Nico
Hirtt
Las
teorías del “capital humano” adoptadas por los organismos nacionales e
internacionales encargados de la política educativa, así como por la comunidad
académica, constituyen una estrategia de dominación del mercado de trabajo. La promesa de superar la actual crisis a
través de una fuerza de trabajo necesitada de altas cualificaciones encubre la
necesidad de amplias masas de trabajadores poco cualificados, pero flexibles
para adaptarse a las cambiantes condiciones del mundo laboral. Por ello, el
papel de la escuela se reduce a transmitir un mínimo saber básico y unas
competencias laborales genéricas, en un contexto de recortes y privatización.
El
dogma del “capital humano”
A
partir de la cumbre de Lisboa de 2000, la visión europea de la educación está
dominada por una concepción que la reduce a un instrumento de las políticas
económicas. Oiremos decir aún esporádicamente que los sistemas educativos deben
“asegurar el desarrollo personal” de los ciudadanos, “sin dejar de promover los
valores democráticos, la cohesión social, la participación ciudadana y el
diálogo intercultural” (Consejo de Europa, 2012a, pp. 393/5). Pero,
en
general, sólo preocupa el “papel primordial” de la educación y de la formación
“en tanto que motor esencial del crecimiento y de la competitividad” o,
también, el “papel esencial que desempeñan las inversiones en el capital humano
para (...) preparar un crecimiento creador de empleos” (Consejo de
Europa, 2013, p. 1).
Hubiera
podido creerse que el estallido de la “burbuja Internet” en 2000-2001, que vio
al NASDAQ perder el 60% de su valor en un año, luego la Gran Recesión de 2008 y
ahora la crisis de las finanzas públicas europeas iban a atemperar algo el
optimismo de quienes creían que la inversión en capital humano permitiría
garantizar el crecimiento y la prosperidad. Por desgracia, los defensores del
liberalismo económico no renuncian tan fácilmente a sus doctrinas. Para el
director del CEDEFOP (Centro Europeo para el Desarrollo de la Formación
Profesional), “permitir a los europeos que adquieran las competencias
necesarias para establecer las bases de la innovación y poder así responder a
las futuras necesidades del mercado del trabajo, es una de las condiciones sine
qua non para superar la crisis” (CEDEFOP, 2012a, p. 1).
Su
doctrina teórica es muy simple: si se aseguran a los empleadores “las mejores
oportunidades de reclutar a personas cualificadas”, eso animaría a las empresas
“a ofrecer más oportunidades a su personal así como a acrecentar su compromiso
en favor del desarrollo de la mano de obra” (Consejo de Europa,
2012b, pp. 2-5). Esta teoría se basa en la idea de que aquellas economías que
dispongan de más “capital humano” (medido este en función del nivel de sus
competencias cognitivas) “verán crecer en mayor medida sus tasas de
productividad” (OCDE, 2010, p. 10).
Los
economistas Eric Hanushek (Hoover Institution, Universidad de Stanford)
y Ludger Woessmann (Universidad de Munich) figuran entre los grandes promotores
actuales de este tipo de retórica. Sus trabajos son reiteradamente citados por
las instituciones europeas, el Banco Mundial y la OCDE. Sin embargo, sus
investigaciones se limitan a mostrar la existencia de una correlación entre los
niveles de competencia de los trabajadores de un país determinado (tal como son
calificados a partir de estudios internacionales como TIMMS o PISA) y la tasa
de crecimiento del PIB. Hanushek y Woessmann tienen que admitir que “es difícil
asegurar de manera concluyente que se trate de una relación causal”. (2008,
p. 667). Lo cual no les impide construir, basándose en datos recogidos entre
1960 y 2000, modelos econométricos en los que las tasas de crecimiento están
ligadas a los niveles de competencia y a la duración de la escolarización a
través de una vulgar ecuación de primer grado.
Semejante
método sirve de bola de cristal a la OCDE para afirmar que, elevando en 25
puntos los resultados medios PISA de todos los países miembros, se conseguiría
“un beneficio acumulado de PIB del orden de 115 billones de dólares a lo largo
de la vida de la generación nacida en 2010” (OCDE, 2010, p.6).
Hacerlo
mejor” con menos medios
Hanushek
y Woessmann son también los especialistas de la tesis según la cual los gastos
en enseñanza no influirían sobre su calidad. Llegan a afirmar que la tasa de agrupamiento
del alumnado (la ratio profesor/alumnos)
no tendría relación con el nivel de rendimiento medio de los alumnos. Como era
de esperar, esta afirmación encontró un eco muy favorable tanto entre los
ministros de Educación, en déficit crónico de medios presupuestarios, como
entre organismos internacionales encargados de imponer políticas de austeridad.
Pero las investigaciones de Hanushek y sus colegas, siempre basadas en estudios
comparativos entre países o en series cronológicas prolongadas, sufren de un
grave defecto: sus conclusiones están en flagrante contradicción con los
resultados de las mediciones directas del impacto del número de alumnos por
clase. En efecto, estudios realizados siguiendo muy distintos tipos de
protocolos, ya sea en Estados Unidos en el marco del estudio STAR (Krueger
& Whitmore, 2000), Inglaterra (Blatchford, Bassett & Brown, 2011),
Suecia (Wiborg, 2010) o Francia (Pikkety et Valdenaire, 2006), demuestran
sistemáticamente que, en una situación geográfica y cultural dada (mismo país,
misma época, mismos alumnos, mismos enseñantes...), clases menos numerosas
mejoran el resultado global y disminuyen las diferencias entre alumnos,
especialmente si éstas están relacionadas con el origen social.
