Sobre la Dialéctica
F. Engels
Escrito: En mayo-comienzos de junio de 1878.
Primera edición: En alemán y ruso en el Archivo de Marx y Engels,, libro II, 1925.
Esta edición: Marxists Internet Archive, marzo de 2001.
Fuente: Marx & Engels, Obras Escogidas en tres tomos (Editorial Progreso, Moscú, 1974), t. III.
Primera edición: En alemán y ruso en el Archivo de Marx y Engels,, libro II, 1925.
Esta edición: Marxists Internet Archive, marzo de 2001.
Fuente: Marx & Engels, Obras Escogidas en tres tomos (Editorial Progreso, Moscú, 1974), t. III.
El presente trabajo no es, ni mucho
menos, fruto de ningún «impulso interior». Lejos de eso, mi amigo Liebknecht
puede atestiguar cuánto esfuerzo le costó convencerme de la necesidad de
analizar críticamente la novísima teoría socialista del señor Dühring. Una vez
resuelto a ello, no tenía más remedio que investigar esta teoría, que se expone
a sí misma como el último fruto práctico de un nuevo sistema filosófico,
analizando por consiguiente, en relación con este sistema, el sistema mismo. Me
vi, pues, obligado a seguir al señor Dühring por aquellos anchos campos, en los
que trata de todas las cosas posibles y de unas cuantas más. Y así surgió toda
una serie de artículos, que vieron la luz en el «Vorwärts» [1] de
Leipzig desde comienzos del año 1877 y que se recogen, ordenados, en este
volumen.
Dos circunstancias deben excusar el que
la crítica de un sistema, tan insignificante pese a toda su jactancia, adopte
unas proporciones tan grandes, impuestas por el tema. Por una parte, esta
crítica me brindaba la ocasión para desarrollar de un modo positivo, en los más
diversos campos de la ciencia, mis ideas acerca de las cuestiones en litigio
que encierran hoy un interés general, científico o práctico. Y aunque esta obra
no persigue, ni mucho menos, el designio de oponer un nuevo sistema al sistema
del señor Dühring, confío en que la trabazón interna entre las ideas expuestas
por mí, a pesar de la diversidad de materias tratadas, no escapará a la
percepción del lector.
Y por otra parte, el señor Dühring,
como «creador de sistema», no es un fenómeno aislado en la Alemania actual.
Desde hace algún tiempo, en Alemania brotan por docenas, como las setas después
de la lluvia, de la noche a la mañana, los sistemas filosóficos, y
principalmente los sistemas de filosofía de la naturaleza, para no hablar de
los innumerables sistemas nuevos de política, Economía política, etc. Y tal
parece como si en la ciencia quisiera también aplicarse ese postulado del
Estado moderno que supone a todo ciudadano capaz para juzgar de todos los
problemas acerca de los cuales se le pide el voto, o el postulado de la
Economía política según el cual todo consumidor conoce al dedillo las
mercancías que necesita para el sustento de su vida. Todo el mundo puede
escribir de todo, y consiste precisamente en eso la «libertad de la ciencia», en
escribir con especial desembarazo de cosas que no se han estudiado, haciéndolo
pasar como el único método rigurosamente científico. El señor Dühring es, sin
embargo, uno de los tipos más representativos de esa ruidosa seudociencia que,
por todas partes se coloca hoy en Alemania, a fuerza de codazos, en primera
fila y que atruena el espacio con su estrepitoso y sublime absurdo. Ruido de
latón en poesía, en filosofía, en Economía política, en historia; sublime
absurdo en la cátedra y en la tribuna; ruido de latón por todas partes; sublime
absurdo, que se arroga una gran superioridad y profundidad de pensamiento, a
diferencia del simple, trivial y vulgar ruido de latón de otros pueblos, es el
producto más característico y más abundante de la industria intelectual
alemana, barato pero malo, ni más ni menos que los demás artículos alemanes,
sólo que, desgraciadamente, no fue representado conjuntamente con estos últimos
en Filadelfia [2]. Hasta
el socialismo alemán, sobre todo desde que el señor Dühring dio el buen
ejemplo, ha hecho últimamente grandes progresos en este arte del sublime
absurdo; el que, en la práctica, el movimiento socialdemócrata se deje influir
tan poco por el confusionismo de ese sublime absurdo, es una prueba más de la
maravillosa y sana naturaleza de nuestra clase obrera, en un país en el que, a
excepción de Las Ciencias Naturales, todo parece estar actualmente enfermo.
