El 6 de agosto de 1945 es lanzado el primer ataque atómico contra una nación. La víctima fue la ciudad japonesa de Hiroshima.
Hiroshima y Nagasaki: De
la diplomacia atómica al genocidio
Por Ernesto Limia Díaz
9
AGOSTO 2013
A
las 11: 05 a.m. del jueves 9 de agosto de 1945, un bombardero de la fuerza
aérea de Estados Unidos arrojó sobre la ciudad japonesa de Nagasaki una bomba
fabricada a base de plutonio 239 en laboratorios controlados por el Pentágono,
que provocó 100 000 muertos (39 000 al momento de estallar). Apenas tres días
antes, a las 8:15 a.m. del lunes 6, un piloto estadounidense había lanzado en Hiroshima
otro artefacto nuclear construido a partir de uranio 235, que causó 260 000
muertos (50 000 por el impacto inicial). El presidente Harry S. Truman
justificó el genocidio con el argumento de que resultaba necesario concluir la
guerra contra Japón, para «traer los chicos a casa». Lo logró: el 15 de agosto
el emperador Hirohito realizó una alocución radial para todo el país, en la que
anunció a sus cerca de ochenta y seis millones de súbditos la rendición
incondicional. Un testigo presencial narró que los sobrevivientes de Hiroshima
iban bajando la cabeza poco a poco, a medida que lo escuchaban. Muchos
lloraban, pero todos en silencio, sin una voz, sin una protesta (Arrupe, 1952:
94).
La
diplomacia atómica ensayada en Hiroshima y Nagasaki por la Administración
Truman causó un total de 360 000 víctimas en 1945, pero sus secuelas llegan
hasta hoy y afectan a varias generaciones. Todo ser humano sensible debiera
hacerse una pregunta: ¿cómo pudo ocurrir tal barbarie?
El año en que concluyó
la Segunda Guerra Mundial
En
1945 la victoria de la coalición antihitleriana era cuestión de poco tiempo: a
fines de enero en el Frente Occidental los aliados finalmente consiguieron
contener la contraofensiva alemana en los densos bosques y montañas de Las
Ardenas, mientras que en el Frente Oriental el Ejército Rojo había arrollado
las defensas nazis en Polonia para avanzar, incontenible, hasta Frankfurt del
Oder, a menos de cien kilómetros de Berlín. Nadie dudó de la capacidad de la
URSS, que había soportado el peso fundamental de la guerra y recibido los
embates más potentes de la maquinaria militar fascista, para asestar el golpe
definitivo contra Hitler. Henry Kissinger ha reconocido que los círculos de
poder en Estados Unidos vieron con suma preocupación cómo «los ejércitos
soviéticos ya habían rebasado todas sus fronteras de 1941 y se encontraban en
posición de imponer unilateralmente el dominio político soviético al resto de
la Europa oriental» (Kissinger, 2004: 396).
La
Conferencia de Yalta reunió a los tres principales líderes que luchaban contra
el fascismo: Iósif Stalin (URSS), Winston Churchill (Gran Bretaña) y Franklin
D. Roosevelt (Estados Unidos)
El
escenario era propicio para organizar una conferencia entre los máximos líderes
de Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS, que convinieron reunirse entre el 4
y el 11 de febrero de 1945 en Yalta, un balneario en la península de Crimea
recién liberada del invasor nazi. Para el día inaugural, el alto mando militar
de las fuerzas aliadas preparaba una sorpresa destinada a impresionar al máximo
representante soviético: un golpe aéreo masivo cuyos posibles blancos eran
Berlín o a la ciudad de Dresde, antigua capital de Sajonia. Intimidar a Iósif
Stalin significaba potenciar la capacidad de negociación del presidente
Franklin D. Roosevelt, hombre de amplia educación y cierta ética política, que
había apostado al fortalecimiento de la alianza norteamericano-soviética para
preservar la paz. El general David M. Shlatter, comandante en jefe del ejército
del aire de la Fuerza Aliada Expedicionaria, lo confirmó en una nota: «Creo que
nuestra fuerza aérea es la mejor baza que podemos aportar en la mesa del
tratado de posguerra, y que esta operación le añadirá mucha más fuerza, o mejor,
hará que los rusos conozcan mejor su poder» (Pauwels, 2004: 91).
