A manguerazos. ¿Existe alguna manera de arreglar rápidamente el clima?
Elizabeth Kolbert
Elizabeth Kolbert
26-11-2009
En los años sesenta del siglo XIX la forma más rápida, o al menos la más popular, de moverse por Nueva York era un tranvía tirado por caballos. Los tranvías, que se movían sobre raíles, ofrecían un viaje mucho más tranquilo que los coches de caballos a los que reemplazaron (El Herald describía la experiencia de viajar en esos coches de caballos como una forma de “martirio moderno”). Los neoyorquinos hacían unos 35 millones de viajes en tranvía al año al principio de la década. En 1870 esa cifra se había ya triplicado.
En los años sesenta del siglo XIX la forma más rápida, o al menos la más popular, de moverse por Nueva York era un tranvía tirado por caballos. Los tranvías, que se movían sobre raíles, ofrecían un viaje mucho más tranquilo que los coches de caballos a los que reemplazaron (El Herald describía la experiencia de viajar en esos coches de caballos como una forma de “martirio moderno”). Los neoyorquinos hacían unos 35 millones de viajes en tranvía al año al principio de la década. En 1870 esa cifra se había ya triplicado.
El tranvía ordinario, con veinte asientos, era tirado por un par de ruanos (caballo de tiro cuyo pelo está mezclado de blanco, gris o bayo – N. del T.) y circulaba dieciséis horas al día. Cada caballo podía trabajar solamente un turno de cuatro horas, de modo que tener en funcionamiento un solo tranvía requería como mínimo ocho animales. Además hacían falta caballos adicionales si la ruta subía una pendiente pronunciada, o si hacía calor. Los caballos también eran utilizados para transportar productos; a medida que crecía el volumen de trenes de mercancías que llegaban a las terminales de la ciudad, lo hacía también el número de caballos necesarios para distribuir esas mercancías por la ciudad. Hacia 1880, había como mínimo 150.000 caballos viviendo en Nueva York, y posiblemente muchos más. Cada uno de ellos generaba, de media, unas 22 libras (casi 10 quilos) de estiércol al día, lo que significa que la producción local de desechos de los caballos creció hasta al menos 45.000 toneladas al mes. George Waring, Jr., que servía como Comisionado para la Limpieza de las Calles, describía Manhattan como oliendo a “emanaciones de materia orgánica putrefacta”. Otro observador escribió que las calles estaban “literalmente cubiertas con una estera tibia, marrón,… que huele a rayos”. A principios de siglo, los granjeros de los condados limítrofes estaban interesados en comprar el estiércol de la ciudad, que se podía transformar en un rico fertilizante, pero hacia el final el mercado estaba tan saturado que los propietarios de los establos tenían que pagar por deshacerse del mismo, lo que traía consigo que muchas veces se acumulase en las cuadras vacías, convirtiéndose en magníficos criaderos para las moscas.
El problema fue creciendo hasta que, hacia 1890, parecía ya virtualmente insuperable. Un comentarista predecía que para 1930 el estiércol de los caballos llegaría ya a las ventanas del tercer piso de los edificios de Manhattan. Pero los problemas de Nueva York no lo eran sólo de Nueva York; en 1894, el Times de Londres predecía que a mediados del siguiente siglo todas y cada una de las calles de la ciudad estarían soterradas bajo nueve pies de estiércol. Se consideraba que las moscas eran un medio transmisor de enfermedades, de modo que una crisis de salud pública se percibía como inminente. Cuando tuvo lugar la primera conferencia internacional de planificación urbanística, en 1989, estuvo centrada en la discusión de la problemática del estiércol. Incapaces de ponerse de acuerdo en ninguna solución – o de imaginar ciudades sin caballos – los delegados dieron por terminado el encuentro, que se había programado para durar una semana y media, tras los tres primeros días.
