Las ruinas de Bolonia: fragmentos
José Carlos Bermejo Barrera
Enviado por admin1 o Mar, 02/09/2014 - 11:17
1.
Fábula: cuando los árboles buscaron un rey (Jueces, 9: 8/15)
Hubo
una vez en que los árboles se reunieron para elegir un rey.
Le dijeron al olivo: “Reina sobre nosotros.”
Pero
el olivo les respondió:
“¿Por
qué tendría yo que renunciar a mi aceite que tanto alaban los dioses y los
hombres para gobernaros a los árboles?”.
Luego
le dijeron los árboles a la higuera: “¡Ven y reina sobre nosotros!”
Pero
la higuera les respondió:
“¿Por
qué tendría yo que renunciar a mi dulzura y a mi buen fruto, para gobernaros a
los árboles?”.
Entonces
los árboles le dijeron a la viña:
“¡Ven
y reina sobre nosotros!”
Pero
la viña les respondió:
“¿Por
qué tendría yo que renunciar a dar mi vino que alegra a los dioses y a los
hombres para gobernaros a los árboles?
Entonces
todos los árboles le dijeron a la zarza:
“¡Ven
y reina sobre nosotros!”
Y
la zarza les dijo a los árboles:
“Si
me ungís y confiáis en mi yo seré vuestro rey y podréis refugiaros a mi sombra.
Y
si no el fuego saldrá desde la zarza y quemará todos los cedros del Líbano”.
2.
No hay perdón para Bolonia
Los
políticos y las altas autoridades académicas que pusieron en marcha lo que ellos
llamaron el proceso de Bolonia no tienen perdón de Dios, aunque si reconociesen
sus culpas y mostrasen voluntad de enmendarse, el asunto podría ser revisable.
Dos ministros de educación del PP y cuatro del PSOE lanzaron la consigna de que
por fin las universidades españolas iban a ser eficaces y cosmopolitas, y a
redimir a España de su sempiterno atraso industrial, como si antes de empezar
este proceso los profesores españoles fuesen una especie de palurdos locales,
ignorantes de los idiomas modernos, atrasados en sus conocimientos científicos
y aislados de la sociedad.
No hubo nunca un plan de estudios de Bolonia, sino una mera
declaración de principios, que podía ser cumplida o no, que igualaba a todos
los estudios universitarios europeos por la cantidad de créditos u horas de
docencia. Existirían tres niveles: el grado, el máster (que juntos suman 300
créditos) y luego el doctorado. En esa declaración no se habla para nada ni de
los contenidos a enseñar, ni de los títulos académicos, ni de los métodos
pedagógicos, ni de las lenguas en las que se ha de impartir la docencia. El
objetivo de la declaración de Bolonia era muy claro: adelgazar las
universidades europeas. O sea, reducir el número de estudiantes y de profesores y
crear dos niveles de estudios, el generalista o grado, que en la mayor parte de
los casos no capacita para el ejercicio profesional, y el máster, que es lo
mismo que la antigua licenciatura española de cinco años. El paso del grado al
máster se concibió como un filtro en el que quedarían atrapados la mayoría de
los estudiantes, siendo seleccionadas las minorías que accederían a los
másteres por sus méritos académicos y sus recursos económicos.
Tras
más de diez años de trabajo colectivo, en los que se crearon organismos enteros
para diseñar los nuevos estudios, con un enorme gasto administrativo, en los
que se obligó a miles de profesores a perder miles de horas redactando estudios
y memorias que justificarían esta nueva llegada a la tierra prometida, lo que
se consiguió fue lo siguiente: en vez de crear unos estudios ágiles basados
en la iniciativa del alumno y del profesor, nacieron unos estudios rígidos,
estereotipados y burocratizados, diseñados por los últimos de la clase de las
facultades de pedagogía; en vez de crear estudios adaptados a unos supuestos
mercados, se repitieron cientos de títulos que ya existían financiados casi
todos con el dinero público. Y como unas universidades públicas gobernadas por
funcionarios aislados de la realidad y dejadas a su albur por unas autoridades
políticas a las que la reforma de la universidad no les importaba absolutamente
nada, eran incapaces de comprender que lo que se pretendía era ponerlas en el
camino hacia su reconversión, lo que hicieron fue caer en una estrepitosa serie
de contradicciones que pueden hacerlas saltar por los aires en el curso que
ahora empieza.
