la fuerza o con la anuencia de los caudillos de
turno, de quienes nos tocó salir luego de un largo período de abusos y
persecuciones a sus opositores.
Ahora,
en pleno siglo XXI, los imperios de nuevo cuño vuelven por sus fueros con una
virulencia inusual, casi desesperada en su intención devastadora, que ha
conseguido mostrarse al resto del mundo de una manera patética. Pero en
Venezuela siempre ha habido un movimiento contracultural, rebelde y humanista
que ha luchado para zafarse de ese nefasto influjo tiránico y mercantilista.
La
primera década del siglo XXI estuvo marcada por este elemento de lucha por
emanciparse, a través de un nacionalismo inspirado en el pensamiento de Bolívar
y conducido por el liderazgo comunitario de Hugo Chávez Frías, quien intentó
(junto a él lo intentamos todos), logrando en gran medida asentar una
conciencia histórica, y transfiriendo a la gente la fuerza
suficiente para hacer de esa conciencia una herramienta indispensable para
nuestro proceder colectivo. Después de su fallecimiento, tal conciencia siguió
diseminándose hasta echar raíces en una enorme cantidad de personas, consignada
por un récord de sufragios continuados y un total apego pacífico a la nueva
Constitución. A comienzos de este año 2014, a partir del 12 de febrero –Día
de la Juventud— un oscuro movimiento de fanáticos violentos, tramado desde el
extranjero, surgió con el fin de tratar de derrocar al Presidente
constitucional Nicolás Maduro con una violencia tal, que una enorme cantidad de
venezolanos contemplamos con tristeza cómo destrozaban, quemaban, destruían,
segaban vidas de personas, animales, árboles. De todo hicieron para
arrebatarnos la paz tan arduamente conquistada. Vándalos y asesinos
mercenarios, camuflados entre estudiantes, sembraron el terror en las calles de
todo el país. Entonces nuestro gobierno, en vez de contestar con más violencia
y odio, respondió convocando a una Conferencia de Paz, y declarando a Venezuela
Territorio de Paz, pues finalmente eso es lo que todos los venezolanos de buena
voluntad deseamos: ser sujetos del afecto, transmisores del cariño,
protagonistas de una esperanza y de una fe inquebrantables en un porvenir digno
y pacífico para nuestros hijos y nietos. En una palabra, los venezolanos
deseamos con todas nuestras fuerzas sembrarnos en el amor comprensivo, en una
justicia colectiva que tome en cuenta a nuestros hombres y mujeres trabajadores
honestos, para que así los ciudadanos nos podamos reconocer en el otro, en
nuestros semejantes, mediante una similar voluntad de justicia y
sosiego.
Sé
que vamos a lograrlo. Tengo fe en que vamos a tener un país así. Nosotros,
escritores, poetas, humanistas, tenemos ese ideal como centro de
nuestra acción, y es por ello que hemos respondido con firmeza a esta
convocatoria por la paz. Tenemos la convicción inquebrantable de que la
literatura es una forma noble del humanismo, es una verdad elevada de cuanto
ocurre en la realidad y la imaginación humanas, y es parte
fundamental de ese sueño que algún día veremos convertido en una realidad
tangible.
© Copyright 2014 Gabriel Jiménez Emán
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