Entretanto,
en Estados Unidos avanzaba hacia la fase de prueba el proyecto Manhattan,
destinado a diseñar y producir bombas nucleares. Habían sido invertidos cerca
de dos mil millones de dólares e involucrados más de ciento treinta mil
trabajadores bajo la dirección científica de Julius Robert Oppenheimer y Enrico
Fermi.
Franklin
D. Roosevelt tenía la salud gravemente quebrantada. Alarmado por las constantes
fluctuaciones de la presión arterial, su médico lo alertó de que solo podría
reponerse si evitaba el estrés. No hizo caso. Viajó 14 000 millas para llegar a
Yalta, donde quería ultimar las bases para la Organización de Naciones Unidas
(ONU), que iba a ser constituida en el mes de abril en San Francisco,
California. Otro tema prioritario dentro de la agenda de Roosevelt fue
garantizar la incorporación de la URSS a la guerra contra Japón.
El
presidente norteamericano salió satisfecho de la Conferencia de Yalta; de la
mayor importancia resultó el compromiso soviético de declarar la guerra al
imperio japonés, tres meses después de la derrota de Alemania.
Las
inclemencias del tiempo postergaron hasta el 13 de febrero la operación sobre
Dresde; ese día la «Florencia alemana» fue pulverizada por el impacto de 750
000 bombas incendiarias que elevaron la temperatura por encima de los 100 oC, y
las llamas abrasaron toda materia orgánica. Un informe de la policía local
calculó que cerca de un cuarto de millón de personas murieron quemadas o por
asfixia.
Un
desenlace fatal sepultaría la alianza entre Estados Unidos y la URSS: el 12 de
abril de 1945 falleció Roosevelt como consecuencia de una hemorragia cerebral.
Lo sucedió Harry S. Truman, granjero de clase media que combatió durante la
Primera Guerra Mundial. Sin haber pasado de la enseñanza secundaria, era un
típico producto de la maquinaria política de Kansas City, en Missouri, que con
frecuencia habló y actuó impulsivamente, pero su eficiente labor en el senado
como presidente de la Comisión Investigadora del Programa de Defensa Nacional
lo catapultó a la fórmula presidencial demócrata en 1944. Sin experiencia en
política exterior, ni invitado a participar en ninguna decisión clave durante
sus tres meses como vicepresidente, su ascenso al despacho oval debió de
preocupar al liderazgo soviético, pues tras el ataque nazi contra la URSS en
1941 Truman había propuesto un curso de acción extremo: «Si vemos que Alemania
va ganando, debemos ayudar a Rusia, y si Rusia va ganando debemos ayudar a
Alemania, y de ese modo hacer que maten a todos los que puedan […]» (Kissinger,
2004: 412).
Toma
de posesión del presidente Harry S. Truman.
A
las 7:00 p.m. del propio 12 de abril, Truman se juramentó como presidente y
sostuvo un breve intercambio con el gabinete. Al finalizar la reunión se le
acercó Henry L. Stimson, secretario de la Guerra y veterano político en
Washington que había ocupado cargos en varias Administraciones desde William
McKinley. Le dijo que necesitaba informarle sobre un asunto de la mayor urgencia,
referente a un vasto proyecto en curso para producir un explosivo de poder
destructivo increíble. Según afirma Truman en sus Memorias, esta fue la primera
noticia que recibió sobre la bomba atómica. Al día siguiente James F. Byrnes,
exdirector de movilización de guerra de la Administración, le explicó con «tono
muy solemne que estaban perfeccionado un explosivo capaz de destruir el mundo
entero»; poco después Vannevar Bush, jefe de la Oficina de Investigación y
Desarrollo Científico, le dio una versión detallada sobre el proyecto Manhattan
(Truman, 1956: 24-25, t. I).
Impresionado
con lo que escuchó sobre la bomba atómica, el flamante mandatario decidió que
después de la Conferencia de San Francisco, nombraría a James F. Byrnes como
secretario de Estado, en sustitución de Edward R. Stettinius.
Presidente
Harry S. Truman.
Desde
su entrada al despacho oval en la Casa Blanca, Truman se planteó un problema
que quería “resolver”: la alianza con la Unión Soviética, pero varios de los
principales jefes militares estadounidenses reclamaban mantener la cooperación.