Era
imposible entender que una licenciatura de cinco años se quedara en un grado de
tres, y era imposible porque la licenciatura equivaldría prácticamente al nivel
de máster. Como reducir carreras de cinco a tres años suponía poder prescindir de
miles y miles de profesores y rebajar los ingresos de la universidad por la
reducción de alumnos a las tres quintas partes, se optó por una solución
híbrida, que iba a llevar al desastre: el grado de cuatro años. Muchos
de estos grados se definieron a la vez como profesionalizantes e
investigadores, dándole el mismo peso por ejemplo al grado de matemáticas que
al de educación infantil, con planes de estudios elaborados con la misma
plantilla. El problema vino entonces: si un grado tiene cuatro años, un máster,
o sea, la licenciatura, solo tendrá uno, con lo cual nacieron en España miles
de másteres, la mayoría de los cuales no sirven para nada. Se consiguió así que
en todo el mundo solo España y Hungría tengan grados de cuatro años.
Evidentemente, no puede ser, y el ministro Wert quiere aplicar ahora la
plantilla europea.
¿Y
ahora qué pasa? ¿Se reducen los grados a tres años y se reconoce que un proceso
de reforma de más de diez años de duración solo estará vigente cuatro? Y si es
así, ¿qué les pasa a los alumnos que tienen grados de cuatro años frente a los
que los tendrán de tres? ¿Cayeron de primos? ¿Y los másteres de un año tienen
alguna credibilidad en Europa cuando todos los europeos son de dos? Parece que
no. Si esto es así, ¿pagará alguien las culpas de la mayor metedura de pata de
setecientos años de historia de las universidades europeas? ¿Habrá que
indemnizar a las víctimas, o por lo menos pedirles perdón y dejarles que les
pongan unas orejas de burro a las autoridades? Y si se vuelca a todo el mundo a
un plan que Wert quiere que entre en vigor en septiembre del 2015, ¿cómo se
arregla el caos que se va a crear? Porque está claro que ni el PP ni el PSOE
están dispuestos a coger el toro por los cuernos y hacer un catálogo de grados
y másteres de validez estatal, ni a regular los planes de estudio. O Wert da un
golpe de estado e impone todo por decreto, o si deja que las universidades
vuelvan a empezar otro proceso de readaptación a base de estudios y memorias,
podemos estar como mínimo cinco años con grados agonizantes de cuatro años
conviviendo con otros de tres: ¿quién querrá cursarlos?
Pero
hay una cosa de la que los rectores y los consejeros de educación se han dado
cuenta, y es que una universidad con grados de tres años es mucho más barata
que una con grados de cuatro. El grado pierde el 25 por ciento de los alumnos
totales, que no absorberán los másteres, por su precio, así que sobra más o
menos el 25 por ciento de los profesores. La declaración de Bolonia, tal y como
queríamos demostrar, estaba hecha para adelgazar las universidades.
3.
Bolonia lleva orejas de burro
Hace muchos años se podía ver cómo algunos niños eran
castigados en la escuela poniéndolos de cara a la pared, de rodillas en el
aula, o en el caso más extremo colocándoles unas humillantes orejas de burro.
Estos castigos iban unidos a una idea de la educación según la cual el niño no
es más que una materia a la que hay que dar forma. Es como un animalito,
víctima de sus caprichos y sus pasiones y el maestro debía enderezarlo física y
moralmente, enseñándole desde la higiene a la práctica de la virtud, a la vez
que le transmitía unos conocimientos muy básicos. Es curioso que S.
Freud, el padre del psicoanálisis y el único psicoanalista que se psicoanalizó
a sí mismo, lo que según su propio método que exigía que todo estudiante fuese
psicoanalizado por un profesional le incapacitaría para ejercer su oficio,
definiese al niño como “un perverso polimorfo”, y creyese que el niño, el
hombre primitivo y el loco tenían muchas cosas en común en sus modos de actuar
y pensar. Freud pretendía basarse en una ley embriológica hoy desacreditada, la
de Haeckel, que afirmaba que toda ontogenia reproducía la filogenia, o lo que
es lo mismo, que un feto humano iría desarrollando todas las fases evolutivas
que antes habían seguido las especies, pasando así de ser casi un pez a un
mamífero completo, por ejemplo.
Estos
niños malos y perversos, de acuerdo con la pedagogía tradicional, que deriva
del pensamiento antiguo, debían ser domados y domesticados, en tanto que
animales, bien criados y nutridos como si fuesen árboles que crecen rectos
atados a un palo, civilizados como pequeños salvajes que eran y reprimidos en
su furor y sus pataletas, cual locos furiosos atados con camisas de fuerza.
