Actualidad | Abril 28, 2012
Las universidades en el Perú
Por: Jorge Secada
La universidad cumple muchas funciones esenciales para la vida en sociedad. Educa en las artes y ciencias; produce profesionales; prepara para el mercado laboral; forma ciudadanos. Genera conocimiento y tecnología; y es depositaria del saber del país. La universidad es, finalmente, la conciencia crítica de una sociedad, el espacio donde se cultiva la vida del intelecto. Sin embargo, la universidad peruana está en crisis, y lo está desde hace ya demasiado tiempo. Tanto que podríamos hablar de mal crónico, de interminable agonía, en vez de crisis.
Un episodio relativamente reciente en este penoso proceso es el Decreto Legislativo 882 de Alberto Fujimori, promulgado en 1996 bajo el título de Ley de Promoción de la Inversión en Educación. Este es el instrumento que ha permitido la proliferación de negocios universitarios. El artículo 15 de la Constitución de 1993 había preparado el terreno afirmando que cualquier persona "tiene el derecho de promover y conducir instituciones educativas y el de transferir la propiedad de estas". Parecía diseñado para sustituir uno de la Constitución de 1979 que decía que toda persona "tiene derecho a fundar, sin fines de lucro, centros educativos".
¿Por qué destacar este decreto, aún vigente? Porque la buena universidad no es negocio en ninguna parte del mundo. La universidad produce conocimiento y sus funciones educativas no pueden desligarse de esta producción. La buena universidad no es un colegio en donde los instructores imparten conocimientos a cuya producción o evaluación crítica ellos no contribuyen. Una empresa que se dedica exclusivamente a la venta de servicios educativos no puede aspirar a ser considerada una buena universidad. Producir conocimiento, a cualquier escala universitaria, cuesta demasiado para ser rentable. Por eso toda buena universidad es subsidiada.
Hace trece años publiqué los párrafos que siguen, con algunas abreviaciones y paráfrasis.
"La universidad es depositaria y productora de alta cultura. En ella se congrega el saber de una sociedad. Sus funciones docentes no pueden desligarse totalmente de este, su papel fundamental, aun en el peculiar caso de las escuelas profesionales. La universidad educa asimilando al estudiante al proceso de generación del conocimiento y la cultura, incorporándolo gradualmente a la creación intelectual.
Es por esto que nadie puede hacer negocio con la universidad. Los costos que suponen montar y sostener una institución semejante son demasiado altos en relación con los ingresos que pueden generar sus actividades propias. Por eso, las auténticas universidades buscan maneras de generar ingresos para subsidiar su actividad primaria. Para citar algunos casos, las universidades de Harvard o Princeton invierten en la bolsa de valores, y los colegios de Oxford y nuestra propia universidad Católica comercian con bienes raíces.
Para que una verdadera universidad tenga sentido comercial, para hacer lucrativa su creación y operación, sería necesario cobrar tanto por matrícula que habría poquísimos alumnos capaces de pagarla, incluso en países con ingresos por habitante muy superiores al nuestro. En el Perú, sin embargo, se viene afirmando lo contrario. Bajo el amparo del Estado se están destruyendo las pocas y frágiles universidades reales que existen en el país al imponerles la racionalidad del mercado. En este contexto ya han surgido varios comercios que usurpan el nombre de "universidad".
Estas mal llamadas "universidades" carecen de bibliotecas. El costo de una biblioteca insignificante, aún una muy por debajo del estándar mínimo para una universidad, es varias veces mayor que la inversión total que se ha hecho para montar estos negocios. Muchas universidades en el Perú se beneficiaban de donaciones. Comprenderá el lector el absurdo de regalarle a un negocio; es como si uno le obsequiara filantrópicamente cajas de jabones a Wong. Estas sachauniversidades tampoco satisfacen otros requisitos mínimos para poder realizar adecuadamente sus labores propias (como, por ejemplo, la posesión de un plantel académico suficientemente numeroso y calificado, nombrado y a tiempo completo).