Los generales George C. Marshall y William F. Deane le plantearon que el
Ejército Rojo actuaba con mucha seriedad en el cumplimiento de sus compromisos,
y su entrada en la guerra contra Japón era básica para solucionar el conflicto
en el Lejano Oriente. Sin embargo, otro actor político era favorable a sus
propósitos: Winston Churchill abogaba por la ruptura y cablegrafiaba
constantemente a Washington para transmitir su preocupación por los intereses
«expansionistas» de la Unión Soviética en Europa Oriental y el presunto
incumplimiento de los acuerdos de Yalta respecto a Polonia, tras la
instauración de un gobierno en Varsovia que calificaba de títere al servicio
soviético, pues no fue incluida la oposición anticomunista polaca exilada en
Londres. Al respecto, el primer ministro británico proponía realizar una
declaración anglo-norteamericana que cuestionara a Stalin en términos duros.
Un
informe del Departamento de Estado presentado al presidente evaluaba que las
presiones antisoviéticas de Churchill estaban condicionadas por su interés de
preservar una relación de iguales con Estados Unidos, pues como resultado de la
guerra Gran Bretaña se había convertido en potencia de segundo orden. Tras
profundizar sobre el tema con Stettinius y con Charles Bohlen, experto en
cuestiones soviéticas que actuó como intérprete en todas las entrevistas
celebradas entre Roosevelt y Stalin, Truman apuntó el día 13 de abril: «Yo
comprendí que la colaboración militar y política con Rusia era todavía tan
importante que el tiempo no estaba aún lo suficientemente maduro como para
hacer una declaración pública sobre aquella situación difícil, y aún no
resuelta, de Polonia» (Truman, 1956: 42, t. I).
El
25 de abril el presidente Truman intervino ante el plenario de la conferencia
constitutiva de la ONU en San Francisco:
Nada
es más esencial para la futura paz del mundo, que una continuada cooperación de
las naciones que tuvieron que reunir la fuerza necesaria para derrotar la
conspiración de los poderes del Eje por dominar el mundo. Aunque estos grandes
Estados tienen la responsabilidad especial de imponer la paz, su
responsabilidad se basa en las obligaciones que recaen sobre los Estados,
grandes y pequeños, de no emplear la fuerza en las relaciones internacionales,
salvo en defensa de la ley (Kissinger, 2004: 413).
Tras
esta retórica se escondían propósitos adversos a la paz mundial. Al convertirse
Estados Unidos en garante global del capitalismo, la Unión Soviética se
constituyó en una amenaza para sus intereses geopolíticos, pero a Truman le
resultaba imposible desconocer el rol de la URSS en la derrota del fascismo: el
30 de abril los sargentos Mijaíl Yegórov y Melitón Kantaria escalaron hasta lo
más alto del Reichstag protegidos por el fuego de su pelotón y colocaron la
bandera roja, teñida con la sangre de millones de soviéticos. Poco después, el
martes 8 de mayo de 1945 el mariscal Wilhelm Keitel firmó en Berlín el acta de
capitulación incondicional de Alemania.
La
diplomacia atómica a nombre de la libertad
Concluida
la Conferencia de San Francisco, Truman comenzó a valorar el empleo de la bomba
atómica para conminar a Japón a rendirse. Algunos de sus asesores le sugirieron
crear una comisión que presentara una propuesta fundamentada y designó a Henry
L. Stimson para presidirla, pero el resultado final estaba decidido de
antemano. Consultaron a científicos del proyecto Manhattan y evaluaron
consideraciones del Departamento de Estado y el Pentágono; a saber: el gran
poder destructivo de una bomba atómica, la situación en Japón, la magnitud de
las bajas estadounidenses si Hirohito no aceptaba la rendición incondicional, y
la prometida intervención soviética en el conflicto. También analizaron una
variable que pone en evidencia la temprana preocupación de Estados Unidos por
preservar su rol como gendarme mundial: qué tiempo demoraría la URSS en
fabricar un arma nuclear, razón que tuvo un peso inobjetable en el proceso de
toma de decisión que condujo a pulverizar Hiroshima y Nagasaki.