Y entonces, de la noche a la mañana, la crisis pasó. Ello no fue a causa de ninguna regulación ni intervención política. De hecho, fue la innovación tecnológica la que cambió las cosas. Con la llegada de la electrificación y el desarrollo del motor de combustión interna, hubo nuevas formas de mover a las personas y a las mercancías. Hacia 1912, en Nueva York los automóviles ya superaban en número a los caballos, y en 1917 el último tranvía tirado por caballos hizo su último viaje. Todo el miedo de ver una ciudad inundada de inmundicia había desaparecido.
Esta historia – llamémosla la Parábola del Estiércol – se ha contado ya numerosas veces, con distinta intención. La última versión nos la cuentan Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner, en su nuevo libro “SuperFreakonomics: Global Cooling, Patriotic Prostitutes, and Why Suicide Bombers Should Buy Life Insurance” (William Morrow; $29.99). Según Levitt y Dubner, la moraleja de esta historia es simple: si, en un determinado momento del tiempo, el futuro parece sombrío, es porqué la gente lo está viendo equivocadamente. “Cuando la solución de un problema dado no está justo en frente de nuestras narices, es fácil asumir que no existe ninguna solución”, escriben. “Pero la historia ha mostrado una y otra vez que esas suposiciones están equivocadas”.
Levitt y Dubner cuentan la historia del estiércol como preludio de sus consideraciones sobre el cambio climático: “así como la actividad equina amenazó una vez con detener el avance de la civilización, ahora hay el temor de que la actividad humana haga lo mismo”. Como de costumbre, dicen, esa preocupación es infundada. Primero, porque la amenaza del calentamiento global ha sido exagerada; hay incertidumbre sobre cómo va a responder la tierra al aumento de los niveles de CO2, y la incertidumbre tiene “una desagradable forma de hacernos conjurar las más terribles posibilidades”. Segundo, las soluciones llegan solas: “las mejoras tecnológicas son a menudo muco más simples, y por lo tanto mucho más baratas, de lo que los catastrofistas han imaginado”.
Levitt y Dubner cuentan la historia del estiércol como preludio de sus consideraciones sobre el cambio climático: “así como la actividad equina amenazó una vez con detener el avance de la civilización, ahora hay el temor de que la actividad humana haga lo mismo”. Como de costumbre, dicen, esa preocupación es infundada. Primero, porque la amenaza del calentamiento global ha sido exagerada; hay incertidumbre sobre cómo va a responder la tierra al aumento de los niveles de CO2, y la incertidumbre tiene “una desagradable forma de hacernos conjurar las más terribles posibilidades”. Segundo, las soluciones llegan solas: “las mejoras tecnológicas son a menudo muco más simples, y por lo tanto mucho más baratas, de lo que los catastrofistas han imaginado”.
Levitt y Dubner tienen en mente un tipo de “solución tecnológica” muy determinado. Los molinos eólicos, las placas solares, los biocombustibles – son todo cosas que, según ellos, causan más problemas de los que solucionan. Ese tipo de tecnología se encamina a reducir las emisiones de CO2, lo que desde su punto de vista es un objetivo equivocado. Reducir emisiones es difícil y, en definitiva, molesto. ¿Quién quiere en realidad utilizar menos petróleo? Eso es como “darse de golpes en el pecho”, sostiene la pareja. ¿No sería más fácil sencillamente dedicarse a la ingeniería planetaria?
Uno de los escenarios que proponen Levitt y Dubner incluye una flota de barcos de fibra de vidrio equipados con maquinaria destinada a incrementar la capa de nubes que cubre los océanos. Otro consiste en construir una gigantesca red de tuberías para aspirar el agua fría de las profundidades del océano y subirla a la superficie. Pero con diferencia su plan favorito consiste en imitar a los volcanes.
