Miércoles, 20 de marzo de 2013
El sociólogo argentino esboza el perfil político del nuevo Papa
"BERGOGLIO SE ALINEÓ SIEMPRE EN CONTRA DE TODAS LAS
BUENAS CAUSAS"
Por Atilio Borón
Poco nuevo hay por agregar a lo mucho que ya se ha dicho sobre el Papa
Francisco desde su sorpresiva elevación al trono de San Pedro. Trataré de
sintetizar esta breve nota en torno a tres ejes: (a) las acusaciones sobre su
actuación durante la dictadura genocida cívico-militar; (b) su política como
Arzobispo de Buenos Aires y presidente de la Conferencia Episcopal; (c) el
posible impacto de su pontificado sobre la realidad sociopolítica de América
latina.
En relación al primer punto es indiscutible que su conducta se encuadró,
en términos generales, en las deplorables líneas establecidas por la jerarquía
católica. No fue un monstruo como Christian von Wernich, activo participante en
la comisión de delitos de lesa humanidad y por ello condenado por la justicia
argentina; o un troglodita medieval como el obispo castrense Antonio Basseoto,
que propuso colgarle una piedra de molino al cuello y tirar al mar al Ministro
de Salud Ginés Gonzales García por haber recomendado la utilización de
preservativos. Pero tampoco fue un cristiano ejemplar como Monseñores Enrique
Angelelli y Carlos Horacio Ponce de León, el Padre Carlos Mugica, los
sacerdotes palotinos o las monjas francesas Léonie Duquet y Alice Domon, todos
asesinados por la dictadura; o como los monseñores Miguel Hesayne, Jorge Novak
y Jaime de Nevares, duros críticos del régimen militar.
El por entonces Provincial de la Compañía de Jesús tuvo una conducta
reprobable en relación a dos de sus directos subordinados, los sacerdotes
Francisco Jalics y Orlando Virgilio Yorio, quienes ejercían su labor pastoral
en una villa del Bajo Flores y que fueron secuestrados y torturados por la
dictadura ante la inacción de su superior que los privó de su protección.
Algunos testimonios, como el de Alicia Oliveira, rechazan estas críticas
señalando su activa colaboración para salvar la vida de clérigos y laicos en
peligro. Pero la evidencia documental -que no es lo mismo que una opinión-
aportada en estos días por Horacio Verbitsky en Página/12 o lo que escribiera un
eminente católico como Emilio F. Mignone lo tipifican como un pastor que
entregó “sus ovejas al enemigo sin defenderlas ni rescatarlas”, en un caso al
menos de un nieto que fue apropiado por los represores manteniendo oculta esta
información por años. Lo más probable es que ambas actitudes sean ciertas, pero
los buenos gestos destacados por algunos no alcanzan para opacar la gravedad de
los otros.
En un país en donde todos sabían de los crímenes perpetrados por el
terrorismo de estado no se puede aducir ignorancia, menos que menos un
sacerdote que administraba el sacramento de la confesión y en permanente
contacto con el común de la gente. En su momento Bergoglio pidió perdón en
nombre de la Iglesia “por no haber hecho lo suficiente" para preservar los
derechos humanos ante la barbarie del terrorismo de estado; debería haberlo
pedido, en cambio, por el explícito apoyo que la jerarquía le brindó a los
genocidas y no por lo poco que hizo para combatirlos. ¿Neutralidad o tolerancia
ante el terrorismo de estado? ¡Hum!, recordemos lo que dice el Dante en 'La
Divina Comedia': “el círculo más horrendo del infierno está reservado para
quienes en tiempos de crisis moral optan por la neutralidad”.
