Gobiernos populares de
Latinoamérica, ¿transición o reciclaje?
Isabel Rauber
Enviado
por tortilla en Sáb, 01/04/2014 - 20:30
Isabel
Rauber (ACTA)Argenpress, 3 de enero 2014
Isabel
Rauber es Doctora en Filosofía. Directora de la Revista “Pasado y Presente
XXI”; escritora. Profesora adjunta de la facultad de Filosofía de la
Universidad de La Habana.
Notas
a propósito del artículo de E. Gudynas, “La izquierda y el progresismo: la gran
diferencia”.
El
texto de Gudynas intenta poner en blanco y negro los cambios políticos que
vienen teniendo lugar en territorios de Nuestra América.
En
ese sentido, al iniciar el artículo afirma: “Uno de los mayores cambios
políticos vividos en América Latina en los últimos veinte años fue el
surgimiento y consolidación de los gobiernos de la nueva izquierda.” Nótese que
el autor define a estos gobiernos latinoamericanos como “los gobiernos de la
nueva izquierda”, sin embargo, de inmediato los subclasifica como
“progresistas”, por considerarlos anclados “en la idea de progreso”. Sobre esta
base, asegura, se marca una “divergencia” con “muchas de las ideas y sueños de
la izquierda latinoamericana clásica.”
Así,
en el primer párrafo del texto, el autor emplea tres categorías políticas
diferentes: nueva izquierda, progresismo e izquierda clásica. Atribuye a ellas
diferencias sustantivas en las miradas estratégicas, las propuestas y planes
gubernamentales, y en las prácticas políticas concretas de los actores políticos
que las encabezan. Sin embargo, no deja en claro qué entiende por “nueva
izquierda”, ni por “izquierda clásica”. Tampoco define claramente que entiende
por "progresismo" ni por "progreso".
Al
principio parecería que, según el autor, la “nueva izquierda” es el
“progresismo”, sin embargo, línea a línea, se ocupa de demostrar que los
gobiernos que engloba indiferenciadamente al inicio como de la “nueva
izquierda”, en realidad no lo son, puesto que solo llegan a ser “progresistas”.
Aquí surgen interrogantes: ¿Por qué definirlos entonces como algo que
inmediatamente se niega? Al parecer esto responde a la intención del autor de
marcar una distancia sustantiva entre el período inicial de los gobiernos de la
“nueva izquierda” en Latinoamérica, y el período actual, en el que –siempre
siguiendo a Gudynas, estos han devenido en: “progresistas”, anclados en las
viejas ideas de progreso y crecimiento económico, es decir, economicistas. De
aquí se derivarían, a ojos del autor, políticas muy limitadas de estos gobiernos
en relación con la perspectiva de cambio social, ancladas en exportación de
materias primas, en estimulación del consumo, en planes de asistencia económica
a los sectores desprotegidos, para lo cual apelan –fundamentalmente a políticas
extractivistas…
“El
progresismo actual (…) no discute las esencias conceptuales del desarrollo”,
afirma el autor. Esto supondría, en síntesis, que los gobiernos de la ex-nueva
izquierda devenidos en progresistas, se atienen planamente a la antigua
concepción economicista del desarrollo, contradiciendo y alejándose
crecientemente de los procesos democratizadores originariamente impulsados
desde abajo, con los movimientos sociales, y ahora frenados-negados desde
arriba. Llegado a este punto el autor entra en una seguidilla de
consideraciones que buscan reforzar sus objeciones a los que considera hoy son
ex-gobiernos de la “nueva izquierda”. Con las generalizaciones secundariza o
menosprecia los esfuerzos por construir instancias articuladoras regionales
(ALBA, UNASUR, CELAC) y su significación política en este tiempo para los
procesos de cambio que pugnan por profundizase y enraizarse en cada país.
La transición en la
nueva realidad global y continental
Un debate postergado
pero imprescindible
El
artículo mencionado resulta una provocación interesante, porque –aunque su
autor no se lo proponga con sus reclamos e imputaciones, pone al descubierto la
necesidad de abrir debates acerca de la transición hacia la nueva sociedad,
acerca de sus contenidos, sus tareas, sus significados, sus actores centrales,
sus alcances, su horizonte histórico… en las condiciones actuales de
Latinoamérica, en el actual sistema mundo y tiempo histórico que vivimos.