Durante una gran erupción, enormes cantidades de dióxido de azufre – decenas de millones de toneladas –son lanzadas a la atmósfera. Una vez en suspensión, el SO2 reacciona y forma pequeñas gotas que se conocen como aerosoles de sulfato, que permanecen en el aire durante meses. Estos aerosoles actúan como minúsculos espejos, que reflejan la luz del sol de nuevo hacia el espacio. El efecto neto es de enfriamiento. A lo largo del año que siguió la erupción del Pinatubo, el las Filipinas, la temperatura global media cayó, temporalmente, cerca de 1 grado Fahrenheit.
“Una vez te deshaces de la moralina y el nerviosismo, la tarea de revertir el calentamiento global se reduce a un sencillo problema de ingeniería”, escriben Levitt y Dubner. Todo lo que tenemos que hacer es dar con una manera de lanzar a voluntad grandes cantidades de dióxido de azufre a la atmósfera. Eso podría llevarse a cabo, dicen, alzando una manguera de 18 millas (casi 30 kilómetros) de largo: “cualquiera al que le gusten las soluciones simples y baratas, no encontrará nada mucho mejor que esto”.
Ni Levitt, un economista, ni Dubner, un periodista, tienen ningún tipo de formación en ciencias relacionadas con el clima – o, respecto a lo que aquí interesa, en ciencia de ningún tipo. Pero son de la opinión de que no lo necesitan. La principal idea que hay detrás de “SuperFreakonomics” y, antes de él de “Freakonomics” (el cuál vendió unos cuatro millones de copias), es que un observador desapasionado y centrado en la evidencia estadística puede hallar en los datos patrones de comportamiento y respuestas que aquellos que están involucrados emocionalmente en la cuestión posiblemente hayan pasado por alto (el subtítulo de “Freakonomics”, publicado en 2005, es “A Rogue Economist Explores the Hidden Side of Everything” – “Un economista granuja explora el lado oculto de todas las cosas”). Así, Levitt y Dubner sostienen haber resuelto el misterio de porqué la criminalidad, tras dispararse en la década de los ochenta, volvió a caer en la de los noventa (la explicación, según ellos, es la legalización del aborto unos 18 años antes). También se han encargado de demostrar – al menos según su propio criterio – que nombres como Ansley y Philippa serán comunes entre las chicas durante la próxima década, que leer a tus hijos no sirve de nada, y que a los borrachos habría que animarles a conducir en lugar de ir a pie.
Dado el énfasis que ponen en las frías y duras cifras, llama la atención que Levitt y Dubner ignoren lo que hasta el momento ocupa ya bibliotecas enteras de datos sobre el calentamiento global. De hecho, casi todo lo que acaban diciendo sobre el tema es, si nos atenemos a los hechos, incorrecto. Entre las muchas cosas que tergiversan están: el peso de las emisiones de carbono como agente de cambio climático, la mecánica de la generación de modelos climáticos, el registro de temperaturas de la pasada década, y la historia climatológica de los últimos cientos de miles de años. Raymond T. Pierrehumbert es un climatólogo que, como Levitt, da clases en la Universidad de Chicago. Haciendo una crítica especialmente mordaz, escribió una carta abierta a Levitt que colgó en el blog RealClimate.
Dado el énfasis que ponen en las frías y duras cifras, llama la atención que Levitt y Dubner ignoren lo que hasta el momento ocupa ya bibliotecas enteras de datos sobre el calentamiento global. De hecho, casi todo lo que acaban diciendo sobre el tema es, si nos atenemos a los hechos, incorrecto. Entre las muchas cosas que tergiversan están: el peso de las emisiones de carbono como agente de cambio climático, la mecánica de la generación de modelos climáticos, el registro de temperaturas de la pasada década, y la historia climatológica de los últimos cientos de miles de años. Raymond T. Pierrehumbert es un climatólogo que, como Levitt, da clases en la Universidad de Chicago. Haciendo una crítica especialmente mordaz, escribió una carta abierta a Levitt que colgó en el blog RealClimate.
