Los elegidos de los dioses seguimos estando
a la
izquierda del corazón.
Roque Dalton, Los hongos.
El asesinato de Ignacio
Ellacuría, rector de la Universidad
Centroamericana de San Salvador y reconocido teólogo de la
liberación, el 16 de noviembre de 1989,
no fue únicamente un hito que haría que muchos se volcasen sobre su obra
filosófica y teológica, sino que instauró
una clave interpretativa de la historia del pensamiento crítico salvadoreño
que viaja en el tiempo de una manera “heterodoxa”. En este caso, la marcha al
pasado, más que ser una “regresión” o un movimiento de “refugio en la
tradición” se constituye en movimiento de
futuro, no según la lógica del tiempo que defienden los discursos
dominantes de la “alianza del conocimiento y el poder”, sino según el espíritu
que se respira desde las voces silenciadas de los oprimidos y de quienes
hicieron con ellos sus apuestas.
Cuando apuntas la mirada
hacia “tu pasado constitutivo”, encuentras las fuentes legítimas de la
reflexión que necesitas y que necesitan los compañeros y compañeras que te
acompañan en el camino de la reflexión. Y aunque no son las únicas, sin duda, son las tuyas y por eso debes hablar (y escribir) de ellas. Aunque
sin pretensiones exclusivistas, los salvadoreños encontramos una de esas
fuentes en la ya mencionada labor filosófica y teológica de Ignacio Ellacuría. Si vemos atrás,
encontramos otra separada por pocos años y menos distancia espiritual: la
actividad pastoral y profética de Monseñor
Oscar Arnulfo Romero (+1980). Es quizás con la tercera fuente con la que
podrían surgir más dudas acerca de su idoneidad, quizás porque pertenece a una
tradición de pensamiento que no comparte los “aires de familia” que son comunes
a Ellacuría y Romero, los cuales no sólo se conocieron sino que trabajaron
juntos y apelaron a una tradición espiritual compartida — jesuita uno y
arzobispo el otro. Esta veta “extranjera” es la obra y el compromiso
revolucionario de Roque Dalton
(+1975), el poeta, ensayista y narrador comunista. Sin embargo, como veremos
adelante, considero que Dalton tiene mucho en común con los otros dos y no sólo
porque en determinado momento de su reflexión coincida con la de ellos, sino porque hace suyo un esfuerzo consciente de incluir una
peculiar “interpretación teológica” dentro de su obra, de manera crítica y
heterodoxa, que es precisamente lo que hicieron Ellacuría y Romero, cada uno a
su manera.
Es así que la relación
entre estas tres figuras cimeras de la teoría y praxis crítica salvadoreña no
es un mero asunto geográfico. Los tres realizaron, cada uno desde su específico
“lenguaje”, una labor clarísima de reflexión crítica de la realidad salvadoreña
y latinoamericana; los tres acompañaron ese compromiso teórico de una
insobornable dedicación a la transformación de las condiciones de vida y la
liberación de nuestros pueblos; y, de igual manera, los tres fueron
consistentes y constantes hasta el final. Un final que, desgraciadamente,
también comparten. En 1980, nueve años antes del cobarde asesinato de Ellacuría, por parte
de militares del Ejército Salvadoreño, el Arzobispo Romero era derribado por un
disparo mientras celebraba una misa, y el origen de esa bala no era otro que el
mismo poder oligárquico salvadoreño. Por su parte, Dalton sería enjuiciado y
ejecutado por sus “compañeros” del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), en
1975. Sin sugerir que se tratase de la última razón de su muerte, es
plausible pensar que la obra y las decisiones políticas de Dalton pudieron ser
interpretadas como “herejías políticas”, y es posible sugerir que el juicio en
que se le condenó por traición estuviera determinado por la necesidad de la
ortodoxia revolucionaria de imponerse de una vez por todas. Por su parte,
Ellacuría y Romero no fueron asesinados directamente por la ortodoxia católica,
pero sí se ha sugerido la existencia de una connivencia clara por parte de
sectores eclesiales, sobre todo en el caso de Romero. Cuando a tu muerte le
siguen el silencio y la difamación, no hacen falta rastros de pólvora para ser
cómplice.
Tres mentes en pugna con
su respectiva ortodoxia, tres herejes. Esto me permite conectar con las
relaciones entre religión y filosofía, entre creyentes y revolucionarios, eje
fundamental sobre el que quiero construir mi argumentación. Considero que en la
obra de estos tres pensadores salvadoreños hay un eje conductor que puede y
debe ser recuperado por parte de la filosofía que se hace ahora en mi país y en
el resto de América Latina. Podría decirse que es en la misma obra poética,
narrativa y ensayística de Roque Dalton en donde se anuncia una intuición
fundamental que, salvadas las distancias, reaparecerá en el Arzobispo Oscar
Romero y que en cierta forma culminará en la obra de Ignacio Ellacuría. Como
mostraré adelante, los tres comparten algo más que el haber muerto por sus
ideas, pues los tres pudieron ver la fecundidad de una clave de interpretación
de la realidad (los pobres son el lugar
desde el que se juzga) que era también inseparable del compromiso
transformador, revolucionario (el nuevo
mundo, el hombre nuevo). Dicho compromiso era, asimismo, un acicate
constante para ver hacia adentro, hacia la propia institución u organización a
la que cada uno pertenecía, para provocar los cambios necesarios. Ellacuría
y Romero fueron a su Iglesia lo que Dalton a su Partido: críticos que se
atrevían a poner en duda si el lugar desde el que hacían su reflexión era el
adecuado o si los fines que debían perseguir y los medios correspondientes eran
los correctos. Aunque eso significara discutir, provocar o y exigir cambios
radicales en las estructuras correspondientes.
La importancia del cristianismo de liberación permite
entender también las razones que animan las luchas en esta parte del mundo. Sin
duda, la caída de la URSS
fue un duro golpe para las izquierdas latinoamericanas, pero no debemos olvidar
que el pensamiento y la praxis emancipatorios y revolucionarios de estas
latitudes beben de fuentes diversas, entre las que se encuentra esta particular
manera de entender y practicar “el mensaje cristiano”. Sin restarle importancia a los
marxistas, leninistas, guevaristas y maoístas, el caso es que buena parte de la
izquierda se nutría —y sigue nutriéndose— de ese producto latinoamericano que
constituyen las diversas “teologías de la liberación”. El significado de esto para reflexionar
sobre el pensamiento crítico salvadoreño es fundamental, ya que marca una clave
interpretativa que nos permite penetrar en el tiempo y buscar las respuestas en
nuestra historia, pues apunta a ese eje conectivo y esencial de las figuras
cimeras de la palabra rebelde, antiimperialista y liberadora que resonara en
nuestras tierras.
Hay que decir un par de
palabras acerca de lo que acá llamo “teologías de la liberación”. En primer
lugar, no sólo me refiero al movimiento eclesial, católico y protestante, que
creó nuevas formas de vivencia comunitaria, reflexión teológica cristiana y
acción social comprometida. Si bien todo esto podría incluirse en nuestra
categoría, lo que se conoce como “teología latinoamericana de la liberación” es
sólo una de las muchas expresiones religiosas y comunitarias que buscaban
interpretar la historia desde el lugar de los pobres y desfavorecidos.
