SOBRE LA CUESTIÓN DEL ESTADO
Por Miguel Urbano Rodrigues
En un texto de cuatro decenas de páginas,
publicado en 1967 en el Militante*, Álvaro Cunhal define la Cuestión del
Estado como la Cuestión Central de Cada Revolución.
En ese ensayo retoma una tesis leninista
fundamental.
Al final del siglo XIX, el socialdemócrata
alemán Eduard Bernstein sustentó que era posible derrotar a la burguesía y
transformar radicalmente la sociedad en un marco institucional (el bismarkiano)
sin necesidad de una revolución. Para Bernstein «el movimiento (léase reformas)
es casi todo». Esa posición, denunciada como oportunista y capitulante por Rosa
Luxemburgo y Lenin, señaló el inicio de una ruptura con el marxismo de partidos
y organizaciones que hasta ese momento defendían la toma del poder por la clase
obrera por la vía revolucionaria.
La destrucción del capitalismo en Rusia tras la
Revolución de Octubre, concebida y dirigida por el Partido Bolchevique, no puso
fin a la polémica en torno a una cuestión central: ¿es posible construir el
socialismo en un país utilizando las instituciones creadas por la burguesía
para lograr sus objetivos?
El golpe de estado de Pinochet (ideado en los
EUA) como desenlace sangriento de los Mil Días de la Unidad Popular chilena fue
una respuesta de la Historia a aquellos que insistían en defender la «vía
pacífica» para la construcción del socialismo utilizando el estado burgués.
Transcurrido un cuarto de siglo, las sucesivas
victorias electorales de Hugo Chávez en Venezuela reactualizaron el debate
sobre el tema. El fallecimiento prematuro del líder de la Revolución
Bolivariana, no solamente confirmó que su evolución estuvo desde el inicio
decisivamente condicionada por el factor subjetivo, sino que abre interrogantes
acerca del rumbo del proceso.
Álvaro Cunhal recuerda en su trabajo que Lenin
insistía que, conquistado el poder, el proletariado no se puede limitar a
gestionar el aparato del estado burgués; tiene que destruirlo y sustituirlo por
un nuevo Estado.
Es útil recordar que al regresar a Rusia tras la
Revolución de Febrero, Lenin se pronunció contra cualquier forma de
colaboración con el gobierno del príncipe Lvov. Al exigir en las Tesis de Abril
“Todo el Poder para los Soviets”, el gran revolucionario, en un marco de
dualidad de poderes, imprimió una alteración súbita en la estrategia del
Partido. Meses después, al escribir El Estado y la Revolución, profundizó
la crítica a las ilusiones de cooperación con la burguesía (el gobierno de Kerensky),
retomando enseñanzas de Marx.
Obviamente que la situación en Europa en este
inicio del segundo milenio es muy diferente de la existente en la Rusia de
1917. Pero hay lecciones de la Historia que permanecen vigentes. Álvaro Cunhal
pone énfasis en una de ellas en 1l967 al recordar que siendo el Estado burgués
«un instrumento de dominación de una clase sobre otras clases», será preciso
destruirlo y sustituirlo por un Estado diferente, cuando el pueblo conquiste el
poder.
No perdió actualidad el lúcido ensayo del
añorado secretario general del PCP.
Transcurrido casi medio siglo, en una Europa
dominada por el gran capital, cuando muchos partidos comunistas se han
socialdemocratizado, persisten en fuerzas y organizaciones progresistas
ilusiones sobre la llamada democracia representativa. Condenan el imperialismo
y el capitalismo, pero, ante la inexistencia a medio plazo de condiciones
subjetivas para el surgimiento de situaciones prerrevolucionarias, adoptan
estrategias reformistas, integradas en el sistema. Actúan como si a través de
las instituciones pudiesen un día llegar al gobierno. El Partido de la
Izquierda Europea y partidos como la Syriza griega son en la práctica
inofensivos para el Estado burgués y sirven a sus objetivos. Practican una
forma de oportunismo que se manifiesta inclusive en el lenguaje político de los
dirigentes. Admitir por ejemplo que las dictaduras de la burguesía europeas de
fachada democrática son formas de democracia política es un grave error.