“El problema no es necesariamente que hablaseis con pocos expertos o que lo hicieseis con los equivocados”, señala. “El problema es que no fuisteis capaces de llevar a cabo las más elementales reflexiones”. De este modo, Pierrehumbert disecciona cuidadosamente uno de los argumentos que parecen convencer a Levitt y Dubner – el de que los paneles solares, debido a que son oscuros, en realidad contribuyen al calentamiento global – y demuestra que es falso. “La aritmética más simple, que no puede ni resultaros tediosa, os habría bastado para daros cuenta de que esa afirmación es un completo y absoluto disparate”, escribe.
Pero lo realmente problemático con “Freakonomics” no son los muchos errores garrafales que cometen los autores; es el espíritu en sí mismo del libro entero. Aunque el cambio climático sea un grave problema, Levitt y Dubner lo utilizan solamente como una oportunidad para mostrar lo listos que son. Dejando de lado la cuestión de si la ingeniería planetaria, como se conoce en los círculos científicos, es tan siquiera posible – habéis probado alguna vez de subir una manguera de 30 kilómetros a la estratosfera – su análisis es sin embargo terriblemente arrogante. Un mundo cuya atmosfera está llena de dióxido de carbono, por un lado, y dióxido de azufre, por el otro, sería un lugar fundamentalmente distinto de la Tierra que ahora conocemos. Entre las muchas posibles consecuencias de lanzar SO2 a las nubes estarían los cambios en los patrones regionales del tiempo (tras las grandes erupciones volcánicas, Asia y África tienen la desagradable tendencia de sufrir sequías), el agotamiento del ozono y el incremento de las lluvias ácidas. Y mientras tanto, en la medida que la concentración de CO2 en la atmósfera siguiese aumentando, más y más dióxido de azufre tendría que ser vertido en la atmósfera para contrarrestarlo. La cantidad de luz del sol que recibe directamente la Tierra se reduciría, a la vez que los océanos serían cada vez más ácidos. Hay algunos científicos serios – entre ellos el químico ganador del premio Nobel Paul Crutzen – que sostienen que la ingeniería planetaria debe ser considerada seriamente, pero solo con el conocimiento de que representa un desesperado y arriesgado último recurso para prevenir la catástrofe.
“Con diferencia la mejor forma” de afrontar el cambio climático, escribe Crutzen, “es reducir las emisiones de gases de efecto invernadero”.
Levitt y Dubner titulan su capítulo sobre el calentamiento global “What Do Al Gore and Mount Pinatubo Have in Common?” (“¿Qué tienen en común Al Gore y el Monte Pinatubo?”). Y de hecho, Gore también ha escrito un Nuevo libro sobre esta cuestión, “Our Choice: A Plan to Solve the Climate Crisis” (Rodale; $26.99). Como Levitt y Dubner, Gore sostiene que si la gente se detiene un segundo a pensar en ello, se puede encontrar formas de abordar el problema del calentamiento global. “Tenemos al alcance de nuestras manos todas las herramientas que necesitamos para solventar tres o cuatro crisis climáticas – y sólo tenemos que afrontar una”, escribe. Pero las semejanzas entre ambos libros terminan aquí.
Si Levitt y Dubner evitan a los científicos relacionados con el clima, Gore parece haber hablado con todos y cada uno de ellos (los agradecimientos de “Our Choice” llenan cuatro páginas a un espacio y en una letra minúscula). Si tienes curiosidad por saber la contribución relativa al cambio climático de cada uno de los gases de efecto invernadero, Gore la tiene (el CO2 es el que más contribuye, seguido del metano). Si quieres saber cómo funciona una célula fotovoltaica, o un generador solar termal, o dónde están los diez mayores parques eólicos de los EEUU, todo ello lo vas a encontrar también en el libro. Gore aborda las cuestiones sobre la dificultad de aportar energía de fuentes intermitentes, como el sol o el viento, a la red eléctrica, y describe como pueden solventarse dichas dificultades. Discute la captura y confiscación de carbono, la energía nuclear, la política agrícola y la de conservación.
