El Canto del 900. A 200 años de la creación del
Himno Nacional Argentino
Por
Maximiliano Pedranzini*
“Las
costumbres del colonizado, sus tradiciones, sus mitos, sobre todo sus mitos,
son la señal misma de esa indigencia, de esa depravación constitucional”. Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, 1ª ed., trad., Julieta Campos, México,
Fondo de Cultura Económica, 1963, p. 20. (cita original de Fanon)
Se
cumple el segundo centenario de la creación del Himno Nacional Argentino, y aprovechando el aniversario, ha surgido como homenaje a los pueblos indígenas
cambiar parte de la letra actual y reincorporar fragmentos que fueron borrados
por la historia oficial. Algo así no debería causar malestar a nadie, ya que se
trata de reivindicar simbólicamente a un sector que ha sido eliminado paulatinamente
desde hace 500 años, cambiando simplemente los protagonistas del genocidio más
grande de toda la historia. Asimismo, los indígenas siguen siendo ninguneados por un Estado argentino
que tuvo como principal política el exterminio sistemático concretado en la
llamada “Conquista del Desierto”, llevada a cabo a sangre y fuego por Julio
Argentino Roca en suelo patagónico cuando se desempeñaba como Ministro de
Guerra del gobierno de Nicolás Avellaneda entre 1878 y 1885. A partir de esto,
Roca se erigirá como el arquitecto del Estado moderno burgués, apoderándose de las
tierras en las que ellos habitaban y proscribiendo su figura de la idiosincrasia
nacional. Es por eso que los pueblos indígenas son, como ningún otro, los dueños
legítimos de esta tierra y que, como toda paradoja, han quedado en el
ostracismo como parias de una historia que los vio sufrir por defender lo que
es suyo por derecho inalienable.
Himno Nacional que, en efecto, forma parte inmanente de nuestra identidad como argentinos, como sucede con la bandera, el escudo o la escarapela, pero que a diferencia de estos últimos, el himno despierta sensaciones únicas que sólo la música puede lograr, haciendo brotar de nosotros ese sentimiento por la Patria.
Himno Nacional que, en efecto, forma parte inmanente de nuestra identidad como argentinos, como sucede con la bandera, el escudo o la escarapela, pero que a diferencia de estos últimos, el himno despierta sensaciones únicas que sólo la música puede lograr, haciendo brotar de nosotros ese sentimiento por la Patria.
¿Pero por qué al presentarse una
propuesta donde el himno incorpora en sus estrofas a los pueblos
indígenas, surge la reacción virulenta de amplios y heterogéneos sectores
de la sociedad como si el himno fuera el santo evangelio? ¿Por qué preexiste
una divinización dogmática que nos impide cuestionar con las armas de la
crítica los símbolos que configuran nuestra nacionalidad? ¿Acaso Dios y la
Patria vendrían a ser lo mismo, dos piezas de un mismo rompecabezas? ¿O la
maldita suerte de encontrarnos viviendo en un país donde sigue siendo huésped el
etnocentrismo?
En estos casos, la tarea de quién indaga
el pasado para no caer en la trampa de las efemérides festivas se
torna espinoso, más cuando el objetivo es cambiar una placa del mosaico
simbólico de la nacionalidad. Uno se convierte en hereje y es perseguido por
tribunales de la inquisición que aparecen con el nombre de patriotas.
Ciberchovinistas y que derraman su ira en quien tiene la osadía de poner sobre
la mesa del presente un elemento de nuestra historia, sin saber con certeza
las vicisitudes de su origen y el desgajamiento que éste ha sufrido en los
últimos 200 años, no para aniquilarlo, sino para resignificarlo.