Pero
da lo mismo, Hanushek y Woessmann siguen insistiendo en que se puede trabajar
mejor con menos medios apostando por “reformas institucionales más que
aumentando los recursos dentro del marco institucional existente” (2008, p. 659). Es preciso, dicen, apostar por la
calidad más que por la cantidad. Pero una “calidad” bien entendida: la
enseñanza preferente será aquella que responda estricta y prolongadamente a las
necesidades de la economía. Para ello habrá que empezar por “identificar
las necesidades en materia de formación”, luego “aumentar la pertinencia de la
educación y de la formación en relación con el mercado de trabajo” con el fin
de que proporcionen “una dosificación adecuada de aptitudes y competencias”
(Consejo de Europa, 2011, p. 70/2). Y, para terminar, será preciso que “todas
las personas implicadas en el proceso educativo sean confrontadas con buenos
acicates” (Hanusshek & Woessmann, 2008, p. 659).
Veamos
pues, en primer lugar, lo que exigen los mercados de trabajo.
¡La
crisis ha terminado!
El
discurso “visible” se puede resumir así: hemos conocido una crisis económica
grave con la Gran Recesión de 2008 y el paro ha crecido en todas las categorías
de trabajadores. ¡Pero todo irá mejor mañana! El crecimiento se va a recuperar,
el empleo se va a desarrollar y volveremos a necesitar trabajadores cada vez
más cualificados para avanzar en la “sociedad del conocimiento”.
Esta
visión idílica se trasluce en las publicaciones del CEDEFOP, el organismo
encargado del análisis prospectivo del mercado de trabajo europeo. En el
gráfico 1, la línea superior indica la evolución del empleo en la Europa de los
27, hasta 2020, tal como la preveía el CEDEFOP en 2008, justo antes de la
crisis. Las otras líneas son situaciones corregidas en 2010, 2011 y 2012 (línea
negra).
Gráfico
1: Previsiones del CEDEFOP para la evolución del empleo en Europa (EU-27+). Fuente:
CEDEFOP, 2012b.
Como se
ve, el organismo europeo supone que la crisis está ya superada y que ningún
grano de arena vendrá nunca más a frenar un crecimiento regular del empleo. Sin
embargo es un mal principio: para los dos primeros años de esta prospección
(2011 y 2012), el CEDEFOP preveía un aumento del 0,85% del volumen de empleo,
mientras que, según los últimos datos Eurostat disponibles, ha vuelto a caer un
0,1%.
¿Sociedad
del conocimiento?
Si cabe
dudar de las promesas de crecimiento del volumen de empleo, ¿qué sucede con la
estructura de estos empleos en términos de niveles de formación?, ¿es cierto
que el contexto económico y tecnológico reclama, y reclamará cada vez más,
trabajadores altamente cualificados? El gráfico 2 parece hacerlo creer.
Representa la evolución del empleo europeo, según los niveles de cualificación
de los trabajadores, en los últimos 20 años, así como la proyección de esta evolución
para la próxima década.
Gráfico
2: Evolución de la estructura de los empleos, según el nivel de cualificación
de los trabajadores. Fuente: CEDEFOP, 2012b.
A
primera vista la constatación es inapelable: la parte de los trabajadores
altamente cualificados ha aumentado, pasando del 22,3% al 29,8% entre 2000 y
2010, y seguirá aumentando, hasta llegar al 37% en 2020. Por el contrario, el
número de puestos ocupados por trabajadores poco cualificados está en continuo
descenso: 30,6% en 2000, 23,4% en 2010 y una previsión de 16,4% para 2020.
Conclusión: “los jóvenes que tengan poca o ninguna cualificación encontrarán
cada vez más difícilmente un buen empleo” (CEDEFOP, 2012b, p. 12).
Resulta
extraño leer, en el mismo informe, unas páginas más adelante, que “las
previsiones de evolución de la demanda señalan que el mayor crecimiento se
situará en las ocupaciones altamente y escasamente cualificadas, mientras que
el crecimiento será menor en los empleos con un nivel de cualificación
intermedio” (CEDEFOP, 2012b, p. 29).
Intentemos
entender: por un lado los expertos aseguran que hay cada vez menos empleos para
los trabajadores poco cualificados, por el otro dicen que los empleos que
exigen poco nivel de cualificación están creciendo de manera notable. ¿Dónde reside la contradicción? Resulta
que el gráfico superior no incide en los niveles de formación que necesitan los
empleos (a causa de su tecnicidad, de su complejidad, de su especialización más
o menos importante), sino en los niveles efectivos de cualificación de
la mano de obra ocupada. Cuando se emplea a menos trabajadores poco
cualificados, eso no se refiere sólo al nivel de cualificación requerido. Puede
indicar también que cada vez más trabajadores están sobrecualificados en
relación con los empleos que desempeñan, bien porque haya en el mercado de
trabajo un excedente de trabajadores cualificados, bien porque haya un déficit
de trabajadores poco cualificados.
Polarización
de los empleos
Desde
finales de los años 1970, algunos autores han comenzado a observar una
segmentación del mercado de empleo, por un lado, con un número limitado de
puestos de técnicos de alto nivel en la industria, muy bien remunerados, que
exigían una formación superior muy especializada; por otro lado, con ofertas
cada vez más numerosas de empleos poco remunerados, que exigían
pocas cualificaciones, dentro de sectores de servicios en expansión como
establecimientos de comida rápida, supermercados y grandes superficies (Coombs,
1989, p. 10). Esta “polarización” del mercado de trabajo parece no haber dejado
de reforzarse desde entonces. “En el curso de las últimas décadas” señalan
algunos investigadores del CEDEFOP, “se ha alcanzado un cierto consenso, en el
seno de la literatura especializada, sobre el hecho de que, al lado de una
tendencia general a la expansión de los empleos altamente cualificados, se
observa una polarización del mercado de trabajo en la mayoría de las economías
desarrolladas” (Ranieri y Serafini, 2012, p. 49).