Está claro que había algo de exageración y por ello desde E. Rousseau, que
creía que los salvajes eran buenos, sencillos y felices, como los niños
encarnados en Emilio, su creación literaria del buen niño, muchos pedagogos,
como Pestalozzi, abogaron por otro tipo de educación menos represiva y
disciplinaria y que tuviese en cuenta la naturaleza y el desarrollo propio del
niño. La educación que Gertrudis, la madre ideal de Pestalozzi, da a su hijo
tiene en cuenta que sus capacidades son en gran parte el fruto de un proceso
formativo autónomo y espontáneo, en el que los conocimientos se han de adquirir no
como aquella “letra que con sangre entra”, como decía la pedagogía anterior,
sino haciendo que el desarrollo del individuo se coordine con su proceso de
socialización, que en gran parte también es autorregulado y con la capacidad de
adquirir conocimientos, en una educación ya no represiva.
Partiendo
de estas ideas autores como J. Piaget, suizo como Pestalozzi, crearon un gran
campo científico, la psicología genética
y llegaron a comprender el desarrollo de todas las capacidades cognitivas,
conductuales y de todo tipo en las distintas fases del desarrollo infantil,
permitiendo entender así lo que un niño puede aprender y cómo lo puede hacer en
cada momento. Nadie puede negar los avances de la psicología evolutiva,
cognitiva, de la psicología social y de la psicopatología, unidos muchas veces
al desarrollo de las neurociencias. Ni tampoco se puede negar que todo ello
debe ser tenido en cuenta por la pedagogía, como disciplina que intenta regular
en parte el proceso educativo, pues todo buen pedagogo sabe lo que es el
“curriculum oculto” y es consciente de que la socialización del niño y la asimilación
de sus conocimientos depende tanto de sus medios familiar, social y económico,
como de las propias instituciones educativas. Y precisamente por esto, porque
la pedagogía solo controla una parte del proceso educativo, es igual de
insensato hacer del mundo psicopedagógico un referente exclusivo, no solo del
mundo de la educación, sino de la organización y el gobierno de todas las
instituciones educativas, desde la guardería hasta los doctorados.
Llama la atención en la universidad que esta galaxia
psicopedagógica se haya hecho con el control de toda la institución, regulando
el diseño de los planes de estudio mediante plantillas uniformes válidas para
todo y para todos, mediante la imposición de palabras vacías de contenido, pero
útiles como medios de control, como es el caso de las pseudoideas de las
“competencias y habilidades”, piedras filosofales que permiten hablar de todo
sin saber nada y entender menos, pero controlando cada vez más. Se crea así un “Gran
Hermano” omnisciente que todo lo ve y todo lo quiere controlar, que ha
infectado el lenguaje del gobierno y la administración, que ha regularizado,
formalizado y estereotipado las normas con el fin de conseguir regular paso a
paso las conductas de profesores, administrativos y alumnos; y que ha
conseguido crear así un universo disciplinario que controla con sus premios:
incentivos económicos, rankings de prestigio, etc… y con sus castigos: medidas
disciplinarias, exclusión académica, marginación en el acceso a todo tipo de
recursos a la totalidad de la institución.
Como
Freud, psicoanalista de sí mismo, los defensores del discurso psicopedagógico
de la educación y el gobierno son los únicos libres de ser objeto de sus
métodos, pues ellos dominan el saber absoluto. No hay nadie por encima de ellos
en la jerarquía del saber institucional, un saber que plasman en esas
normativas, que cualquiera podría hacer, pero que siempre hacen los mismos, y
en sus modelos de control de todo. El discurso psicopedagógico está dispuesto a
invadirlo todo. Si no se les pone coto los psicólogos sociales anularán a los
sociólogos, los economistas, los politólogos y los juristas. La psicopatología
controlará desde los niños con supuestos “déficits de atención” a los
profesores a los que los gobernantes de las universidades ofrecen cursos para controlar
su estrés, a cambio de no poder controlar a quienes les gobiernan.
Controlándolo todo, afeando la conducta de tirios y troyanos, este nuevo
establishment educativo y de gobierno ha conseguido, como los viejos maestros
cascarrabias, poner a muchos cara a la pared tocados con orejas de burro, pero
al contrario que aquellos niños trastes de antaño, los nuevos castigados,
silenciosos y mudos, parecen asumir con gusto su castigo.
