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martes, 5 de febrero de 2013

Chile. A Cuarenta Años: Crónica de un Golpe de Estado I y II



Chile:
A Cuarenta Años: Crónica de un Golpe de Estado  I y II


I: ¿Es que la dictadura militar ha terminado?
Álvaro Cuadra



1.- Backyard: El patio trasero


Preguntarse por el fin de una dictadura militar como la chilena bien pudiera parecer una obviedad. Es como preguntar por el fin del Tercer Reich o la Guerra Fría, pues, todos los signos indican que, en efecto, la historia ha señalado un ocaso. Pero debemos ser cautos e insistir en la pregunta, más todavía en la experiencia chilena, pues pareciera que lo que dábamos por finiquitado persiste obstinado de mil maneras en la vida social y política de nuestro país. Instalada la interrogante, surge la inquietante sospecha de que no se trata de enmarcar en un paréntesis un determinado régimen de terror (1973–1989), pues los paréntesis suelen ser porosos, cuando no, ilusorios. Si nuestra sospecha es correcta, habría [que] iniciar una reflexión con la hipótesis de que el golpe de estado de Augusto Pinochet se fraguó mucho antes de lo que indican las fechas oficiales y todavía no termina.


Si hemos de darle crédito al Informe Church, un documento elaborado por el Senado estadounidense en 1975, lo cierto es que la Casa Blanca a través de su servicio de inteligencia CIA financió la desestabilización del gobierno de Salvador Allende desde que éste fuera elegido en las urnas, antes de que asumiera la presidencia del país en 1970. De hecho, en una tradición inaugurada en Italia en 1948, la CIA intervino en las elecciones chilenas de 1964 y 1970. El gobierno de entonces, encabezado por Richard Nixon y su secretario Henry Kissinger, fueron los artífices que vieron culminada su obra en septiembre de 1973 como parte de una estrategia mundial inscrita en la Guerra Fría.



No es necesario forzar la historia para demostrar con nítidos antecedentes que la conspiración anti allendista fue obra de una potencia extranjera y que ésta comenzó, por lo menos, tres años antes de los fatídicos acontecimientos como una sistemática acción encubierta. Todo lo acontecido durante los llamados mil días del gobierno popular: boicot diplomático y económico, atentados terroristas, huelgas de gremios profesionales y empresariales, presión al interior de las fuerzas armadas, y una orquestada campaña de prensa encabezada por El Mercurio, respondió en gran medida a los dólares invertidos en Chile, tanto por agencias gubernamentales estadounidenses como por corporaciones multinacionales.


Desde la perspectiva de Washington, el gobierno de Salvador Allende significaba un riesgo serio y la amenaza de una “segunda Cuba en América Latina y con ello una expansión del poder comunista soviético. Recordemos que aquel mismo año, el gobierno de Nixon se retiraba de Viet Nam como fruto de una negociación en París. Recordemos, además, que la intervención norteamericana en Latinoamérica no era nada nuevo en su agenda política regional; después de la Segunda Guerra Mundial cayeron los gobiernos de Árbenz en Guatemala, Goulart en Brasil y la República Dominicana fue invadida igual que Granada y Panamá años más tarde. Hasta el presente, todas las administraciones en la Casa Blanca han mantenido el bloqueo a Cuba y una hostilidad explícita a cualquier régimen de corte democrático popular, como es el caso de Venezuela, Ecuador o Nicaragua.


2.- La alegría ya viene




La dictadura de Augusto Pinochet deja el poder ejecutivo en el marco de su propia institucionalidad. Este hecho marcará la llamada transición pacífica a la democracia, con el aplauso no disimulado de Elliot Abrams. Con escasas medidas cosméticas, los gobiernos de la Concertación debían gobernar con las reglas heredadas de la dictadura y con el compromiso de no tocar a ninguno de los cómplices del general durante su gobierno. La Concertación de Partidos por la Democracia gobernaría durante cuatro gobiernos sucesivos sin alterar, en lo fundamental, el modelo económico ni el modelo político diseñado por el dictador.