El trabajo teórico y práctico de muchos agentes comprometidos, pero
desvinculados de las estructuras eclesiales y académicas que se hacían cargo de
la teología y pastoral tradicionales, muestra que se trata de algo que también
trasciende la pura confesionalidad. Pero el plural también recoge la diversidad
de enfoques —“teología negra”, teologías feministas, “ecoteologías”—, incluso
si se circunscriben a una confesión religiosa tradicional, y en esto estriba
también su riqueza y la condición de posibilidad de su apertura: abriéndose a la pluralidad interior no tiene
mucho sentido cerrarse a la diversidad de credos y visiones de mundo. Como
veremos después, las teologías de la liberación comparten un desplazamiento del
problema teológico, que no se sitúa ya en el problema de la creencia de Dios,
sino en el fenómeno insoslayable de la idolatría y la sacrificialidad presente
en nuestras sociedades contemporáneas[2]. Y eso condiciona la
reflexión sobre la realidad, que para ser crítica no puede asumir sin más “el
problema de los dioses” como si se tratase de un asunto de fe en el sentido
confesional tradicional. Más bien, es preciso interpretar “la historia del
cielo”, ya que se relaciona íntimamente
con la nuestra[3].
Ahora bien, cuando te
decides a entrar en esta nueva historia
—la de los dioses y la de los seres
humanos— descubres las claves para dar cuenta de tu historia, de eso que te constituye, y la palabra de tus
pensadores silenciados es ineludible para ir hacia adelante. Esto puede ser
especialmente doloroso para los salvadoreños, ya que implica encontrarse cara a
cara con el exilio, la tortura y la muerte. Es triste decirlo, pero en un país
en el que son asesinadas más personas en tiempo de paz que durante la misma
guerra civil pareciera que el sentido de su historia es inseparable de la
muerte violenta. Quienes tienen que vérselas a diario con la muerte no
consideran a los mártires exclusivamente desde el dominio de las instituciones
confesionales sino desde el mundo en el que viven y de la vida que les ofrece.
Es la reinterpretación del martirio desde los pueblos crucificados. El mensaje cristiano cobra un significado muy
distinto si quien da testimonio es el
pobre, la mujer asesinada o el niño torturado, pues nos refiere a la realidad
de nuestro mundo y no a un conjunto reducido de creencias o algún tipo de comunión
con determinadas confesiones religiosas[4]. Por eso podríamos decir
que cierta fecunda búsqueda de nuestros pensadores críticos implica recorrer el
camino de los santos y los mártires, pero no el que nos debería llevar al
santoral oficial de la Iglesia Romana
o algún otro de semejante cuño, sino hacia aquel “calendario filosófico” en el
que “Prometeo ocupa el lugar más distinguido”[5]. Los pensadores críticos
pueden ser “los elegidos de los dioses”, pero también pueden entrar en el campo
de visión de los falsos dioses del poder y la opresión, convirtiéndose en
blanco de su ira —como Prometeo—, siendo sacrificados sobre los altares del
dogma y de la institucionalidad que les rinde culto idolátrico, y que castiga
toda rebeldía y toda traza de dedicación insobornable a la auténtica
humanización.
En adelante, el camino
que seguiré invierte “el orden de los acontecimientos”, ya que esta reflexión
sobre la historia del pensamiento crítico que parece ir de Dalton a Ellacuría
—y que algunos queremos prolongar en estos tiempos— no sigue necesariamente el
orden usual de la línea temporal, sino que “inicia” con el acontecimiento (kairós) que trastorna la dirección
de la reflexión y marca el “quiebre” teórico e interpretativo: la opción por
los excluidos de la historia contenida en el mensaje evangélico. La idea más
subversiva que quiero proponer se muestra
en toda su radicalidad en el tiempo-lugar que se encuentra “más atrás”, en
la reflexión de Dalton, pero arranca con
el llamado de la época actual, que para los salvadoreños aún sigue siendo
prolongación de lo que sucedió en 1989: el asesinato de Ellacuría.
Ignacio Ellacuría: “Profetismo de denuncia y
utopía”
El texto más importante
de Ignacio Ellacuría, en el que plantea su pensamiento maduro acerca de la historia,
el pensamiento crítico y la emancipación, fue publicado después de su muerte.
Me refiero al artículo “Utopía y
profetismo”[6],
en el que el vasco-salvadoreño desarrolla un conjunto de ideas que
constituyen su testamento intelectual. Estas ideas giran alrededor de un eje
fundamental: el papel histórico del
profetismo de denuncia y utopía, el cual trasciende las situaciones
históricas y las instituciones en las que surge o se desarrolla en sus inicios.
En la misma teología de la liberación el profetismo es una idea fundamental,
que le permite repensar el origen de Israel como una comunidad que se concibe
como “pueblo de Dios”, lo cual eleva al primer plano ese lugar principal que
tiene la denuncia profética de la
iniquidad que se expresa como injusticia social. Ellacuría pensaba que
América Latina era, a finales de los años ochenta del siglo pasado, un “lugar
privilegiado” para el profetismo, ya que en este continente podía verse al
mismo rostro maltratado del “siervo de Yahvé” (p. 399). Por mi parte, dudo que
las condiciones en Nuestra América disten mucho de las de hace más de veinte
años; es muy fácil encontrar alrededor muchas personas, comunidades y grupos
humanos enteros que poseen los rasgos del sufriente personaje descrito por
Isaías.
Sin embargo, el rescate
del profetismo que emprende Ellacuría no se queda en una mera denuncia de la
opresión que no propone mayores cambios en el estado general de las cosas. El
profetismo es vacío e infecundo si no se acompaña de la proclamación de la
marcha que debemos emprender hacia la utopía que fue prometida e incluso que
pretende ser “anticipada” (p. 397ss). La utopía en la que pensaba Ellacuría no
era cualquier utopía, sino la utopía cristiana: la nueva tierra —“esta tierra
sin la muerte”, como la llama Franz Hinkelammert—, que es inseparable del
anuncio cristiano y habita como promesa e
ideal. La buena nueva (eu agellion)
es promesa: no más muerte, sino vida en abundancia. Sin rehuir a este carácter
“idealista”, el filósofo vasco tenía claro que, en tanto objeto inalcanzable
“de una vez por todas”, las aproximaciones a su realización exigirían un
continuo ejercicio reflexivo y la necesidad de mediaciones históricas[7].
En cualquier caso, la
fecundidad del planteamiento de Ellacuría no es privativo de los “creyentes
cristianos”, ya que su profetismo utópico exige un compromiso con la
imaginación y la creación de una nueva humanidad, de una nueva forma de
entender las relaciones humanas que nos involucra a todos y a todas,
independientemente de nuestra convicción religiosa o incluso en ausencia de
ella. Este es el sentido de su idea de una “creación de la nueva tierra”, que
“implica la utopía de un nuevo orden económico, un
nuevo orden social, un nuevo orden político y un nuevo orden cultural” (p. 424). La utopía es una categoría necesaria para el pensamiento crítico, como también lo han señalado
otros autores[8]. Incluso si asumimos las debidas
precauciones ante los peligros de las diversas “ilusiones trascendentales” que
amenazan con convertir la utopía en una distopía
—entre las cuales, sin duda, podríamos encontrar varias que se apellidan
“cristianas”—, coincidiremos con Ellacuría en que no es posible pensar el
futuro si no es según la clave de lo auténticamente nuevo. La utopía debe estar contenida en el pensamiento
que quiere ser alternativo y que busca transformar las estructuras económicas,
sociales, políticas y culturales del presente.