El
1.º de junio de 1945 la comisión presentó su recomendación: lanzar la bomba
atómica sobre Japón sin previo aviso, lo antes posible. Según manifestó Truman
en sus Memorias, el general Marshall aseguró que la invasión del archipiélago
nipón para forzarlo a rendirse, costaría 500 000 vidas estadounidenses. El
presidente aprobó el dictamen. Calificaba a los japoneses de «salvajes»,
«despiadados» y «fanáticos», y según decía, solo los militares japoneses serían
la meta de esta operación; las mujeres y los niños no serían afectados. Nunca
dijo cómo podrían evitarlo.
Hirohito,
emperador japonés de la época.
Los
japoneses no podían ya sostenerse en el conflicto, y Estados Unidos conocía que
en el plano militar estaban en una situación estratégica desesperada. Un
informe publicado con posterioridad a los hechos por la Secretaría de la
Guerra, estableció que se hubieran rendido probablemente antes del 1.º de
noviembre de 1945, y, sin duda, antes del 31 de diciembre. Así lo apreciaron
los cientos de jefes militares y civiles japoneses entrevistados cuando se
realizó el estudio. La inteligencia norteamericana estaba al tanto, había
descifrado el código de comunicaciones nipón e interceptaba sus mensajes. El 13
de julio el canciller Shigenori Togo telegrafió a su embajador en Moscú: «La
rendición incondicional es lo único que obstaculiza la paz». Solo pedían a
cambio de deponer las armas preservar la figura del emperador Hirohito, sagrada
dentro de su cultura (Zinn, 2004: 307).
Un
día antes de que comenzara en Potsdam, dentro de la zona de ocupación de la
URSS, la conferencia que sostuvieron Truman, Stalin y Churchill entre el 17 de
julio y el 2 de agosto de 1945, se produjo en Alamogordo, Nuevo México, la
prueba de efectividad de la bomba atómica. Era el aviso de los términos en que
se plantearía el nuevo orden mundial, y a la vez un anuncio del instrumento que
serviría para esos fines: el arma nuclear.
Los
tres estadistas se encontraron en Cecilienhof, casa de campo situada en un gran
parque que sirvió de residencia al último príncipe heredero de Alemania. Fue un
diálogo de sordos. Churchill tuvo que marcharse el 25 de julio porque perdió
las elecciones en su país y lo sustituyó Clement Attlee. El resultado práctico
de la reunión fue el principio de un proceso que dividió a Europa en dos
esferas de influencia. El incidente de mayor significación no estaba en la
agenda: Truman trató de intimidar a Stalin con la noticia de que Estados Unidos
contaba con la bomba atómica. Se lo llevó aparte y observó su reacción mientras
se lo informaba. El representante soviético se mantuvo impávido, sin mostrar
ningún interés especial. Solo agradeció el gesto.
Conferencia
de Postdam.
Durante
la Conferencia de Potsdam, Truman retomó el tema del Lejano Oriente y Stalin
prometió ayudar en el esfuerzo de guerra contra Japón, pero en realidad el
interés norteamericano formaba parte del golpe que preparaba Estados Unidos. El
28 de julio el secretario de la Armada James Forrestal registró en su diario
que apreciaba a James F. Byrnes «con muchas ganas de acabar con el tema de
Japón antes de que entren los rusos» (Zinn, 2004: 308).
Cuatro
días después de que se despidieran los «Tres Grandes», un bombardero B-29
arrojó la carga de muerte sobre Hiroshima. En la ciudad vivían unos
cuatrocientos mil habitantes, que a las 8:15 a.m. preparaban confiados la
primera comida del día. A una primera explosión que semejó el rugido de un
huracán de fuerza 5, siguió otra cuando la bomba estalló a 570 metros de altura
de la ciudad, con una violencia indescriptible. El padre Pedro Arrupe, rector
de la orden jesuita en Nagatsuka, localidad ubicada a unos seis kilómetros del
centro urbano, describió el efecto del impacto:
En
todas direcciones fueron disparadas llamas de color azul y rojo, seguidas de un
espantoso trueno y de insoportables olas de calor que cayeron sobre la ciudad,
arruinándolo todo: las materias combustibles se inflamaron, las partes
metálicas se fundieron, todo en obra de un solo momento. Al siguiente, una
gigantesca montaña de nubes se arremolinó en el cielo; en el centro mismo de la
explosión apareció un globo de terrorífica cabeza. Además, una ola gaseosa a
velocidad de quinientas millas por hora barrió una distancia de seis kilómetros
de radio. Por fin, a los diez minutos de la primera explosión, una especie de
lluvia negra y pesada cayó en el noroeste de la ciudad, un mar de fuego sobre
una ciudad reducida a escombros (Arrupe, 1952: 66-67).