Pero vamos por parte para entender mejor
esto. El Himno oficial del Estado Nacional fue escrito por Vicente López y
Planes dos años después de la Revolución de Mayo en 1812, cuya melodía fue
compuesta por el español Blas Parera un año más tarde, siendo ésta
aprobada por la Asamblea del Año XIII como Marcha Patriótica como pedido del
Triunvirato de contar con un canto que represente al pueblo. La Marcha
patriótica tuvo otras denominaciones posteriores que desembocaron en la
denominación final de Himno Nacional recién para 1847, contexto en el que se estaba
conformando el Estado-Nación moderno y que veía como una necesidad política ir
tejiendo la vestimenta de la identidad nacional que abrigará nuestro país.
Himno cuya letra original cuenta de 20 estrofas y que tiene una duración de
aproximadamente 20 minutos. Pero dicha Canción Patriótica sufrió reiteradas censuras por parte del
Estado, la primera por Roca en su segunda etapa al mando del ejecutivo donde
por medio de un decreto sancionado el 30 de marzo de 1900 disponía -con
cínico proemio- que: “Sin producir alteraciones en el texto del Himno
Nacional, hay en él estrofas que responden perfectamente al concepto que
universalmente tienen las naciones respecto de sus himnos en tiempo de paz y
que armonizan con la tranquilidad y la dignidad de millares de españoles que
comparten nuestra existencia, las que pueden y deben preferirse para ser
cantadas en las festividades oficiales, por cuanto respetan las tradiciones y
la ley sin ofensa de nadie, el presidente de la República, en acuerdo de
ministros decreta:
Artículo
1°. En las fiestas oficiales o públicas, así como en los colegios y escuelas
del Estado, sólo se cantarán la primera y la última cuarteta y el coro de la
Canción Nacional sancionada por la Asamblea General el 11 de mayo de 1813”. Se
efectuaba así el aleccionamiento de todo un pueblo que por dictamen oficial
naturalizaría en el transcurso de las futuras generaciones de argentinos un
retaso del canto vivo de toda una Patria. De esta manera,
desaparecieron dos de las mejores estrofas del himno original como son la 11 y
la 15, que ofendían al otrora imperio español:
“Más los bravos
que unidos juraron
Su feliz libertad sostener,
A esos tigres sedientos de sangre
Fuertes pechos sabrán oponer” (Estrofa Nº 11)
Su feliz libertad sostener,
A esos tigres sedientos de sangre
Fuertes pechos sabrán oponer” (Estrofa Nº 11)
“San José, San
Lorenzo, Suipacha,
Ambas Piedras, Salta y Tucumán,
La Colonia y las mismas murallas
Del tirano en la Banda Oriental;
Son letreros eternos que dicen:
Aquí el brazo argentino triunfó
Aquí el fiero opresor de la Patria
Su cerviz orgullosa dobló” (Estrofa Nº 15)
Ambas Piedras, Salta y Tucumán,
La Colonia y las mismas murallas
Del tirano en la Banda Oriental;
Son letreros eternos que dicen:
Aquí el brazo argentino triunfó
Aquí el fiero opresor de la Patria
Su cerviz orgullosa dobló” (Estrofa Nº 15)
El Canto del 900 nacía oficialmente por decreto como himno
nacional definitivo, en el que se interpreta sólo la primera cuarteta de la
primera estrofa, los últimos cuatro versos de la novena y el coro final del
himno original.
Quizás, en
este caso, era común ver amputada una parte de nuestra identidad nacional en
pos de la “Pax Burguesa” con los amos del capital a quienes les debían
obediencia a cambio de mantener el status quo existente si de eso dependía
descuartizar a la mismísima Patria. El fin siempre justifica los medios para la
oligarquía con tal de seguir subordinada al imperialismo. Esto se repitió pero desde una
perspectiva diferente al anterior por el gobierno conducido por el entonces
presidente Marcelo T. de Alvear entre
1924 y 1928, en el que se abrevió a casi
cuatro minutos la entonación siguiendo lo establecido por el decreto roquista
de 1900 y en 1928, diecisiete días antes de la finalización del mandato de
Alvear, Luis Lareta por orden del
ejecutivo realiza la transcripción del Himno original vigente en la actualidad.