David
Autor, uno de los especialistas americanos en este tema, publicó en 2010 un
estudio titulado The polarization of Job Opportunities in the U.S.
Labor Market. En él presenta el muy interesante gráfico 3.
Gráfico
3: Evolución media del empleo en los EEUU, por centiles de nivel cualificación
(1979-2007). Fuente: Autor, 2010.
En el
eje horizontal, los empleos están clasificados por centiles, según el nivel de
cualificación que se requiere en ellos: a la izquierda los empleos nada o poco
cualificados, a la derecha los empleos altamente cualificados. El eje vertical
indica el crecimiento (o el decrecimiento) del empleo, en porcentaje (en EEUU).
Las tres curvas corresponden, grosso modo, a las tres décadas
transcurridas desde 1979. ¿Qué se constata? Durante los años 80 la
evolución corresponde a la retórica habitual sobre la “sociedad del
conocimiento”: crecimiento del empleo cualificado, decrecimiento del empleo no
cualificado.
La
década siguiente es la de la “polarización” del mercado de trabajo: la curva se
hunde porque se pierden, sobre todo, empleos en niveles intermedios de
cualificación, mientras que el empleo altamente cualificado sigue expandiéndose
y el empleo muy poco cualificado alcanza un crecimiento modesto. Y en los años
2000, la curva presenta un fuerte crecimiento en cuanto a los empleos poco
cualificados, mientras que el empleo empieza a estancarse en las altas
cualificaciones (Autor,
2010, p. 3).
En
Europa, una misma evolución parece asomar, aunque con un poco de retraso en
relación con Estados Unidos: “mientras que la parte de las ocupaciones
intensivas en conocimientos y en aptitudes ha aumentado constantemente entre
1970 y 2000, se aprecia una neta polarización de los empleos desde el final de
1990”, constatan los investigadores del CEDEFOP (Ranieri y Serafini, 2012, p.
53). Entre 2000 y 2008 el número de trabajadores en “empleos elementales” ha
crecido 3,9 millones, presentando una de las tasas de crecimiento más elevadas
(+22%), casi al mismo nivel que los empleos muy altamente cualificados, y muy
por encima de la tasa media de crecimiento (10%) (CEDEFOP, 2011, p. 20).
Gráfico
4: Evolución de los empleos por nivel de cualificación (EU-27). Índice 2000 =
100. Fuente: Ranieri y Serafini, 2012.
El
CEDEFOP admite que esta evolución va a continuar: “la mayoría de las creaciones
de empleos se situarán dentro de las ocupaciones altamente o poco cualificadas,
con crecimientos más atenuados en las ocupaciones que requieran cualificaciones
intermedias” (CEDEFOP, 2012b, p. 29).
Cómo
polariza el ordenador
Para
comprender el origen de esta evolución dicotómica de los empleos conviene que
miremos las tecnologías de la información y de la comunicación.
Contrariamente a una opinión ampliamente extendida, éstas no sustituyen
necesariamente a las tareas que necesitan pocas cualificaciones, sino más bien
a tareas de rutina. Se trata de tareas suficientemente bien definidas,
descritas, descompuestas... como para que puedan ser traducidas a un programa o
ejecutadas por un ordenador o bajo la dirección de un ordenador. Se trata,
explica David Autor, de “tareas de media cualificación, como por ejemplo la
contabilidad, algunos trabajos de oficina o tareas de producción complejas pero
repetitivas” (Autor, 2010, p. 4).
En
cambio, las ocupaciones no rutinarias se sitúan en los dos extremos de la
jerarquía de los empleos. Por un lado, tenemos las tareas abstractas, que
exigen grandes capacidades de resolución de problemas, de intuición, de
persuasión, y que corresponden a empleos muy altamente cualificados. Pero, por
otro lado, tenemos también numerosas tareas “elementales”, sobre todo en el
sector servicios, que no son fácilmente ejecutables por un ordenador o por una
máquina dirigida por un ordenador.
Antes de limpiar un aula en una escuela, hay que asegurarse de que las sillas
estén colocadas encima de las mesas y, para hacerlo, hay que eliminar antes de
las mesas todo lo que pueda haber quedado por encima, como papeles de envolver,
un cartucho de tinta usado, evitando tirar a la papelera algún libro o una
calculadora olvidados por un alumno. Este tipo de decisiones pueden ser tomadas
por cualquier persona, no cualificada, pero que disponga de un cierto grado de
“sentido común”. En cambio son muy difíciles, por no decir imposibles, de
programar.
Aún
más, el trabajo de un conductor de taxi, el de un empleado de una agencia de
seguridad, el de una azafata de línea aérea que trabaje en una compañía de bajo
coste en Europa, el de un camarero del McDonald’s en Madrid o
París... no pueden ser trasladados a Nueva Delhi.
La OCDE
lo resume admirablemente: “los trabajadores altamente cualificados
son necesarios en los empleos tecnológicos; los trabajadores poco cualificados
son utilizados para servicios que no pueden ser automatizados, digitalizados o
deslocalizados, como el cuidado de personas; y las cualificaciones intermedias
son reemplazadas por la robótica inteligente” (OCDE, 2012a, p. 21).
Un
poco de sobrecualificación va bien...
Durante
la mayor parte del siglo XX, el mercado del trabajo evolucionó en el sentido de
la elevación de los niveles de cualificación requeridos por los rendimientos
técnicos de producción. Los Estados respondieron a esta evolución
prolongando la duración de la escolaridad e incitando a los ciudadanos a elevar
su nivel de formación. Pero, más tarde, el mercado de trabajo estalla, se
polariza, el empleo no-cualificado está en alza. Y lo que es peor, las tasas de
paro se elevan. A partir de ese momento, algunos trabajadores se ven obligados
a aceptar empleos por debajo de su nivel de cualificación.