Pero la visión de la utopía emancipadora sólo es posible si nos situamos
en el lugar adecuado, el lugar en el que la realidad es “más real”, el sitio
eminente en que la historia desgarra sus velos y se muestra tal cual es. Ese es el lugar del pobre, de las mayorías
populares, que se convierte en criterio mismo para evaluar la realidad
presente y todo proyecto de futuro. Esto es así porque, desde la perspectiva de la
auténtica fe cristiana, los pobres gozan de la preferencia de Dios, su
bienaventuranza radica en que son las víctimas de la iniquidad del mundo
(p. 411). Asimismo, los pobres son la mayor parte de la humanidad y ningún
proyecto “de humanización” sería siquiera cercano a lo aceptable si no tuviese
como norte la realización plena de la
mayoría de la humanidad, por no decir que sería absurdo pensar en una
realización de toda la humanidad que
excluyese a la mayor parte de la misma (p. 412).
Podemos ver cómo Ignacio Ellacuría realiza esta conexión necesaria entre
los pobres/mayorías populares —el lugar desde el que se hace la reflexión— y
todo proyecto de creación de una nueva humanidad —el lugar al que
queremos/debemos llegar. El “hombre nuevo” (hoy acotaríamos: “mujer y hombre
nuevo”), la nueva tierra y el nuevo orden al que nos referíamos arriba es nuevo porque se ha transformado el
mecanismo de evaluación del bien, la virtud y todo derecho humano; en este
sentido es alternativo y es utópico (pp. 419-439). Pero para ello se requiere una previa
“transformación en el cielo” (p. 439), una modificación de nuestras ideas
acerca de los dioses, que arraiga en lo mejor de la tradición de las teologías de
la liberación latinoamericanas, las cuales no conciben el problema de la fe en
términos de creencia en Dios versus ateísmo, sino en los de la lucha entre la
fe en el Dios de la vida y los ídolos, esos dioses falsos cuya falsedad
consiste, precisamente, en que son “dioses de la muerte”, sedientos de sangre,
y que exigen sacrificios a todos y todas, sean creyentes o no. Esta
diferencia es crucial. No puede entenderse la falsedad de los dioses en
términos de la no coincidencia con la “verdadera palabra/revelación”, la
formulación de conceptos religiosos inconsistentes o contradictorios, o la
evaluación antropológica que los reduce a “superstición”, sino mediante la
apelación al juicio de la misma historia,
en la que las mayorías pobres ven sus vidas sacrificadas en los altares del mercado,
del consumismo vivido como obligación, de las instituciones represivas y de las
prácticas religiosas que los deshumanizan. Quien camina manso hacia el altar
del sacrificio no es movido por un mero engaño entre la apariencia y la
realidad, sino por el poder que lo
obliga a marchar, ya que el precio de no hacerlo es su propia vida y no un mero
“desorden intelectual”. Más que designar a una imagen o representación, el
ídolo es el dios que exige sangre y
muerte. Los ídolos deben ser vistos como
dioses, ya que el dios es quien tiene el poder y no su mera representación.
Es evidente la
consecuencia de todo esto para la manera como tendrían que concebirse las
relaciones entre las iglesias y el reino de Dios, o entre las comunidades de
los creyentes y el proyecto de la nueva humanidad, ya que, a diferencia de lo
que generalmente hemos tenido hasta ahora, las primeras deberían estar siempre
subordinadas a la realización de los segundos. La expresión de Ignacio
Ellacuría para esta transformación es la
conversión de la Iglesia
al reino de Dios[9]:
En el fragmento anterior
podemos ver con claridad que no se trata de cualquier novedad ni de cualquier
universalidad, sino de aquella que está atenta a los signos de los tiempos y
esto significa que debe constituirse según la necesidad histórica de la opción por los pobres, no porque se trate de alguna especie de
determinismo ciego, sino en tanto la opción por los pobres alumbra el camino que es necesario caminar para que la
universalidad no sea vacía e inútil, sino terrena, vital y posible. Sólo una Iglesia de los pobres puede
convertirse al reino; sólo la
Iglesia de los pobres puede hacer posible ese otro mundo al
cual los cristianos están llamados a contribuir (p. 441).
Ahora bien, el compromiso
con el proyecto utópico requiere de algo que mueva a la acción consistente y
responsable, necesita de un impulso que oriente la acción política, de tal
manera que no desfallezca ante los fracasos. Ellacuría habla del “impulso de la
esperanza”, que en América Latina y desde la opción de los oprimidos se
presenta como “esperanza contra toda esperanza” (p. 412). Se trata de echar por
tierra las lecturas “mecanicistas” del compromiso político, aunque sin que por
ello deba confundirse dicho compromiso con alguna especie de “subjetivismo
inoperante” (p. 413): el aliento necesario para la lucha no proviene de las
seguridades acumuladas ni de los cálculos fijos, sino del “espíritu” que anima
y que surge de “la esperanza de los pobres con espíritu”.
Desde mucho antes,
Ellacuría estuvo interesado en la esperanza como elemento fundamental de todo
proyecto de cambio radical y revolucionario, como podemos observar
detalladamente en sus comentarios a una entrevista concedida por Jean-Paul Sartre poco antes de morir,
que Ellacuría publicó en 1981[11]. En él podemos ver cómo
le impresionaron profundamente las declaraciones del “viejo Sartre”, en las que
manifiesta su preocupación ante lo difícil que es conjugar una concepción del
sentido de la vida y la acción humana comprometida con los inevitables fracasos
que habría que encajar. Esto daría pie a Sartre a modificar su idea del sentido
de la vida y a proclamar la necesidad de la esperanza, que no deja de tener
ecos de esa “esperanza contra toda esperanza” paulina, a la que alude Ellacuría
en “Utopía y profetismo”.
No deja de ser llamativo
este acercamiento a Sartre, sobre todo porque Ellacuría muestra un particular
interés en trazar un puente entre la inclinación del viejo marxista a revisar y
repensar sus propias ideas —sobre el ser humano, la esperanza y la moral—, y
una reformulación del “significado de la izquierda”. Efectivamente, en la entrevista
Sartre aborda este tema y a Ellacuría le seducen sus intuiciones acerca de una
izquierda que no sólo es un asunto de poder y partidos u organizaciones
políticas, sino que se relaciona con la moral y con el compromiso con la
construcción de una nueva sociedad[12]. Es imposible pasar por
alto la conexión con lo que señalábamos arriba sobre la necesidad de que las
iglesias dejen paso a un compromiso que trascienda sus limitados muros, y se
explica el atractivo que tiene para Ellacuría la afirmación de Sartre de que las
personas organizadas y “los grupos sociales” son el motor fundamental de la
historia, aunque eso no suponga, necesariamente, la adscripción a un partido
político[13].
No se trata de ceder a ninguna clase de “enfermedad infantil”, sino de estar
atento a los signos de los tiempos, los cuales, en la época en que “el
izquierdista Ellacuría” leía la entrevista de Sartre, seguramente apuntaban a
los movimientos de masas que se organizaban, luchaban y eran reprimidos por el
Estado salvadoreño. Visto desde nuestra época, no me cabe ninguna duda de que
la idea de una política izquierdista auténtica y radical, que no se haga a la
sombra de los “partidos tradicionales”, sigue siendo de mucha actualidad, y
podemos recurrir a las palabras que escribiera Ellacuría hace treinta años:
La izquierda… es
un modo de ser y un modo de concebir la sociedad y la historia, que parte de lo
mejor del hombre, y que es anterior y siempre mayor y mejor que cualquier
institucionalización política[14].
En las etapas finales
del desarrollo de su pensamiento crítico, es indudable que Ellacuría seguía
encontrándose “a la izquierda”. No sólo era un heterodoxo, en tanto teólogo censurado y rechazado por las
instancias eclesiales, sino que era un convencido de la necesidad de una
profunda y plena transformación del ser humano y el mundo, transformación que debía ser anticapitalista (“Sólo una transformación radical del ordenamiento económico capitalista
es mínimamente conciliable con lo que es la utopía cristiana”, p. 430) y que incluso podría
formularse como socialista (“El ideal socialista está más cerca, en lo
económico, de las exigencias utópicas del reino”, p. 430).