Por tanto, Alvear y la UCR veían esto como un acto de irreverencia las duras
palabras del himno hacia la corona española en un contexto de progresiva
reivindicación hispanista que llevaba adelante el radicalismo desde su asunción
con Hipólito Yrigoyen en contraposición a la hegemonía cultural anglosajona que
se imponía. El toque final llegaría el 24 de abril
de 1944 por medio del decreto Nº 10.302 dictado por Edelmiro Farrell, en el que se aprueba la Marcha Patriótica como “Himno Nacional Argentino”, consolidando de
esta forma su carácter oficial. Pero una cosa no quita la otra (...)
La sinfonía del Himno nos recuerda las
mejores tradiciones de la música clásica y romántica europea de los siglos
XVIII y XIX como Johann Sebastian Bach
o Ludwig Van Beethoven, exponentes
del auge cultural y político de Europa sobre el “Nuevo Mundo”. Su influencia en
nuestro canto patrio es inobjetable como en quienes la crearon y compusieron.
Fuerza e ímpetu nacidas del vientre y del corazón de quienes entonan su
melodía en defensa de un ideal como el que representó la emancipación de España
y que coronaría con laureles la primera -y hasta ahora única- independencia,
primero como Provincias Unidas del Río de la
Plata y más tarde como República
Argentina. Esto lo vemos cristalizado en el arreglo definitivo que realizó
Juan Pedro Esnaola en 1860 siguiendo los apuntes dejados por Blas Parera, donde
podemos apreciar la impronta del romanticismo nacionalista europeo en su máximo
apogeo. Tal fue la influencia que la segunda estrofa del himno en el que hacía
alusión a una nación libre e independiente debió ser quitada: “Se levanta la faz de la tierra. Una nueva y gloriosa Nación: Coronada su sien de laureles. Y a sus plantas rendido un León”. Del mismo modo, otras tantas estrofas tuvieron
que desaparecer del himno original por su fuerte contenido ideológico
antiabsolutista y emancipatorio, pero dicha influencia también se vió
cristalizada en varias líneas en el que se hacen reiteradas menciones al trono
y a “su Gran Majestad” (esta última quitada del
himno oficial), tal como podemos apreciar en el comienzo del himno: “Oíd el ruido
de rotas cadenas: Ved en trono a
la noble Igualdad” (Estrofa Nº1). Lo que nos señala una fuerte
impronta monárquica preexistente en su contenido.
Ha sido la cajita de música dentro del cotillón
que decora la fiesta de bautismo de nuestra identidad nacional. Inspirada como
la mayoría de las cosas del viejo continente, se convirtió gradualmente
en una de las piezas del rompecabezas que iban a componer la identidad de una
Argentina que todavía no existía como tal y cuya nomenclatura oficial sería
adoptada después de la Batalla de Caseros en 1852 que definiría los destinos de
la nación y a partir de la creación de la Constitución un año más por Juan Bautista Alberdi que servirá para asentar
las bases políticas y jurídicas para la organización nacional. Esa Argentina
oficial a los ojos del mundo capitalista industrial nacería con Bartolomé Mitre y se iría consolidando
con la Generación del ´80 y Roca ocupando un papel trascendental en el proceso
de organización territorial del Estado. Este Estado argentino necesita
identificarse, buscando y seleccionando elementos para poder construir esa
nacionalidad que le otorgue legitimidad, y es aquí donde aparecen estos
símbolos. En este sentido, vemos que, en el proceso de
construcción la identidad nacional es voluntad del Estado, y es éste quien le
da forma y sentido político. Para eso necesita crear un correlato histórico que
afiance su existencia. Empero, vemos que la identidad de nuestro país se ha
construido de manera arbitraria, seleccionando lo que más le convenía a la élite
dominante en términos ideológicos y culturales y desechando aquellos rastros de
cultura indígena considerada “bastión de la barbarie”. Lo que en principio significó
para el Estado luchar contra elementos “impuros”, no propios de la civilización
europea a la que la Argentina decimonónica se jactaba de ser parte y que
todavía perdura en el ceno de la sociedad, persistente en aseveraciones como “Argentina
es un pedazo de Europa en Latinoamérica”. Signo del eurocentrismo enquistado en
la conciencia colectiva por la colonización pedagógica.