Dependiendo
de los protocolos y las definiciones, se observan tasas de sobrecualificación
del orden de entre el 10 y el 30% en Europa (Quintini, 2011; OCDE, 2011a). En
las condiciones actuales del mercado de trabajo, el CEDEFOP prevé “un fuerte
aumento del número de personas cualificadas ocupadas en empleos que han
necesitado tradicionalmente un bajo nivel de formación y una disminución
importante de los empleos disponibles para las personas poco o nada
cualificadas” (CEDEFOP, 2012a, p. 14).
Desde
el punto de vista del trabajador, la sobrecualificación supone una pérdida que
alcanza, de media, el entorno del 20% del salario (OCDE, 2011b, p. 211). Desde
el punto de vista del empleador, el balance está más mitigado. Algunos estudios
subrayan el efecto beneficioso de la sobrecualificación en la mejora de la
productividad y de la innovación: “La sobrecualificación no es necesariamente
un problema. La gente más cualificada puede ser más innovadora y transformar la
naturaleza del trabajo que realiza” (CEDEFOP, 2012a, p. 13). Pero, por
otro lado, el coste salarial se resiente: de media, un trabajador
sobrecualificado cuesta hoy un 15% más caro a su empleador que un trabajador
que posea exactamente el nivel de cualificación requerido (OCDE, 2011b, p.
211). Mientras las tasas de sobrecualificación sigan siendo razonables, los
aspectos positivos pueden compensar, al menos desde el punto de vista del
empleador individual. Por el contrario, desde un punto de vista macroeconómico, un
exceso de sobrecualificación se traduce en una “inaceptable” presión al alza
sobre los salarios de los sectores poco cualificados. David Autor demostró
así que, en los Estados Unidos, el fuerte crecimiento de los empleos poco
cualificados a lo largo de los años 1990 a 2000 condujo a contratar, para
cubrirlos, a muchos trabajadores sobrecualificados, lo que tuvo como
consecuencia que los salarios subieron más rápidamente (o bajaron con menos
fuerza) en ese tipo de empleos.
A
los ojos de quienes no conciben la educación más que como una herramienta
económica, una sobrecualificación excesiva supone también un enorme derroche
para los Estados:
¿es realmente necesario invertir tanto en educación si no se van a utilizar las
formaciones dispensadas? Ya no es posible acariciar la ilusión, mantenida hasta
los años 70-80, de que la enseñanza general “clásica” iba a llegar a ser la
norma para todos. Hace más de doce años, la OCDE ponía ya los relojes en hora precisando
que “no todos abrazarán una carrera en el dinámico sector de la ‘nueva
economía’ –de hecho, la mayoría no lo harán– de manera que los programas
escolares no pueden concebirse como si todos debieran llegar lejos”
(OCDE, 2001, p. 30).
Pero,
entonces, ¿cómo deben ser concebidos, esos programas escolares?
Poco
cualificados, pero multi-competentes
El
excedente de trabajadores cualificados no es la única razón de que se contrate
mano de obra sobrecualificada. Depende también de la naturaleza misma de los
nuevos empleos no cualificados o considerados como tales: son muy diferentes de
las funciones de peón industrial o agrícola que ocupaba antaño a la gran masa
de los trabajadores poco escolarizados.
Un
administrativo “no cualificado” es hoy una persona que no tiene diploma de
mecanografía o de taquigrafía, ni de operador de télex, de secretario, de
intérprete o de traductor. Tampoco posee un diploma formal en utilización de
material informático. Sin embargo, se le pedirá que utilice un teclado de
ordenador, un tratamiento de texto, un sistema de tablas, una base de datos, un
correo electrónico, que conteste correctamente al teléfono y, si es necesario,
que lo haga en varios idiomas.
Al
hacer esto, no se está reclamando –en el sentido propio del término– una
cualificación, se están exigiendo simplemente algunas “competencias básicas”. Y
ahí aparece la dificultad. Los empleadores, así como los organismos
internacionales, se quejan de la dificultad de encontrar esos trabajadores, a
la vez poco cualificados (luego baratos) y, sin embargo, multi-competentes para el
rosario de tareas variadas que se les pedirá realizar.
Saber
leer y escribir, saber calcular, tener carnet de conducir, todo eso no se considera
ya desde hace tiempo “cualificaciones”. Los nuevos empleos no cualificados en
los sectores de servicios reclaman que se amplíe esta serie de competencias
generalmente compartidas. El marco de referencia europeo en cuanto a las
“competencias clave” define las ocho competencias básicas “que todos los
jóvenes deberían desarrollar en el marco de su educación y de su formación
iniciales y que los adultos deberían poder adquirir y mantener gracias a la
educación y a la formación a lo largo de toda su vida” (Comisión Europea, 2009,
p. 19). Desde entonces son bien conocidas: comunicación en lengua materna,
comunicación en lenguas extranjeras, competencia matemática y competencias
básicas en ciencias y tecnologías, competencia numérica, aprender a aprender, competencias
sociales y cívicas, espíritu de iniciativa y de empresa, sensibilidad y
expresión culturales. Para la OCDE, “este conjunto de aptitudes y
competencias se convierte en el núcleo esencial de aquello de lo que deben
preocuparse los enseñantes y las escuelas” (Ananiadou & Claro, 2009, p. 6).
Aquí
está, pues, la solución del problema: eliminar de los programas todos aquellos
elementos que son inútiles, ahora que la escuela secundaria no está ya
reservada a las élites. Innecesarias las lenguas clásicas, la
filosofía o la literatura, desde el momento en que aprenden a “comunicar”.