Pero precisamente la única estrategia para abordar el cambio climático en la que no está interesado Gore es la ingeniería planetaria. De hecho, la mera idea le resulta chocante por ilusoria. “Ya estamos envueltos en un experimento masivo, no planeado y de escala planetaria”, escribe. “No deberíamos iniciar otro experimento planetario con la esperanza de que como por arte de magia vaya a contrarrestar los efectos del que ya tenemos encima”.
Aunque Levitt y Dubner no podían haber leído “Our Choice”, se las apañan sin embargo para anticipar la posición de Gore. Los dos autores sostienen que son las de Gore las propuestas que descansan en una suerte de pensamiento mágico. “Si piensas con la sangre fría de un economista en lugar de con el cándido corazón de un humanista, el razonamiento de Gore no se sostiene”, escriben. “No se trata de que no sepamos detener el proceso de contaminación de la atmósfera. No queremos detenerlo, o no estamos dispuestos a pagar el precio de hacerlo”. Y en esto tienen algo de razón. Al final de “Our Choice” puede que quede claro que disponemos de las herramientas necesarias para reducir dramáticamente nuestras emisiones de carbono, pero el libro también muestra – queriendo o sin querer – que ponerlas en funcionamiento demandaría mucho de todos nosotros. Significaría cambiar la forma como comemos, compramos, producimos, nos movemos y, en última instancia, como nos concebimos a nosotros mismos.
Es la dificultad de imaginar esos cambios lo que hace de las propuestas como las de Levitt y Dubner algo a la vez tan seductor y tan peligroso. Cada vez que alguien con unas credenciales cualesquiera ofrece una solución al cambio climático “simple y barata”, la idea se recibe como audaz e innovadora, y se toma mucho más en serio de lo que se debería. Recientemente, la publicación The Atlantic nombró al físico teórico Freeman Dyson uno de los doce “valientes pensadores” que están modelando nuestro futuro. Y no fue por su trabajo pionero en la electro-dinámica quántica y el principio de exclusión, sino por su propuesta de que el calentamiento global puede ser solventado por “árboles que consumen carbono” (“carbon-eating trees”). Por estas “reveladoras” consideraciones sobre el cambio climático, Dyson fue también el protagonista de un generally admiring profile (reportaje sobre un personaje público del momento que se considera admirado – N. del T.) a principios de este año en el Times Magazine.
“Árboles que consumen carbono” suena realmente bien. ¿Pero exactamente como funcionarían? Dyson nunca lo ha desarrollado, y ni el Times ni The Atlantic parecen haber preguntado. ¿Se trataría de árboles que captan CO2 mientras están vivos, y luego lo devuelven lentamente a la atmósfera una vez muertos? Si se trata de eso, el mundo ya tiene muchos de esos árboles. Se llaman… pues eso, árboles. ¿O los árboles absorberían el dióxido de carbono de la atmósfera y lo convertirían, como una vez sugirió vagamente Dyson, en “combustibles líquidos”, de modo que en lugar de llenar el depósito en las gasolineras podríamos hacerlo en un frutal? En ese caso, la idea no parece tan “valiente” a fin de cuentas (conviene señalar que Dyson también ha propuesto plantas de silicona modificadas genéticamente o árboles que podrían crecer en Marte).
Ser escéptico respecto a los modelos climatológicos y en cambio crédulo ante cosas como los árboles que consumen carbono o la maquinaria para hacer nubes y las mangueras gigantes que lanzar azufre a la atmósfera, es de hecho reemplazar la fe en la ciencia por la creencia en la ciencia ficción. Este es el camino que adopta “SuperFreakonomics”, a pesar de que sus autores ensalcen machaconamente su mentalidad fría y calculadora. En definitiva todo ello demuestra que, mientras algunas formas de estiércol ya no son un problema, otras parece que nos acompañarán siempre.
Elizabeth Kolbert es una periodista estadounidense y comentarista de medioambiente en The New Yorker
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