No obstante, una de las cosas que se han
suscitado con mucha fuerza en estos últimos tiempos han sido los 200 años de la
Argentina. Ahora, ¿quién dijo que la Argentina tiene 200 años? Como decíamos,
nuestro país no alcanzó los 200 años. Es la resultante de la modernidad europea,
quien dibujó con el trazo fino de la división internacional del trabajo el mapa
político y económico del territorio nacional. Pero todo vaso de cristal hecho
por los mejores vitralistas europeos debe llenarse, y que mejor que con la
bebida blanca de la identidad nacional añejada por la élite oligárquica en la
bodega de la escuela pública como aperitivo principal de la gran celebración
nacional, y como todo trago fuerte necesita ingredientes para darle sazón: esos
son los símbolos que constituye esa cosa que llamamos “Patria”.
Pero quizás lo que genera cierta
incomodidad es la poca coherencia que habita en la subjetividad de gran parte
de la sociedad argentina, fundamentalmente de los que se consideran
progresistas o de centroizquierda y llevan tatuado en alguna parte muy íntima
de sus cuerpos la leyenda “transformación” o peor aún, la palabra “Revolución”.
En
este caso, uno denota la hipocresía lingüística que subyace por parte de
estos núcleos que se plantean críticos de la historia oficial y militantes de
la revolución socialista, pero aseveran: ¡Yo quiero la revolución, pero no me
toques el himno! ¡Yo quiero la segunda independencia, pero con el himno no te
metas! o ¡reivindicamos la lucha de los pueblos originarios, pero el himno se
queda como está! En otras tantas expresiones que nuestra imaginación
permite visualizar.
Frantz
Fanon explica de manera brillante la naturaleza genealógica del colonizado, y
dice: “el colono y el colonizado se
conocen desde hace tiempo (...). Es el colono el que ha hecho y sigue haciendo
al colonizado. El colono saca su verdad, es decir, sus bienes, del sistema
colonial” (F. Fanon, ob. cit., p. 17). En relación con esto, Jean-Paul Sartre
en el prefacio de Los Condenados de la
Tierra de Fanon afirma que: “la
condición del indígena es una neurosis introducida y mantenida por el colono
entre los colonizados, con su
consentimiento” (F. Fanon, ob. cit., p. 11, la negrita es nuestra), lo que
hace dificultosa la tarea de desalienación porque el colonizado actúa igual que
el colonizador. Es por eso que se vuelve imposible pensar la liberación
nacional si seguimos sujetos a las cadenas del colonialismo interno. Y continua
con su notable planteo: “…el colonizado se
cura de la neurosis colonial expulsando al colono con las armas”, en este
caso, las de la crítica (Ídem, p. 12). La tensión entre liberación
y dependencia se enfría y nos conformamos con escuchar un himno mutilado en los
partidos de fútbol que juega la selección o en los actos escolares de nuestros
hijos. La sedimentación de la historia sigue creciendo a medida que pasa
el tiempo, la legitimidad endurece los cimientos de nuestra conciencia y las
raíces se siguen enterrando en el subsuelo fértil del ser nacional
indubitable, como alude Fanon, que escribe: “Pero
cada vez que se trata de valores occidentales se produce en el colonizado una
especie de endurecimiento, de tetania muscular. En el periodo de
descolonización, se apela a la razón de los colonizados. Se les proponen valores seguros, se les explica prolijamente que la descolonización no debe
significar regresión, que hay que apoyarse en valores experimentados, sólidos,
bien considerados. Pero sucede que cuando un colonizado oye un discurso sobre
la cultura occidental, saca su machete o al menos se asegura de que está al
alcance de su mano”. (Ídem, p. 21) Pero
como bien dice el filósofo francés en San
Genet: “No somos terrones de arcilla
y lo importante no es lo que hacen de nosotros, sino lo que nosotros mismos
hacemos de lo que han hecho de nosotros” (Jean-Paul Sartre, San
Genet, comediante y mártir, 1ª ed., trad. Luis Echávarri, Buenos
Aires, Losada, 2003, p. 85). Pero sigamos con Fanon, que plantea a la
descolonización como un imperativo categórico de los sujetos colonizados, diciendo: “La descolonización, que se propone
cambiar el orden del mundo es, como se ve, un programa de desorden absoluto.