Innecesario estudiar los grandes conceptos y las leyes de la física o de la
biología, desde el momento en que adquieren “competencias básicas en ciencias y
tecnología”. Innecesarias la historia y la geografía, un poco de “sensibilidad
cultural” será suficiente. Innecesaria la economía para la mayoría de ellos,
desde el momento en que tengan “espíritu de empresa”. Innecesario incluso
enseñarles programación informática, desde el momento en que adquieran la
“competencia numérica”, es decir, que hayan adquirido los gestos básicos del
manejo de un ordenador en situación profesional y los rudimentos de utilización
del material burocrático. En cuanto al resto, algunas frases para “comunicar”
en una o dos lenguas extranjeras, un poco de “sensibilidad cultural” y la
capacidad de aprender (unas instrucciones de uso, un reglamento, un
procedimiento de trabajo...) harán de ellos excelentes trabajadores explotables
a discreción.
Adaptables
y flexibles
La
elección de las ocho competencias-clave indicadas más arriba se justifica, en
efecto, en primer lugar por su capacidad real o supuesta de favorecer la
flexibilidad y la adaptabilidad de los trabajadores. Los empleos del mañana,
altamente o poco cualificados, tienen en común el hecho de conllevar tareas que
no se dejan reducir fácilmente a un proceso informatizado. Precisamente por esa
razón entrañan una parte importante de imprevisibilidad y exigen desde el
principio una capacidad de iniciativa y de adaptación en la mente de los
trabajadores.
Esta
demanda de flexibilidad resulta reforzada por la inestabilidad económica y la
imprevisibilidad del entorno tecnológico. Es imposible prever la evolución
futura de los rendimientos técnicos de producción y, por lo tanto, de los
conocimientos y habilidades que se exigirán a los trabajadores dentro de diez o
quince años. En su comunicado de Brujas, el Consejo de ministros europeos
señala que los estudiantes de hoy “tendrán oficios que todavía no existen (...)
Tenemos
que mejorar la capacidad de la educación y de la formación profesional para
responder a las exigencias cambiantes del mercado de trabajo” (Consejo
de Europa, 2010, p. 2).
En
estas condiciones, la función de la escuela no es ya aportar conocimientos,
sino más bien transmitir capacidades genéricas (llamadas “competencias
tranversales”) así como la capacidad de cada individuo de actualizar por sí
mismo sus conocimientos y habilidades en función de las necesidades cambiantes
de su carrera profesional y de las expectativas cambiantes de sus empleadores. El papel del Estado no es ya permitir a
cada cual adquirir conocimientos portadores de emancipación. Ni siquiera
asegurar a cada joven una cualificación que le abra las puertas del mercado de
trabajo. Esto es la responsabilidad individual de cada uno. La única
responsabilidad del Estado es, a partir de ahora, crear las condiciones que
aseguren esta búsqueda de empleabilidad y, con este fin, “inscribir los
sistemas de educación y de formación en una perspectiva que tenga en cuenta la
vida en toda su duración” (Consejo de Europa, 2009, p. 119/3).
La
enseñanza tiene como único fin “preparar ciudadanos europeos capaces de
aprender, motivados y autónomos” (Consejo de Europa, 2012b, p. 393/6). En
cambio, “la responsabilidad de seguir aprendiendo incumbe a los individuos” que
tendrán que “responsabilizarse de su formación con el fin de mantener al día
sus competencias y conservar su valor en el mercado de trabajo” (CEDEFOP,
2012b, p. 22).
Competencias
generales frente a conocimientos
En el
contexto de esta búsqueda de flexibilidad, la palabra “competencia” adquiere
una importancia y un sentido nuevos. En la acepción tradicional, la competencia
designa un conjunto de conocimientos, de habilidades, de actitudes, de
experiencia... que hacen que se sea un buen médico, un buen fontanero, un buen
albañil o un buen piloto aéreo.
Bajo
la doble presión de la búsqueda de una flexibilidad máxima en el que aprende y
de un rendimiento óptimo del sistema educativo, se ha inventado un nuevo
concepto de “competencia”, en el que sólo cuenta el resultado productivo final:
no importa lo que el alumno haya podido memorizar, entender, dominar,
sistematizar... con tal de que demuestre su capacidad de llevar a cabo una
tarea que se le haya confiado.
El acto de enseñar, se transforma entonces en una especie de evaluación
permanente de los alumnos, en situaciones potencialmente inéditas para ellos,
pero perfectamente codificadas para el docente. Esta aproximación por
competencias tira por la borda la cuestión fundamental de la investigación
didáctica: “¿cómo transmitir correctamente tal conocimiento?”, para conservar
sólo el único criterio de la capacidad de utilización del conocimiento: “¿ha
realizado bien esta tarea?”.
Hasta
hace algunos años, el enfoque por competencias aún aparecía como un desarrollo
de las pedagogías constructivistas, especialmente en los países francófonos, en
los que se presentaba como una “pedagogía” centrada en el alumno y dando
“sentido” a los aprendizajes. Esta pretensión era, sin embargo, engañosa y fue
ampliamente controvertida (ver Hirtt, 2009).
Actualmente
las máscaras van cayendo. En varios países, los políticos parecen volver atrás
y dicen poner en la picota las reformas pedagógicas que promovían ayer. Sin embargo,
sería un error ver en las recientes evoluciones del discurso pedagógico
dominante un “viraje a la derecha” o “una vuelta al rigor” (según el juicio
positivo o negativo que se haya formulado en un principio sobre la aproximación
por competencias). En realidad sólo abandonan la envoltura, es decir, el
discurso que había acompañado a las reformas para darles un marchamo pedagógico
seudoprogresista. En cuanto al fondo, es decir, la primacía de vagas competencias
“generales” o “transversales” sobre la construcción de conocimientos
estructurados, está más presente que nunca. Y ya no se esconde su verdadera
motivación: para el CEDEFOP esta orientación “mejora la flexibilidad” de los
trabajadores y del mercado de trabajo ya que “en un contexto de transiciones
profesionales continuas y de modificaciones rápidas del lugar de trabajo (...)
es probablemente más importante adquirir competencias transversales que
competencias ligadas estrechamente a la función que se desempeña y a los
procesos de trabajo” (CEDEFOP, 2012b, p. 23).