Cuando, en su discurso pronunciado en
el congreso de naturalistas de Munich, Nägeli afirmaba que el conocimiento
humano jamás revestiría el carácter de la omnisciencia, ignoraba evidentemente
los logros del señor Dühring. Estos logros me han obligado a mí a seguir a su
autor por una serie de campos en los que, a lo sumo, sólo he podido moverme en
calidad de aficionado. Esto se refiere principalmente a las distintas ramas de
las Ciencias Naturales, donde hasta hoy solía considerarse como pecado de
arrogancias el que un «profano» osase entrometerse con su opinión. Sin embargo,
me ha animado en cierto modo el juicio enunciado, también en Munich, por el
señor Wirchow, al que nos referimos más detenidamente en otro lugar, de que
fuera del campo de su propia especialidad, todo naturalista es sólo semidocto [3], es
decir, un profano. Y así como tal o cual especialista se permite y no tiene más
remedio que permitirse, de vez en cuando, pisar un terreno colindante con el
suyo, cuyos especialistas le perdonan sus torpezas de expresión y sus pequeñas
inexactitudes, yo me he tomado también la libertad de citar una serie de
fenómenos y de leyes naturales como ejemplos demostrativos de mis ideas
teóricas generales, y confío en que podré contar con la misma indulgencia [*]. Los
resultados de las modernas Ciencias Naturales se imponen a todo el que se ocupe
en cuestiones teóricas con la misma fuerza irresistible con que los
naturalistas de hoy se ven arrastrados, quieran o no, a deducciones teóricas
generales. Y aquí se establece una cierta compensación. Pues si los teóricos
son semidoctos en el campo de las Ciencias Naturales, por su parte, los
naturalistas de hoy día no lo son menos en el terreno teórico, en el terreno de
lo que hasta aquí ha venido calificándose como filosofía.
La investigación empírica de la
naturaleza ha acumulado una masa tan enorme de material positivo de
conocimiento, que la necesidad de ordenarlo sistemáticamente y por su trabazón
interna en cada campo de investigación es algo sencillamente irrefutable. Y no
menos irrefutable es la necesidad de establecer la debida trabazón entre los
distintos campos del conocimiento. Pero con esto, las Ciencias Naturales entran
en el campo teórico, donde fallan los métodos empíricos y donde sólo el
pensamiento teórico puede prestar un servicio. Mas el pensar teórico sólo es un
don natural en lo que a la capacidad se refiere. Esta capacidad ha de ser cultivada
y desarrollada, y hasta hoy, no existe más remedio para su cultivo y desarrollo
que el estudio de la filosofía anterior.
El pensamiento teórico de toda época,
incluyendo, por tanto, el de la nuestra, es un producto histórico que en
períodos distintos reviste formas muy distintas y asume, por lo tanto, un
contenido muy distinto. Como todas las ciencias, la ciencia del pensamiento es,
por consiguiente, una ciencia histórica, la ciencia del desarrollo histórico
del pensamiento humano. Y esto tiene también su importancia en lo que afecta a
la aplicación práctica del pensamiento a los campos empíricos. Porque,
primeramente, la teoría de las leyes del pensamiento no es, ni mucho menos, una
«verdad eterna» establecida de una vez para siempre como se lo imagina el
espíritu del filisteo en cuanto oye la palabra «lógica». La misma lógica formal
sigue siendo objeto de enconados debates desde Aristóteles hasta nuestros días.
Y por lo que a la dialéctica se refiere, hasta hoy sólo ha sido investigada
detenidamente por dos pensadores: por Aristóteles y por Hegel. Y precisamente
la dialéctica es la forma más importante del pensamiento para las modernas
Ciencias Naturales, ya que es la única que nos brinda la analogía y, por tanto,
el método para explicar los procesos de desarrollo en la naturaleza, las
concatenaciones en sus rasgos generales, y el tránsito de un terreno a otro de
investigación.
