Gallinas, vacas, borregos, conejos y todos aquellos animales que los estándares occidentalizadores determinen como comestibles, son tratados como grabadoras o DVD’s, hechos en serie. Las granjas se han convertido en verdaderas factorías en las cuales a los animales se les maneja igual que a metros de tela destinados a confeccionar vestidos. Mediante artificiales procesos hormonales y genéticos, se les obliga a sobre-reproducirse, se les alimenta con sus propios excrementos y cadáveres “enriquecidos”, se les apretuja en reducidísimas áreas, se les transporta hacinados, ahogándose con su propio calor y sudor, y se les sacrifica bárbaramente, sin la más mínima consideración humanitaria. Sin embargo, para desgracia de esos “fabricantes de animales”, tanto eficientismo ha atraído con el tiempo graves consecuencias. Una de ellas son las que denominaré “enfermedades en serie”.
En los notables documentales “Baraka”, del cineasta estadounidense Ron Fricke, producido en 1992 –extrañamente exhibido en México apenas en el año 2003, probablemente por la censura – y el de “Food Inc.”, de Robert Kenner, 2009, se muestran las tendencias a la sobreproducción que el capitalismo salvaje requiere para su agónica sobrevivencia.
En la cinta de Fricke, en una imagen se observa a un individuo ensamblando varias partes de grabadoras por minuto. En seguida, se presenta una “fábrica” de pollos, en la cual, finalizada la incubación de cientos de huevos que diariamente aovan, a su vez, cientos de gallinas, los pobres polluelos resultantes, de unas cuantas horas de nacidos, son transportados sobre una banda sin fin metálica, como si fueran juguetes de peluche, hacinados, muy apretados y encimados, sofocándose. A continuación, aparecen las manos de un hombre, seleccionando las aves que, a su parecer, están defectuosas, jalándolas cruelmente de un ala fuera de la banda, y echándolas a otro sitio, supongo que a un bote de desperdicios. Los afortunados polluelos que pasan la prueba, siguen su asfixiante curso, hasta toparse con las manos de otro hombre, quien, también salvajemente, muy rápido, los sostiene de las alas y, como si fueran seres inanimados, los acerca a una especie de cautín que les quema toda la punta de sus pequeños picos. Eso lo hacen los “fabricantes de animales”, sobre todo con las hembras, para que cuando crezcan, no se vayan a comer los huevos que aoven.
Escenas similares a las descritas se muestran en el polémico documental de Kenner (quizá inspirado en algo por el trabajo de Fricke, muy anterior), en donde también se observan polluelos deslizándose en bandas continuas, en una planta de la empresa Perdue Farms, cual si fueran celulares ensamblándose, revisados en una parte del proceso por una mujer que sella a los buenos y descarta a los malos. De allí, la empresa los transporta a las distintas granjas que subcontrata para que por métodos muy insalubres, hacinantes, dentro de enormes gallineros cerrados, sean puestos a crecer y a engordar, para que en menos tiempo del habitual (se requieren normalmente 72 días para que crezca un pollo, pero con tantas hormonas que se les dan, crecen en 52 días, pesando casi un 40% más de lo habitual), sean grandes y gordas aves listas para irse al matadero.
Lo que muestran tanto Fricke, como Kenner en las escenas descritas, es la actual tendencia del capitalista salvaje de producir absolutamente todo en cantidades industriales (sobreproducción), incluidos los animales, acentuada aún más por la implantación globalizadora de consumistas estilos de vida de los llamados países desarrollados, como la así llamada “dieta occidental”. Por supuesto que, en el caso de los animales, producirlos en grandes cantidades está teniendo funestas consecuencias, como veremos.
Naciones como Estados Unidos, Francia o Inglaterra –grandes productores, de por sí, de alimentos–, merced a la falacia del libre mercado, han salido ganando con la imposición de tratados comerciales por los cuales se obliga al resto de los países a comprarles de acuerdo a cuotas establecidas, desde maquinaria, productos industriales y, por supuesto, alimentos, en especial, los de origen animal, de los que las dietas de esas naciones, principalmente, se componen. Así, gracias a la obligada demanda alimentaria mundial, que ha crecido debido a la citada globalización un 9% anual durante la década pasada, los países abastecedores se ven en la necesidad de maximizar la producción, transportación, sacrificio y distribución de los animales, al menor costo posible, con tal de obtener la ganancia óptima. Esto ha ocasionado que se apliquen verdaderos procedimientos industriales para la “fabricación” de animales.