La
escuela ya no está ahí más que para establecer las bases de los futuros
aprendizajes que serán, también ellos, únicamente dictados por las necesidades
de la vida profesional de cada cual: “la enseñanza obligatoria es el lugar
donde la gente debe dominar las competencias fundamentales y desarrollar su
deseo y su capacidad de aprender a lo largo de toda su vida” (OCDE, 2012c, p.
26).
Competencias
generales y competencias profesionales
Al
tratarse de la formación profesional, se pueden detectar ciertas tensiones en
los discursos dominantes. Acabamos de escuchar al CEDEFOP suplicar la primacía
de las “competencias transversales” sobre las aptitudes específicas para un
trabajo. Sin embargo, otros documentos –incluso emanando a veces de las mismas
autoridades– recomiendan, al contrario, perfilar mejor la evolución de estas
aptitudes profesionales con el fin de adaptarles más específicamente la
enseñanza profesional.
Así, el
Consejo de Europa, en su “Comunicado de Brujas”, estima que conviene “revisar
regularmente las normas profesionales y las normas relativas a la enseñanza y a
la formación, que definen los criterios a los cuales debe responder el receptor
de un título o un diploma determinado” (2010, p. 2). Desde esta óptica,
recomienda reforzar la colaboración entre los actores de la formación
profesional –Estado, escuelas, empresas– en materia de anticipación de las
competencias. El Consejo desea igualmente ver desarrollarse, a nivel nacional,
regional o local, iniciativas que “permitan a los docentes mejorar su
conocimiento de las prácticas de trabajo” (op. cit., p. 10).
Los
programas de la educación y la formación profesional, sigue diciendo el
Consejo, deberían estar más “centrados en las adquisiciones del aprendizaje”
para hacerlos “más adaptables a las necesidades del mercado de trabajo” (op.
cit., p. 10).
La
oposición entre este discurso y el que hemos oído más arriba, entre la demanda
de competencias transversales (las ocho competencias-clave en particular) y de
aptitudes específicas (“skills”), refleja una contradicción
absolutamente real: la que opone a los empleadores de los sectores más en alza
(tecnología punta y servicios) con los de los sectores en declive
(construcciones metálicas, construcción, astilleros navales...).
Entre
quienes reclutan a ejecutivos y creativos para empresas que trabajan en campos
tecnológicos punteros, igual que entre quienes contratan a los camareros para
las cafeterías del TGV (tren de alta velocidad), el problema no reside en
encontrar personas que dispongan de la formación especializada adecuada: en el
primer caso (en el que se necesitaría de todas maneras una formación seria en
el seno de la empresa) es imposible y en el segundo caso no tiene objeto, ya
que no se requiere ninguna cualificación particular. En cambio, se
deplora en ambos casos que los trabajadores carezcan, a veces, de capacidad de
iniciativa, que respondan de manera demasiado mecánica en situaciones no
habituales, que no estén suficientemente dispuestos a adquirir nuevos
conocimientos o nuevas habilidades en función de las necesidades, que su manera
de expresarse o de comunicarse no esté siempre adaptada a la naturaleza de su
tarea... Aquí, el desarrollo de estas competencias generales constituye una
fuerte demanda dirigida al sistema educativo.
A la
inversa, en las empresas más “tradicionales”, en las que se contrata a torneros,
soldadores, grabadores, albañiles, carpinteros, fontaneros... la destreza del
profesional es primordial y pesa más que unas vagas consideraciones de
adaptabilidad y otras competencias sociales. Sin embargo, el recurrente
discurso de la patronal de este tipo de empresas cuando afirma que sufre una
terrible carencia de mano de obra cualificada, debe ser oído con cierta
reserva. Con frecuencia, da cuenta menos de una penuria real de trabajadores
que de una elevación del nivel de exigencia a la hora del contrato, que es el
resultado de las dificultades económicas propias de la crisis (se trata, a
menudo de los sectores más duramente afectados) y del diferencial de competitividad
con los sectores que pueden reclutar a su personal dentro de un amplio
“depósito” de mano de obra poco cualificada.
El
doble discurso de organismos como el CEDEFOP o el Consejo de Europa, que por
una parte afirman querer dar la prioridad a las competencias básicas y por otra
claman que hay que combatir la “penuria” de mano de obra medianamente
cualificada, resulta ser una posición de equilibrio entre dos fracciones
opuestas, en el seno del capitalismo europeo. Pero este doble discurso no es,
en sí, contradictorio. Su primer término se refiere a la enseñanza “de
base”, grosso modo hasta el final del tramo inferior de la
secundaria (la edad en la que los informes PISA vendrán a medir la buena
adquisición de las competencias básicas); por el contrario, el segundo término
del discurso alude a la formación profesional, que está regulada a partir de
los 14-16 años en la mayoría de los sistemas educativos.
¿La
empleabilidad crea empleo?
A nadie
se le ocurriría discutir que los trabajadores mejor formados tienen más
posibilidades de encontrar trabajo que los otros. Así, desde el principio de la
recesión, en 2008, hasta 2010, las tasas de paro de las personas que disponían,
como mucho, de un diploma de secundaria inferior subieron desde un 8,8% a un
12,5% (+3,7 puntos) mientras que las de los diplomados de la secundaria
superior pasaban de 4,9% a 7,6% (+2,7 puntos) y las de los diplomados de la
enseñanza superior, universitaria o no, aumentaban sólo de 3,3% a 4,7% (+1,4
puntos)(OCDE, 2012b, p. 13). Existe pues una clara correlación entre, por un
lado, el nivel y la calidad de la formación y, por otro lado, la probabilidad
de escapar del paro.