En segundo lugar, el conocimiento del
curso de desarrollo histórico del pensamiento humano, de las concepciones que
en las diferentes épocas se han manifestado acerca de las concatenaciones
generales del mundo exterior, es también una necesidad para las Ciencias
Naturales teóricas, porque nos brinda la medida para apreciar las teorías
formuladas por éstas. Pero en este respecto, se nos revela con harta frecuencia
y con colores muy vivos el insuficiente conocimiento de la historia de la
filosofía. No pocas veces, vemos sostenidas por los naturalistas teorizantes,
como si se tratase de los más modernos conocimientos, que hasta se imponen por
moda durante algún tiempo, tesis que la filosofía viene profesando ya desde
hace varios siglos y que, bastantes veces, han sido ya filosóficamente
desechadas. Es, indudablemente, un gran triunfo de la teoría mecánica del calor
haber apoyado con nuevos testimonios y hecho pasar de nuevo a primer plano la
tesis de la conservación de la energía; pero ¿acaso esta tesis hubiera podido
proclamarse como algo tan absolutamente nuevo si los señores físicos se
hubieran acordado de que ya había sido formulada, en su tiempo, por Descartes?
Desde que la física y la química vuelven a operar casi exclusivamente con
moléculas y con átomos, necesariamente ha tenido que aparecer de nuevo en
primer plano la filosofía atomística de la antigua Grecia. Pero, ¡cuán
superficialmente aparece tratada, aún por los mejores de aquellos! Así, por
ejemplo, Kekulé («Fines y adquisiciones de la química») afirma que procede de
Demócrito, no de Leucipo, y sostiene que Dalton fue el primero que admitió la
existencia de átomos elementales cualitativamente distintos, a los cuales
asignó por vez primera distintos pesos, característicos de los distintos
elementos, cuando en Diógenes Laercio (X, §§ 43-44 y 61) puede leerse que ya
Epicuro atribuía a los átomos diferencias, no sólo de magnitud y de forma, sino
también de peso, es decir, que conocía ya, a su modo, el peso y el
volumen atómicos.
El año 1848, que en Alemania no puso
remate a nada, sólo impulsó allí un viraje radical en el campo de la filosofía.
Al lanzarse la nación al terreno práctico, dando comienzo a la gran industria y
la estafa, por un lado y, por otro, al enorme auge que las Ciencias Naturales
adquirieron desde entonces en Alemania, iniciado por los predicadores errantes
y caricaturescos como Vogt, Büchner, etc., renegó categóricamente de la vieja
filosofía clásica alemana, extraviada en las arenas del viejo hegelianismo
berlinés. El viejo hegelianismo berlinés se lo tenía bien merecido. Pero una
nación que quiera mantenerse a la altura de la ciencia, no puede prescindir de
pensamiento teórico. Con el hegelianismo se echó por la borda también a la
dialéctica —precisamente en el momento en que el carácter dialéctico de los
fenómenos naturales se estaba imponiendo con una fuerza irresistible, en que,
por tanto, sólo la dialéctica de las Ciencias Naturales podía ayudar a escalar
la montaña teórica—, para entregarse de nuevo desamparadamente en brazos de la
vieja metafísica. Desde entonces tuvieron una gran difusión entre el público,
por una parte, las vacuas reflexiones de Schopenhauer, cortadas a la medida del
filisteo, y más tarde hasta las de un Hartmann y, por otra, el materialismo
vulgar de predicadores errantes, de un Vogt y de un Büchner. En las
universidades se hacían la competencia las más diversas especies del
eclecticismo, que sólo coincidían en ser todas una mezcolanza de restos de
viejas filosofías y en ser todas igualmente metafísicas. De los escombros de la
filosofía clásica sólo se salvó un cierto neokantismo, cuya última palabra era
la cosa en sí eternamente incognoscible; es decir, precisamente aquella parte
de Kant que menos merecía ser conservada. El resultado final de todo esto fue
la confusión y la algarabía que hoy reinan en el campo del pensamiento teórico.