Gallinas, vacas, borregos, conejos y todos aquellos animales que los estándares occidentalizadores determinen como comestibles, son tratados como grabadoras o DVD’s, hechos en serie. Las granjas se han convertido en verdaderas factorías en las cuales a los animales se les maneja igual que a metros de tela destinados a confeccionar vestidos. Mediante artificiales procesos hormonales y genéticos, se les obliga a sobre-reproducirse, se les alimenta con sus propios excrementos y cadáveres “enriquecidos”, se les apretuja en reducidísimas áreas, se les transporta hacinados, ahogándose con su propio calor y sudor, y se les sacrifica bárbaramente, sin la más mínima consideración humanitaria. Sin embargo, para desgracia de esos “fabricantes de animales”, tanto eficientismo ha atraído con el tiempo graves consecuencias. Una de ellas son las que denominaré “enfermedades en serie” (justamente el mencionado documental Food Inc. presenta algunos aspectos de los problemas que la masiva producción de reses y cerdos han atraído, lo cual comento en otro artículo que simultáneamente publico junto con este: La muy engordante y lucrativa comida procesada).
Los polluelos mencionados arriba, sufren los efectos de la “fabricación de animales” y actualmente están contagiándose a niveles industriales. La llamada influenza aviar que ha afectado frecuentemente a varios países asiáticos, incluyendo ya a Estados Unidos y Canadá, ha ocasionado grandes estragos, tanto entre las gallinas, como entre los humanos, a quienes fácilmente contagia al ingerir la carne contaminada e, incluso, se han contabilizado varias muertes de humanos. Japón, por ejemplo, cuando en el año 2004 fue afectado por esa pandemia aviar, destruyó la totalidad de sus aves de corral, no sólo matándolas, sino, además, incinerándolas.
Como ya dije, la velocidad en la propagación del mal se debe a la forma fabril como se manejan las aves, lo que muestran las cintas de Fricke y Kenner. Y aunque siempre se había minimizado esa enfermedad y se aseguraba que estaba siendo controlada, ciertos epidemiólogos, como Richard Webby, ya habían anticipado que el virus de la influenza aviar mutaría, lo que en efecto sucedió, pues como se recordará, luego de afectar a las aves, una cepa se transmitió a los cerdos, por lo que se le denominó influenza porcina, que luego tuvo suficiente poder de adaptación como para mutar nuevamente y atacar a humanos, algo nunca antes visto.
Esa fue la cepa, la H1N1, que en el 2009, originándose muy sospechosamente en México, causó una pandemia mundial, muy convenientemente exagerada en cuanto a su letalidad, ya que no fueron millones los decesos, sino unos cientos en todo el mundo (esto más bien significó un excelente negocio para empresas como Roche, de las cuales es accionista nada menos que el ex secretario de la defensa de EU, durante la presidencia de Bush, ya que fue la empresa que se dedicó a comercializar el medicamento Tamiflu, que, se aseguró, es el único retroviral que podía curar a la H1N1, aunque luego se supo que muchas personas murieron de ese mal, a pesar de haberlo tomado, sobre todo en EU, pues no se dijo que el virus es tan resistente y adaptable, que ha generado ya también resistencia al Tamiflu y no sólo éste, sino que infinidad de bacterias y otros virus también han logrado una fuerte resistencia a cuanto medicamento se les aplique para combatirlos, tales como el MARS. Ver mi artículo: Detrás de la influenza, grandes ganancias y las superbacterias).
De todos modos, aunque la cepa H1N1, influenza humana, mutada desde la aviar, no haya sido tan maligna y mortal (como señalé, por fortuna, no resultó tan devastadora como la influenza española, la H5N1, desatada allá por el año de 1918, la cual aniquiló a veinte millones de personas), por las prácticas industrializadoras hacia los animales, el peligro está latente de que se generen nuevo males que sean fácilmente transmisibles en el futuro a los humanos, pues sí es evidente que aquélla se originó así. El epidemiólogo Webby, ya mencionado, fue quien desarrolló una vacuna para erradicar el virus H5N1, el que atacó en 1997 a Hong Kong. Webby pensó que el mal ya estaría erradicado, pero luego de seis años, por desgracia, otra vez fue detectado allí en el 2003, en carne de pato importada de China, Corea y Japón, lo que demuestra que las cepas de esos males, no sólo es imposible erradicarlas, sino, como dije, mutarán en muchas otras, mucho más adaptables a nuevos organismos y, peor aún, muy resistentes a cuanta sustancia se emplee para combatirlas.