Obviamente que los partidos que combaten por el
socialismo deben participar en los parlamentos y luchar en ellos por reformas
revolucionarias. Ya Lenin atribuía importancia a ese tipo de intervención. Pero
sin ilusiones. Su función debe ser el combate al sistema, sin la perspectiva de
eventual cooperación con partidos burgueses, ni en el parlamento, ni fuera de
él. Las reformas de contenido revolucionario son, hay que subrayarlo, inviables
en el ámbito de instituciones controladas por el capital.
MARX Y LA
CUESTIÓN DEL ESTADO
En una entrevista reciente a una web vasca, Boltxe
(in La Haine,18.5.14), comentando la crisis estructural del
capitalismo, destaqué el explosivo renacimiento del marxismo. Contrariando a
las profecías de los intelectuales anticomunistas, se multiplican hoy en Europa
y en América, los congresos y seminarios sobre la obra y el pensamiento de Karl
Marx. En Francia -un ejemplo- el curso sobre Marx en la Sorbona, promovido por
el filósofo e historiador Jean Salem, es un éxito, acompañado en Internet por
más de 30.000 personas.
Ese interés de las nuevas generaciones por el
marxismo confirma su vitalidad como ideología creadora y dinámica, tal como la
concibió Marx -un instrumento revolucionario indispensable a la comprensión del
mundo actual y a su transformación a través de luchas contra el capitalismo del
siglo XXI. Éste es hoy diferente de aquel que inspiró al autor de El
Capital, pero hoy como ayer, la explotación del hombre es condición de su
supervivencia. Siendo el capitalismo por su esencia inhumano, no veo para él
otra alternativa que no sea el socialismo.
Como comunista soy consciente de que la palabra
socialismo es susceptible de muchas interpretaciones. Las lecciones de la derrota de la
Unión Soviética y la transformación de Rusia en un país capitalista nos traen,
además, la certeza de que la desaparición del capitalismo no dará origen a un
modelo único de socialismo.
En los últimos años surgieron obras muy
importantes de filósofos marxistas revolucionarios. Citaré entre otros, a
aquéllos cuyos trabajos merecen un estudio atento, el italiano Doménico Losurdo
y el francés Georges Labica.
Ambos, destaco, coinciden con Álvaro
Cunhal en la conclusión de que es indispensable, cuando un partido
marxista-leninista toma el poder, destruir por la raíz el Estado burgués. El
resultado de la experiencia chilena -nunca está de más recordar esa evidencia–
demostró con claridad meridiana la imposibilidad de utilizar con éxito el
aparato de Estado creado por la burguesía para imponer un sistema incompatible
con los objetivos de ésta. El rumbo de los acontecimientos en la Venezuela
Bolivariana y en Bolivia también está confirmando que la denominada «vía
pacífica al socialismo» es una tesis romántica.
MARX Y LA EXTINCIÓN DEL ESTADO
Es sin embargo ilusorio e ingenuo creer que por
sí sola la destrucción del aparato del Estado burgués resuelve el problema de
la construcción, función y naturaleza del Estado socialista. Lenin, tras la
victoria de la Revolución de Octubre, alertó al Partido sobre los tremendos
desafíos de la transición en el futuro inmediato.
Losurdo plantea concretamente una cuestión
teórica fundamental sobre la transición del capitalismo a una sociedad
socialista humanizada, sin explotadores ni explotados. En Marx no se encuentra
respuesta a esa cuestión crucial.