Pero de
esta observación, que es perfectamente válida cuando se trata de individuos,
algunos concluyen, algo precipitadamente, que de la misma manera existiría una
correlación positiva entre el nivel global de cualificación de los trabajadores
de un país y la tasa global de empleo dentro de ese país. La OCDE y la Comisión juegan a
placer con esta creencia afirmando que las tasas elevadas de paro se deberían,
en gran parte, a la dificultad que encuentran los patronos cuando buscan una
mano de obra adecuadamente cualificada.
Esta
afirmación no se tiene en pie frente a la realidad de las cifras. Como
demuestra el gráfico 5, las tasas de paro no están correlacionadas
positivamente, sino negativamente, con la tasa de empleos vacantes. En otras
palabras: los países en los que hay muchos empleos vacantes no son aquellos
donde hay muchos parados sino, al contrario, aquellos en los que hay relativamente
poco paro.
Gráfico
5: Tasas de empleos vacantes y tasa de paro en diferentes países. Fuente:
Comisión Europea, 2009.
Según
Eurostat, los empleos vacantes representan hoy el 1,5% del volumen total de
empleo en la Unión Europea. En otras palabras, el 98,5% de los empleos
disponibles están ocupados.
Se entiende mal, en estas condiciones, cómo una mejor adecuación de la
formación de los trabajadores a las demandas del mercado de trabajo podría
absorber ¡una tasa de paro que se acerca al 10% en el conjunto de Europa! Hay
que añadir que las tasas de empleos vacantes en Europa cayeron en 2007 y 2008,
incluso mientras las tasas de paro aumentaban (DARES, 2010, p. 17). se toman
las propias cifras de la patronal francesa (por ejemplo, MEDEF, 2013), se observa
que los cuatro trabajos más difíciles de proveer son: los altos profesionales
de hostelería y restauración (11.611 empleos), los vendedores (5.277 empleos),
los empleados de cocina (5.157 empleos) y los conductores de vehículos (4.969
empleos), todas ellas profesiones que no exigen ninguna cualificación (excepto
en la pequeña parte de los empleados de cocina que son los cocineros-jefes) o
una baja cualificación (conductor de camión). Van seguidos de 4.628 ejecutivos
comerciales y técnicos comerciales y de 4.432 ingenieros y ejecutivos técnicos
de la industria, dos clases de profesiones altamente cualificadas. Luego la
lista continúa con las ayudas domésticas (4.081 empleos), los jardineros (3.338
empleos), los empleados domésticos (3.202 empleos) y los obreros no
cualificados de las industrias (2.928 empleos). En conclusión, de los
aproximadamente 47.000 empleos “más difíciles de proveer” en Francia en el 4º
trimestre de 2012, sólo 9.070, o sea el 19%, necesitaban un nivel elevado de
cualificación. En la misma fecha, había 3,18 millones de parados en Francia,
según Eurostat. ¿Cómo se puede creer que se reduciría de manera considerable
esta cifra, sólo por el milagro de una mejor formación?
La
realidad es que el déficit de empleos afecta a casi todas las categorías de
profesiones. Pero las personas más altamente cualificadas escapan más
fácilmente al riesgo del paro aceptando empleos en los que serán
sobrecualificadas. “Aunque la gente sea cada vez más
cualificada, algunos corren el riesgo de no encontrar un empleo que corresponda
a su formación y a su esperanza”
(CEDEFOP, 2012a, p. 1). La OCDE tiene que reconocer también que “la enseñanza
secundaria superior ya no constituye un seguro contra el paro y los bajos
salarios” (OCDE, 2012a, p. 2).
Cuando
los patronos de ciertos sectores se lamentan de que no encuentran obreros
cualificados, eso significa, pues, con mucha frecuencia, que en estos tiempos
de crisis, intentan elevar exageradamente sus exigencias en el momento del
contrato y rebajar los salarios. Les gustaría mucho encontrar obreros
diplomados, sí, pero con cinco años de experiencia, que dispusieran de coche
propio para acudir al taller o a la obra, que aceptaran trabajar por la tarde y
el sábado, que llevaran su propia ropa de trabajo, y todo ello por el salario
de un peón. Cuando
el listón se coloca tan arriba (o tan abajo, depende del punto de vista), los
obreros jóvenes cualificados más competentes (en el sentido definido más
arriba) prefieren aceptar, por el mismo precio, un puesto como jefe de equipo
en un McDonald’s, o como vendedor de televisores en Sony.
Rivalidad
entre trabajadores y entre escuelas
De
hecho, toda la idea de “flexibilización” del mercado de trabajo lleva a
aumentar la competición entre los trabajadores. Sucede lo mismo, por ejemplo,
con la búsqueda de “movilidad europea” de los trabajadores. Esta permite a los
patronos europeos reclutar su mano de obra en un “depósito” mucho más grande,
poner a muchos más candidatos en competición para el mismo empleo y conseguir,
a menor coste, trabajadores más estrictamente adaptados a sus expectativas. Esta movilidad debe adquirirse desde el
paso por la educación, promoviendo la “movilidad de los que aprenden”. Para
el Consejo de Europa, ésta constituye, pues, un “elemento esencial de la educación
y de la formación a lo largo de toda la vida” (Consejo de Europa, 2011, p.
119/3).
Esta
competición entre trabajadores debe llevarse a cabo también “en las mentes”, en
el plano ideológico. Por eso, hay que “favorecer las experiencias (...) de
formación en el espíritu de empresa” (Consejo de Europa, 2011, p. 70/1), y eso
desde la escuela infantil.
Pero,
para llevar a cabo este programa, “conviene inscribir los sistemas de
educación y de formación en una perspectiva que tenga en cuenta la vida en toda
su duración y mejorar su capacidad de reacción frente al cambio, así como su
apertura al mundo” (Consejo de Europa, 2009, p. 119/3).