Vivimos tiempos de cambios constantes y de confusión, y ello lo refleja también
Gudynas al escribir de forma confusa.
Es
evidente que tiene preocupaciones y se percata de algunos problemas, en
realidad, poco novedosos para quienes seguimos de cerca el curso de los
procesos actuales. Pero aunque no enseña nada nuevo, su análisis recorre algunos
puntos clave que es preciso discutir. Toca muchas aristas y, al hacerlo –aunque
de modo disperso y forzando regularidades donde, si existen, no están
suficientemente claras aún, llama la atención y provoca el debate, considero
que en ello radica probablemente su principal aporte.
No
ocurre lo mismo cuando se refiere a las interrelaciones entre movimientos
sociales y ong’s, estableciendo prácticamente una equiparación entre ellos, con
lo cual da por tierra sus planteamientos respecto del protagonismo de los
movimientos (¿o se refería a ong’s?). Igualmente resulta cuando menos llamativo su
elogio a la CIDH, como si se tratara de un organismo que brillara por su
criterio de justicia para con los pueblos… Estas referencias parecen
más bien una reacción de enojo del autor frente a alguna crítica de la que pudo
ser destinatario, aunque no lo manifiesta así en este artículo.
Algunos temas o
problemáticas a considerar
-Cambio
de mentalidad y construcción de un nuevo pensamiento crítico
Analizar
con parámetros de ayer la realidad del presente es fuente segura de errores. Y
ello ocurre cuando se intenta trazar una línea de continuidad analítica entre
la realidad social local y mundial, las tareas y la perspectiva estratégica que
se planteó la izquierda en el siglo XX, y la realidad del sistema-mundo actual
del cual es parte nuestra región y, consiguientemente, entre las propuestas y
actitudes políticas de la izquierda que hoy gobierna (“nueva izquierda”,
“progresismo”), y los planteamientos de la “izquierda clásica” (de fines del
siglo XX). Vale hacer notar, además, que en el siglo pasado no existió una
“izquierda clásica”, hubo muchas izquierdas, muchas miradas, propuestas,
estrategias y caminos para lograrlas, protagonizados por actores políticos
diversos, generalmente enfrentados entre sí. Tal fue el caso, por ejemplo, de
la división entre los reformistas (camino gradual de reformas dentro del
capitalismo) y los revolucionarios (toma del poder, ruptura con el sistema e
implantación del socialismo), y sus consiguientes propuestas de las entonces
llamadas vía pacífica (electoral) y la vía armada (insurreccional o guerra de
guerrillas para la “toma del poder”).
Indudablemente
estas polémicas, lejos de estar saldadas, se manifiestan hoy bajo nuevas
formas, aunque ahora tienen lugar en la realidad de un nuevo sistema-mundo
regido por la hegemonía global del capital con sus instituciones de poder
global del mercado. Al plantearse el cambio social, es necesario entonces, dar
cuenta y enfrentar nuevas problemáticas, nuevos contenidos, horizontes y
actores. No se puede trazar una línea directa entre los reformistas ayer y
quienes hoy plantean caminos de reformas, ni viceversa. No se puede tampoco,
contraponer abstractamente, reforma y revolución; dicotomía que cada día se
revela más obsoleta, a la vez que surgen y se plantean nuevas y complejas
mediaciones, contradicciones y tensiones entre lo viejo y lo nuevo, entre
reformas y cambios raizales.
¿Qué
significa hoy ser revolucionario?, ¿tomar el poder?, ¿qué poder?, ¿quiénes? Y,
en tal caso: ¿qué harían el día después?, ¿quiénes?, ¿con quiénes?, ¿cómo?