Confío en que estas
ideas sobre la obra de Ellacuría sirvan para comprender mejor el significado de su asesinato, en 1989.
Ellacuría corrió la suerte de los profetas y de los “utopistas”, que son
acusados de convertir la tierra en un infierno por perseguir ese insensato
objetivo de “construir el cielo en la tierra”. La muerte de un pensador como
él, así como la de sus compañeros jesuitas de la UCA , fue un claro y duro mensaje del poder, y
cuesta creer que en tal suceso podríamos encontrar algún tipo de esperanza. Sin
embargo, precisamente la reflexión que se sumerge en la tradición del mensaje
cristiano de liberación es la más indicada para emprender semejante búsqueda.
La “muerte que da vida” la encontramos en el mismo asesinato de Ignacio
Ellacuría, que dio pie al surgimiento de un conjunto de pensadores —teólogos,
filósofos, escritores, comunicadores— alrededor de su obra. Asimismo, muchas
comunidades de creyentes y no creyentes comprometidos con la emancipación
humana encontraron en la vida y muerte del jesuita una inspiración y una gran
razón para luchar. Se trata de una auténtica esperanza que surge de la
radical desesperanza y una “buena nueva” que no por ser lúcida sería menos
dolorosa. En lo que respecta a los fines de mi artículo, considero que esa
muerte en que culmina la obra ellacuriana marca una dirección reflexiva que
clava una de sus líneas más certeras en la vida y obra de otro profeta de
nuestras tierras, que pudo conjugar la esperanza con la denuncia de las
injusticias, situándose en el lugar de los pobres y excluidos.
Oscar Arnulfo Romero: “La gloria de Dios es que
el pobre viva”
Las palabras y las
acciones del arzobispo Romero situaron
el lugar de la reflexión fundamental en la realidad de los pobres y los
excluidos. Su compromiso “pastoral” trascendió los estrechos límites de su
comunidad eclesial, convirtiéndose en paradigma incluso para aquellos que no
compartían sus convicciones religiosas. Romero fue —y sigue siendo— el
referente de muchos pensadores que buscaron un modo de vida inspirador, entre
los que se encontraba, en primera fila, Ignacio Ellacuría. La admiración por
Romero ya era considerable antes de su llegada al Arzobispado, ya que se
trataba de un hombre de gran carisma y enormes capacidades como predicador y
como pastor. Sin embargo, lo que a muchos les pareció asombroso fue la transformación que sufrió y que dio pie
a la aparición de una figura de talla universal. Antes de su ya famosa
“conversión”, Romero era conocido como un clérigo conservador y un funcionario
cuya fidelidad a la institución eclesial no conocía límites. Fuese por el
asesinato de sacerdotes y agentes de pastoral, por parte de las fuerzas de
seguridad salvadoreñas, o debido a una creciente sensibilidad ante las
terribles condiciones en que vivían las mayorías populares salvadoreñas, el
caso es que el recién nombrado Arzobispo de San Salvador adoptó sin ambages la
opción por los pobres, realizando un giro radical en su línea pastoral y en las
relaciones con su misma Iglesia[15].
Romero logró posicionarse
en el lugar de los pobres, desde el cual realizaba su labor profética de
denuncia de las injusticias y anuncio de la nueva tierra que había que
construir. Hizo suya una frase de Ireneo de Lyon (“La gloria de Dios es el hombre
que vive”) y la transformó: “La gloria de Dios es el pobre que vive”[16]. Esto le causó terribles
problemas dentro de su propia comunidad, ataques por parte del gobierno y
reproches de muchos sectores sociales ligados al poder oligárquico. Ninguno de
ellos se equivocaba: Romero había asumido el profetismo utópico que era la
única respuesta ante los falsos dioses que se cebaban con la vida de su pueblo
y así se convirtió en su enemigo. La opción asumida por el Arzobispo implicó
una doble herejía: había renunciado a defender al poder secular y a servir a la ortodoxia
católica, ambos en connivencia. Y su praxis y su predicación se
convirtieron en fuente para futuras heterodoxias teológicas, pero también
sociales, económicas, políticas y culturales.
Precisamente, Monseñor
Romero “se hizo humano”, en el sentido en que rechazó una supuesta
“universalidad” contenida en la catolicidad, pero que no dejaba de ser
restrictiva y sectaria. Frente a dicho riesgo, Romero proclamó:
Es inútil citar sus
reiterados compromisos con su “fe católica” —sinceros, sin duda— para tratar de
oscurecer esto. Tal cosa equivaldría a interpretar una adscripción sólida al
marxismo como equivalente a cerrazón ideológica o particularismo per se. Todos podemos ser convencidos y
entusiastas partidarios, sin caer por eso
en algún tipo de sectarismo. En el caso del Arzobispo Romero, él reinterpretó
su propia fe católica desde la heterodoxia de la opción por los pobres, con lo
cual pudo encontrar un universalismo concreto, que le llevó a convertirse en
referente para todos aquellos que se situaran desde esa opción, fuesen
católicos o no. No se trata del tradicional “ecumenismo”, que pretende
conseguir “la unidad” mediante un movimiento intelectual de intercambio de
fórmulas teológicas, “compromisos interconfesionales” o rituales compartidos,
sino de una trascendencia que tiene
como origen la sensibilización ante la condición real de la vida de las
mayorías populares, la cual se constituye
en el universal al que deberemos responder y con el que habremos de
comprometernos.
Podemos interpretar esta
humanización de Romero acudiendo a
las anteriores reflexiones de Ignacio Ellacuría sobre “el testamento de Sartre”. El filósofo francés reconoce
que es
preciso interpretar la emancipación como el paso “de la infrahumanidad a la
humanidad”, que sólo se consigue en la media en que podemos dejar de ser “para
nosotros” y podemos convertirnos en seres para los demás, conformando un nuevo
y ampliado “cuerpo social” [18]. En cierta forma, eso es
precisamente lo que sucedió con Romero, el cual encontró de repente muy
estrechos los límites de ese cuerpo que constituía “su comunidad”. Ellacuría refiere en el mismo texto a las
similitudes entre lo que plantea Sartre y las ideas del teólogo Dietrich Bonhoeffer, el cual, así como
Romero, también murió por asumir un compromiso profético claro, frente a los
nazis. Yo encuentro en esta insinuación de Ellacuría otro elemento que nos
muestra la pertinencia de nuestra lectura de la humanización de Romero. La
clave se encuentra en el hecho de que el profetismo de Bonhoeffer era también una posición de crítica y denuncia de la
religión institucional, protestante en su caso. Según Bonhoeffer, el llamado a la
humanización no es sino el reencuentro con la misma esencia del cristianismo:
Nuestra relación con
Dios no es una relación “religiosa” con el ser más alto, más poderoso y mejor
que podamos imaginar —lo cual no es la auténtica trascendencia—, sino que
nuestra relación con Dios es una nueva vida en el “ser para los demás”, en la
participación en el ser de Jesús… Dios bajo forma humana… ni como el
dios-hombre griego, que es “hombre en sí mismo”, sino “el hombre para los
demás”, y por ello crucificado. El hombre, que vive de la trascendencia[19].