Apenas se puede coger en la mano un
libro teórico de Ciencias Naturales sin tener la impresión de que los propios
naturalistas se dan cuenta de cómo están dominados por esa algarabía y
confusión y de cómo la llamada filosofía, hoy en curso, no puede ofrecerles
absolutamente ninguna salida. Y, en efecto, no hay otra salida ni más
posibilidad de llegar a ver claro en estos campos que retornar, bajo una u otra
forma, del pensar metafísico al pensar dialéctico.
Este retorno puede operarse por
distintos caminos. Puede imponerse de un modo natural, por la fuerza coactiva
de los propios descubrimientos de las Ciencias Naturales, que no quieren seguir
dejándose torturar en el viejo lecho metafísico de Procusto. Pero éste sería un
proceso lento y penoso, en el que habría que vencer toda una infinidad de
rozamientos superfluos. En gran parte, ese proceso está ya en marcha, sobre
todo en la biología. Pero podría acortarse notablemente si los naturalistas
teóricos se decidieran a prestar mayor atención a la filosofía dialéctica, en
las formas que la historia nos brinda. Entre estas formas hay singularmente dos
que podrían ser muy fructíferas para las modernas Ciencias Naturales.
La primera es la filosofía griega.
Aquí, el pensamiento dialéctico aparece todavía con una sencillez natural, sin
que le estorben aún los cautivantes obstáculos [**] que se
oponía a sí misma la metafísica de los siglos XVII y XVIII —Bacon y Locke en
Inglaterra; Wolff en Alemania— y con los que se obstruía el camino que había de
llevarla de la comprensión de los detalles a la comprensión del conjunto, a
concebir las concatenaciones generales. En los griegos —precisamente por no
haber avanzado todavía hasta la desintegración y el análisis de la naturaleza—
ésta se enfoca todavía como un todo, en sus rasgos generales. La trabazón
general de los fenómenos naturales no se comprueba en detalle, sino que es,
para los griegos, el resultado de la contemplación inmediata. Aquí es donde
estriba la insuficiencia de la filosofía griega, la que hizo que más tarde
hubiese de ceder el paso a otras concepciones. Pero es aquí, a la vez, donde
radica su superioridad respecto a todos sus posteriores adversarios
metafísicos. Si la metafísica tenía razón contra los griegos en el detalle, en
cambio, éstos tenían razón contra la metafísica en el conjunto. He aquí una de
las razones de que, en filosofía como en muchos terrenos más, nos veamos
obligados a volver los ojos muy frecuentemente hacia las hazañas de aquel
pequeño pueblo, cuyo talento, dotes y actividad universales le aseguraran tal
lugar en la historia del desarrollo de la humanidad como no puede reivindicar
para sí ningún otro pueblo. Pero hay aún otra razón, y es que en las múltiples
formas de la filosofía griega se contienen ya en germen, en génesis, casi todas
las concepciones posteriores. Por eso las Ciencias Naturales teóricas están
igualmente obligadas, si quieren proseguir la historia de la génesis de sus
actuales principios generales, a retrotraerse a los griegos. Y este modo de ver
va abriéndose paso, cada vez más resueltamente. Cada día abundan menos los
naturalistas que, operando como con verdades eternas con los despojos de la
filosofía griega, por ejemplo, con la atomística, miran a los griegos por
encima del hombro, con un desprecio baconiano, porque éstos no conocían ninguna
ciencia natural empírica. Lo único que hay que desear es que este modo de ver
progrese hasta convertirse en un conocimiento real de la filosofía griega.
Kant
La segunda forma de la dialéctica, la que más cerca está de los naturalistas alemanes, es la filosofía clásica alemana desde Kant hasta Hegel. Aquí, ya se ha conseguido algo desde que, además del ya mencionado neokantismo, vuelve a estar de moda el recurrir a Kant. Desde que se ha descubierto que Kant es el autor de dos hipótesis geniales, sin las que no podrían dar un paso las modernas Ciencias Naturales teóricas —la teoría de los orígenes del sistema solar, que antes se atribuía a Laplace, y la teoría de la retardación de la rotación de la tierra a causa de las mareas— este filósofo volvió a conquistar merecidos honores entre los naturalistas. Pero querer estudiar la dialéctica en Kant sería un trabajo estérilmente penoso y poco fructífero desde que las obras de Hegel nos ofrecen un amplio compendio de dialéctica, aunque desarrollado a partir de un punto de arranque absolutamente falso.
