martes,
26 de noviembre de 2013
Un
poder judicial tutelado
Juan Ramón Capella
El
actual régimen constitucional cuenta con un poder judicial honesto; pero ¿es
verdaderamente independiente?
La
cuestión no es baladí, puesto que el Poder Judicial es un garante público de
los deberes de todos, incluidas las instituciones, respecto de los ciudadanos
(hablo de deberes, y no de derechos de los ciudadanos, porque sin aquéllos
éstos son papel mojado, como se ha tratado de argumentar en El libro de los
deberes, editado por el profesor Estévez Araujo y Trotta editorial).
Desde
mi punto de vista, no se ha visto que gobierno alguno de este primer régimen
constitucional desde la guerra civil haya tenido el menor interés en que exista
un verdadero poder judicial independiente; ha preferido una independencia,
digamos, relativa, incompleta: decididamente inacabada.
Es
preciso explicar por qué. Y la explicación incluye varios factores. El más
destacable fue la perplejidad del constituyente de 1978 ante la magistratura
heredada. Tenía ante sí un cuerpo de magistrados complejo: parte importante de
él había surgido de las "oposiciones patrióticas" del franquismo de
los años cuarenta. Los funcionarios anteriores habían sido depurados muy
duramente por el régimen. En el ámbito del derecho penal la magistratura había
sido muy dúctil a los diseños del franquismo.
De modo
que los poderes constitucionales optaron por anticipar la jubilación de los
magistrados, para librarse de los más antiguos, y someter a tutela al poder
judicial. Una tutela en realidad innecesaria para el sistema constitucional,
pues en los cuerpos judicial y fiscal también habían brotado con fuerza el
antifranquismo y las aspiraciones a la democracia. En seguida se advirtió, con
excepciones que fueron objeto de medidas disciplinarias, la aceptación por
jueces y fiscales del régimen de libertades. Es más: muchos operadores del
poder judicial apoyaron en los años ochenta a los objetores insumisos al servicio
militar, minimizando la represión que pretendió ejercer sobre ellos el gobierno
del Psoe (el movimiento pacifista de objetores de conciencia, hoy olvidado, fue
una gran aportación, masiva y de gran calidad moral, a la democracia en
España).
Sin
embargo el resultado de aquella "solución" de los años setenta es que
todavía hoy no existe en España un Poder Judicial independiente de los otros
poderes del Estado, sino un poder judicial tutelado y disminuido, situación que
explica las dificultades de este poder para reprimir la rampante corrupción que
afecta principalmente, todo hay que decirlo, a los poderes tutelantes. No hay
un poder judicial independiente del poder ejecutivo y del poder legislativo.
Esa
falta de independencia, esa tutela, se manifiesta claramente de varias maneras:
En
primer lugar, en la dependencia del gobierno de la Fiscalía General del Estado. El carácter político y no judicial de
esta Fiscalía se pone de manifiesto en los cambios también políticos en las
jefaturas de las fiscalías de las audiencias cada vez que hay una mutación de
gobierno significativa. La Fiscalía y los fiscales jefes pueden emitir órdenes,
generalmente verbales y no motivadas, a las que los fiscales que de ellos
dependen pueden oponer reparos pero también por eso resultar mal vistos por la
superioridad, que tiene siempre la última palabra. Las órdenes pueden referirse
al modo de enfocar los procedimientos, pero también, por supuesto, órdenes de
actuar y sobre todo órdenes de no actuar. Los criterios de actuación punitiva
pública tienden a quedar así politizados y mediatizada la consciencia moral de
los fiscales en los casos de mayor relevancia para los ciudadanos.
Un
poder judicial independiente debería integrar en su seno al ministerio fiscal,
separándolo por completo del poder ejecutivo. El público debe saber que los
fiscales son magistrados como los demás, que han superado las mismas pruebas de
selección que los jueces, y que por tanto están plenamente capacitados
profesionalmente para ser integrados en un poder judicial independiente del
poder ejecutivo del Estado.
El
gobierno del poder judicial radica en España en el Consejo General del Poder
Judicial. Con él se
establece la dependencia del poder legislativo —y en particular de los partidos
mayoritarios— del Poder Judicial.
Es
escandaloso que, a las claras, los partidos mayoritarios —formalmente, el
parlamento— disputen los puestos de poder en el CGPJ. Esa disputa muestra tanto
la importancia que atribuyen al Consejo General, en cuyas decisiones pretenden
influir, como la dependencia del poder legislativo de un poder del Estado que
tendría que ser también independiente de ese poder legislativo. El CGPJ actual
es un órgano claramente politizado. (Y lo será todavía más si llegan a
materializarse las propuestas al respecto del ministro Ruiz Gallardón.)