Losurdo no critica directamente la tesis
marxista de la extinción gradual del Estado. Pero recuerda, con alguna
frustración, las respuestas que la Historia dio al tema en sociedades en las
cuales partidos comunistas, tomado el poder, iniciaron la construcción del
socialismo. El Estado burgués, destruido, fue en ellos sustituido, en un contexto
de lucha de clases exacerbada, por un Estado de transición. La meta, distante,
era el comunismo tras la construcción del socialismo.
Pero en ninguna de esas experiencias
revolucionarias el nuevo Estado edificado por el Partido sobre las ruinas del
Estado burgués preexistente se encaminó con el tiempo para la extinción, como
preveía Marx. Ocurrió lo contrario. El Estado, por motivos muy diversos, en
circunstancias históricas diferentes, se fortaleció continuamente. Eso ocurrió
concretamente en La Unión Soviética, en Cuba, en Vietnam. No creo
que los errores y desviaciones cometidos por los partidos comunistas de eses
tres países -y fueron muchos y graves- puedan haber sido la causa determinante
de la no reducción del papel y de la dimensión del Estado socialista. Se
asistió, al contrario, a una hipertrofia del Estado.
La explicación de ese fenómeno político, social
y económico, algo no previsto por Marx, la encontramos –admito- en el hombre,
en la resistencia del ser humano a transformarse a sí mismo en beneficio
propio.
La humanidad realizó conquistas prodigiosas en
el dominio de la ciencia y de la técnica. La vida es hoy totalmente diferente
de lo que era en la Atenas de Pericles. Pero el hombre del Siglo XXI no es
mejor ni más inteligente de lo que eran Platón y Aristóteles. El homo
sapiens contemporáneo, con sus virtudes, vicios y aspiraciones, no difiere
mucho en su capacidad de amar, sentir y luchar del ateniense del siglo V A.C.,
o del ciudadano de Jerusalén de la época de Jesús.
El hombre
nuevo, por ahora, continua siendo una aspiración, un ser mítico. La
aparición rapidísima en la Rusia de Yeltsin de millones de hombres antiguos, con todos los
estigmas del capitalismo, requiere reflexión.
La transición del capitalismo al socialismo será
mucho más lenta de lo que Karl Marx pronosticó.
En el monstruoso engranaje al servicio del
capital que es hoy la Unión Europea, la probabilidad de rupturas
revolucionarias en los países periféricos, sometidos al imperialismo europeo,
es mínima en la actual coyuntura, incluso en aquellos en los que existen
condiciones objetivas favorables.
Esa convicción no implica que los comunistas
bajen los brazos en la lucha contra el capitalismo.
La opción comunista exige una disponibilidad
permanente para el combate contra el capitalismo como enemigo de la humanidad.
La advertencia de Rosa Luxemburgo sobre la
antinomia socialismo o barbarie no perdió actualidad. Está en las manos de la
Humanidad optar por su continuidad o extinción.
Las revoluciones no son predefinidas. Tuve el
privilegio de ser testigo de algunas y participé modestamente en la luminosa y
breve saga del 25 de Abril y en la lucha por la defensa de sus
conquistas.
Sé que mi vida útil se aproxima al final. Pero
mi compromiso como comunista no es con el calendario y sí con los principios y
valores por los cuales combatí –el ideario que otorgó sentido a mi existencia.
Veo como ingenua la esperanza de que las
revoluciones futuras sean obra de los movimientos sociales. El espontaneísmo no
hace historia profunda. La lucha de clases continúa siendo el motor de la
Historia. Es al partido revolucionario marxista-leninista de nuevo tipo a quien
cabe liderarla como vanguardia.
De momento no están creadas las condiciones
subjetivas para revoluciones socialistas en el futuro inmediato. Pero el capitalismo
no tiene soluciones para salvar de la destrucción su monstruoso proyecto de
dominación universal. Está condenado a desaparecer. Entró ya en un lento
proceso de implosión.
La marea de la lucha de clases sube. Y la
convergencia de muchas luchas en muchos países será fatal para el capitalismo.
Serpa y Vila Nova de
Gaia, julio de 2014
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