Otro de los males provocados por esa locura industrializadora es el mal de las “vacas locas”, así llamado porque las reses afectadas comienzan a tener comportamientos dispares, agresivos, debidos a la degeneración cerebral que la enfermedad les ocasiona. Su nombre científico es encefalopatía espongiforme bovina (BSE, por sus siglas en inglés, bovine spongiform encephalopathy), y comenzó a manifestarse a mediados de los años 80’s, atacando ganado inglés. Enseguida, sufrió una mutación y una cepa comenzó a enfermar humanos. En Inglaterra han muerto 95 personas desde 1995. Y a partir de la integración europea que ha permitido la libre circulación de personas y mercancías, alimentos incluidos, el mal se ha extendido ya a 12 naciones de ese continente, en donde frecuentemente se reportan brotes, como el de finales del 2003, que luego fue detectado en Estados Unidos y Canadá y estuvo sin control por varios meses, a pesar de los esfuerzos que hicieron los gobiernos de esos países por minimizar sus consecuencias o, peor, negar que sus reses estuvieran enfermas.
De acuerdo con los investigadores, los orígenes del mal se ubican a mediados de los años cincuenta, cuando veterinarios detectaron un rebaño de borregos que tenía un mal cerebral degenerativo llamado scrapie. Este mal es inofensivo a los humanos y, generalmente, inofensivo también para el ganado. Pero las complicaciones comenzaron cuando a borregos sanos se les indujo al canibalismo, comenzándolos a alimentar con restos procesados de los borregos muertos por dicha enfermedad, aplicando la máxima de los negocios de aprovechar hasta la basura. Pero no paró ahí la cosa, sino que también se les dio de comer a las vacas dicho “alimento”, lo cual provocó una mutación en las proteínas formadoras de sus cerebros, especialmente en las reses más susceptibles. Claro, alguna reacción natural debió generarse al obligar a herbívoros a convertirse en carnívoros. La cadena siguió porque los estúpidos granjeros ingleses continuaron alimentando a las vacas sanas con los restos de las que comenzaron a morir, con tal de aprovecharlas.
Las consecuencias de esa mezquindad las vemos en la actualidad, al enfrentarnos con un mal que probablemente se siga reproduciendo en el ganado bovino, pues tras varias generaciones de animales nacidos desde entonces, seguramente ya se habrá convertido en varios de ellos en una condición genética, transmitida por herencia. Y los humanos que se han infectado por el mal y muerto como consecuencia, lo contrajeron por ingerir carne de reses enfermas, pues las proteínas mutadas no se destruyen ni cocinándolas. Los científicos han tratado de aminorar el problema, diciendo que solamente aquellos con una inclinación genética, pueden desarrollar la EEV. Pero ¿qué debe entenderse por inclinación genética? Por supuesto, es algo insuficientemente aclarado por aquéllos y ni creo que lo hagan. Por lo pronto, lo que sí se sabe son los síntomas provocados en la gente enferma, manifestados por comportamientos cambiantes del carácter y torpeza, seguidos de alucinaciones, movimientos corporales incontrolables y, finalmente, una demencia progresiva que destruye la mente hasta provocar la muerte, más o menos como sucede con el mal de Alzheimer, excepto porque la EEV puede afectar a cualquier edad. Lo que hicieron con las vacas equivaldría a que se nos alimentara a hombres y mujeres con humanos procesados que hubieran muerto de SIDA o de Alzheimer, mezclados con frijoles, por ejemplo. Seguramente provocaría una serie de males sobre los que no tendríamos ningún control, los cuales, ya desatados, serían incurables. Y todo en nombre de la maximización de la ganancia.
Y por absurdo que parezca, los ahorros en la “fabricación de animales” alcanzan hasta a las medidas preventivas. Es el caso de la fiebre aftosa, enfermedad también del ganado bovino, que provoca una severa pérdida de peso en las reses afectadas y una extrema debilidad, que aunque no las mata las deja, según sus criadores, inservibles y no se pueden vender. El más reciente brote, el del año 2001, se debió a la irresponsable actitud de los “fabricantes de animales” de negarse a vacunarlos contra esa enfermedad a partir de 1990, ya que, alegaban, la vacuna tardaba hasta seis meses en hacer efecto y eso retrasaba la venta, la cual debe hacerse lo más pronto posible, como ya he señalado, además de que, según ellos, la inoculación debilitaba y adelgazaba al ganado. Pero esa retrograda actitud les salió cara: en ese brote, en los peores días, los granjeros ingleses perdieron nada menos que hasta $30 millones de dólares por semana. De haber inoculado a sus animales, a razón de dos dólares por cabeza, les hubiera salido más barato, no más de dos millones de dólares anuales. Nada más faltaría que, siguiendo el mismo ejemplo, nuestros gobiernos dejaran de vacunar a nuestros niños.