Víctimas
de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki.
El
sacerdote narró en sus memorias que apenas se podía avanzar entre tanta ruina,
de la que intentaban salir unas ciento cincuenta mil personas que huían a duras
penas. No podían correr, como quisieran, para escapar cuanto antes de aquel
infierno, a causa de las espantosas heridas que sufrían. Lo más impresionante
eran los gritos de niños que corrían como locos pidiendo socorro o que
sollozaban sin encontrar a sus padres. De repente, unas doscientas mil personas
por auxiliar, pero de los 260 médicos que vivían en la ciudad, 200 murieron en
el primer instante, y entre los que salvaron la vida, muchos estaban gravemente
heridos. Todos estaban conmocionados, nadie comprendía lo sucedido. Solo al día
siguiente, cuando llegaron personas de otras ciudades para socorrer, lo
supieron: «¡Ha explotado la Bomba Atómica!». «¿Pero qué es la bomba atómica?»:
«Una cosa terrible» (Arrupe, 1952: 90).
En
cumplimiento de lo acordado, el 8 de agosto la URSS declaró la guerra a Japón,
pero ni el efecto brutal causado en Hiroshima ni la decisión soviética pudieron
cambiar el curso de los acontecimientos: el día 9 otro B-29 lanzó una bomba
nuclear sobre Nagasaki. Truman quería forzar la rendición de Hirohito y
demostrar que en la paz solo Estados Unidos podría imponer su voluntad, sin el
estorbo de «aliados» indeseables.
Poco
después saldrían a relucir otros hechos, que ponen de manifiesto las razones
del genocidio: el 9 de octubre de 1945 la Junta de Jefes de Estados Mayores
Conjuntos del Ejército de Estados Unidos aprobó la directiva 1518: «Concepción
estratégica y plan de utilización de las fuerzas armadas de los Estados
Unidos», que previó la posibilidad de asestar el primer golpe nuclear
sorpresivo contra la Unión Soviética. Y en la directiva 432/d del Comité
Unificado de Planificación Militar, emitida el 14 de diciembre de ese propio
año, se afirmó: «La bomba atómica es la única arma que los Estados Unidos puede
emplear eficientemente para el golpe decisivo contra los centros fundamentales
de la URSS» (Gribkov et al., 1998: 48).
La
humanidad jamás deberá olvidar esta atrocidad, cometida en nombre de la
libertad y la paz. Como recomendara Julius Fucik al pie de la horca: «Estad
alertas».
Víctimas
de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Destrozos
causados por las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.
Destrozos
causados por las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.
Víctimas
de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Bibliografía
ARRUPE,
PEDRO (1952): Yo viví la bomba atómica, Madrid-Buenos Aires, Ediciones Stvdivm
de Cultura.
GRIBKOV,
A. I., M. V. KIZENKOV, V. N. KOTOV, M. I. NAUMENKO, P. YU. RACHKOVSKI, L. I. SANNIKOV,
V. V. SOLOVIOV, M. G. TITOV (1998): Al borde del abismo nuclear, Moscú, Editora
Gregori-Peidzh.
KISSINGER,
HENRY (2004): La diplomacia, México, D. F., Fondo de Cultura Económica.
PAUWELS,
JACQUES R. (2004): El mito de la guerra buena. Los Estados Unidos en la Segunda
Guerra Mundial, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.
SCHLESINGER
JR., ARTHUR M. (1970): Los mil días de Kennedy, La Habana, Editorial de
Ciencias Sociales.
TRUMAN,
HARRY S. (1956): Memorias, Barcelona, Vergara Editorial.
ZINN,
HOWARD (2004): La otra historia de los Estados Unidos, La Habana, Editorial de
Ciencias Sociales.
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