4.
Cómo Bolonia asesinó a la inteligencia
Cuando
se comete un crimen el juez instructor examina la escena del mismo y según las
características de la víctima comienza a razonar para buscar al asesino y los
móviles de su delito. Si la víctima es una mujer joven pensará en una
motivación sexual, si el muerto conserva su cartera excluirá el móvil del robo
y así sucesivamente. Pero también puede ocurrir que el criminal haga
desaparecer el cadáver, pero queden huellas de su conducta y así, aun sin
muerto podremos hablar de un asesinato cometido por alguna razón, pues ya los
romanos sabían que lo primero que hay que preguntarse a la hora de un asesinato
es: ¿a quién le beneficia?
En
Fonseca se ha cometido un crimen que podemos rastrear porque, a pesar de que en
ella trabajan miles de personas inteligentes (no en vano R. Descartes decía que
la inteligencia es el bien mejor repartido del mundo, pues nadie dice que tenga
poca), la inteligencia ha desaparecido. Ya no quedan casi rastros de vida
inteligente a nivel institucional, que no personal, porque se han desvanecido
los rasgos que definen a nuestra protagonista: la capacidad de percibir la
cosas como son y saber observar en ellas detalles y matices inéditos, el
espíritu crítico y escéptico que ha de llevar a dudar de todo como principio,
la disposición al debate abierto y racional y la actitud que asume que todo
conocimiento y toda solución es siempre provisional y parcial, y la voluntad
constante de aprender, cambiar, reconocer los propios errores y saber apreciar
los aciertos de los demás.
La liquidación de la inteligencia puede rastrearse en la
docencia, la investigación y en el propio arte de la administración. En la docencia, el
estudio orientado al aprendizaje de los contenidos, basado en métodos
racionales y flexibles, diferentes en cada caso y cambiantes en función de las
necesidades de los alumnos y en la capacidad de estudio del profesor, que ha de
ser el primero de los estudiantes, porque debe saber que tiene que renovar
constantemente sus conocimientos, ha sido sustituido por un nuevo método. Ha
triunfado el método de la pedagogía más roma, deshonra de la pedagogía como
conocimiento, basado en la rutina mecánica que lo iguala todo, en la
uniformización de la enseñanza a partir de una supuesta lista de competencias y
habilidades, hijas espurias de la más simplona psicología conductista, tan apta
para el aprendizaje de los humanos como para el entrenamiento de las mascotas,
que ha conseguido elaborar un catálogo de las 69 competencias sobre la que
todos deben enseñar todo a todos cubriendo los mismos formularios, utilizando el
mismo lenguaje para poder ser evaluados por los mismos expertos, ya enseñen los
profesores griego, álgebra o cardiología, y los expertos nada.
En la investigación ya no se busca ni el conocimiento ni el
descubrimiento por su propio valor, sino la producción de un número de
artículos cortados por el mismo patrón, el que exigen las revistas que dictan
lo que son el prestigio, la verdad y la ciencia. Unos artículos que en
España - en el mundo universitario desarrollado no- son la exclusiva vara de
medir una carrera académica. Y lo son porque así cualquier experto puede medir
cualquier currículum, incluso lo puede hacer mejor un funcionario si se le dice
como lo ha de puntuar. Se puede entonces prescindir del juicio científico de
los verdaderos especialistas a la hora de otorgar cátedras o plazas de profesor
por parte de agencias de evaluadores y tribunales nombrados ad hoc. De este
modo en la investigación todo son números, puntos, citas y gloriosos nombres de
revistas en inglés y becas y contratos de postín, que nunca llevan a sus
beneficiaros a ser contratados permanentes de las universidades de élite ni a
ser fichados a nivel alto o medio por las empresas que en el mundo real lideran
la investigación científica y técnica. Pero eso sí, sus currículums se ajustan
al patrón exigido, uniforme e igual para todos, y elaborado casi siempre por
quienes o no son investigadores en activo, o si lo son no pueden exhibir otro
méritos que su libreta de ahorros curriculares.
Lo mismo ocurre en la administración, ahora llamada gestión.
En ella es imprescindible un procedimiento, pero ese procedimiento ha de ser
inteligente, flexible y ha de ajustarse a los hechos y contemplar las
diferentes situaciones, siendo en él siempre preferible lo más simple a lo más
complejo.