El resultado de casi dos décadas de “gobiernos democráticos” en que se alternaron la Democracia Cristiana y el Partido Socialista generó en el país más expectativas que resultados. La gestión concertacionista logró naturalizar un orden constitucional, revistiéndolo de una pátina republicana que no hacía sino consolidar lo que algunos han llamado una “democracia de baja intensidad”. Como todo proceso, éste no estuvo exento de graves debilidades entre sus propios protagonistas y, en el límite, de una degradación de la cuestión pública en que se mezclaron negocios y política. En pocas palabras, una “constitución de facto”, ilegal y corrupta en su origen, terminó de corromper a una clase política que olvidó los grandes valores que decía defender para comenzar a defender los valores bursátiles y a las grandes empresas.


Los últimos gobiernos concertacionistas, insistiendo en un “pastiche republicano”, no lograron mantener la unidad en sus propias filas ni impedir que los escándalos se sucedieran. El proceso hizo crisis en las últimas elecciones presidenciales, dándole una mayoría circunstancial al actual mandatario, representante del empresariado y la derecha extrema. En el presente, la movilización social pone de manifiesto un cierto “malestar ciudadano” con el actual estado de cosas. Se ha planteado la necesidad de una “Asamblea Constituyente”, cuestión que divide a las distintas corrientes progresistas y democráticas ante la posibilidad de un eventual gobierno liderado por Michelle Bachelet.


La Concertación constituyó un instrumento político de la década de los ochenta respaldado por el gobierno de los Estados Unidos. Durante dos décadas, este conglomerado de partidos articulo una política de consensos cuyo resultado está a la vista: Un gobierno de derechas. No es fácil, por tanto, proyectar un “revival” concertacionista en los años venideros, pues la realidad social y política es muy diferente a aquella de los años ochenta y noventa. Pareciera que todo se juega en un programa que se haga cargo de reformas serias y profundas en el sistema económico y político. No es posible conjugar, al mismo tiempo, la herencia de Pinochet en lo económico y lo político con el creciente malestar de la población.


Los acelerados cambios culturales verificados en esta primera década del siglo XXI instalan a las nuevas generaciones en coordenadas que exceden incluso los límites históricos nacionales, de tal suerte que surgen reclamos democráticos que no admiten los límites estrechos de una sociedad altamente autoritaria, clasista y excluyente. Los movimientos estudiantiles han mostrado ya los síntomas de estas nuevas tendencias políticas y culturales que instalan nuevos horizontes de sentido en nuestra sociedad, ante los cuales ni el actual orden institucional ni la clase política que quiere gestionarlo está a la altura.


3.- Pinochetismo sin Pinochet



La dictadura del general Augusto Pinochet se planteó como un régimen fundacional, esto es, como un punto de inflexión en la historia del país. Para llevar a cabo este propósito legó a las generaciones posteriores una carta constitucional diseñada, expresamente, para preservar un modelo económico y político que asegurara el dominio ganado por la fuerza de las armas para los sectores de derecha. Si bien la historia ya ha barrido de escena las cenizas del dictador, no ha ocurrido lo mismo con el diseño institucional sancionado por la junta militar en los años ochenta del pasado siglo.


El Chile de hoy no es sino la prolongación pseudo democrática del poder heredado por los políticos y empresarios de extrema derecha desde aquella pagana noche en Chacarillas. Fue allí, una fría noche de julio de 1977 cuando un grupo de fanáticos, devotos del Opus Dei, nacionalistas o pretendidos liberales, sellaron el pacto entre el terror militar y la élite política y empresarial que nos gobierna en nuestros días. Mientras muchos hogares en modestas poblaciones eran allanados cada noche, mientras muchos chilenos eran torturados, exiliados o asesinados, los poderosos celebraban sus nupcias con el sátrapa.