Otro agravante más que incrementa la mortandad y prevalencia de las “enfermedades en serie”, son los cambios climáticos inducidos por la excesiva contaminación atmosférica. Tómese en cuenta que, por ejemplo, el 85% de los gases contaminantes se deben a los gases venenosos emitidos por los motores de aproximadamente 700 millones de vehículos que circulan en el mundo “moderno” diariamente. Tantos gases (bióxido de carbono, monóxido de carbono, metano, bióxido de azufre, ozono, entre otros), aparte de su letalidad, están formando una especie de coraza gaseosa que guarda el calor producido por la luz solar y el resultante de nuestra actividad, de tal forma que las temperaturas actuales son superiores en promedio cinco grados centígrados de las existentes hace cien años.
Así, el calentamiento del planeta por el llamado efecto invernadero, ha creado las condiciones ideales para que esas enfermedades surjan y se propaguen muy fácilmente. Por ejemplo, en los casos recientes de epidemias entre poblaciones de animales sanos de distintas especies, ha sido el clima anormalmente cálido el que ha provocado desnutrición, debilitado su sistema inmunológico y aumentado la reproducción de distintos virus. Como señala Paul Epstein, epidemiólogo estadounidense, “Una vez que los microbios que ordinariamente son benignos bajo condiciones ecológicas normales, invaden a los animales debilitados, se pueden volver suficientemente mortales como para enfermar también a poblaciones sanas”. Y agrega que el mayor peligro es que se estén generando otro tipo de enfermedades que antes no se conocían. De hecho, desde 1973 han surgido 30 males infecciosos, incluyendo el SIDA, que en esos años ni siquiera se hubiera sospechado de su existencia. O sea, los cambios y trastornos ecológicos que estamos ocasionando, están creando una respuesta natural ante un depredador como el hombre. La madre naturaleza, en su intento por defenderse de este su descarriado hijo, está creando nuevos males contra los que, pronto, no habrá cura alguna (ver mi artículo: “Detrás de la influenza, grandes ganancias y las superbacterias”).
Obviamente, tiene sus consecuencias ser el mayor exportador de alimentos del mundo, sobre todo, carne y sus derivados. Es el caso de Estados Unidos, especialmente el estado de Texas, el del ex presidente Bush, en el cual existen tantas granjas productoras de leche de vaca, que representan cada vez más un serio problema ambiental y de salud. Los cientos de miles de animales que son confinados en los llamados CAFOS (por sus siglas en inglés, confined animal feeding operations, algunas imágenes de las cuales se muestran en la cinta “Food Inc.”, mencionada antes), generan nada menos que ¡127 millones de toneladas de estiércol anualmente, dos veces más la producción de California!, convirtiéndose ese lugar, por tanto, en la cloaca más grande del mundo. Así, a cada tejano le corresponden ¡18 kg de estiércol por día! Tanta suciedad está yendo a parar a los ríos y mantos acuíferos, contaminando alarmantemente el agua, la cual contiene desde 50,000 hasta ¡millones e incluso miles de millones de partes de fecalismo coliforme! por cada 100 milímetros. Muchas personas declaran que el agua para beber, de plano, sabe a caño… a excremento, pues, aparte de las obligadas enfermedades gastrointestinales que provoca, como la peligrosísima E-Coli 0157-H7, una variedad del parásito entérico escherichia coli, que provoca hemorragias intestinales y daños renales, sobre todo en niños y adultos mayores, más sensibles a sus dañinos efectos. Además, ya no es tan buen negocio tener un CAFO, pues por tantos que hay, se han abaratado demasiado la carne y la leche que proporcionan las vacas, muy por debajo de los costos de producción. Pero eso qué les preocupa a aquellos granjeros, si de todos modos el gobierno les da muy buenos subsidios.
Bueno, para concluir, tal vez sería una óptima solución para resolver el tremendo problema ambiental que ocasionan tantos millones de toneladas de estiércol –puesto que allá les gusta ser muy ahorradores–, que las enriquecieran con vitaminas, les agregaran saborizantes artificiales y se las comieran… ¡Bon appétit! www.ecoportal.net
Adán Salgado Andrade, mexicano, profesor de la UNAM. Blog del autor
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