Es en este
sentido que debe entenderse la humanización: al convertirse al mensaje de
Jesús, la persona se convierte en “ser para los demás”. Pero esto es, al mismo
tiempo, la razón de ser de la comunidad de creyentes; si dicha comunidad
traiciona ese principio, pierde su fin último y su misma esencia, y entonces el
cristianismo es asesinado por la religión. La relación de esta
crítica de Bonhoeffer con la posición de Romero es clara, tal como lo
manifestaría este último en una de sus predicaciones: “El Cristianismo es una
persona, que me amó tanto, que me reclama mi amor. El Cristianismo es Cristo”[20]. A este Cristo, Romero lo
encontró entre los pobres, marginados y perseguidos, por eso su obra es fiel
testimonio de la convicción que sostiene que, para el pastor, para el agente de
pastoral, pero también para el “teólogo”, lo esencial no es la aceptación de los
dogmas de la Iglesia
ni el servicio incondicional a sus intereses (institucionales), sino el
compromiso con un proyecto histórico de auténtica emancipación de todas y
todos, sin excepción: “Cristo es Dios en persona que viene a
liberar al hombre”[21].
En línea con los
desarrollos anteriores, pensemos ahora si Romero podría ser considerado, así
como Ellacuría, un “izquierdista”. A mi juicio, se trata de una cuestión
importante, ya que existe la tendencia a restarle importancia a la opción
fundamental de Romero y se ponen en primer plano sus críticas a determinados
proyectos de los grupos guerrilleros, o a los movimientos de masas y grupos
organizados de izquierda. Otros señalan —con razón— que Romero nunca fue un
marxista, sino que recurría constantemente a la Doctrina Social o
a los Padres de la Iglesia ,
es decir, era alguien cuyas fuentes doctrinales siguieron siendo conservadoras,
incluso al final de su vida. Sobre lo primero, hay que decir que se trata de
una afirmación que deja intacta la cuestión que se intenta rebatir, ya que las
críticas dirigidas a los proyectos políticos de grupos izquierdistas no
convierten a nadie en reaccionario. Romero se tomaba en serio sus
convicciones y las hacía valer frente a quien fuera. Además, algunas críticas estaban
dirigidas, más bien, a la estrategia empleada y no a lo justo de la
reivindicación. En ningún momento podrían compararse dichas críticas con la
constante denuncia de las acciones de la derecha oligárquica, el gobierno o las
fuerzas de seguridad del Estado. Y en cuanto a lo segundo —sus “fuentes
no marxistas”—, se olvida que, así como la no pertenencia a un partido político
de izquierda no nos impide ser izquierdistas —algo de esto señalábamos antes,
al hablar de la lectura que hace Ellacuría de las declaraciones de Sartre—, tampoco
es un requisito ineludible para ser izquierdista el que se compartan las ideas
marxistas.
Que Oscar Romero no
fuese marxista —o que sus fuentes
doctrinarias hayan sido “conservadoras”— no le hizo menos izquierdista,
como bien han podido comprobar miles de latinoamericanos de las comunidades
cristianas de base, organizaciones populares, grupos ecologistas, feministas y
un largo etcétera. En Romero encontramos un recio compromiso con la liberación y
humanización de las mayorías, y con el nuevo mundo que es preciso construir, lo
cual lo pone más allá del mero simpatizante de la izquierda. El
profetismo utópico de Romero lo convierte, así como a Ellacuría, en un
izquierdista auténtico como pocos, pues fue capaz de cumplir hasta el final de
su vida con el ideal de “ser para los demás”. Como bien han dicho algunos, a
Romero no le matan por defender los derechos de la Iglesia ante el poder
secular, sino por ponerse al lado de los pobres, esos a los que tanto el poder
secular como las mismas iglesias habían explotado, oprimido y excluido. Su
principal compromiso es el mismo que le llevará a expresar una profesión de fe
que no por ser la suya vendría a ser
menos universal:
“Nuestra fe
proclamémosla ahora, pues, limpia de toda falsa idea de Dios, para creer y con
amor agradecer al Dios presente en nuestro pueblo”[22].
Ya sea por su rechazo a
practicar su cristianismo dentro de los estrechos muros institucionales, por el
empeño en luchar en favor de los pobres y los miserables, o por el mismo hecho
de que desafió a todos los poderes —seculares y eclesiales—, Romero encontró su
casa entre los herejes y condenados por las ortodoxias terrenales y
celestiales. Si de algo no hay duda es que San Romero de América tiene y tendrá
siempre un legítimo lugar “a la izquierda del corazón”.
Roque Dalton: “Debidamente condenados como
herejes”
La obra de Roque Dalton
es variada y extensa, pero toda ella está atravesada por el profundo compromiso
revolucionario del intelectual integral que fue. Como dice el poeta y filósofo
salvadoreño Luis Alvarenga:
Dalton es… no
solamente el artista que cultivó la poesía, el periodismo, la narrativa, el
ensayo y el teatro. Fue también el intelectual abierto a los problemas sociales
y políticos de su tiempo […] Su trabajo intelectual está sustentado por
un proyecto político de país. De ahí que este poeta aparezca actuando
en política, en vez de dejar esto en manos de los supuestos profesionales[23].
Quiero analizar las
ideas de Dalton concentrándome en un poemario suyo, Los hongos[24],
en el cual no sólo “estarían presentes” los tópicos que hacen pensar en la
necesidad de interpretar la relación entre cristianos y revolucionarios, sino
que podría decirse que el poemario completo fue pensado como un trabajo con ese
objetivo nuclear. Roque escribió Los
hongos entre 1966 y 1971, y el poemario es considerado por más de algún
analista como su “testamento poético”[25], e incluso podría
interpretarse como “mapa de su vida”, al mejor estilo de las Confesiones de San Agustín[26]. En cualquier caso, es
indudable que en el poemario hay una idea
fundamental a desarrollar, la cual es expresada elocuentemente en su
dedicatoria: “Dedico este poema a Ernesto Cardenal, como un problema nuestro, es decir, de los católicos y de los
comunistas…” (p. 433)[27]. Desde el inicio, notamos
que nos movemos más allá de la idea de que los cristianos tendrían que sumarse
al compromiso revolucionario de los marxistas o que los marxistas también
tendrían mucho que aprender de sus colegas cristianos. Roque no se queda enredado
en semejante pozo de simplezas, sino que penetra precisamente en el núcleo de la oposición entre ortodoxia
y heterodoxia, tanto dentro de la tradición cristiana como entre los
marxistas. Pero vayamos por partes, dejando que “los hongos” germinen y provoquen
la intoxicación que propicie el alumbramiento de las ideas daltonianas.
Inicialmente, quiero
destacar la recuperación que hace Roque de la categoría hermenéutica y
teológica del profetismo, a la vez
que lo somete a una lúcida transformación:
“El profeta es llamado
cuando menos se lo espera:
hombres mansos y
aislados son llamados a intervenir en la vida pública
a dirigir reproches a
los dirigentes políticos
a lanzar violentísimas
arengas a las masas.
Lo que caracteriza al
profetismo bíblico es la conjunción.
Entre el mensaje
religioso y normas políticas concretísimas.
El profeta habla un
lenguaje concreto
señala con el dedo los
defectos de sus contemporáneos
y no tiene miedo de
cometer tremenda imprudencia
de descubrir ante el
pueblo
las ambigüedades de los
dirigentes religiosos y políticos
de su mundo concreto”
(p. 438).