Hasta nuestros días permanece intocado un sistema electoral que impide la expresión genuina de un pueblo, mediante artificios legales que dejan fuera a los partidos pequeños. Hasta el presente, la impunidad de civiles y militares es la atmósfera naturalizada de nuestro quehacer político. Contra la opinión de sentido común, es necesario señalar que la dictadura en Chile no ha terminado: No ha terminado para los pueblos originarios que solo reciben una feroz represión de parte de las autoridades por reclamar sus derechos ancestrales. Tampoco ha terminado la dictadura para las miles de familias endeudadas por un sistema que lucra con la educación de los jóvenes de nuestro país ni para millones de trabajadores que deben sobrevivir con salarios miserables gracias al modelo neoliberal imperante. La dictadura existe en cientos de leyes y decretos que ordenan un país fundamentalmente autoritario al que se han plegado no pocos miembros de una clase política oportunista.


En esta llamada democracia, el pinochetismo impune está vivo aunque su líder haya muerto, jactándose de sus crímenes, haciendo apología de la violencia y del terrorismo de estado. Una avenida todavía celebra el once de septiembre y buques de la Armada Nacional enarbolan el nombre de uno de los golpistas. En esta llamada democracia, los cómplices de graves delitos de lesa humanidad siguen fungiendo como legisladores o funcionarios de gobierno. El pinochetismo sin Pinochet persiste como una peste en la sociedad chilena, impidiendo a las nuevas generaciones avanzar hacia formas más profundas de democracia. La actual constitución garantiza prebendas a la clase política, impunidad a civiles y uniformados y, desde luego, millonarias ganancias a las corporaciones chilenas y extranjeras.


Mediante un manejo cuasi monopólico de los medios de comunicación se ha incubado entre nosotros un imaginario mal sano que convierte las justas demandas de los movimientos sociales en una amenaza. Los noticieros de televisión y la prensa de gran tiraje han incubado una cultura del miedo y del consumo suntuario. La herencia pinochetista se traduce, entonces, en una amnesia dirigida que nos impide recordar que nuestra sociedad está erigida sobre una pila de cadáveres y que los culpables andan sueltos.


A cuarenta años del golpe de estado de 1973 los tribunales se han mostrado reacios, acaso incapaces de hacer justicia. Los pocos procesados y sentenciados por temas relativos a derechos humanos cumplen sus condenas en cárceles de lujo. El mismo Augusto Pinochet murió impune gracias a los buenos oficios del gobierno chileno, rodeado de sus seres queridos y con las bendiciones de rigor. A cuarenta años del golpe de estado, muchos chilenos todavía viven el luto y la angustia de no saber dónde están sus seres queridos. El golpe de estado no ha terminado en Chile, la reconstrucción democrática de nuestra sociedad no ha tenido lugar. Más allá de la demagogia, lo único cierto es el olvido, olvido de las víctimas de aquel trágico episodio. Olvido de los pobres de cada día. Olvido de nuestra propia dignidad como país.



II. El lugar sin límites

         
  
1.- Vía Crucis


El mismo 18 de septiembre de 1973, el cardenal Raúl Silva Henríquez levanta su voz en el Te deum de aquel año para clamar por la paz entre los chilenos. Este sacerdote salesiano, “el cardenal del pueblo” volcó toda su pasión para reclamar por los caídos, los pobres y los que sufren. Inspirado en la mejor tradición del Concilio Vaticano segundo, creó el Comité Pro Paz muy tempranamente en octubre de 1973 y más tarde la Vicaría de la Solidaridad. Este gran chileno fue una luz en medio de una noche oscura que junto a Helmut Frenz, un pastor luterano expulsado por la dictadura en 1975, representan lo mejor de la tradición cristiana entre nosotros.