Pero no puede ser el resultado de una operación mágica, de un sacudimiento
natural o de un entendimiento amigable. La descolonización, como se sabe, es un
proceso histórico: es decir, que no puede ser comprendida, que no resulta
inteligible, traslúcida a sí misma, sino en la medida exacta en que se
discierne el movimiento historizante que le da forma y contenido. La
descolonización es el encuentro de dos fuerzas congénitamente antagónicas que
extraen precisamente su originalidad de esa especie de sustanciación que
segrega y alimenta la situación colonial” (Ídem, p. 17). Y continua: “La descolonización
no pasa jamás inadvertida puesto que afecta al ser, modifica fundamentalmente
al ser, transforma a los espectadores aplastados por la falta de esencia en
actores privilegiados, recogidos de manera casi grandiosa por la hoz de la
historia. Introduce en el ser un ritmo propio, aportado por los nuevos hombres,
un nuevo lenguaje, una nueva humanidad. La descolonización realmente es
creación de hombres nuevos. Pero esta creación no recibe su legitimidad de
ninguna potencia sobrenatural: la ‘cosa’ colonizada se convierte en hombre en
el proceso mismo por el cual se libera. En la descolonización hay, pues,
exigencia de un replanteamiento integral de la situación colonial. Su
definición puede encontrarse, si se quiere describirla con precisión, en la frase
bien conocida: ‘los últimos serán los primeros’. La descolonización es la
comprobación de esa frase. Por eso, en el plano de la rescripción, toda
descolonización es un logro” (Ibídem). (cita original del libro)
La nacionalidad de izquierda a siniestra
no tolera refutaciones (entiéndase que la derecha es la siniestra). Quienes se
animan a proceder sobre ella son parias que prefieren el desierto y soñar con
oasis que vivir en la selva húmeda del nacionalismo patriótico que no levanta
sospecha alguna. Cantar y bailar al unísono cuando el hábitat lo disponga.
De un relato inconcluso que es defendido con uñas y dientes sin saber que hemos
repetido una parte solapada y nos enseñaron a conformarnos con eso. La riqueza
se encuentra en todo el himno, por lo que representa en sus orígenes
aunque nos parezca tediosa la extensión, hay partes que son sin duda una
singular pieza de literatura política que define sin tapujos lo que debe
representar una identidad nacional emancipada.
¿Por qué suele darse esta contradicción
donde terminamos haciendo nada y manteniendo intacto el status quo que
heredamos de la historia oficial sin siquiera hacernos una pregunta al
respecto? ¿Será una cuestión intrínseca propia de los misterios que guarda
el ser nacional? ¿Acaso no podemos poner en tela de juicio un
discurso a pesar de su enorme relevancia para nuestra identidad como es el
himno? ¿Las palabras son partes de un enorme mito o merecen ser historizadas?
Lo que significa que ciertos candados de nuestra historia nos serán difíciles
de abrir y solo nos queda espiar bajo la cerradura del pasado pero la sensación
no será la misma. Al pasado hay que tocarlo para poder indagar en él. Transformar sus
códigos en el presente, implica construir un consenso que a la larga será arduo
y complejo de conseguir, para así alcanzar la búsqueda de la verdad que sólo la
historia puede entregarnos.