Estos versos —que Dalton
escribe entre comillas, como para indicar que se trata de una cita— son
importantes en dos sentidos. En primer lugar, nos permiten ver cómo se utiliza
la categoría del profetismo para enjuiciar a dirigentes y mandatarios, y en
donde la distinción entre la órbita religiosa y la política se disuelve al
plantearse una radical conjunción: el
mensaje (cristiano, evangélico) es
reinterpretado desde la norma política concreta, convirtiéndolo en un mensaje político. Pero, además, son
versos que se transforman en palabra profética que anuncia cierta “necesidad
histórica”, al anticiparse al surgimiento de una figura como Oscar Romero, no
por artes adivinatorias ni por deducciones mecanicistas, sino por la capacidad
interpretativa del poeta/profeta que puede leer en la realidad y ubicar sus exigencias. Quién más que Romero
podría recoger de manera plena el
significado de la expresión “subversivo”, que en El Salvador se aplicaba a
cualquiera que se oponía o siquiera criticaba al régimen. En efecto, Romero
será siempre el Arzobispo Subversivo, fiel reedición de este profetismo mesiánico:
“La expresión que
utiliza San Lucas para calificar
la actitud profética de
Jesús es
diastrefonta diastrefonta
es decir
subversiva
una palabra
que seguimos oyendo en
estos días” (p. 439)[28].
Claro que no sólo ha
sido transformado “el mensaje”, ya que también “las normas políticas
concretísimas” pueden ser releídas en un sentido mesiánico. Son muchos los que ahora se interesan por las
potencialidades teóricas y políticas de la idea de mesianismo presente en las
cartas paulinas o en los textos evangélicos, y no me refiero precisamente a los
“autores cristianos”[29]. Que no basta ser un
“católico” para sentirse interpelado por el llamado profético que convoca es
evidente en los siguientes versos, los cuales, aunque refieren a tópicos
judeocristianos (Jericó, “las viejas trompetas”), se revelan como parte de
nuestro acervo cultural, que incluye al mismo ímpetu revolucionario:
Pero ¿por qué no pelear
otra vez frente a Jericó?
Tenemos en mente los
conceptos proféticos, el tono de todos los misterios y
lo que es significativo:
el galillo de las viejas
trompetas.
La diferencia está en
que ahora las murallas de la ciudad enemiga palpitan
también en nuestros
corazones
y en los corazones de
nuestros padres (p. 439).
Estas palabras, viniendo
de un poeta comunista salvadoreño, ex alumno de los jesuitas y ateo, contienen
mucho más que una “revalorización marxista del cristianismo”. Así como sucede
con Ellacuría y Romero, Dalton no puede ser un crítico honesto si no afila sus
armas y las dirige a su propio seno, a su propia “fe”. Esto le inspira la
aplicación de un análisis de la realidad dentro de los movimientos
revolucionarios, el cual constituye a su vez la intuición fundamental en Los hongos: el análisis de la herejía común a cristianos y
marxistas. Hoy podemos entender cuál es aquel problema común a ambos grupos, el
que anunciaba Roque en su dedicatoria a Ernesto Cardenal, aunque no había que
avanzar mucho en el texto, pues lo señala casi de inmediato, en una “maliciosa”
cita de una carta que le dirigiera un tal J. Longman:
Las formas del
pensamiento pequeño-burgués —ya sean religiosas, estéticas o políticas— son más
latentes y ubicuas que los hongos, y más equívocas que la sífilis, llamada por
los médicos “la gran imitadora” (p. 435).
La malicia la
encontramos en que, sin duda, la cita fue pronunciada originalmente desde la otra orilla, desde la posición
contraria que asume Dalton, apuntando a las herejías como hongos venenosos, portadores de
una enfermedad que no podría ser peor: la del simulador irredento, la del falso
revolucionario. Pero lo que hace el poeta es transformar su sentido,
invirtiendo la polaridad moral subyacente: esos hongos de las herejías serían,
más bien, insustituibles, porque lo
que ahoga y paraliza no es principalmente
la “pose” del simulador, sino los estragos que ocasionan el dogmatismo y la
ortodoxia, esa inmensamente más siniestra posición de los guardianes de un
orden que se pretende pensado, revelado y prefigurado de una vez para siempre.
Dalton comprende el problema de esa manera debido a una convicción esencial:
tanto entre los cristianos como entre los marxistas subyace una profunda
“ambigüedad política”, sobre la que hay que poner especial atención. Así lo
manifiesta en los siguientes versos, que inician con una cita tomada en
préstamo al filósofo existencialista Merleau-Ponty:
“La ambigüedad política
del cristianismo es comprensible
en la línea de la
encarnación puede ser revolucionario
pero la religión del
Dios Padre es conservadora”[30].
(Merleau-Ponty niega,
pues,
que Jesucristo esté
sentado a la diestra de Dios Padre. Más bien
a la izquierda, dice)
(p. 450).
La cuestión es
fundamental. Dalton —apoyándose en Merleau-Ponty— sitúa esa ambigüedad,
oponiendo el carácter revolucionario y la tendencia al conservadurismo dentro del mismo cristianismo. Esto es
algo que muchos críticos de la religión han pasado por alto, reduciendo y
simplificando el problema. Según ellos, el peligro para el marxista estriba en
la fe religiosa sin más y no en su manifestación conservadora. Pero tal
interpretación no serviría para explicar por qué tantos cristianos militaban en
las filas revolucionarias o por qué las comunidades cristianas de base (CEB’s)
fueron asimismo focos de concientización y transformación, que aún ahora siguen
actuando y pronunciándose[31]. Dalton necesitaba
interpretar la realidad bien, si quería transformarla radicalmente, y eso le
exigió abandonar una clave hermenéutica que se había mostrado inoperante.
Pero el asunto está
lejos de terminar aquí, ya que la oposición conservador-revolucionario es
también íntimo problema del mismo
marxismo. Entonces se revela en toda su profundidad el valor de la herejía asumida por el poeta:
“La herejía como
su propia etimología lo indica
significa
elección…” (p. 460)[32].
Dalton decidió ser un hereje, y es obvio que
no se refería a que debía renegar de la fe cristiana que le inculcaron de niño,
sino a un conflicto dentro de su fe marxista-leninista. Como
señalábamos arriba, el juicio crítico que se ejerce sobre la relación entre marxismo y
cristianismo[33],
descubre que si la crítica quiere ser radical debe apuntar a la oposición
revolucionario-conservador presente en ambos y no sólo al cristianismo o sólo
al marxismo. Como se evidencia en los versos que transcribo a
continuación, Roque dirige la crítica a sus mismos “compañeros de lucha”, los cuales
disfrazan su oportunismo y sus concesiones al conservadurismo bajo un manto de
“modernización y adaptación a los tiempos”, una especie de aggiornamiento[34]:
“El taylorismo
auto-gestionado
el neocorporativismo
el racionalismo
humanista
el neotomismo
sociológico
el colectivismo
unigénito
el socialismo canónico
la comuna mística
el anarco-catolicismo
el trotskismo jesuita
el sindicalismo mariano
el empresario
eclesiástico
la dictadura cristiana
el Estado litúrgico
el fascio
aggiornamentado” (pp. 454-455).
Interpretándola
esencialmente como heterodoxia[35],
la herejía determinará el particular “izquierdismo” de Roque Dalton, tanto
en lo que respecta a sus posturas políticas como en su poesía[36]. Hay que pensar en las
terribles implicaciones que podría tener para un comunista el que se le llamara
“izquierdista”. Aunque en un sentido claramente distinto del que podía tener
para un jesuita como Ellacuría o para el arzobispo Romero, la expresión no
debía tomarse a la ligera ni necesariamente de manera positiva. Roque tenía eso
muy claro, como militante y también como estudioso del marxismo-leninismo[37]. Es posible que el
izquierdismo de Dalton consistiera en un giro aventurado de aquella
identificación del mismo con una “enfermedad infantil”, según la famosa
expresión de Lenin. Roque encarnaba la palabra oportuna, pero incómoda, y la
acción política que no por ser arriesgada era menos comprometida. Ese camino elegido le llevó a la muerte que
marcó la última señal indeleble del destino del hereje. No lo mataron los agentes de la CIA ni el gobierno ni los
militares. Sus asesinos fueron sus “compañeros revolucionarios”, quienes veían
un peligro enorme en su peculiar y libre manera de ser radical. La ortodoxia
política que lo mató no sintió pena ni culpa, ya que sólo se trataba de un
hongo que había que extirpar. Además, es posible que Roque fuese un hereje
nato. Incluso parece que la clave nos la da él mismo:
Nunca logré contener la
risa.