También
es escandalosa, dicho sea entre paréntesis, la complacencia de la prensa, que
no denuncia esta situación; más bien parece que está encantada de tener algo
que contar acerca de las disputas de los partidos políticos al respecto.
La
tutela del Poder Judicial por los demás poderes del Estado se manifiesta
igualmente en la inexistencia de una auténtica policía judicial, dependiente
orgánica y no sólo funcionalmente de los magistrados. Los gobiernos hacen uso de la
dependencia orgánica de la policía y otros instrumentos de los jueces para
interferir en los procesos. Y lo hacen a veces con el mayor descaro y de forma
escandalosa; así, hemos visto la sustitución por el gobierno del equipo
policial que auxiliaba al magistrado instructor del caso Noos, o la del grupo
de funcionarios de Hacienda en la instrucción judicial del caso Gürtel.
Un
Poder Judicial independiente debe contar con una policía judicial y organismos
auxiliares dependientes funcional y orgánicamente de él, y también con el
auxilio funcional de todos los cuerpos administrativos del Estado siempre que
lo necesite. La urgente revisión democrática y soberana de la Constitución
—soberana, por recurso a la ciudadanía: esto es, contrapuesta a los cambios
pactados por arriba en el excluyente do ut des de las fuerzas políticas— debe
establecer claramente este punto.
Por
otra parte la dependencia de los gobiernos de la administración de justicia en
España la pone de manifiesto su escasez de medios, la cicatería que los
sucesivos gobiernos han opuesto al buen funcionamiento del poder judicial.
Basta comparar una oficina judicial cualquiera con una notaría, o incluso con
una procuraduría de los tribunales, para comprender la infradotación de medios
del Poder Judicial.
Conciliar independencia judicial con
democracia
El
poder judicial debe ser independiente tanto del ejecutivo como del legislativo
—de otro modo depende de la partitocracia—. Y la policía judicial y demás medios de
investigación no deben guardar con el poder judicial sólo una dependencia
funcional, pues la dependencia orgánica del ejecutivo es causa de
interferencias.
La
falta de democracia de la justicia no la disimula el artificio de los juicios
con jurado, carentes de tradición en nuestro país, y menos cuando la prensa
realiza juicios paralelos que dan lugar a falsas expectativas (recuérdese el
caso Wanninkhof, con condena unánime de persona inocente). La experiencia de
magistrados, fiscales y demás operadores jurídicos es mejor contención de la
influencia de la prensa ansiosa de noticias que unas personas sin experiencia
de las situaciones judiciales.
¿Es posible articular un poder judicial
de magistrados profesionales con el principio democrático?
Es
obviamente posible si para los órganos de gobierno de la magistratura se
recurre a la ciudadanía, a la soberanía popular. Por ejemplo, indirectamente,
mediante la elección de compromisarios —cincuenta, por ejemplo— encargados de
dirimir la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. O
incluso por elección directa entre los candidatos por el soberano popular. (Se
celebran comicios para asuntos menos importantes, como la diputación al
parlamento europeo, ente aún casi decorativo.)
Por
supuesto, un poder judicial independiente debe incluir a la fiscalía y una
policía judicial, como ya defendió P. Calamandrei para la constitución
italiana. La diferencia entre juces y fiscales sólo ha de ser funcional, siendo
ambos magistrados.
Por
último, un poder judicial independiente debería gobernarse por consenso y no
mediante la formación de mayorías.
Hay
sistemas electorales y de decisión que evitan la formación de mayorías y
minorías; aunque el ejemplo parlamentario los haya eclipsado, tienen tradición
y peso históricos:
Una
técnica electoral es el doble voto —bola blanca y bola negra, voto y veto—
usada en los monasterios medievales para la decisiva cuestión de la elección
del abad, que podía dividir a la comunidad de los monjes o entregar su gobierno
a personas no deseadas por grupos amplios de ellos. El sistema del doble voto
para cada elector conduce a la elección de las personas que obtienen el mayor
consenso de todos.
Otra
técnica electoral son las votaciones eliminatorias sucesivas de candidatos
—combinada o no con la primera—, que tampoco crea contraposición entre
vencedores y vencidos, sino maduración de la decisión y consenso.
Como
señalaba Antonio Gramsci, hay problemas que no se resuelven por la formación de
mayorías, sino por la maduración de las decisiones.
Recurrir
a la soberanía popular, a la intervención de los ciudadanos —sin eliminar del
proceso electoral las manifestaciones de preferencias de los partidos
políticos, pero tampoco las de los sindicatos, organizaciones no
gubernamentales y asociaciaciones de ciudadanos— permitiría erigir un Poder
Judicial independiente y democrático a la vez: justamente lo que necesitamos.
¿Se
resolverían automáticamente los problemas de la Justicia con un poder judicial
independiente? Obviamente no. Pero éste puede mejorar el habitus de quienes
tienen a su cargo administrar justicia.