¿Para
qué se quiere o se necesita el poder político-institucional? Pues para impulsar
cambios en la realidad social, promover la organización y ampliación del sujeto
político-social en su desarrollo hacia la conformación de la fuerza social de
liberación, capaz de constituirse en conducción sociopolítica popular del
proceso histórico de cambios, desde abajo, en los ámbitos parlamentario y
extraparlamentario. Y para pensar colectivamente, decidir y realizar los
cambios raizales, en la medida que el conjunto de condiciones sociales,
culturales, de conciencia, organización, y en la subjetividades, así lo haga
posible… transformando la correlación de fuerzas anclada en el poder
constituido, desde el nuevo poder constituyente.
-De
la izquierda del ‘deber ser’ a la izquierda del ‘ser’
Ser
de izquierda significa que se es revolucionario, no que se recitan textos, ni
que se dicen bonitos discursos, o que se tienen perfectos programas. Ser
revolucionario es ser parte del proceso colectivo de cambio del mundo en
sentido de justicia, equidad, paz, progreso humano, en el sentido y con el
contenido que esto tiene para el horizonte revolucionario… ¿Qué
cantidad de cambios hay que hacer en cada momento y a qué velocidad han de
realizarse? Nada de ello puede definirse fuera de la arena de los
acontecimientos y sus contradicciones. No hay recetas; no hay fórmulas. Se trata de
una pulseada permanente con el poder del capital en general y con los nichos de
su hegemonía que están dentro de nosotros mismos.
La teoría revolucionaria no puede existir fuera de los
procesos revolucionarios y sus sujetos; es guía para la acción en tanto emana
de ella, se nutre y enriquece en las prácticas socio-transformadoras y hacia
ellas vuelve, marcando aciertos, errores, desafíos, mostrando trampas y
abriendo caminos… estimulando la marcha. Es pensamiento crítico de las prácticas
revolucionarias, por eso puede orientarlas, ser “guía para la acción”.
Lamentablemente, esta expresión se tomó al pie de la letra, mecánicamente,
suponiendo que para ello debía haber una doctrina correcta, científica, previa
a los acontecimientos. Ella, como si fuera una linterna, habría de conducir a
los pueblos en lucha por el buen camino, alejando a sus conducciones de errores
y derrotas. Nada más alejado de la realidad, de la propuesta epistemológica de
Marx, y de la verdad histórica.
No existe una teoría absoluta sobre el comunismo, el
socialismo comunista, comunitario, o del siglo XXI, esperando en el algún lugar
(fuera del mundo), para ser “aplicada” a cada realidad. Nada más apriorístico y
dogmático que ello. Como ya advirtiera Marx, esta es “la oposición típica del
idealismo entre la realidad y lo que debe ser…”, paradójicamente el rasgo
característico del mal llamado “marxismo científico” en el siglo XX. [Marx,C.,
1966: 11]
La
ideología, el pensamiento crítico revolucionario, el pensamiento político y
social se van construyendo permanentemente, es decir, están en constante cambio,
con los acontecimientos históricos, con la maduración de conciencia de los
sujetos en sus prácticas, con las dinámicas de las luchas sociales de clases,
etcétera. Como advirtiera Mariátegui: es una “creación heroica” de los pueblos,
y por tanto, hay que rescatar esa creación, sistematizarla y conceptualizarla y
reconceptualizarla permanentemente, desde abajo, en articulación orgánica con
los sujetos colectivos de las prácticas sociales, siendo –a la vez- parte de
ellos.
-Del
enfoque analítico abstracto a la mirada analítica sistémica (concreta)
El
autor presenta sus enfoques aún atrapados por los límites del pensamiento
lineal fragmentario propio del siglo XX: aborda las cuestiones ecológicas o de
la naturaleza de modo aislado, igualmente lo relativo a pobreza, desarrollo,
democracia… como si estas problemáticas sociales se pudieran analizar y
resolver aisladamente, sin contar con un enfoque integral sistémico de la
realidad social en cada momento (integrando economía, política, cultura, modo
de vida). Concuerda con el Buen Vivir levantado por los gobiernos, pero les
recrimina que no lo llevan a cabo.
La pregunta, en tal caso, sería: ¿Cómo saber si lo llevan a
cabo o no?, ¿a partir de qué elementos?, ¿desde dónde, con quiénes y con cuáles
parámetros medirlo? ¿Por qué? Indudablemente hay que entrarle de lleno a estos
debates.