Incluso creo que el
resumen de mi vida podría ser ese:
nunca logré contener la
risa (p. 445).
Como le sucedía al
bibliotecario ciego de la famosa novela de Umberto Eco[38], quienes dieron muerte a
Dalton no soportaban su risa
desenmascaradora. Al gran “reidor” lo asesinaron en nombre de “la verdad
que no ríe”, la que justifica todo lo que pueda detener al que rompe las
cadenas mediante la irreverencia y el cuestionamiento radical connatural a su
risa. Hoy diríamos que, en efecto, quizás el hongo y la enfermedad que padecía
Dalton son más necesarios que nunca, y sobre todo entre marxistas y cristianos,
pues quien no puede contener la risa logra encontrar el valor necesario para
cuestionar lo más íntimo, lo más conocido o lo más temido, sobre todo si se
trata de un “santo temor”. En Roque Dalton el hereje podría ser redefinido, no
como aquel que reniega de su fe, sino como quien se compromete con ella de
manera tan radical que no puede sino renovarla constantemente, en siempre abiertas y problemáticas
elecciones.
La recuperación filosófica (y
transdisciplinaria) del cristianismo
He compartido algunas
ideas acerca de un cristianismo de liberación presente en la obra y vida de
tres salvadoreños “esenciales” y confío en haber mostrado que se trata de una
rica y fecunda fuente para el pensamiento crítico que necesitamos ahora, sobre
todo en los países de Nuestra América. Pero incluso podemos ir más allá. Al
menos desde los últimos años del siglo anterior, la reflexión sobre el mensaje
cristiano ha resurgido con fuerza entre los pensadores de tradición marxista o
izquierdista, a ambos lados del Atlántico. Los importantes trabajos sobre el pensamiento
de San Pablo realizados por pensadores “no creyentes” como Alain Badiou[39], Giorgio Agamben[40] y Slavoj Žižek[41] se suman a los que
“esperaríamos encontrar” entre quienes, aun siendo cercanos a las teologías
latinoamericanas de la liberación, realizan su reflexión del mensaje paulino
(cristiano) desde la heterodoxia, como vemos en los recientes trabajos de Enrique Dussel[42] y Franz Hinkelammert[43]. ¿Es todo esto una
especie de “resurgimiento de la teología” o deberíamos, más bien, hablar de una
“curiosa filosofía”? Ni lo uno ni lo otro, sino que estamos ante la realización
de investigaciones transdisciplinarias acerca
del legado cristiano dentro del pensamiento crítico.
No se trata únicamente
de que los autores mencionados arriba no son propiamente “teólogos” —no se
desempeñan académicamente como tales, no pertenecen a organizaciones religiosas
o la mayoría no son incluso creyentes—, sino de que la investigación que ellos
y muchos otros realizan no tiene a la teología y sus métodos como el único recurso a emplear. Esto
constituye un fenómeno que deberíamos transformar en argumento y exigencia: debemos
superar las “limitaciones disciplinarias”, que terminan empobreciendo la misma
investigación. En este sentido, el aporte del Departamento Ecuménico de
Investigaciones (DEI), creado en Costa Rica en 1976 por Franz Hinkelammert y Hugo
Assmann, ha sido fundamental. El DEI
ha sido, desde sus inicios, una lugar desde el que se hacían
investigaciones que no sólo involucraban a personas de diversas disciplinas
(multidisciplinariedad) o que las ponía a trabajar entre sí, compartiendo sus
propios conocimientos y métodos específicos (interdisciplinariedad), sino que
ayudó a crear un tipo de investigador e investigadora que fuese capaz de
recurrir a los métodos y conocimientos de diversas disciplinas, reconstituyéndolos. Eso es lo que llamo
“transdisciplinariedad”. Hoy en día, se han ido creando otras iniciativas
similares, como el Grupo Pensamiento Crítico (GPC), constituido por Franz
Hinkelammert y muchos otros investigadores de diversos países latinoamericanos.
Algunos de éstos han organizado a su vez equipos transdisciplinarios en sus
respectivos países, como los investigadores costarricenses ligados a la Universidad Nacional
(Heredia) o a la
Universidad de Costa Rica (San José); el equipo que trabaja
alrededor de Estela Fernández Nadal,
profesora en Mendoza (Argentina); o, en menor escala, algunas investigaciones y
publicaciones que se vienen realizando en la Universidad
Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), en San Salvador.
Finalmente, debo hacer
una aclaración necesaria. Como señalé en la sección inicial de este artículo,
si me ocupé de los planteamientos de Ellacuría, Romero y Dalton, en ese orden
—de 1989 hacia 1974, podríamos decir— y poniendo los énfasis finales en el
poeta revolucionario, es porque de esa manera podía encajar mejor sus
planteamientos dentro de este proceso de recuperación
del cristianismo en sitios “tan desacostumbrados” como los que podemos ver
en la actualidad (Badiou, Žižek, etc.). Pero hay más razones. En primer lugar,
debo confesar que personalmente me siento mucho más cómodo y en familia cuando
estoy en compañía de quienes se mueven claramente
en las fronteras y márgenes de la religiosidad cristiana: otro punto a
favor. Pero también puedo argumentar que mi empeño personal encuentra su
“justificación social” en la necesidad de responder a los “signos de los
tiempos”, que nos exigen encontrar lo mejor de la tradición cristiana fuera de
sus instituciones y voceros autorizados, sobre todo cuando soplan feroces
vientos fundamentalistas. Comparto en ese sentido la preocupación a la que
alude Slavoj Žižek, al escribir que “el
auténtico legado cristiano es demasiado precioso para dejarlo en manos de
fundamentalistas perturbados”[44].[45]
Fuente:
[1] Profesor en el
Departamento de Filosofía de la Universidad
Centroamericana “José Simeón Cañas”, en San Salvador.
[2] Cfr. Hinkelammert, F., “Prometeo, el discernimiento de los dioses y
la ética del sujeto. Reflexiones sobre un mito fundante de la modernidad”, en Hacia una crítica de la razón mítica. El
laberinto de la modernidad: materiales para la discusión, San José,
Editorial Arlekín 2007, pp. 17-66.
[3] Cfr. Hinkelammert, F., El
asalto al poder mundial y la violencia sagrada del imperio, San José, DEI,
2003, pp. 75ss.
[4] Cfr. Sobrino, J., Jesucristo
liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret, San Salvador,
UCA Editores, 1991 y Sobrino, J., Resurrección
de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología, San
Salvador, UCA Editores, 1989.
[5] Marx, K., Diferencia de la filosofía de la naturaleza
en Demócrito y en Epicuro, Madrid, Editorial Ayuso, 1971, p. 11.
[6] Ellacuría, I., “Utopía y
profetismo”, en Ellacuría, I, y Sobrino, J., Mysterium Liberationis, tomo I, San Salvador, UCA Editores, 1993,
pp. 393-442. En adelante, las páginas entre paréntesis en el texto refieren a
esta edición.
