El trabajo académico, el asalto neoliberal a las
universidades y cómo debería ser la educación superior
Por: Noam Chomsky
3
MARZO 2014
En
este artículo: Academia, neoliberalismo
Lo
que sigue es la traducción castellana de una transcripción editada en inglés de
un conjunto de observaciones realizadas por Noam Chomsky vía Skype el pasado 4
de febrero para una reunión de afiliados y simpatizantes del sindicato
universitario asociado a la Unión de Trabajadores del Acero (Adjunct Faculty
Association of the United Steelworkers) en Pittsburgh,
PA. Las manifestaciones del profesor Chomsky se produjeron en
respuesta a preguntas de Robin Clarke, Adam Davis, David
Hoinski, Maria Somma, Robin J. Sowards, Matthew Ussia y Joshua Zelesnick. La
transcripción escrita de las respuestas orales la realizó Robin J.
Sowards y la edición y redacción corrió a cargo del propio Noam Chomsky. La traducción
castellana del texto ingles la realizó para www.sinpermiso.info Mínima Estrella.
Sobre
la contratación temporal de profesores y la desaparición de la carrera
académica
Eso es parte del modelo de negocio. Es lo mismo que la
contratación de temporales en la industria o lo que los de Wall Mart llaman
“asociados”, empleados sin derechos sociales ni cobertura sanitaria o de
desempleo, a fin de reducir costes laborales e incrementar el servilismo laboral. Cuando las
universidades se convierten en empresas, como ha venido ocurriendo harto
sistemáticamente durante la última generación como parte de un asalto
neoliberal general a la población, su modelo de negocio entraña que lo que
importa es la línea de base. Los propietarios efectivos son los fiduciarios (o
la legislatura, en el caso de las universidades públicas de los estados
federados), y lo que quieren [es] mantener los costos bajos y asegurarse de que el
personal laboral es dócil y obediente. Y en substancia, la formas de
hacer eso son los temporales. Así como la contratación de trabajadores
temporales se ha disparado en el período neoliberal, en la universidad estamos
asistiendo al mismo fenómeno. La idea es dividir a la sociedad en dos
grupos. A uno de los grupos se le llama a veces “plutonomía” (una palabra usada por Citibank cuando hacía publicidad
entre sus inversores sobre
la mejor forma de invertir fondos), el sector en la cúspide de una riqueza
global pero concentrada sobre todo en sitios como los EEUU. El otro grupo, el
resto de la población, es un “precariado”,
gentes que viven una existencia precaria.
Esa
idea asoma de vez en cuando de forma abierta. Así, por ejemplo, cuando Alan Greenspan testificó
ante el Congreso en
1997 sobre las maravillas de la economía que estaba dirigiendo, dijo
redondamente que una de las bases de su éxito económico era que estaba
imponiendo lo que él mismo llamó “una mayor inseguridad en los trabajadores”.
Si los trabajadores están más inseguros, eso es muy “sano” para la sociedad,
porque si los trabajadores están inseguros, no exigirán aumentos salariales, no
irán a la huelga, no reclamarán derechos sociales: servirán a sus amos tan
donosa como pasivamente. Y eso es óptimo para la salud económica de las grandes
empresas. En su día, a todo el mundo le pareció muy razonable el comentario de
Greenspan, a juzgar por la falta de reacciones y los aplausos registrados.
Bueno, pues transfieran eso a las universidades: ¿cómo conseguir una mayor
“inseguridad” de los trabajadores? Esencialmente, no garantizándoles el empleo,
manteniendo a la gente pendiente de un hilo que puede cortarse en cualquier
momento, de manera que mejor que estén con la boca cerrada, acepten salarios
ínfimos y hagan su trabajo; y si por ventura se les permite servir bajo tan
miserables condiciones durante un año más, que se den con un canto en los
dientes y no pidan más. Esa es la manera como se consiguen
sociedades eficientes y sanas desde el punto de vista de las empresas.
Y en la medida en que las universidades avanzan por la vía de un modelo de
negocio empresarial, la precariedad es exactamente lo que se impone. Y más que
veremos en lo venidero.
Ese
es un aspecto, pero otros aspectos que resultan también harto familiares en la
industria privada: señaladamente, el aumento de estratos administrativos y
burocráticos. Si tienes que controlar la gente, tienes que disponer de una
fuerza administrativa que lo haga. Así, en la industria norteamericana más que en
cualquier otra parte, se acumula estrato ad administrativo tras estrato
administrativo: una suerte de despilfarro económico, pero útil para el control
y la dominación. Y lo mismo vale para las universidades. En
los pasados 30 0 40 años se ha registrado un aumento drástico en la proporción
del personal administrativo en relación el profesorado y los estudiantes de las
facultades: profesorado y estudiantes han mantenido la proporción entre ellos, pero
la proporción de administrativos se ha disparado. Un conocido
sociólogo, Benjamin Ginsberg, ha escrito un muy buen libro titulado The
Fall of the Faculty: The Rise of the All-Administrative University and Why It
Matters (Oxford
University Press, 2011), en el que se describe con detalle el estilo
empresarial de administración y niveles burocráticos multiplicados. Ni que
decir tiene, con administradores profesionales más que bien pagados: los
decanos, por ejemplo, que antes solían miembros de la facultad que dejaban la
labor docente para servir como gestores con la idea de reintegrarse a la
facultad al cabo de unos años. Ahora son todos profesionales, que tienen que
contratar a vicedecanos, secretarios, etc., etc., toda la proliferación de
estructura que va con los administradores. Todo eso es otro aspecto del modelo
empresarial.