Urge
reflexionar sobre las condiciones de la transición en la situación actual del
mundo y de nuestras sociedades, teniendo como punto de partida (y de llegada),
las experiencias de los actores sociopolíticos que las llevan adelante, sus y
las subjetividades, identidades, cosmovisiones…
-Recuperar
la dimensión analítica y sistémica de la categoría “modo de producción”
Ser
ecologista, por ejemplo, no implica necesariamente estar ubicado en el nuevo
tiempo. Si se piensa en la ecología separada del modo de producción y
reproducción de la vida social, se mantiene la vieja concepción de la
naturaleza como objeto del cual la humanidad puede “servirse”, en tanto sujeto.
Integralmente,
el debate acerca de la ecología es parte del debate civilizatorio, del planteo
claro de la indivisible interrelación naturaleza-sociedad como clave para la
defensa de la vida toda. Este resulta uno de los anclajes
epistemológico-cosmovisivo fundamental pues abre posibilidades para la creación
de un nuevo modo de producción y reproducción de la vida social, es decir, de
un modo de vida, anclado en la indivisibilidad de la vida humana y de la
naturaleza. Es por ello, un horizonte promotor de la creación de una nueva
civilizan (re-humanizada).
La
civilización creada por el capital y su lógica de mercado amenazan a la
sociedad y la naturaleza de muerte, el sistema mundo anclado en la producción
destructiva para satisfacer la voracidad creciente de ganancias de los centros
del poder global del capitalismo actual, profundiza un sistema
productivo-destructivo que no toma en cuenta el sistema reproductivo, es decir,
no se hace cargo de las consecuencias o cargas sociales que su reproducción
sistemática imponen a la sociedad (con énfasis en las interrelaciones humanas y
sus modos de vida) y a la naturaleza. Encontrándonos al borde del abismo, la
defensa de la vida se impone y es integral y reclama la construcción de una
convivencia armónica entre sociedad y naturaleza como parte de un todo que se
llama vida. Con esto quiero subrayar un elemento central: el contenido
sistémico, interconectado de las problemáticas a enfrentar y, por tanto, de las
respuestas a construir para superarlas.
En
relación con esto, está claro que los caminos de la transición hacia la nueva
sociedad y el nuevo mundo cuyo horizonte se redefine y abre con la llegada de
estos gobiernos de la “nueva izquierda progresista” latinoamericana, ya no
pueden analizarse con los lentes de una lupa del siglo XX, cuyos parámetros
pertenecen a un mundo y un tiempo histórico que ya no existe.
Las problemáticas de hoy no son exactamente las mismas de
ayer, recicladas. Aunque muchas coinciden, se desarrollan en situaciones y
dimensiones nuevas, con aristas e interconexiones no solamente nuevas, sino
anteriormente desconocidas o inimaginadas. Por ello hay que descubrirlas y
analizarlas tal como ellas existen y se manifiestan hoy.
Habría
que ir incluso unos pasos atrás y ver si existe una claridad común en la
definición acerca de cuáles son los pilares claves para avanzar hacia una
civilización capaz de superar los males, las tragedias, los modos de
interrelacionamiento y pensamiento humanos de la civilización actual, regida
por la lógica del metabolismo social del capital. Un recorrido por las
programáticas de los actuales gobiernos progresistas, de izquierda,
revolucionarios o populares de la región parece indicar que no es así. Esto
refuerza la necesidad de centrar las reflexiones también en este aspecto aunque
sin pretender unificar o encasillar procesos socioculturales profundamente
diferentes, para ir fortaleciendo, tal vez, sus posibilidades de encaminarse
hacia la construcción de convergencias estratégicas. Esto es parte de los
desafíos del presente. A ello se anudan interrogantes claves. Entre ellas:
¿Quiénes
son los creadores y protagonistas de las definiciones del rumbo de los cambios,
de sus contenidos, sus ritmos, etc.? ¿Puede el pueblo de un solo país,
aisladamente, en el mundo globalizado, crear y construir una civilización
nueva?, ¿en qué aspectos sí y en qué debe hacerlo interarticuladamente con
otros? ¿Cuál es el sentido de la integración latinoamericana?, ¿está
relacionada con la posibilidad de construir un referente regional capaz de
correr el horizonte civilizatorio más allá de los límites del capital o es solo
un campo formal para el intercambio mercantil y diplomático?, etcétera.