La gente más sencilla y humilde encontró en estos grandes pastores un apoyo solidario frente a un estado terrorista cuya policía secreta secuestraba, violaba y torturaba a chilenas y chilenos. En nombre de imperativos éticos cristianos, estos pastores tuvieron el coraje de hacer frente a la tiranía en los momentos en que se atropellaban los derechos más elementales de la dignidad humana. Con dios y contra el general, estas figuras religiosas llevaron consuelo a cientos de familias que lloraban a miles de detenidos, torturados, desaparecidos y ejecutados políticos.


En muchas poblaciones de las grandes ciudades crecía un movimiento cristiano en el seno de la cultura popular. Los llamados curas obreros compartieron la suerte de los desposeídos y atropellados por el régimen. Los nombres de Pierre Dubois y André Jarlan quedarán inscritos en nuestra memoria como sacerdotes consecuentes con el mensaje de los evangelios, símbolos de la población La Victoria. En el Chile de Pinochet, el rostro doliente del crucificado estuvo en las esquinas de nuestras ciudades y en las mazmorras de la dictadura. El Vía Crucis de un pueblo entero quedó salpicado de sangre de varios sacerdotes asesinados por la DINA, la organización criminal creada por el dictador, entre ellos Joan Alsina, Miguel Woodward, Antonio Llidó, Gerardo Poblete.


En el Chile actual, donde el olvido y la frivolidad parecen prevalecer, es necesario volver nuestra mirada a aquellos tiempos de dolor. Recordar los rostros y las palabras de quienes hablaron de paz en medio de tanta penuria. No se trata de una mórbida delectación en la tragedia y la muerte sino, muy por el contrario, de un aprendizaje moral para todos los chilenos de hoy. Es nuestra memoria de aquellos días lo que nos constituye como nación, una parte de lo que somos. Hacer presente ese otrora en el aquí y ahora es también un sutil ejercicio de sanación y redención.


2.- Los años oscuros


Los sectores populares, en aquellos aciagos días de terror y muerte, tuvieron que aprender a lidiar con la represión, el secuestro y el asesinato. En las paredes de la “ciudad ocupada” se leían graffitis donde el Director General, verdadero innombrable, era reconocido como “Pin-8”, una manera de decir sin decirlo: Pinochet. Se multiplicaban los chistes sobre la dictadura, una suerte de terapia social para sobrevivir en medio de una realidad oprobiosa, pues nadie sabía si aquella noche llegarían los carros de carabineros a allanar la población en busca de panfletos o sospechosos de pertenecer a alguna organización popular. Todos eran llevados a la medianoche a los sitios baldíos mientras sus escasos enseres eran destrozados, sus vidas ultrajadas.


Todas las ciudades del país debieron vivir durante años bajo un implacable “toque de queda”, cuyo inicio y término diario se indicaba con tiros al aire. Hacia comienzos de la década de los ochenta comenzaron las protestas populares, con una elevada cesantía y sueldos miserables. Era la estrategia del “Schock” ideada por los tecnócratas neoliberales que imponían su ideología a todo Chile por la fuerza de las armas. Durante una de aquellas noches de protesta, más de cuarenta cadáveres amanecían dispersos en diversos rincones de la capital, mientras el ministro del interior, Sergio Onofre Jarpa hablaba de la institucionalidad del país.


Nombres como el “Estadio Nacional” o el “Estadio Chile” donde asesinaron a Víctor Jara quedarán grabados en el alma de nuestro país como lugares de tortura y crimen. Ni odio ni rencor, dolor. Esos y tantos lugares son nuestro equivalente de Auschwitz y Dachau, lugares en que nuestra humanidad ha descendido varios escalones hacia la barbarie. Los muertos de Chile esperan su redención, su paz, en medio de una sociedad más justa y más humana, donde sea la justicia la que presida nuestra vida social. Como cantó Pablo Neruda: “Aunque los pasos toquen mil veces este sitio / No borrarán la sangre de los que aquí cayeron/ Y no se extinguirá la hora en que caíste/ Aunque miles de voces crucen este silencio”