De la derecha uno no puede esperar nada
más que una posición consecuente con sus principios ideológicos, pero de los
sectores relativamente progresistas uno espera una apertura crítica a poner en
perspectiva el debate de los símbolos que componen nuestra identidad como
argentinos y abrir el salón de la nacionalidad a grupos históricamente
marginados por el discurso oficial. En consecuencia, la ideología en vez
de iluminar el camino hacia los hechos, se convierte en un impedimento para realizar
algún tipo de cambio. Los hechos no se pueden forzar dentro
de una ideología sino por el contrario, deben suministrarnos las herramientas
conceptuales para interpretar ese hecho.
¿Acaso esto no es un síntoma de
colonialismo? El situarse en una posición reaccionaria y conservadora que desconoce
la naturaleza histórica del himno donde una apología nacionalista y
conservadora se sobrepone ante la simple idea de modificar parte del himno o
reincorporar los restos faltantes es un claro síntoma de colonialismo. La
tradición europea es parte de nuestra identidad, pero abrir el debate para
cambiar el himno para integrar en su letra a otros sectores nos muestra que hay
cosas que difícilmente cambien en una sociedad que está condenada a
repetir el discurso de la historia oficial aunque esté ajironado y maquillado
por los esbozos del revisionismo o de la historia social. ¿Acaso no es
legítimo hacer este tipo de cuestionamientos, fundamentalmente para quienes
interpretan el pasado? En estos tiempos han surgido varios conceptos que han
sido puntales para darle rienda suelta al debate y abrir la polémica, tanto del
presente como del pasado y dos de estos conceptos han sido repetidos infinidad
de veces como batalla cultural y cambio de época. Ahora, dentro de la lógica de
estas dos ideas pilares para la Argentina, ¿es descabellada la idea de poner en
perspectiva crítica y someter a los símbolos patrios a modificaciones o sería
un acto profano que viola la fe a la nación y traiciona a la Patria? Muchos
que se dicen ser historiadores se acercan más a ser paleontólogos que recogen
piedras y fósiles que críticos del pasado. Quizás sea ésta otra hipocresía.
Confieso que soy un amante de la música
clásica y romántica europea, y sin duda debo admitir que el
himno musicalmente es una de las piezas más excelsas que
valen la pena escuchar y disfrutar, pero no por eso debemos reivindicar un
himno hecho a la europea desplumado en el último siglo
para satisfacer los deseos de una élite política que “olvidó” los
orígenes históricos de una marcha que gritaba libertad sin miedo a
futuras represalias del imperio mundial. Menos en nombre de la
“Patria”, porque allí surge una confusión que amerita esta ostentosa
aclaración. La Patria es el otro en movimiento, no reposando en los sótanos del
pasado bajo llave. El agua que se estanca se pudre. La Patria también tiene que
moverse en los laberintos de la duda y los interrogantes para no terminar
estancada. Ergo, este presente democrático donde reina la libertad de expresión nos
brinda la oportunidad de cambiarlo o mejor aún, de restaurar el himno original
que fue pensado para una nación independiente. Himno que, sin
convertirnos en los verdugos que criticamos y haciendo honor a lo que
representa, es menester restaurarlo, como se restaura una obra de arte invaluable,
por lo menos esa cuarta estrofa que reivindica en nombre del Inca a los pueblos
indígenas, sin que éste pierda su sentido como símbolo patriótico y su
majestuosidad lírica como el gran himno que ensalza cada rincón de la
Argentina.
Por esta razón, la Patria no es el otro pétreo,
momificado que repetimos todas las medianoches antes de acostarnos, la Patria
es el otro en movimiento; y si tenemos la capacidad y la energía para movernos,
eso quiere decir que tenemos la voluntad de cuestionar y cambiar ese pasado
icónico que al parecer para muchos es intocable. La Patria es, en este sentido, una
construcción y deconstrucción permanente que nos debe conducir
indefectiblemente a una revolución, y una revolución tiene la obligación ética
de cuestionar todo, incluso el himno oficial de un país. La revolución es un
salto cualitativo a algo superador y como bien dice Marx en la Tesis XI: “Los filósofos no han hecho más que
interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de
transformarlo” (Friedrich Engels,
Ludwig Feuerbach y el fin de la Filosofía
clásica alemana, Buenos Aires, Lautaro, 1946, p. 59).