Reflexionar
sobre esto ayudará a pensar hasta dónde un proceso de cambios sociales raizales
puede avanzar dentro del capitalismo, realidad sociopolítica, económica y
cultural en la que viven y se desarrollan todos los países, gobiernos y
procesos del mundo, y desde la cual y en la cual también creamos, construimos
los cambios y pensamos la transición.
Ello
contribuiría, por ejemplo, a matizar o reinterpretar la expresión del autor
cuando, refiriéndose a los gobiernos de la “nueva izquierda” o “progresistas”
latinoamericanos, dice: “…en algunos casos hay una retórica de
denuncia al capitalismo, pero en la realidad prevalecen economías insertadas en
éste...”.
¿Acaso supone el autor que los que ganaron las elecciones
podrían romper inmediata y tajantemente con el capitalismo? ¿Cómo?, ¿con cuáles
fuerzas sociales?, ¿con cuales propuestas?, ¿reemplazándolo con qué sistema?,
¿apuntalando cuál civilización? ¿Acaso considera el autor que ya existe,
prefabricado, el nuevo sistema productivo-reproductivo social que puede
reemplazar al del mercado, y que solo se trataría de “aplicar” su recetario a
las realidades concretas? ¿Se trata acaso de “aplicar” o de crear, construir y
apostar a lo nuevo, conociéndolo en la medida que se lo va creando y
construyendo? Estas son solo algunas interrogantes que pueden estimular el
pensamiento colectivo acerca de estas problemáticas de fondo.
Está
claro que los pueblos no saltan al vacío; los grandes cambios sociales ocurren
siempre por acumulación, a partir de desarrollar las fuerzas sociales,
económicas, culturales y políticas del pueblo capaces de desplazar (imponerse
sobre) el –entonces- viejo orden metabólico social. Esto supone procesos
histórico-sociales de creación colectiva de los pueblos, su autoconstitución en
sujetos políticos de su vida, de su historia; supone la refundación democrática
de nuevas institucionalidades e instituciones, de nuevas interrelaciones entre
todos los integrantes de una sociedad, y con el mundo entero y con la
naturaleza.
No
se puede vivir en libertad en un mundo plagado de injusticias, salvo desde una
posición individualista: Si yo estoy bien, no me importan los demás. No hay
salida individual, por países, si no hay salida para todos los países, global.
Se trata, entonces, en principio, de una transición anclada en diversos
procesos integrales de cambios en el ámbito de cada país que tenderán a
orientarse hacia el mismo rumbo y horizonte estratégico. En materia de
integración, este es uno de los mayores desafíos: definir un rumbo y un
horizonte civilizatorio colectivos capaz de traccionar los procesos locales y
regionales en una misma dirección, y definir cuál es esa dirección para
encaminarse hacia el horizonte común. Es entonces cuando la paciencia
histórica, así como la creación sostenida y la resistencia al capital y sus
tentaciones cotidianas, se imponen como realidad.
Si
se acepta que los procesos todos se desarrollarán durante bastante tiempo
dentro del capitalismo, es de suponer entonces, pulseadas constantes, palmo a
palmo, con el poder del capital, luchando por construir, sostener y desarrollar
desde abajo otra hegemonía, popular, orientada a abrir cauces a una nueva
civilización, anclada en el Buen Vivir y Convivir. En esta perspectiva, tal
vez lo que el autor define como “retórica” anticapitalista de los gobiernos,
resulte, en algunos casos, un recurso pedagógico político
orientador-estimulador de cambios y creaciones, fortalecedor de procesos en
curso que -desde abajo- alimentan las esperanzas y las utopías del nuevo mundo,
haciéndolas realidad día a día en sus comunidades, en sus economías, en sus
modos de vida solidarios, en un respeto creciente a la naturaleza recuperándola
como sujeto de vida y para la vida, creciendo en la conciencia integral de la
vida y de los modos de vida.