Hoy, cuando, por un lado, la reacción
contra la «filosofía de la naturaleza», justificada en gran parte por ese falso
punto de partida y por el imponente enfangamiento del hegelianismo berlinés, se
ha expandido a sus anchas y ha degenerado en simples injurias y cuando, por
otra parte, las Ciencias Naturales han sido tan notoriamente traicionadas en
sus necesidades teóricas por la metafísica ecléctica al uso, creemos que ya
podrá volver a pronunciarse ante los naturalistas el nombre de Hegel, sin
provocar con ello ese baile de San Vito, en que el señor Dühring es tan
divertido maestro.
Ante todo, conviene puntualizar que no
tratamos, ni mucho menos, de defender el punto de vista del que arranca Hegel,
según el cual el espíritu, el pensamiento, la idea es lo originario y el mundo
real, sólo una copia de la idea. Este punto de vista fue abandonado ya por
Feuerbach. Hoy, todos estamos conformes en que toda ciencia, sea natural o
histórica, tiene que partir de los hechos dados, y por tanto, tratándose de las
Ciencias Naturales, de las diversas formas objetivas y dinámicas de la materia;
en que, por consiguiente, en las Ciencias Naturales teóricas las
concatenaciones no deben construirse e imponerse a los hechos, sino descubrirse
en éstos y, una vez descubiertas, demostrarse por vía experimental, hasta donde
sea posible.
Tampoco puede hablarse de mantener en
pie el contenido dogmático del sistema de Hegel, tal y como lo han venido
predicando los hegelianos berlineses, viejos y jóvenes. Con el punto idealista
de arranque se viene también a tierra el sistema construido sobre él y, por
tanto, la filosofía hegeliana de la naturaleza. Recuérdese que la polémica de
los naturalistas contra Hegel, en la medida en que supieron comprenderle
acertadamente, sólo versaba sobre estos dos puntos: el punto idealista de
arranque y la construcción arbitraria de un sistema contrario a los hechos.
Descontando todo esto, queda todavía la
dialéctica hegeliana. Frente a los «gruñones, petulantes y mediocres epígonos
que hoy ponen cátedra en la Alemania culta» [***]
corresponde a Marx el mérito de haber sido el primero en poner nuevamente de
relieve el olvidado método dialéctico, su entronque con la dialéctica hegeliana
y las diferencias que le separan de ésta, y el haber aplicado a la par en su
"El Capital" este método a los hechos de una ciencia empírica, la
Economía Política. Y lo ha hecho con tanto éxito, que hasta en Alemania, la
nueva escuela económica sólo acierta a remontarse por encima del vulgar
librecambismo copiando a Marx (no pocas veces falsamente) bajo el pretexto de
criticarlo.
En la dialéctica hegeliana reina la
misma inversión de todos los entronques reales que en las demás ramificaciones
de su sistema. Pero, como dice Marx: «El hecho de que la dialéctica sufra en
manos de Hegel una alteración no obsta para que este filósofo fuese el primero
que supo exponer de un modo amplio y consciente sus formas generales de
movimiento. Lo que ocurre es que en él la dialéctica aparece puesta de cabeza.
No hay más que invertirla, y en seguida se descubre bajo la corteza mística la
semilla racional» [****].
Pero en las propias Ciencias Naturales
nos encontramos no pocas veces con teorías en que las relaciones reales
aparecen colocadas patas arriba, en que las imágenes reflejas se toman por la
forma original, y es, por tanto, necesario invertirlas. Con frecuencia, esas
teorías se entronizan durante largo tiempo. Así aconteció, por ejemplo, con el
calor, en el que durante casi dos siglos enteros se veía una misteriosa materia
especial y no una forma dinámica de la materia corriente; sólo la teoría
mecánica del calor vino a colocar las cosas en su sitio. No obstante, la
física, dominada por la teoría del calórico, descubrió una serie de leyes
importantísimas del calor, y abrió, gracias sobre todo a Fourier y a Sadi
Carnot [4], el
cauce para una concepción exacta, concepción que no tuvo más que invertir y
traducir a su lenguaje las leyes descubiertas por su predecesora [*****] Y lo
mismo ocurrió en la química, donde la teoría del flogisto [5], sólo
después de cien años de trabajo experimental, suministró los datos con ayuda de
los cuales Lavoisier pudo descubrir en el oxígeno obtenido por Priestley el
verdadero polo contrario del imaginario flogisto, con lo cual echó por tierra
toda la teoría flogística. Mas con ello no se cancelaron, ni mucho menos, los
resultados experimentales de la flogística. Nada de eso. Lo único que se hizo
fue invertir sus fórmulas, traduciéndolas del lenguaje flogístico a la
terminología moderna de la química y conservando así su validez.