Contundente premisa que nos tiene que ayudar a reflexionar. Es por eso que las
revoluciones (palabra maldita en el vocabulario nacional y
latinoamericano) son ante todo de carácter ideológico y cultural y tienen como
propósito desenterrar las raíces que se han desarrollado en un pasado teñido de
claroscuros para entrar, en principio, en el umbral de las transformaciones.
Sin embargo, le tenemos miedo al presente
porque pensamos que es como estar pisando cemento fresco y esperamos que este
se seque para así transitarlo, que se endurezca y se convierta en pasado
(tiempo que creemos irremediable). Eso no es historia. La historia reivindica la
irreverencia, nos hace herejes, no de ese pasado duro, difícil de agrietar sino
del presente fresco y húmedo que espera ser moldeado por nosotros y no esperar
a ser un camino incuestionable al que tenemos que homenajear y
rendir pleitesía cada centenario como nos indica el calendario
oficial. La historia es cambio, y si no hay cambio no hay historia que
valga la pena contar. La historia es el cuestionamiento a ese pasado que se
planta en los pedestales de lo impoluto.
Esta es una reivindicación histórica a
los pueblos indígenas que tiene el anhelo recuperar lo que muchos consideramos
parte esencial de nuestra identidad, no sólo como argentinos sino como
indoamericanos que somos, como escribían Haya
de la Torre y José Vasconcelos
en el último siglo. Lo que -como fuimos viendo- no amerita cambiar de raíz el
himno, escribir uno nuevo para reemplazar al que tenemos, sino de reincorporar
aquellas estrofas que fueron históricamente censuras por el Estado y que
merecen ser restablecidas, en particular la estrofa Nº 4 donde se refiere a la
resistencia de los incas durante la conquista y que sin duda simboliza la lucha
de los pueblos indígenas contra la dominación:
“De los nuevos
campeones los rostros
Marte mismo parece animar;
la grandeza se anida en sus pechos,
A su marcha todo hace temblar.
Se conmueven del Inca las tumbas
Y en sus huesos revive el ardor,
Lo que ve renovando a sus hijos
De la Patria el antiguo esplendor” (Estrofa Nº 4)
Marte mismo parece animar;
la grandeza se anida en sus pechos,
A su marcha todo hace temblar.
Se conmueven del Inca las tumbas
Y en sus huesos revive el ardor,
Lo que ve renovando a sus hijos
De la Patria el antiguo esplendor” (Estrofa Nº 4)
No es el mejor homenaje ya que como bien
sabemos no soluciona los problemas estructurales que afectan a las comunidades
indígenas desde hace ya largo tiempo, pero intenta dentro de
los parámetros del himno oficial incluir a quienes sufrieron (y
siguen sufriendo...) en carne propia la tortura, la explotación, el despojo de
algo que legítimamente les pertenece desde hace más de cinco siglos y
que los invasores de la eterna Europa imperialista les arrebataron con absoluta
impunidad. Los resabios y la dura herencia pesan sobre los hombros de los
descendientes de esta tierra.
* Ensayista y escritor.
Integrante del Centro de Estudios Históricos, Políticos y Sociales Felipe
Varela.
Comparto plenamente los asertos del autor. En mis cursos de posgrado simpre que pude remarqué el hecho indignante de la amputación de nuestro Himno Nacional como parte de una Historia Oficial que amputó también la memoria histórica de nuestros pueblos.
ResponderEliminar¡Se debe recuperar el Himno completo!
(Héctor E. Rodríguez, Antropólogo, Salta)