Todo
esto supone un proceso integral de cambios en la concepción del mundo, del
progreso, el bienestar, el desarrollo, la economía, la sociedad y las
interrelaciones humanas y con la naturaleza. Nada puede verse, pensarse o
resolverse por separado. Una nueva mentalidad, un cambio cultural se impone.
-Una
nueva concepción de totalidad se abre paso
Es
interesante notar que en el tiempo en que los posmodernistas
anunciaban el fin de la totalidad y del “relato” colectivo, revive con fuerza
el pensamiento científico que argumenta la concatenación universal de los
fenómenos en la naturaleza y en la sociedad. Por supuesto, se trata de
una totalidad nueva, profundizada y ampliada con el apoyo de la nano-sociología
hasta lo macro, siempre con la mirada integradora que anuncia que lo analítico
(fragmentado) es parte de un fenómeno social mayor al que se articula y que en
esa articulación se define socialmente, o más exactamente, se interdefine
permanentemente en procesos de interacción constante y redefiniciones mutas,
cambios, saltos… Tales son las dinámicas sociales dialécticas, más precisamente
identificadas ahora como tales, por la denominada “teoría de la complejidad”.
-El
lugar central de los procesos está en los sujetos
No
hay teoría, ni propuesta, ni programa ni organización que pueda desplazar o
sustituir el protagonismo creativo colectivo de los sujetos sociales y
políticos, su capacidad para (auto) constituirse en fuerza sociopolítica de
liberación, conducción política colectiva del proceso de cambios en los ámbitos
parlamentario y extraparlamentario (conjugados, articulados). Concebir la
actual tarea histórica civilizatoria de defensa integral de la vida, desde las
élites, grupos reducidos, llámense estos partidos, movimientos, ong’s… implica
quedar atrapado por una retórica testimonial que, a lo sumo, puede servir como
justificación personal frente a la titánica labor colectiva de los pueblos
abocados a crear el mundo que ha de sustituir a este.
-La
interculturalidad y descolonización
Y
esto alude directamente a presupuestos nuevos, que den cabida a la diversidad
de actores, con sus modos de vida, cosmovisiones, cosmopercepciones, sus
identidades, subjetividades, aspiraciones, propuestas… es decir, habla
de superar el obsoleto paradigma dogmático acerca del sujeto revolucionario,
que lo limitaba a una supuesta clase obrera industrial que, en rigor, nunca
existió en Latinoamérica, llama a dejar atrás el eurocentrismo negador de los
pueblos indígenas como sujetos con plenos derechos y capacidades, llama también
a abrir espacios políticos a las mujeres con sus pensamientos liberadores, como
a todos/as los marginados/as o excluidos/as según sus capacidades físicas, sus
identidades sexuales, etc., en resumen, llama a abrir las prácticas políticas a
la perspectiva intercultural para concebirlas desde este lugar, reclamando por
tanto, una mirada que dé cuenta de los disímiles intereses de los diversos
actores y sectores que conforman el llamado “campo popular”.
Esto
supone también hacerse cargo de las disputas de poder que tienen y tendrán
lugar en el seno del pueblo y que acompañarán la creación del nuevo mundo
buscando nuevas relaciones y modalidades de organización y acción que vayan
superando la verticalidad jerárquica instalada como el “saber hacer” de la
humanidad durante milenios.
Sobre
esta base se podrán ir abriendo pasos hacia una perspectiva de
interrelacionamiento cada vez más horizontal, reconociendo la igualdad entre
los diferentes, en derechos, identidades, subjetividades, modos de vida,
estableciendo condiciones para la convivencia de las diferencias sobre la base
de equidad y la complementariedad. La democracia ocupa aquí un lugar central,
puesto que limitarla a aquella –representativa o directa que solo reconoce el
derecho de las mayorías es, en realidad, una modalidad encubierta de
autoritarismo, pactado y reglamentado en las constituciones. El derecho es
siempre para quienes lo necesitan, no para quienes lo poseen, es decir, alcanza
también a las minorías, a los relegados/as de siempre, a los subordinados/as y
excluidos/as históricos… Y su reconocimiento y ejercicio efectivo hay que
construirlo colectivamente. No hay modos de convivencia colectiva que puedan
imponerse a la humanidad, por muy perfectos que ellos resulten en la propuesta
teórica. De ellos hay sobradas muestras en la historia reciente.