Por
el contrario los procedimientos administrativos son rígidos e innecesariamente
complejos, recreándose en una casuística que al final permite por su
complejidad manipularlos a gusto de algunos interesados. Nace un amor
barroco por la filigrana burocrática que refuerza el poder de los que controlan
la administración, ya sean funcionarios o profesores en éxtasis administrativo,
compañeros de viaje de pedagogos romos y científicos convertidos en robots
curriculares. Todos ellos son los señores del procedimiento, de un
procedimiento rígido, mecánico, complejo y orientado a la reproducción de sí
mismo, un procedimiento incompatible con la inteligencia. Él ha sido el
beneficiario del crimen. En Fonseca el procedimiento ha matado a la
inteligencia, llevándose con ella la libertad y la dignidad académicas. Él es
el asesino. Y como decía Hamlet: “es cierto que es una lástima / y es una
lástima que sea cierto” (acto, 2, escena 2, v. 97/98).
5.
Cómo matar a Homero
Hay
tres grandes religiones del libro: el judaísmo, el cristianismo y el islam que
se basan en un conjunto de libros sagrados, recopilados y estudiados durante
siglos con métodos filológicos, históricos y teológicos. No sólo las
religiones, también muchas culturas se identifican con un gran libro o un autor
que representa simbólicamente su identidad. Este fue para los griegos Homero,
cuya edición definitiva se realizó en la Biblioteca de Alejandría, la misma
ciudad en la que se tradujo la Biblia al griego. Homero para los griegos y
Virgilio para los romanos representaban la síntesis de todos los saberes.
Homero fue admirado y respetado por los grandes filósofos, como Aristóteles, se
consideró que sus obras sintetizaban todos los saberes y ni siquiera el cristianismo
se atrevió a acabar ni con él ni con Virgilio. Obispos y monjes bizantinos lo
estudiaron sistemáticamente junto con los libros de Platón o la geometría de
Euclides, la astronomía de Tolomeo y las grandes obras de los médicos,
naturalistas, geógrafos e historiadores de la Antigüedad. Y es que durante
2.500 años nuestra cultura ha sido una cultura del libro, ya se escribiese en
papiro, papel o en un soporte electrónico, hasta que llegó el momento en el que
se predicó con entusiasmo su anhelada muerte en aras de un conocimiento que
consagra la mediocridad.
Un
libro es un texto de una extensión más o menos amplia que recoge información,
la ordena y al que se accede mediante la lectura. Leer un libro, ya sea un
relato, una serie de argumentos filosóficos, o la sistematización de una serie
de descripciones, supone un esfuerzo de concentración en el tiempo, exige el
desarrollo de la memoria y presupone la capacidad de abstracción,
sistematización y visión de conjuntos, ya sean esos conjuntos teoremas
matemáticos, problemas complejos, sistemas económicos o tecnológicos. Leer
es saber asimilar información, pero también saber sintetizarla globalmente,
transformarla, y ser capaz de generar información y sistemas nuevos, ya sea
mediante la escritura, el pensamiento físico-matemático, el discurso filosófico
o el análisis de los sistemas sociales, políticos o históricos. Leer es
intentar entender el mundo, situarse en él y ser capaz de actuar con una
perspectiva global con vistas al futuro. Leer exige el mismo esfuerzo
que escuchar una obra musical compleja o seguir un relato extenso. Son medios
de profundizar en la realidad, en nosotros mismos y de permitirnos intentar ser
libres y dueños de nuestro propio destino.