Dada nuestra realidad, es grotesco que el Estado haya renunciado a su función fiscalizadora en este campo."
Hasta ahí lo de hace trece años, que con pocos matices sigue siendo cierto. Uno es que ya no se trata de algunos negocios: hoy la mayoría de universidades peruanas son empresas con fines de lucro. Y una de las consecuencias de esto es que las pocas buenas y verdaderas universidades que teníamos han sufrido al tener que competir mercantilmente con estos comercios.
Un dato como ejemplo: antes del decreto de Fujimori, una de nuestras mejores universidades, la Católica, garantizaba acceso a la universidad a cualquiera que pasase su examen de ingreso, independientemente de si podría pagar algo por sus estudios, e incluso daba bolsas para pasaje y alimentación a un porcentaje significativo de sus alumnos. Gracias al mentado decreto ya no puede hacerlo. En un país con las desigualdades sociales del nuestro esto es un escándalo.
No sostengo que no haya un lugar para la venta de servicios educativos a nivel superior. Ni siquiera que esos negocios no puedan cumplir una función social positiva, por ejemplo, en cuanto capacitan para el trabajo. Lo que sí digo es que sus intereses no pueden satisfacerse a costa de instituciones que cumplen las otras funciones que mencioné al inicio de esta nota.
Durante su larga, casi milenaria historia, la universidad ha acumulado, no siempre coherentemente, diversas finalidades y estructuras. Pero hasta ahora conserva el papel que tenía en sus orígenes, ser el lugar en donde se practica con libertad la vida del intelecto. En las últimas décadas la creciente mercantilización capitalista y liberal de la vida, y por ende de la educación, está poniendo en peligro esta función, globalmente. Sin embargo, todavía existen instituciones que parecen vacunadas contra este mal, un par de Inglaterra, un puñado en los Estados Unidos, otras pocas en otras partes del mundo.
Un país sin lugares donde la creatividad intelectual se pueda desplegar libremente no tiene consciencia crítica. Una sociedad sin espacios públicos para la producción de conocimiento, en donde albergar a sus pensadores, es una sociedad espiritualmente pobre. Así perdemos todos. Cuando Ruth Shady descubrió Caral, todos nos enriquecimos. Y todos nos beneficiamos cuando San Marcos o la Católica acogieron a José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaunde, Raúl Porras, Jorge Basadre, o Franklin Pease.
Es imprescindible una nueva ley universitaria que distinga entre negocios educativos y universidades sin fines de lucro. La distinción primera no es entre universidades públicas y privadas, sino entre comercios que buscan utilidades para sus dueños y verdaderas universidades. Los objetivos de la nueva ley deben ser, por un lado, proteger a las universidades reales y, por otro, proteger a los consumidores de servicios educativos.
La ley debería contribuir a que tengamos auténticas universidades. Es decir, debería ser un instrumento al servicio de quienes busquen desarrollar la alta cultura nacional. Por ejemplo, la nueva ley podría establecer incentivos tributarios para donaciones a universidades públicas o privadas sin fines de lucro; crear fondos autónomos e intangibles para la financiación de las universidades públicas; y sentar las bases de un sistema nacional de acreditación universitaria. Evidentemente, los negocios educativos deben regirse por las leyes que norman cualquier actividad mercantil. Argüir que esto es sancionar la competencia desleal contra los comercios es una artimaña retórica que no merece mayor consideración.
Nuestras políticas educativas no pueden estar a merced de los intereses de los dueños de negocios. El decreto fujimorista favoreció a uno de sus ministros, propietario de una empresa universitaria. Durante años nuestros gobiernos han cedido ante los comerciantes del rubro que objetan cualquier ley que distinga entre instituciones sin fines de lucro y negocios. Un gobierno nacional debe enfrentar limpiamente este asunto. Sería una vergüenza descalificadora que permita que la política universitaria del país continúe en manos de mercaderes.
Cortesía de José Rouillon
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