Por
ello, la interculturalidad presupone, se asienta y promueve, la descolonización
cultural (modo de vida y de pensamiento) de nuestras realidades, desde la
historia hasta el futuro pasando por el presente.
No
dice solo respecto de la colonia, la conquista y colonización emprendidas en el
siglo XV. Teniendo en cuenta que la conquista y colonización de América,
genocidio mediante, implantó el capitalismo en estas tierras, los actuales
procesos de descolonización comprenden todo el período histórico, desde tiempos
de la llegada del capitalismo a nuestras tierras de la mano de la conquista y
colonización hasta la liberación del jugo del capital en lo económico-social y
cultural, en el modo de vida, de percepción, de conocimiento, de
interrelacionamiento humano y con la naturaleza.
Para
expresarlo sintéticamente: interculturalidad y descolonización constituyen
pilares claves promotores de la nueva civilización, anclados en la equidad, la
solidaridad y la búsqueda de armonía en la convivencia humana y con la
naturaleza y, todo ello, sustentado en un nuevo modo de producción y
reproducción, cuyo ciclo garantice la reproducción de la vida humana y de la
naturaleza. Se trata de un proceso búsqueda y creación colectivas de una nueva
racionalidad del metabolismo social, proceso que Franz Hinkelammert define
como: racionalizar lo racionalizado (por el capital).
Esta
es, en trazos gruesos, la situación.
Dibuja
un tiempo movido por un gran tembladeral histórico en el que transitamos
sacudidos permanentemente por reajustes o resquebrajamientos de la agonizante
civilización construida y regida por el capital. No es de extrañar, por tanto,
que los caminos diversos que hoy se plantean acerca de la transición orientada
a una superación de esta civilización, provoquen más incertidumbres que
certezas. Vamos a un mundo nuevo, que depende de nuestras capacidades. No viene
del más allá; no hay nadie que a priori lo haya prediseñado para nosotros… Como
dice Silvio Rodríguez, “la revolución se hace a mano y sin permiso”.
-El
Estado, ¿actor central o herramienta popular para la transición?
Destaco
particularmente, en primer lugar, lo referente a la concepción y el papel del
Estado, tanto en los inicios de los procesos de cambio orientados a la
transición, como a los cambios que necesariamente habrán de ir suscitándose en
el curso de esos procesos.
En
este aspecto, se plantea una diferenciación entre los procesos encabezados por
los gobiernos populares del continente, puesto que algunos de ellos, tal vez
mejor avenidos a la definición de “progresistas” dada por Gudynas, se plantean
ser una variante “prolija” del capitalismo, definiendo a esta civilización como
su horizonte histórico.
Recuperar el papel central del Estado como institución
pública garante de derechos sociales y del respaldo económico para el ejercicio
efectivo de esos derechos, es apenas un primer paso, casi obligado, del que
arrancan los gobiernos dada su situación posneoliberal inicial. Pero superado ese
momento, se abren interrogantes claves. Entre ellas: ¿Es el Estado un actor
central del proceso o es una herramienta? Si es una herramienta, ¿de quiénes y
para quienes?. Y en ambos casos, ¿quiénes lo motorizan y conducen?, es decir,
¿quiénes son los protagonistas del proceso? Y aquí se abre una inmensidad para
pensar y reflexionar.
Aunque no es factible ahora adentrarme en este tema, vale
recordar que el Estado, como toda institución pública, es la personificación de
un poder de clase social específico, está hecho a su medida y en función de la
defensa de sus intereses, que representa y para lo cual fue constituido. Es
absurdo entonces, sostenerlo tal cual, es decir, ajustado a la defensa de esos
intereses y su jurisprudencia y pretender que, a la vez en tales términos,
pueda resultar una herramienta de cambio social.