Las
universidades españolas, todo el sistema educativo y político y sociedad a la
par parecen predicar una nueva cruzada del analfabetismo. Dicen algunas autoridades
académicas que el libro ha muerto, que la ciencia no se hace con libros porque
cualquiera puede escribir un libro. Un vicerrector propuso retirar de las
bibliotecas de su universidad todos los libros de más de 25 años, llevándoselos
a una nave industrial porque según él no se usaban. No se dio cuenta que así
tendría que vaciar las facultades de filología, en las que no sólo Homero o
Cervantes, sino incluso Vargas Llosa tendría ya libros obsoletos, y no digamos
lo que le pasaría a los filósofos, al Código Civil o a las Constituciones de
casi todos los países, comenzando por ese monumento al anacronismo que sería la
de los EEUU. Otras autoridades han llegado a pedir que
solo se compren revistas digitales de física, química, matemáticas, medicina o
biología, dejando a un lado eso que se llaman letras. En
una ocasión aseveró un alto cargo que en la universidad no debería haber gente
a la que se les pague por leer novelitas: o sea filólogos, historiadores,
filósofos…; o bien que se puede prescindir de los libros porque “en la
universidad nadie lee libros, en tal caso se busca un dato”. Y es que
los libros no valen para nada, ni siquiera los de texto, ni siquiera los
grandes libros de referencia con los que enseña la medicina en todo el mundo,
como la “Anatomía de Grey”, que ha dado nombre a una serie de TV, o la
economía, el derecho…
Cualquiera
puede escribir un libro; lo dicen aquellos que firman artículos con otra docena
de autores, acumulando sus méritos en un mundo editorial en el que la
producción en cadena de papers genera varios millones de ellos al año. Se dice
que los niños desde la educación infantil deben usar ordenador, consiguiéndose
así no solo que no desarrollen la capacidad de leer, sino tampoco la de
calcular ni pensar sistemáticamente. La cruzada del analfabetismo ha conseguido
generar el rechazo al pensamiento y la lectura en casi todos los campos. Puede
uno licenciarse en filosofía sin haber leído ninguna gran obra filosófica y
tras haber recibido años de clases en powers-point copiados, y lo mismo ocurre
en historia. La respuesta mayoritaria en una encuesta a alumnos de este carrera
a la pregunta de si habían leído un libro de historia por placer fue “no lo he leído
ni pienso hacerlo”. Los libros son cosa del pasado, la historia también, pero
ahora el pasado está anticuado. Estudiantes de filología no quieren leer
novelas; alumnos de clásicas han llegado a tomar el resumen de la Ilíada de la Wikipedia,
para no leerla. En derecho no se utilizan los grandes manuales y no se
quieren ediciones de los códigos que contengan la jurisprudencia porque eso es
“letra pequeña”. Hay médicos que aspiran a diagnosticar con el ordenador y a consultar
datos en el móvil. Nuestros estudiantes, guiados por sus profesores,
van camino a un nuevo mundo en el que todo es igual y nada es mejor, en el que
hay que aceptarlo todo porque es así, y en el que unos pocos, que seguirán
pensando y leyendo libros en sus centros educativos de élite, les enseñarán a
obedecer y no pensar.
6.
Con togas y a lo loco
Dicen que en los últimos años ha tenido lugar una revolución
en la enseñanza universitaria. Esta revolución consistió en descubrir que la
forma de enseñar algo no tiene nada que ve con el contenido de lo que se
enseña, porque lo que antaño se llamaba pedagogía, etimológicamente el arte de
guiar y educar a los niños, es ahora una tecnología neutra, de la misma manera
que el arte de gobernar, ahora llamado gestión, ha de ejecutarse de una manera
uniforme y dejando de lado los principios, ideas y valores que deben encarnar
los partidos políticos. Y lo mismo ocurriría con la economía y las
finanzas, manejadas con unos supuestos criterios científicos y técnicos que
avalaron con su sabiduría la mayor crisis financiera de la historia.
El
arte de la nueva enseñanza ha tenido especial repercusión en el mundo del
derecho. Un mundo que en los países anglosajones está al margen del llamado
sistema de Bolonia, que cuenta a las enseñanzas por créditos (de diez horas
cada uno), y las divide en un grado y un máster que han de sumar 300 créditos.
Al aplicar este modelo a unos estudios para los que no está pensado se generó
un cierto caos, sin que se opusiesen a él las facultades de esta especialidad,
y con la indiferencia de quienes son los profesionales del derecho: jueces y
fiscales, notarios, registradores, abogados del estado y altos funcionarios,
quizás porque todos ellos piensen que la formación jurídica de verdad no se
adquiere en la universidad.
El
derecho es un sistema. Todas las leyes forman un gran conjunto en el que
partiendo de la Constitución y las leyes orgánicas la legislación se va
estructurando de forma piramidal. Las leyes más importantes mandan sobre las
inferiores y por eso se dice que tienen mayor jerarquía normativa y una ley o
decreto de rango inferior no puede contradecir a otro superior. Pero el derecho
es muy complicado porque las leyes generales han de aplicarse a casos concretos
con un criterio que solo pueden poseer los jueces y tribunales, o los
profesionales de la abogacía y las diferentes ramas de la función pública. El
derecho no crea la realidad, solo la regula, o por lo menos lo intenta. A nadie
se le puede pedir lo imposible y por eso no se regula el tráfico aéreo de los
peatones, por ejemplo. Pero el derecho puede determinar el destino de los
bienes y las personas, conózcanlo ellas o no. Decían los romanos que la
ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento; dicen algunos magistrados con
humor que su desconocimiento no, pero su conocimiento sí, pues abogados, jueces
y juristas de todo tipo muestran su habilidad utilizando como medio para sus
fines el manejo inteligente de las leyes. Eso es así, pero ha de tener un
límite, que en España se ha sobrepasado y en la universidad también. Señala A.
