Carlos
Molina Velásquez (*)
SAN SALVADOR
Miércoles, 26 Septiembre 2012
Al pensar en la
salud de la gente, no es raro sostener que las personas no deberían satisfacer
siempre sus preferencias; al contrario, es usual que pensemos en diversas
situaciones en las que deberían preferir su bienestar. Este bienestar
coincidirá con una noción bastante estandarizada de los intereses humanos
(salud, pero también relaciones plenas, logros personales, etc.), que a lo
mejor no son vistos con claridad por todas las personas.
En la práctica, es muy difícil comprender muchas
de las iniciativas de salud pública si nos limitamos al criterio de las
preferencias de los individuos, como cuando tratamos de explicarnos el problema
que representa la adicción al cigarrillo y la justificación de medidas que
vayan más allá de la prohibición de fumar en lugares públicos. Encontramos algo
semejante cuando pensamos en los problemas que causa la comida chatarra en la
salud de los niños, los cuales no son los más capacitados para decidir qué comer,
cuándo y en qué cantidades.
No faltará quien argumente que esto nos
acercaría peligrosamente a una posición moralizante y que habremos dejado muy
atrás la del científico de la salud que “simplemente” desea contribuir a curar
enfermedades. Después de todo, dirá el crítico, el científico no debe juzgar
las costumbres de las personas, sino darles medios para resolver los
problemas que encuentran al perseguir los fines que han elegido. De aquí
a la afirmación de que los profesionales de la salud deben ser neutrales
ante las consideraciones sociales sobre qué implica estar sano, qué factores
sociales causan las enfermedades o qué decisiones políticas dejan desprotegidas
a las personas, no hay más que un paso.
Pero, ¿podemos aceptar esta idea de una ciencia
médica neutral y honorable a la vez, indiferente a estas consideraciones
políticas y económicas, y que aun así reivindique para sí el reconocimiento
social del que ha gozado desde antiguo? ¿Es posible realizar un estudio
científico de las condiciones de salud de las personas que sea independiente
de las políticas de salud? Es decir, ¿puede haber ciencia neutral o
hay una necesaria conexión entre la investigación científica, los
posicionamientos políticos y los valores morales?
Veamos lo que dice Ernesto Selva Sutter, en su
libro Sobre la pauperización y la exclusión contemporánea de la Salud
Pública: “[Según] Richard Levins, debemos enfatizar que […] es necesario
poner un seguro ético cuando practicamos [la ciencia]: cualquier teoría
científica que promueve, justifica o tolera la opresión o cualquier otra forma
de injusticia es falsa, no importa si las fallas emergen de los datos,
la lógica, del análisis, de los efectos colaterales o de las implicaciones de
la misma, es nuestro deber descubrir dichas fallas y denunciar dentro de cuál
ideología es que esa teoría injusta y la metodología defectuosa que la acompaña
son aceptables, es por esa razón que es un imperativo denunciar la lógica
defectuosa que hace parecer que los errores tienen sentido” (p. 36).
Sin embargo, ¿dónde obtendremos ese “seguro
ético”, en qué criterio, bajo cuáles premisas? El conocimiento de las causas de
la ausencia de salud, de su “multicausalidad”, así como de su carácter
“estructural” o “socionatural” (todo esto explicado en el libro de Selva
Sutter), es importante para saber sobre qué debemos actuar para ser
eficaces, justos y honorables, pero no basta para pensar las responsabilidades
en el área de la salud, para saber por qué debemos hacer algo para
cambiar esas realidades que nos parecen injustas o malas (o por qué son
injustas y malas), y tampoco bastan para indicar qué debemos hacer.
La responsabilidad es una categoría moral y, por lo tanto, es lenguaje
prescriptivo, es pariente del deber ser, más que del lenguaje
descriptivo o de las expresiones que nos refieren “al ser de las cosas”.
Quizás sirva entender la necesidad y la
inevitabilidad de dicho seguro ético no como “causalidad” sino como indispensabilidad,
en tanto se construya sobre un criterio que trascienda toda cultura y toda
época, y que forme parte de lo constitutivo de la humanidad. Este criterio
podría formularse de esta forma: debemos reproducir la vida humana y apostar
todas nuestras energías a esa reproducción, debido a que la condición
constitutiva de nuestra realidad es la que está determinada por la expresión
“asesinato es suicidio” (Franz Hinkelammert).
Se trata del realismo que se formula como apuesta
por la vida: es posible que el asesinato no produzca el suicidio, pero suponer
lo contrario arroja un saldo de ganancia más favorable, ya que si efectivamente
el asesinato puede producir el suicidio, entonces la pérdida no
solo consiste en que se eliminaría al actor sino que, en el caso de que se
trate del suicidio colectivo, se termina por diluir la realidad. Ahora
bien, en tanto reflexión trascendental refiere al punto desde el que se
crea la universalidad. Tanto el postulado de la razón práctica como el
criterio fundamental que manda reproducir la vida humana son universales, ya
que suponen la unidad corporal de la humanidad. El sujeto es instancia
reflexiva que remite a esta unidad del género humano. Por eso el criterio de
esta ética es un universal material, que se descubre a
posteriori.
Una ciencia que en lugar de oponerse a la
injusticia y a la muerte de las mayorías se refugia en la “neutralidad
valórica” no solo es falsa, sino que es mala e incorrecta. Y el
científico o profesional de la salud que reivindique para su profesión la
respetabilidad y honorabilidad que la caracteriza (socialmente) no podrá sino
contradecirse (y arriesgarse mucho) al renunciar a un compromiso moral que,
además de buscar la verdad, busque también hacer el bien y realizar la acción
moralmente correcta (Juan José Acero). Por eso, a mi juicio y apoyándome en las
ideas de Hinkelammert, pienso que se vuelve imprescindible construir una
argumentación que sostenga el carácter específico de la obligatoriedad
de esta ética.
Una ética del bien común es indispensable, porque
el suicidio en el que desemboca el asesinato es inevitable. Pero esto
solo es así porque partimos del supuesto de que queremos vivir. La apuesta por
la vida es entendida como un deber, dado que el razonamiento que descubre
los conceptos trascendentales muestra que se trata de la única acción coherente
(aunque el suicida la rechace). Esto es lo que ocurre cuando hablamos del
“deber” de reproducir la vida humana: el concepto trascendental
“ilumina” las acciones humanas y prescribe cuál es la acción coherente
(aunque estemos en libertad de rechazarla).
(*) Académico y columnista de ContraPunto
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