Analicemos
esta tesis, con todo lo que implica en relación con los sistemas educativos.
En
primer lugar, tener en cuenta la vida “en toda su duración”, significa que la
escuela no debe intentar ya transmitir conocimientos, sino –sobre todo–
“enseñar a aprender”. Hay
que “preparar a los ciudadanos europeos a ser personas que aprendan de manera
motivada y autónoma” (Consejo de Europa, 2012, p. 393/6). Desde un sistema
educativo en el cual el Estado transmite o inculca valores, conocimientos,
cualificaciones que considera útiles al bien común, se pasa a otro sistema
educativo en el que los ciudadanos-trabajadores son invitados a venir a buscar,
individualmente, aquello que les parezca útil para su carrera personal. A
partir de ahora, deberán “responsabilizarse de su formación con el fin de
mantener al día sus competencias y de conservar su valor dentro del mercado de
trabajo” (CEDEFOP, 2012, p. 22). Fundamentalmente, la diferencia no es muy
grande ya que la búsqueda de un pretendido “bien común” por parte del Estado y
la de la “carrera profesional” por parte de los individuos acaban
confundiéndose, generalmente, con el único interés del rendimiento del capital.
Pero, en el primer caso, hay un Estado regulador, con todo lo que esto implica
de peso y, también, de protecciones arrancadas por las luchas sociales. En el
segundo caso, no tenemos más que individuos en competición, dispuestos a
pisotear sus propios derechos si creen que, con ello, van a conseguir alguna
ventaja sobre sus competidores. De paso, el Estado se descarga de una misión
que podrá ir delegando en el sector privado: “la responsabilidad de seguir
aprendiendo incumbe a los individuos” (CEDEFOP, 2012, p. 22).
En
segundo lugar, para “mejorar la capacidad de reacción de los sistemas
educativos, la Comisión Europea, el Consejo, la OCDE... abogan por el abandono
de los sistemas gestionados –de modo centralizado– por el Estado, en beneficio
de redes de centros escolares más autónomos y en situación de fuerte
competencia mutua.
Los patronos se quejan, en efecto, de la “lentitud de los sistemas de educación
para responder a sus necesidades y para adaptarse a cualificaciones cambiantes”.
Consideran, en particular, que los sistemas de formación y de educación son
“excesivamente burocráticos” y que no hay “suficiente flexibilidad, a nivel
local, para adaptar los programas” (Froy, Giguère & Meghnagi, 2012, p. 63).
Se da por hecho que el juego de la competencia y la autonomía de las escuelas
mejorarán “la capacidad de adaptación de los sistemas de educación y de
formación frente a nuevas demandas y tendencias” (Consejo de Europa, 2011, p.
70/2).
Y,
en tercer lugar, el Consejo recomienda apoyar “la apertura al mundo” por parte
de los sistemas educativos. El “mundo” debe ser entendido aquí en el sentido
estricto en que lo entienden todos los dueños de la economía capitalista: el
mundo es la empresa privada.
Estos “partenariados” deben contribuir a “fijar mejor las competencias
requeridas por el mercado de trabajo” y a “estimular la innovación y el
espíritu de empresa en todas las formas de educación y de formación” (Consejo
de Europa, 2009, p. 119/4). La OCDE recomienda utilizar la formación en
empresa, en el puesto de trabajo o en alternancia, sobre todo en la enseñanza
profesional pero también para determinados programas universitarios
(OCDE, 2012a, p. 27).
La
organización de la enseñanza profesional, basada en el modelo del sistema
alemán de alternancia choca, sin embargo, contra fuertes resistencias por parte
de los mismos patronos. Una encuesta realizada por el CEDEFOP en empresas
europeas, en 2005, desveló su poco entusiasmo para comprometerse en programas
de formación, por “temor de ver a sus empleados desbancados por la competencia” (CEDEFOP,
2012a, p. 30).
Conclusión
Desde
que se encargó a la escuela educar a los hijos del pueblo, hace unos doscientos
años, ésta ha sabido adaptar sus formas y sus contenidos a las evoluciones
políticas o industriales impulsadas por los avances tecnológicos. Mientras que,
en un primer momento, eran esencialmente ideológicas, las misiones de la
escuela han llegado a ser, al hilo de las décadas, cada vez más explícitamente
económicas y sociales. Los años 50, 60 y el principio de los años 70 fueron los
de la masificación de la enseñanza secundaria, en un contexto de déficit
constante de mano de obra cualificada.
Hoy
en día, en la era de las crisis, de las redes y del estallido de las
cualificaciones, la escuela está encargada de someterse –y de someter a
aquellos a quienes forma– a un doble imperativo. El de la polarización de los
empleos y el de la adaptabilidad y de la flexibilidad. En su nombre se quiebran
las regulaciones estructurales que habían acompañado a la masificación escolar,
se descuidan los conocimientos en provecho de vagas “competencias
transversales”, se reduce la democratización de la enseñanza ante las promesas
de una “empleabilidad universal.
Dirigidas
por la OCDE y la Comisión Europea, estas evoluciones se presentan como
“innovadoras” y “democráticas”, frente a una oposición que se deja encerrar,
con demasiada facilidad, en la defensa de la escuela del pasado.
La
primera víctima de estas políticas es la misma escuela pública. La individualización
de la relación con la formación, la difusión de una ideología empresarial, los
cuasi-mercados escolares, la reducción del gasto público en educación y los
“partenariados” escuela-empresa abren cada vez más la puerta de la enseñanza a
su conquista por el sector privado. Pero la principal víctima es el joven que
sale de esa escuela. Se habrá hecho de él un trabajador adaptable, no
desarrollando su comprensión del cambio, sino quebrando su capacidad de
resistencia al cambio; no a través de una emancipación cultural, sino por medio
de una privación de cultura.
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