Nieto en su libro El malestar de los jueces y el modelo judicial (2010)
que en la actualidad la proliferación de leyes y decretos ha hecho
incontrolables el sistema judicial y legal en general, uniéndose a ello la
manipulación de ambos por parte de políticos y particulares.
Naturalmente
que hay que acatar las leyes, tomar aspirina para bajar la fiebre y abrir el
paraguas cuando llueve, pero es evidente que en España se está dando un
descrédito de la ley porque muchas veces, señala A. Nieto, según el nombre del
juez ya se puede intuir lo que va a sentenciar antes de comenzar el proceso.
Todo el mundo sabe que el Consejo General del Poder Judicial se nombra con
cuotas propuestas por los principales partidos y el Tribunal Constitucional
tampoco queda libre de pecado. Da la impresión que en el mundo de la ley se
puede decir todo, según quien lo diga, cómo y cuándo. M. Rajoy ha dicho
recientemente que no puede negociar el referéndum de independencia de Cataluña
al margen de la ley, y contesta A. Mas asintiendo y matizando, que el referéndum
se hará de acuerdo a un ley para que se pueda hacer el referéndum aprobada en
el Parlamento de Cataluña, sede de la soberanía nacional catalana, ante el que
sin embargo su partido considera que no debe comparecer J. Pujol, porque en él,
declara un miembro de su gobierno el 7 de agosto, “cada uno dice lo que se le
pasa por debajo de la barretina según el pie con el que se haya levantado de la
cama esa mañana”. No se sabe si eso se puede aplicar a la soberanía nacional, o
no. Depende.
La
futura enseñanza del derecho garantiza que todo irá a peor. La vieja
licenciatura de derecho, título indispensable para ser juez, fiscal, notario o
registrador y para acceder a muchos cuerpos de la función pública, se ha convertido
en un grado de cuatro años, hecho a imagen y semejanza de los pedagogos más
limitados. Se complementa ese grado de 4 años con un máster de 1 año para poder
colegiarse, pero no es necesario hacerlo para opositar a todos esos otros
puestos. El 30 de septiembre de 2015 dejarán de expedirse ya títulos de
licenciado y se supone que se podrá acceder a todos estos cuerpos con el título
de graduado. Pero si se confirma que el título de graduado pasa de 4 a 3 años y
los másteres a 2, ¿se podrá ser juez o notario con tres añitos de derecho? ¿O
se van a inventar másteres de la judicatura o la notaría… que haya que cursar
para poder opositar? Lo que nace torcido no se puede enderezar, decía un viejo
adagio legal, y otro latino afirmaba que la estupidez trabaja en su propia
contra. ¿Podrá alguien traer un poco de sentidito a este mundo del derecho, tan
tocado ya?
7.
¿Para qué nos sirve la Historia?
La
verdad es que esta pregunta se merece la respuesta del gallego: ¿y por qué
tiene que servir para algo? Porque todo lo que sirve para algo es un medio para
lograr algún fin. A su vez un fin puede ser también un medio para conseguir
otra cosa, pero al final tendrá que haber algún fin último que no sirva para
nada. Decía el maestro Kant que hay dos clases de cosas: las que tienen
utilidad y consecuentemente tienen precio, y las que tienen valor, que por el
contrario tienen dignidad. Siguiendo su idea podríamos preguntarnos para qué
sirve tener un niño. En la jerga económica actual un niño es una inversión de
larga duración, con unos altos costes de mantenimiento y reparación y de muy
difícil colocación en los mercados secundarios. Será así, pero eso no es un
hijo. Y para tener hijos las personas practican el sexo no porque sea útil y
tenga precio, aunque también puede tenerlo, sino porque es valioso y tiene un
tipo especial de dignidad.