-Potenciar
la participación y el control popular
Para
poner la dirección en este rumbo hay procesos democratizadores transformadores
imprescindibles, como por ejemplo, las asambleas constituyentes, cuya
realización abre –jurídicamente- las puertas a la participación de la ciudadanía
popular (movimientos indígenas y sociales) en la definición de las políticas públicas
y la gestión de lo público, de sus territorios, sus comunidades, etc. Esta
participación habrá de incrementarse sustantivamente en función de las tareas
que los pueblos se tracen en cada momento, de ahí que las asambleas
constituyentes serán varias, tantas como lo demande el proceso democratizador
revolucionario en cada sociedad. Transformar raizalmente la democracia.
Los
procesos democrático revolucionarios necesitan transformar la democracia,
abrirla a la diversidad de ciudadanías que habitan en nuestras tierras, apostar
a la participación de los pueblos desde abajo, avanzar hacia la
plurinacionalidad, en cada país y en el continente. No hay posibilidad de
Estado plurinacional sin democracia plurinacional, pero esto hay que crearlo y
construirlo, sostenerlo y desarrollar, en cada país y en el continente. La
revolución democrático-cultural que tiene lugar en Bolivia, por ejemplo, lleva
en esto la delantera, es el laboratorio de la nueva Latinoamérica,
plurinacional, intercultural y descolonizada. No es que ya haya madurado como
Estado plurinacional, pero esta definición ubica la plurinacionalidad en el
horizonte y en los imaginarios, estimulando y traccionando el proceso hacia ese
rumbo. Esto es parte de la conducción político-ideológica de los procesos.
¿Qué
están llenos de errores?, obviamente. Lo contrario sería propio de un engaño.
No hay nada que hagamos, saliendo de las entrañas del mundo
regido por el mercado y su lógica mezquina y competitiva que pueda ser “puro” y
propio de un mundo otro, que todavía no ha sido creado por nosotros. Su alumbramiento
ocurrirá mediante un parto doloroso, pero como en todos los casos, será
maravilloso y balsámico. Por eso, en este contexto, más que la razón individual –que
es importante, sobre todo para quien la sostiene-, es primordial aportar a la
construcción de la razón colectiva, sustento de la voluntad colectiva. Esto
no significa, sin embargo, que haya que silenciar las opiniones o críticas a
los procesos; siempre que se hagan desde adentro, redundarán en beneficio
colectivo, incluso si ellas también contienen errores.
No
hay arbitro individual ni colectivo, partidario, onegeístico o institucional
estatal o religioso que pueda dictaminar quién tiene la razón y quién no. No
hay nada más “feo” en política que la “razón de Estado”, en todos los casos.
Los
intelectuales (orgánicos) no pueden diluirse en la gestión del gobierno o el
Estado; ciertamente deben estar comprometidos, entrar al “fango” de la vida
real, ser parte de las búsquedas y los procesos de construcción de lo nuevo;
pensar desde afuera de los procesos no aporta, pero tampoco su exégesis. Es
necesario ser parte, estar comprometidos y, a la vez, mantener un
distanciamiento crítico, necesario para que sea posible aportar al proceso
colectivo. En esa interrelación, ser uno más, no aporta.
En
resumen, considero que un trabajo como el que me ha movido a escribir estas
líneas es un ejemplo palpable de las contradicciones de la diversidad de
miradas, juicios y prejuicios que atraviesan los procesos políticos abiertos
con los actuales gobiernos populares en el continente. Ellos tal vez abran
cauces a transiciones que podrían desarrollarse a partir del presente, es decir
a partir del inicio de las etapas posneoliberales, de la mano de grandes luchas
sociales, intentan ahora embanderar procesos de cambios raizales.
Que
estas reflexiones contribuyan a promover debates necesarios acerca de la
transición hacia el mundo nuevo, alentando la búsqueda de un nuevo modo de
producción y reproducción que haga posible el Buen Vivir y Convivir entre la
humanidad y la naturaleza, anclado en nuevos paradigmas de bienestar, progreso,
desarrollo y democracia, alimentando así un nuevo pensamiento crítico
revolucionario que nos convoca hoy a defender la vida atravesando los campos
minados por el capital, sin entrenamiento previo.
Tales
son algunos desafíos.
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