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sábado, 16 de agosto de 2014

¿Y los valores?

¿Y los valores?
Por Luis Toledo Sande

El novelista, arqueólogo y esteta André Malraux sostuvo que la vida, especialmente la juventud, es un mercado de valores, y hay quienes no compran nada. Así opinaba metafóricamente, sobre una realidad que desborda edades, el internacionalista que combatió el fascismo en España y en Francia, su país, contra cuyas fuerzas colonialistas luchó en Asia.

Por todo ello resulta especialmente significativo que, al expresarse, su campo de referencias fuera uno donde es consustancial relacionar calidad y valor, o precio: el mercado. Tanta presencia ha tenido en el devenir humano que, junto a las acepciones vigentes de comercio, el diccionario de la Real Academia Española registra esta, considerada en desuso: "Comunicación y trato de unas gentes o pueblos con otros". José Martí, de ética y espiritualidad insobornables, se refirió a la escasez de "comercio intelectual" entre los déficits que Cuba necesitaba encarar.

Una de las complicaciones sufridas por la humanidad ha radicado en que las relaciones mercantiles son diabólicas e imprescindibles. ¿Cómo sustituir la sociedad de mercado, que llega a lo aberrante, por la sociedad sin mercado, que acabaría en parálisis? Pero no son pocas las mistificaciones de tal realidad, aunque solo se viera en los recursos expresivos: en general, las virtudes que son o deberían ser propias de la condición humana –título de la más célebre novela de Malraux– se asocian, lo hemos visto, con lo mercantil.

Con la palabra fiar –que viene de fe y en el ámbito comercial se ha representado con espinas gráfica y conceptualmente– se vinculan otras como fianza, que remite a leyes y dinero, y confianza, que suele interpretarse como lo más espiritual. El resumen de la ubicuidad del mercado en la vida, incluyendo conceptos éticos y morales, estriba en que las buenas cualidades se llaman también valores: acaban así confundidas con objetos y con la economía, que, además de insoslayable, puede ser particularmente grosera.

Hace pocos años un amigo confiable hablaba –con señas y hasta con entusiasmo, pero sin santo– acerca de un familiar suyo, especializado en axiología, teoría que merece atención y tal vez no debiera llamarse de los valores, sino de la dignidad, o del decoro. Según el testimoniante, el pariente aludido escribía alguno de los textos de su especialidad en la sala de su casa, cerca de donde una hija, sentada sobre las piernas del novio cubano, recibía llamadas que le hacía desde París el amante francés.

Las contingencias de géneros podrían ser otras, y a estas alturas no está uno para escandalizarse por minucias, ni para meterse en los berenjenales de la chismografía, que pocas berenjenas da, y ninguna buena. Es más productivo recordar el discurso con que Lenin, el casi olvidado líder bolchevique, trasmitió a los jóvenes comunistas de la naciente Unión Soviética una idea-brújula: la moral socialista se basa en la honradez con que se asuma, se administre y se defienda la propiedad social, no en los frustrantes melindres de la moralina, que sataniza el uso de las entrepiernas y es harto propensa a las simulaciones.



No hay que transitar por los vericuetos de la mojigatería, ni desconocer un hecho: el ideal del matrimonio por amor es un invento bastante reciente en la historia de la humanidad. En el inicio fueron las relaciones sexuales por el instinto hormonal y reproductivo que el ser humano heredó de sus ancestros irracionales –o más irracionales que él (y ella)–, y que, al igual que otros atavismos, perduran como fuerza generatriz. Quede para otro momento el tratar las relaciones entre el sentido de la moral sustentado por Lenin y los caminos recorridos desde el matrimonio por imposición o contrato hasta la tierna posibilidad del nexo por amor.

Rocemos ahora uno de los recursos más perversos entre los empleados por quienes burlan para su provecho la propiedad social, incluido el derecho a ejercer el pensamiento propio y la palabra que lo expresa. El recurso en cuestión ha consistido en identificar moral y moralina, con lo cual la primera se desacredita, para facilitar actos contra la propiedad que debe ser de veras social.

Los valores se anulan cuando se reducen a frases, sean consignas políticas o postulados supuestamente científicos, o religiosos. Difícilmente haya formulación teórica superior en alcance a la conocida máxima del héroe puertorriqueño Pedro Albizu Campos. Sustitúyase en ella hombre por ser humano, y será irrebatible: "El valor más permanente en el ser humano es el valor". De este depende la robustez de todos los demás que se tenga o se quiera tener.



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