Pero supongamos que un examen exhaustivo e imparcial dictamine la
absoluta inocencia de Bergoglio en los años de plomo. ¿Qué podemos decir de su
actuación durante la reconstitución democrática posterior a la dictadura? A
tono con la contrarreforma lanzada por Juan Pablo II con el apoyo y beneplácito
de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, Bergoglio se asoció a las tendencias más
reaccionarias de la iglesia argentina, lo que no es poco decir. Formado en el
peronismo de derecha, militante de Guardia de Hierro en su juventud, durante su
gestión como Cardenal Primado de la Argentina se alineó inequívoca y
sistemáticamente en contra de todas las buenas causas: se opuso –sin éxito- al
matrimonio igualitario; reaccionó con el furioso fanatismo de Tomás de Torquemada
ante la muestra del artista plástico León Ferrari, que tuvo que ser levantada
antes de tiempo; ha combatido con fiereza todo lo relacionado con la educación
sexual, el control de la natalidad, la despenalización del aborto y los
derechos de las minorías sexuales; mantiene dentro de la Iglesia y así le
extiende su protección a criminales como Von Wernich, Edgardo Storni y Julio
César Grassi (condenados los dos últimos por pedofilia); atenta contra el
carácter laico del estado democrático y defiende con enjundia los privilegios
que tiene la Iglesia en materia financiera y en el control sobre el proceso
educacional, en abierta violación a lo dispuesto por la Constitución de 1994.
En conclusión, un papa austero y alejado del boato del Vaticano con una
marcada preocupación por la suerte de los pobres pero sumamente conservador.
¿Es esto novedoso? Para nada. El conservadurismo popular tiene larga historia,
y no sólo en América Latina. A diferencia de su variante elitista y
aristocratizante, los valores e intereses tradicionales que sostienen a un
orden social injusto se refuerzan aprovechándose de la ignorancia y credulidad
de los sujetos populares ganados por la prédica eclesiástica. Es un
conservadurismo plebeyo, excéntrico en sus formas pero que presta un valioso
servicio a las clases dominantes, como lo prueba la obscena explosión de júbilo
de los genocidas en los juzgados cuando se conoció la designación de Bergoglio
como pontífice; o la desbordante alegría de las más diversas expresiones y
variados representantes de la derecha argentina; o la fenomenal campaña
apologética de los diarios de la burguesía y del imperio –principalmente
'Clarín' y 'La Nación', este último marcando la penosa involución moral de un
periódico fundado por Bartolomé Mitre, un masón probado y confeso- ante las
noticias procedentes de Roma.
Con semejantes amigos, ¿cómo creer que Francisco va a imitar al santo de
Asís, cuya renuncia a la riqueza y los bienes materiales fue total y absoluta?
En compañía de estos ricos cofrades la “opción por los pobres” difícilmente
pueda ser algo más que un lejano acompañamiento de sus sufrimientos y
privaciones, pero cuidándose de enseñarles quién es el que los condena a
transitar por este valle de lágrimas, padecimientos e infortunios. Hace casi
medio siglo que Don Helder Cámara, obispo de Olinda y Recife explicó muy bien
esta contradicción: "Si le doy de comer a los pobres, me dicen que soy un
santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me
dicen que soy un comunista." No basta con la humildad ni con la
confraternización con los pobres: de lo que se trata es de enseñarles que la
pobreza no es resultado de un designio divino o de un capricho de la naturaleza
sino un producto histórico de una sociedad llamada capitalista, máquina
implacable de fabricar pobreza y miseria y a la cual la Iglesia jamás tuvo la
osadía de condenar a pesar de su intrínseca malignidad. De los dichos y los
hechos de Francisco no se desprende que esto vaya a ocurrir.
Es bueno que el esclavo se rebele contra su amo, pero como decía Lenin,
el cambio sólo se producirá cuando aquél se rebele contra la esclavitud, contra
el sistema y no sólo contra uno de sus agentes. ¿Alentará Francisco la rebelión
anticapitalista de los pobres, dado que dentro del capitalismo su suerte está
echada? Nada en su biografía autoriza a pensar en ese curso de acción; lo más
probable será que estimule su mansedumbre y eternice su sumisión. Es que la
“opción por los pobres” de la Iglesia que surge de la contrarreforma liderada
por Juan Pablo II y que barrió con los avances del Concilio Vaticano II no es
la que proponía la Iglesia de Carlos Mugica, Jaime de Nevares, Miguel Hesayne,
Oscar Arnulfo Romero (Arzobispo de San Salvador), Sergio Méndez Arceo (Obispo
de Cuernavaca, México), Samuel Ruiz García (Obispo de San Cristóbal, Chiapas),
Pedro Casaldáliga y Don Helder Cámara (Brasil) y Ernesto Cardenal (Nicaragua)
o, en nuestros días, los teólogos de la liberación como Frei Betto, Leonardo
Boff, Gustavo Gutiérres o Jon Sobrino.