La
independencia facilita algo muy importante en los funcionarios: el valor. Pues
se necesita valentía para no temer la influencia porosa, osmótica, a veces, y
otras expresa y potente, prepotente, de otros poderes del estado y de poderes
económicos y mediáticos. La independencia y el valor de los funcionarios
permitiría dar una mejor respuesta judicial a la corrupción.
(Para
que quede claro a qué me estoy refiriendo recordaré el caso del juez de la
audiencia nacional al que le correspondía instruir lo que luego fue conocido
como el caso Lasa y Zabala, esto es, un caso gravísimo de terrorismo de Estado.
Aquel magistrado no se atrevió a enfrentarse con eso y abandonó la magistratura
por el ejercicio privado de la abogacía. Y, cosa curiosa, el magistrado que realmente
instruyó el caso, que acabó con la condena de un ministro y altos dirigentes de
Interior, años más tarde fue hallado culpable de prevaricación en otra causa y
expulsado de la carrera judicial. Probablemente no haya relación entre una cosa
y la otra, pero tal vez sin la primera la prevaricación hubiera quedado en
simple error judicial.)
Creo
que para ejercer la actividad judicial se necesita realmente el valor, la
valentía, para no tener que andar con pies de plomo. Esa valentía sólo pasará a
formar parte generalizadamente del habitus de magistrados, jueces y fiscales,
cuando puedan saberse amparados de veras en su independencia, protegidos de la
intromisión de poderes políticos y sociales. La independencia del poder
judicial está para eso.
Y para estimular
a los magistrados, para dejar atrás aspectos de su habitus no correspondientes
siquiera a esa ficción de igualdad que es el igualitarismo político, aspectos
por fortuna ya no mayoritarios; para superar el burocratismo funcional.
En lo
que respecta al habitus específico de los fiscales, su integración plena en un
poder judicial independiente facilitaría que vieran su tarea no como
fundamentalmente acusatoria sino, más en profundidad, como garantes de los
derechos procesales de los ciudadanos. (El Tribunal Supremo ha estimado en
casación numerosos recursos por violación de las garantías procesales. Pero no
se conoce uno solo de esos casos en que los recursos hayan sido promovidos por
la fiscalía, lo que muestra una significativa mutilación de su habitus
institucional.)
La independencia judicial, ¿utopía o
necesidad?
Lo que
he propugnado puede parecer una utopía, aunque es simplemente una prolongación
de la Ilustración jurídica; es preciso impedir que ésta se venga abajo sin un
recambio adecuado.
Pues
donde en realidad estamos es en el despliegue de una cacotopía que puede
llevarse por delante el universo de los derechos y las garantías generalizados.
Hemos
visto volatilizarse el derecho a la intimidad y a la seguridad en las
comunicaciones por las posibilidades abiertas por la informática a las empresas
de esta rama industrial y a los más potentes Estados. Hemos visto el espionaje
masivo a gobiernos y empresas. Hemos visto asesinatos mediante drones, sin
juicio, como si la represión del terrorismo fuera una acción de guerra, lo que
no deja de ser una ficción jurídica. Hemos visto la porosidad y la mutilación
de las soberanías nacionales. Hemos visto los horrores de las intervenciones
armadas del llamado "derecho internacional humanitario", que generan
centenares de miles, o millones, de víctimas entre las gentes corrientes. Hemos
visto realizado el dicho de Goebbels de que una mentira repetida mil veces
equivale a una verdad, incrementado el poder de repetición por la industria de
producción de contenidos de conciencia.
Hemos
entrado en un mundo de barbarie donde el poder se deslocaliza y el derecho, que
siempre ha estado asociado a la territorialidad, se vuelve crecientemente
impotente. La gobernación es cada vez más gobernanza semiprivada.
Incluso
si este proyecto barbarizante no prospera, sí prosperarán tecnologías e
internacionalizaciones. En el futuro van a ser necesarias formas nuevas y
ágiles de colaboración internacional de la justicia, o incluso podría verse el
despliegue amplio de una verdadera justicia internacional, de un arbitraje de
los inevitables conflictos.
Un
poder judicial fuerte e independiente puede ser, en primer lugar, un dique
local frente a la barbarización.
Personalmente,
por la previsión de lo que se nos echa encima, no soy optimista. Es el
pesimismo de la inteligencia. Pero en cambio veo con realismo y también
optimismo las prácticas personales y grupales que generan cambios, que
sostienen valores, que inducen a la innovación incluso institucional. Pues es
en las prácticas buenas e innovadoras donde se generan las voluntades de vivir
dentro de un horizonte de expectativas no diré que justo, pero sí, al menos,
razonable y por eso perfectible.
Juan
Ramón Capella
Mientras
Tanto
No hay comentarios:
Publicar un comentario