Pero
servirse
de trabajo barato –y vulnerable—
es una práctica de negocio que se remonta a los inicios mismos de la empresa
privada, y los sindicatos nacieron respondiendo a eso. En las
universidades, trabajo barato, vulnerable, significa ayudantes y estudiantes
graduados. Los estudiantes graduados son todavía más vulnerables, huelga
decirlo, La idea es transferir la instrucción a trabajadores precarios, lo que
mejora la disciplina y el control, pero también permite la transferencia de
fondos a otros fines muy distintos de la educación. Los costos, claro
está, los pagan los estudiantes y las gentes que se ven arrastradas a esos
puestos de trabajo vulnerables. Pero es un rasgo típico de una sociedad
dirigida por la mentalidad empresarial transferir los costos a la gente. Los
economistas cooperan tácitamente en eso. Así, por ejemplo, imaginen que
descubren un error en su cuenta corriente y llaman al banco para tratar de
enmendarlo. Bueno, ya saben ustedes lo que pasa. Usted les llama por teléfono,
y le sale un contestador automático con un mensaje grabado que le dice: “Le
queremos mucho, y ahí tiene un menú”. Tal vez el menú ofrecido contiene lo que
usted busca, tal vez no. Si acierta a elegir la opción ofrecida correcta, lo
que escucha a continuación es una musiquita, y de rato en rato una voz que le
dice: “Por favor, no se retire, estamos encantados de servirle”, y así por el
estilo. Al final, transcurrido un buen tiempo, una voz humana a la que poder
plantearle una breve cuestión. A eso los economistas le llaman
“eficiencia”. Con medidas económicas, ese sistema reduce
los costos laborales del banco; huelga decir que le carga los costos a usted, y
esos costos han de multiplicarse por el número de usuarios, que puede ser
enorme: pero eso no cuenta como coste en el cálculo económico. Y si
miran ustedes cómo funciona la sociedad, encuentran eso por doquiera. Del mismo
modo, la universidad impone costos a los estudiantes y a un personal docente que, además
de tenerlo apartado de la carrera académica, se le mantiene en una condición
que garantiza un porvenir sin seguridad. Todo eso resulta perfectamente
natural en los modelos de negocio empresariales. Es nefasto para la educación,
pero su objetivo no es la educación.
En
efecto, si echamos una mirada más retrospectiva, la cosa se revela más profunda
todavía. Cuando todo esto empezó, a comienzos de los 70, suscitaba mucha
preocupación en todo el espectro político establecido el activismo de los 60,
comúnmente conocidos como “la época de los líos”. Fue una “época de líos”
porque el país se estaba civilizando [con las luchas por los derechos civiles],
y eso siempre es peligroso. La gente se estaba politizando y se comprometía con
la conquista de derechos para los grupos llamados “de intereses especiales”:
las mujeres, los trabajadores, los campesinos, los jóvenes, los viejos, etc.
Eso llevó a una grave reacción, conducida de forma prácticamente abierta. En el
lado de la izquierda liberal del establishment, tenemos un libro llamado The Crisis of Democracy: Report on the
Governability of Democracies to the Trilateral Commission, compilado por Michel
Crozier, Samuel P. Huntington y Joji Watanuki (New York University Press, 1975)
y patrocinado por la Comisión Trilateral una organización de liberales
internacionalistas. Casi toda la administración Carter se reclutó entre sus filas. Estaban
preocupados por lo que ellos llamaban la “crisis de la democracia” y que no
dimanaba de otra cosa del exceso de democracia. En los 60 la población
–los “intereses especiales” mencionados— presionaba para conquistar derechos
dentro de la arena política, lo que se traducía en demasiada presión sobre el
Estado: no podía ser. Había un interés especial que dejaban de
lado, y es a saber: el del sector granempresarial; porque sus intereses
coinciden con el “interés nacional”. Se supone que el sector
graempresarial controla al Estado, de modo que no hay ni que hablar de sus
intereses. Pero los “intereses especiales” causaban problemas, y estos
caballeros llegaron a la conclusión de que “tenemos que tener más moderación en
la democracia”: el público tenía que volver a ser pasivo y regresar a la apatía. De
particular preocupación les resultaban las escuelas y las universidades, que,
decían, no cumplían bien su tarea de “adoctrinar a los jóvenes”
convenientemente: el activismo estudiantil –el movimiento de derechos civiles,
el movimiento antibelicista, el movimiento feminista, los movimientos
ambientalistas— probaba que los jóvenes no estaban correctamente adoctrinados.