Desde aquel 11 de septiembre, la soldadesca golpista asedió a las poblaciones más pobres del país, cumpliendo así el mandato de los poderosos que anhelaban un pueblo dócil, obediente, esclavo. Como un capítulo más de nuestra “Historia nacional de la infamia”, mientras todavía no se apagaban las cenizas del bombardeo a la Moneda, aquella noche el Canal 13 transmitía la celebración de la derecha, puesta en escena para todo el país, fiesta animada por Los Huasos Quincheros que cantaban “El patito chiquito” con burlas  soeces a los derrotados. Lo que sobrevive en el recuerdo es, precisamente, aquello que ha causado más dolor. Para contar una verdad no se requiere militancia alguna sino un corazón bien puesto y una pizca de decencia, nada más. Es cierto, han pasado cuarenta años, pero el sufrimiento de tantos está allí, en el corazón de muchos que no encuentran sosiego en los malls que hoy se multiplican por las ciudades de Chile.


Una herida que no ha cesado de sangrar, una herida que impide la paz de tantos sobrevivientes y de tantos muertos. Esta es la otra historia de Chile, aquella que apenas comienza a ser contada. No la historia oficial, ni siquiera los informes de organismos especializados sino aquella que arranca las lágrimas de quienes tienen la valentía y el privilegio de recordar. Una historia que, hasta aquí, ningún candidato a algún puesto ha tenido la valentía siquiera de balbucir. Las nuevas generaciones merecen conocer toda la verdad por vergonzante y lamentable que sea, porque es parte de nuestra historia. Ni odio ni rencor, dolor.


3.- Cuarenta años después: El lugar sin límites


Entre las mucha metáfora de nuestro país, está aquella imaginada por José Donoso en su novela El lugar son límites (1967). Un sórdido espacio prostibulario presidido por el travestismo. A cuarenta años de distancia, nuestro país parece, en efecto, sumergido en un clima político, moral y cultural lamentable. Digámoslo claro, distamos mucho de ser una sociedad mínimamente justa, mínimamente digna, mínimamente democrática. Estamos cada día más lejos de cualquier “reino”, lo “fino y espiritual” está proscrito por una retahíla de medios de comunicación que adormecen nuestros sentidos y domestican la amnesia generalizada. Habitamos el lugar sin límites de la mediocridad, la corrupción, la codicia, la impunidad y la estupidez. La mercantilización de la vida -  bajo la forma de una sociedad de consumidores de segunda o tercera categoría - ha sumido a Chile en un materialismo ramplón que justifica la existencia de millones con baratijas, ilusiones y mentiras.


El moralismo fariseo de algunos medios cuela el mosquito y deja pasar enormes camellos. Grandes empresas lucran con la salud de los chilenos, con la educación de los chilenos y con las pensiones de vejez de los chilenos, en el límite de lo legal y de lo moral. Preocupados por el penúltimo escándalo de algún futbolista no vemos la complicidad de farmacias que estafan a millones con los precios de medicamentos, tampoco vemos la impunidad de civiles y militares que siguen ocupando cargos como si en este país no hubiese pasado nada.


La herencia del dictador es una sociedad hecha a la medida de los sinvergüenzas que han hecho grandes fortunas gracias a una legalidad neoliberal espuria que legitima el abuso. Es la derecha de hoy, travestida en “centro derecha”, nombre de fantasía que no alcanza a disimular el burdel en que habita. Son los mismos rostros, los mismos nombres los que aparecen en la banca, en las empresas, en el gobierno, en los principales partidos políticos y los grandes escándalos financieros. Hasta el presente, nuestra sociedad muestra los costurones de un mundo oligárquico y neoliberal, donde los empresarios, como antaño, llegan al parlamento y, a veces, a la presidencia. Chile: El lugar sin límites.

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