¿Será su pontificado una 'remake' del de Juan Pablo II? Es muy poco
probable. El Papa Wojtila fue un producto de finales de los setentas, cuando el
mundo era muy diferente al de hoy. Fue el ariete que la burguesía imperial
necesitaba para derrumbar a la Unión Soviética y los países el Este europeo.
Pero esa estrategia fue eficaz porque aquellos regímenes padecían de un
avanzado estado de descomposición moral, política, económica y social. En
realidad, Juan Pablo se limitó a desencadenar la embestida final a un inmenso
edificio que ya se venía abajo producto de sus propias contradicciones. Hoy el
mundo ha cambiado mucho: el imperialismo ya no tiene, tal como lo reconocen sus
propios intelectuales orgánicos, la gravitación del pasado. Los rivales son más
numerosos y diversificados, y económicamente mucho más fuertes que lo que eran
la URSS y los países de Europa Oriental. Sus aliados, además, son más débiles y
vacilantes. La Iglesia, a su vez, se ha visto debilitada por una interminable
sucesión de escándalos y carece de la credibilidad que había ganado en los años
de Juan XXIII.
Además, si se quisiera lanzar todo su peso para desestabilizar los
procesos bolivarianos en Venezuela, Bolivia y Ecuador o las experiencias de
transformación política en curso en otros países de la región la respuesta será
muy diferente a la que hace más de treinta años se verificara en el Este
europeo. Aquí se trata de procesos que cuentan con un enorme apoyo popular que
ni remotamente existía allá, y por consiguiente el proyecto de las derechas
latinoamericanas –organizadas, orientadas y financiadas por el imperio- de
reutilizar el ariete eclesiástico que tan buenos resultados le diera en Europa
Oriental para acabar con los gobiernos progresistas y de izquierda en la región
terminaría en un rotundo fracaso. La “revolución de terciopelo” de
Checoslovaquia nada tiene que ver con la revolución bolivariana de Venezuela,
Evo Morales no es Lech Valesa, y Correa no es Ceacescu.
No sólo los procesos y la época histórica son distintos: los enormes
problemas que enfrenta hoy la Iglesia (crisis financiera, delitos económicos
del Banco Vaticano, alianzas con intereses mafiosos, pedofilia y sus juicios,
el celibato sacerdotal, la incorporación de la mujer al sacerdocio y el
postergado 'aggiornamiento' reclamado por Juan XXIII) difícilmente le
permitirán a Francisco dedicarle demasiada atención a lo que ocurra en los
países de Nuestra América. Es un buen administrador y tendrá que poner la casa
en orden. Es también un muy hábil político, y sabe que muy pronto deberá
convocar a un Concilio que permita destrabar viejas disputas que están
corroyendo a la Iglesia y aislándola cada vez más del mundo real.
Hace exactamente quinientos años Nicolás Maquiavelo diagnosticaba en 'El
Príncipe' que para salvarse la Iglesia necesitaba una revolución. Tal cosa no
ocurrió. Cuatro años más tarde, en 1517, estallaba la Reforma Protestante de
Martín Lutero, y la revolución quedó congelada. Ahora, la revolución es
muchísimo más urgente y necesaria que antes. Si Francisco fracasa en este
empeño la suerte de las dos veces milenaria institución se verá muy seriamente
comprometida. No hay que engañarse con las cifras manejadas por la prensa en
estos días: de esos mil doscientos millones de católicos en todo el mundo los
realmente practicantes son una ínfima minoría, que además se achica cada día.
Pretender socavar los procesos emancipatorios en curso en América Latina y el
Caribe sería una pérdida de tiempo, el pasaporte para una segura derrota y un
esfuerzo que desviaría al Papado de su desafío fundamental. Tal vez por eso
Leonardo Boff confía en que, pese a sus antecedentes, Francisco se abstendrá de
seguir el curso que la derecha y el imperialismo le instan a seguir y elegirá
en cambio el camino de la reforma. En pocos años la historia ofrecerá su
veredicto.
Título original: "De Bergoglio a
Francisco I
La Haine
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