[7] No creo que Ellacuría
estudiara a fondo los reparos de Franz Hinkelammert ante las “aproximaciones
asintóticas” cuando se aplican a las utopías. En todo caso, su evaluación de
dichas aproximaciones no penetra en la complejidad de las mismas ni en los
peligros que entraña esa manera de concebir la “utopía realizable”. Cfr. Hinkelammert, F., Crítica de la razón utópica, Bilbao,
Editorial Desclée de Brouwer, 2002, pp. 64, 71-72, 300, 379 y 383.
[8] Cfr. Hinkelammert, F., Crítica
de la razón utópica, op. cit., pp. 295-307.
[9] Se trata del nombre de
otro escrito suyo: Ellacuría, I., Conversión
de la Iglesia
al reino de Dios: para anunciarlo y realizarlo en la historia, San
Salvador, UCA Editores, 1989.
[10] Las cursivas son mías.
[11] Ellacuría, I., “El
testamento de Sartre”, publicado originalmente en ECA 387-388 (1981) 43-50. Cito la edición que se encuentra en Escritos Filosóficos, Vol. III, San
Salvador, UCA Editores, 2001, pp. 319-332.
[12] Cfr. Ibíd., p. 329.
[13] Cfr. Ibíd., p. 330.
[14] Ibíd., p. 328.
[15] Acerca de la conversión
de Romero, cfr. Sobrino, J., Monseñor Romero, San Salvador, UCA
Editores, 1995, pp. 11-26.
[16] Romero, O.A., “La dimensión
política de la fe desde la opción por los pobres”, Discurso con motivo del
Doctorado Honoris Causa conferido por la Universidad de Lovaina, el día 2 de febrero de
1980, en Cartas pastorales y Discursos de
Monseñor Oscar A. Romero, San Salvador, UCA, 2007, p. 192. Cursivas mías.
[17] Homilía del 29 de
noviembre de 1978, en Romero, O.A., Homilías,
tomo III, San Salvador, UCA Editores, 2006, p. 441.
[18] Cfr. Ellacuría, I., “El testamento de Sartre”, op. cit, pp. 320-321.
[19] Bonhoeffer, D., Resistencia y sumisión, Salamanca,
Ediciones Sígueme, 1983, p. 266, citado en Hinkelammert, F., “La crítica de la
religión en nombre del cristianismo: Dietrich Bonhoeffer”, en Varios autores, Teología alemana y teología latinoamericana
de la liberación. Un esfuerzo de diálogo, San José, DEI, 1990, p. 51.
[20] Homilía del 6 de
noviembre de 1977, en Romero, O.A., Homilías,
tomo I, San Salvador, UCA Editores, 2005, p. 446.
[21] Homilía del 9 de
septiembre de 1979, en Romero, O.A., Homilías,
tomo V, San Salvador, UCA Editores, 2008, p. 289.
[22] Homilía del 21de mayo de
1978, en Romero, O.A., Homilías, tomo
II, San Salvador, UCA Editores, 2005, p.
521. Las cursivas son mías.
[23] Alvarenga, L., “Prólogo”
a Dalton, R., No pronuncies mi nombre:
Poesía completa II, San Salvador, Dirección de Publicaciones e Impresos,
2008, p. 15.
[24] Dalton, R., No pronuncies mi nombre: Poesía completa II,
op. cit., pp. 433-466. En adelante, las páginas entre paréntesis en el
texto refieren a esta edición.
[25] Cfr. Alvarenga, L., “Prólogo” a Dalton, R., No pronuncies mi nombre: Poesía completa II, op. cit., p. 18.
[26] Cfr. Ibíd., p. 19.
[27] Cursivas mías.
[28] Cursivas mías. Diastrefonta derivaría de diastréfo, que significa revolver o
pervertir. En este último sentido traducen la palabra algunas versiones, como
en Lc 23, 2, en donde los judíos acusan a Jesús de andar “pervirtiendo a la
nación”.
[29] Cfr. Agamben, G., El tiempo
que resta. Comentario a la Carta
a los Romanos, Madrid, Editorial Trotta, 2006; Liceaga, G., “San Pablo en la filosofía política contemporánea”, Realidad 121 (2009) 476-477; Zamora,
J.A., “Mesianismo y escatología: la resurrección política de Pablo”, Iglesia Viva 241 (2010) 71-101.
[30] Merleau-Ponty, M., “Fe y
buena fe”, en Sentido y sinsentido (traducción
de Narcís Comadira), Barcelona,
Ediciones Península, 1977, p. 264. Como señala Luis Alvarenga, parece ser que
Roque leyó el texto en el idioma original, ya que la traducción de Comadira es
posterior a la escritura del poemario. Cfr.
Alvarenga, L., “Prólogo” a Dalton, R., No
pronuncies mi nombre: Poesía completa II, op. cit., p. 25.
[31] Cfr. Alvarenga, L., “Prólogo” a Dalton, R., No pronuncies mi nombre: Poesía completa II, op. cit., p. 24.
[32] “Herejía” proviene del
griego hairesis, que puede traducirse
como “elección”.
[33] Cfr. Alvarenga, L., “Prólogo” a Dalton, R., No pronuncies mi nombre: Poesía completa II, op. cit., p. 23.
[34] Cfr. Ibíd., pp. 23-24.
[35] En efecto, la palabra
“herejía” vendría a ser sinónima de “heterodoxia”.
[36] Cfr. Alvarenga, L., “Prólogo” a Dalton, R., No pronuncies mi nombre: Poesía completa II, op. cit., pp. 28-29.
[37] En este sentido, sería
útil leer su poemario Un libro rojo para
Lenin (Dalton, R., No pronuncies mi
nombre: Poesía completa III, San Salvador, Dirección de Publicaciones e
Impresos, 2008, pp. 381-544), en el que Roque hace una peculiar “lectura
izquierdista de Lenin”. Cfr. Alvarenga,
L., La crítica de la modernidad en Roque
Dalton, tesis doctoral, que puede consultarse en http://www.uca.edu.sv/filosofia/admin/files/1275523397.pdf
y mi artículo “Roque Dalton y el leninismo ahora”, en el periódico digital ContraPunto, publicado el 5 de febrero
de 2010, en http://www.contrapunto.com.sv/columnistas/roque-dalton-y-el-leninismo-ahora
[38] Cfr. Eco, U., El nombre de la
rosa, Barcelona, Editorial Lumen, 1985, pp. 100-104, 159-165, 573-576.
[39] Badiou, A., San Pablo. La fundación del universalismo, Barcelona,
Anthropos Editorial, 1999.
[40] Agamben, G., El tiempo que resta. Comentario a la Carta a los Romanos, op. cit.
[41] Žižek, S., El títere y el enano: el núcleo perverso del
cristianismo, Buenos Aires, Ediciones Paidós, 2005.
[42] Dussel, E., “Pablo de
Tarso en la filosofía política actual”, El
Títere y el Enano, Vol. I, 2010, pp. 9-51, en http://www.teologiacritica.com.ar/documents/vol_1/dussel_sobre_san_pablo.pdf
[43] Hinkelammert, F., La maldición que pesa sobre la ley. Las
raíces del pensamiento crítico de Pablo de Tarso, San José, Editorial
Arlekín, 2010.
[44] Žižek, S., El frágil absoluto o ¿Por qué merece la pena
luchar por el legado cristiano?, Valencia, Pre-textos, 2002, p. 10.
Muchas gracias por esta excelente presentación que nos anima en la esperanza...
ResponderEliminarMuy buen artículo, muchas gracias al blog por incentivarnos a la reflexión, sobretodo en rezar para agradecer a Dios por todo lo bueno que hemos recibido.
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