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20/05/2013 - 17:41
Físicos contra burócratas
José Carlos Bermejo Barrera
La historia de la física creó
las mejores imágenes de científicos geniales, desde Arquímedes a Newton,
pasando por Galileo condenado por la Inquisición y culminando en Einstein,
Heisenberg y los grandes físicos del siglo XX; su desarrollo avanzó a pasos de
gigante gracias a la capacidad de experimentar y pensar de unas pocas mentes
maravillosas. Sin embargo, ya no solo Newton, sino ninguno de los creadores de
la física contemporánea podría obtener hoy plaza alguna en el mundo académico,
al no cumplir las normas diseñadas por unos funcionarios que no son científicos
eminentes, pero sí expertos en medir todo con la misma medida, ya sea la física
teórica o la filología hebrea, gracias a su nueva ciencia de la epistemetría.
Los artículos de Einstein
fueron publicados sin referees, apenas tuvieron lectores y su
impacto fue muchos años posterior a su publicación en una revista alemana. Ni
él ni ninguno de los grandes científicos del siglo XX fue contratado siguiendo
un baremo neutro, sino solo por sus méritos, a veces evaluables por muy pocos
expertos (Eddington llegó a decir en un momento que solo él y Einstein
comprendían la relatividad). Y figuras como Gödel o Turing combinaron la
soledad de sus investigaciones con la más absoluta excentricidad. Pero todo
cambió con la II Guerra Mundial, el
mayor proceso de innovación científico-técnica realizado por la humanidad en el
más breve lapso de tiempo, pues permitió producir todo tipo de tecnologías
masivamente en tiempo récord e innovar más en los campos de la ingeniería, la
química y la física que en todo un siglo. Con ella y el proyecto Manhattan se
crearon los primeros grandes programas y equipos de investigación, formados por
miles de expertos y científicos y coordinados por militares y políticos.
En este caso, un general de brigada daba órdenes a Einstein, Gödel, Oppenheimer
y tantos otros. Y ese mismo general prohibía publicar nada que tuviese que ver
con el proyecto y comenzó a preocuparse cuando en la bibliografía alemana dejó
de publicarse en esos mismos campos, los de verdadero interés estratégico y
económico, en los que lo que se descubre nunca se da a conocer más que por sus
efectos.
La tecnociencia actual, cuya
cumbre son las investigaciones múltiples relacionadas con la defensa y las
químicas y biomédicas, es capital por su importancia militar, económica e
industrial y por sus efectos reales, que a veces poco tienen que ver con la
publicación en serie de papers en revistas que en el mundo
acaparan prácticamente dos editoriales. Los sociólogos e historiadores de la
ciencia, que son quienes poseen una visión de conjunto de la misma, saben que
hoy tenemos más científicos en activo que en toda la historia humana, que de
cada cuatro de ellos tres son químicos, que se publican más de 3.000.000 de
artículos al año, que la mayoría de ellos poco aportan al conocimiento y no
responden más que a la presión de publicación que se ejerce sobre los
investigadores y de la que se lucran los editores. Señala L. Zuppiroli
(La burbuja universitaria, 2012), un ingeniero suizo, el caso de un
profesor que en un año (1995-1996) aparece como coautor de 57 papers,
en los que figura junto con otros 197 autores, y H. Freeland Judson, un médico,
nos habla en su libro The Great Betrayal. Fraud in Science (N.Y.,
2004) de un investigador coautor de 2.000 papers, que resultan ser
uno por cada 10 días de vida activa.
¿Qué ha ocurrido? Pues que la
tecnociencia real se ha disociado de la publicación científica y el currículum
de los científicos se ha convertido en una serie de méritos medibles, que a
veces funcionan y otras anulan a los mejores, solo evaluables por su colegas
expertos en función del contenido de sus trabajos, no de su número y de los lugares
de publicación. Y si a ello sumamos el celo delirante de
pseudopedagogos y supuestos expertos en el gobierno universitario tendremos el
sistema español de evaluación científica, reiteradamente censurado por expertos
y que se ha convertido en una máquina de creación de lo que éstos llaman
ciencia bling-bling (de pacotilla). Si, como señala el editor
jefe del British Medical Journal “debe desaparcer la revisión a
pares porque sus defectos son mayores que sus beneficios. Porque es lenta,
cara, una pérdida de tiempo académico, discriminatoria, porque se presta al
abuso y no es capaz de ver grandes defectos, ni mucho menos de detectar el
fraude” (Peer Review in Health
Sciences, London, 2003), debiendo ser sustituida por la
revisión por equipos de expertos de cada revista, es fácil imaginar lo que pasa
en España y con las revistas españolas, en la que de todos es sabido que los
evaluadores de proyectos y currículums son móviles como pluma al viento, y que
sumando o multiplicando variopintos méritos, como ocupar cargos, hacer cursos
de fonación, etc., méritos que se modifican en cada convocatoria, crean y
destruyen vidas acádemicas muchas veces al margen del conocimiento real. Lo que
solo es posible en el país de la papernomics, en el que la
universidad, al margen de la realidad social y económica, solo sabe pedir
dinero para incrementar plantillas que jamás podrán absorber a miles de
investigadores, engañados por sus maestros, toreados por los evaluadores y
destinados a estrellarse contra el mundo real, mientras los dueños del sistema
lloran por ellos con lágrimas de cocodrilo.
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