Se suele preguntar para qué sirve la historia o la
literatura, pero no la economía o la química, porque se presupone que todo
tiene que servir para ganar dinero, y la economía, las ciencias y las técnicas
son esenciales para conseguirlo. Sin embargo, no parece estar muy claro cómo la
historia puede contribuir a hacerlo. Desde la Antigüedad se han dado muchas
respuestas sobre la utilidad de la historia. Cicerón decía que era una “maestra
para la vida”, pero no se dirigía a cualquier tipo de persona, sino a los que
tenían que gobernar. Cuando un magistrado iba a gobernar una provincia, el
conocimiento de su historia y geografía era un medio esencial para el ejercicio
del gobierno. Y de la misma manera, quienes tenían que mandar un ejército
podían aprender de la historia muchísimos ejemplos tácticos y estratégicos, y
todo tipo de técnicas. Hubo escritores, como Polieno o Plutarco, que dedicaron
libros enteros a estos temas. Este uso práctico de la historia todavía sigue
siendo muy valorado en las mejores academias militares. Pero es que además un
gobernador o un general podían aprender de la historia cientos de ejemplos y
dichos que utilizar en sus discursos, en un mundo en el que la oratoria y el
buen hablar eran inseparables del ejercicio del gobierno. Estos usos todavía se
mantuvieron en los parlamentos más cultos hasta mediados del siglo XX.
El
griego Luciano escribió un tratadito con el título de este artículo. En él
decía que un buen historiador es el que tiene medios para conocer la verdad, la
voluntad de decirla y que no cae en la tentación de adular siempre a los
poderosos. El arte de escribir historia no sería nada más que esto. Nietzsche,
filólogo clásico, cuando se preguntó si la historia era o no útil para la vida,
distinguió tres clases de historia: la monumental o conmemorativa, la erudita
más o menos miope, y la crítica, que serviría para poder analizarnos a nosotros
mismos. En la actualidad, tanto en el campo político como en el académico,
parece que la historia solo puede ser conmemorativa a bombo y platillo, o un
recurso para hacernos ricos. Esta quimera sería posible si a la historia le
llamamos patrimonio y entendemos que es un medio para un fin, el turismo, y que
por lo tanto no tiene ni valor ni dignidad por sí misma.
Desde
la prehistoria, jefes, reyes y emperadores necesitaron que cantasen sus hazañas
poetas, oradores y todo tipo de escritores. La alabanza siempre fue amiga fiel
del poder. A veces junto a los poetas cortesanos convivieron figuras como los
bufones o los inocentes: locos o tontos que podían decir la verdad a los
poderosos, ya fuese porque se los consideraba inspirados por alguna divinidad,
o porque eso era el raro privilegio de su condición de marginales. La función
crítica de estos personajes le correspondería a la historia si la entendiésemos
como una parte fundamental de la educación ciudadana, como un instrumento para
entender cómo funcionan las instituciones, cómo empiezan y acaban las guerras,
cómo se producen las bancarrotas o las catástrofes ecológicas. Aunque la
historia nunca se repite, la naturaleza humana y las sociedades tienen una
serie de características comunes que hacen necesario contrastar en todos los
casos el presente con el pasado para poder entenderlo mejor.
Naturalmente
si esa fuese la misión del oficio del historiador sus lecciones serían muchas
veces poco halagüeñas para quienes gobiernan, porque los historiadores tendrían
que darles mucho en qué pensar. Por desgracia, el historiador de bombo y
platillo, que repite siempre lo mismo, que le dice a quien manda lo que quiere
oír, y que espera ser recompensado por ello, es el más abundante. Con
ello traiciona los principios de su profesión, como lo harían los médicos que
dijesen que la sanidad está tan bien que ya no existen los enfermos y que por
lo tanto ellos no tienen que curar a nadie. Estos historiadores están siendo en
parte responsables del lamentable nivel intelectual de nuestros debates
políticos. Son capaces de decir, por ejemplo, que la historia no es más que un
erre que erre entre centralistas centralizadores y descentralistas
descentralizadores, o que todo ha sido siempre una maravilla; que su nación ha
sido la más brillante, su literatura la mejor, sus científicos los más sabios,
sus ejércitos los más valientes, en la victoria o en la derrota, y sus
universidades las más punteras del mundo, corriendo en la cabeza del pelotón
siglo tras siglo. En ninguno de estos casos hay retrocesos ni fracasos. Da la
impresión de que reconocer que los hubo supondría admitir que también los que
ahora nos gobiernan se pueden estar equivocando.
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