Pues bien, la relación que guarda la
teoría del calórico con la teoría mecánica del calor o la teoría del flogisto
con la de Lavoisier es la misma que guarda la dialéctica hegeliana con la
dialéctica racional.
__________________
NOTA
[*] La parte del manuscrito del "Viejo
prólogo" que va desde el comienzo hasta aquí viene tachada con una línea
vertical por Engels por haber sido ya utilizada en el prólogo a la primera
edición de "Anti-Dühring". (N. de la Edit.)
[**] «Cautivantes obstáculos» (holde Hindernisse),
expresión tomada del ciclo poético de Heine "La nueva primavera".
Prólogo. (N. de la Edit.)
[***] Véase: Marx & Engels, Obras Escogidas en
tres tomos (Editorial Progreso, Moscú, 1974), t. 2, pág. 99. (N. del MIA)
[****] Véase: Marx & Engels, Obras Escogidas en
tres tomos (Editorial Progreso, Moscú, 1974), t. 2, pág. 100. (N. del MIA)
[*****] La función C de Carnot fue literalmente
transformada en la inversa:
1/c = temperatura absoluta. Sin esta inversión, nada se puede hacer con ella..
1/c = temperatura absoluta. Sin esta inversión, nada se puede hacer con ella..
[1] Vorwärts («Adelante»): órgano central del Partido
Obrero Socialista Alemán, se publicó en Leipzig desde el 1 de octubre de 1876
hasta el 27 de octubre de 1878. La obra de Engels "Anti-Dühring" se
publicó en el periódico desde el 3 de enero de 1877 hasta el 7 de julio de
1878.- 57, 99
[2] El 10 de mayo de 1876 se inauguró en Filadelfia
(Estados Unidos) la sexta exposición industrial mundial. Entre los cuarenta
países representados figuraba también Alemania. La exposición mostró que la
industria alemana quedaba muy a la zaga de la industria de otros países y se
regía por el principio «barato y podrido».- 58
[3] Engels alude a las intervenciones de Nägeli y
Wirchow en septiembre de 1877 en el Congreso de Naturalistas y Médicos
Alemanes, cuyos materiales fueron publicados en "Tageblatt der 50.
Versammlung deutscher Naturforscher und Aerzte in München 1877" («Boletín
del 50 Congreso de Naturalistas y Médicos Alemanes en Munich, 1877»), y también
a las declaraciones de Wirchow en el libro "Die Freibeit der Wissenschaft
im modernen Staat" («La libertad de la ciencia en el Estado moderno»),
Berlin, 1877, S. 13.
[4] Trátase de los libros: J. B. J. Fourier, Théorie
analytique de la chaleur («Teoría analítica del calor»), Paris, 1822 y S.
Carnot, Réflexions sur la puissance motrice du feu et sur les machines
propres à développer cette puissance («Reflexiones sobre la potencia motriz
del fuego y sobre las máquinas capaces de desarrollar esta potencia»), Paris,
1824. La función C que Engels menciona a continuación figura en la nota
de las páginas 73-79 del libro de Carnot.
[5] Según los criterios que reinaban en la química del
siglo XVIII, se consideraba que el proceso de combustión se hallaba
condicionado por la existencia de una substancia especial en los cuerpos, el
flogisto, que se segregaba de ellos durante la combustión. El eminente químico
francés A. Lavoisier demostró la inconsistencia de esta teoría y dio la
explicación justa del proceso como reacción de combinación de un cuerpo
combustible con el oxígeno.
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