Bien, ¿cómo adoctrinar a los jóvenes? Hay más de una forma.
Una forma es cargarlos con deudas desesperadamente pesadas para sufragar sus
estudios.
La
deuda es una trampa, especialmente la deuda estudiantil, que es enorme, mucho
más grande que el volumen de deuda acumulada en las tarjetas de crédito.
Es
una trampa para el resto de su vida porque las leyes están diseñadas para que
no puedan salir de ella. Si, digamos, una empresa incurre en demasiada
deuda, puede declararse en quiebra. Pero si los estudiantes suspenden pagos,
nunca podrán conseguir una tarjeta de la seguridad social. Es una técnica de
disciplinamiento. No digo yo que eso se hiciera así con tal propósito, pero
desde luego tiene ese efecto. Y resulta harto difícil de defender en términos
económicos. Miren ustedes un poco lo que pasa por el mundo: la educación superior
es en casi todas partes gratuita. En los países con los mejores niveles
educativos, Finlandia (que anda en cabeza), pongamos por caso, la educación
superior es pública y gratuita. Y en un país rico y exitoso como Alemania es
pública y gratuita. En México, un país pobre que, sin embargo, tiene niveles de
educación muy decentes si atendemos a las dificultades económicas a las que se
enfrenta, es pública y gratuita. Pero miren lo que pasa en los EEUU:
si nos remontamos a los 40 y los 50, la educación superior se acercaba mucho a
la gratuidad. La Ley GI ofreció educación superior gratuita a una gran
cantidad de gente que jamás habría podido acceder a la universidad. Fue
muy bueno para ellos y fue muy bueno para la economía y para la sociedad; fue
parte de las causas que explican la elevada tasa de crecimiento económico.
Incluso en las entidades privadas, la educación llegó a ser prácticamente
gratuita. Yo, por ejemplo: entré en la facultad en 1945, en una
universidad de la Ivy League, la Universidad de Pensilvania, y la matrícula
costaba 100 dólares. Eso serían unos 800 dólares de hoy. Y era muy fácil
acceder a una beca, de modo que podías vivir en casa, trabajar e ir a la
facultad, sin que te costara nada. Lo que ahora ocurre es ultrajante.
Tengo nietos en la universidad que tienen que pagar la matrícula y trabajar, y
es casi imposible. Para los estudiantes, eso es una técnica disciplinaria.
Y otra técnica de adoctrinamiento es cortar el contacto de
los estudiantes con el personal docente: clases grandes, profesores temporales
que, sobrecargados de tareas, apenas pueden vivir con un salario de ayudantes. Y puesto que no tienes
seguridad en el puesto de trabajo, no puedes construir una carrera, no puedes
irte a otro sitio y conseguir más. Todas esas son técnicas de disciplinamiento,
de adoctrinamiento y de control. Y es muy similar a lo que uno espera que
ocurra en una fábrica, en la que los trabajadores fabriles han de ser
disciplinados, han de ser obedientes; y se supone que no deben desempeñar
ningún papel en, digamos, la organización de la producción o en la determinación
del funcionamiento de la planta de trabajo: eso es cosa de los ejecutivos. Esto
se transfiere ahora a las universidades. Y yo creo que nadie que tenga algo de
experiencia en la empresa privada y en la industria debería sorprenderse; así
trabajan.
Sobre
cómo debería ser la educación superior
Para
empezar, deberíamos desechar toda idea de que alguna vez hubo una “edad de
oro”. Las cosas eran distintas, y en ciertos sentidos, mejores en el pasado,
pero distaban mucho de ser perfectas. Las universidades tradicionales eran, por
ejemplo, extremadamente jerárquicas, con muy poca participación democrática en
la toma de decisiones. Una parte del activismo de los 60 consistió
en el intento de democratizar las universidades, de incorporar, digamos, a
representantes estudiantiles a las juntas de facultad, de animar al personal no
docente a participar. Esos esfuerzos se hicieron por iniciativa de los
estudiantes, y no dejaron de tener cierto éxito. La mayoría de universidades
disfrutan ahora de algún grado de participación estudiantil en las decisiones
de las facultades. Y yo creo que ese es el tipo de cosas que deberíamos ahora
seguir promoviendo: una institución democrática en la que la gente que está en
la institución, cualquiera que sea (profesores ordinarios, estudiantes,
personal no docente) participan en la determinación de la naturaleza de la
institución y de su funcionamiento; y lo mismo vale para las fábricas.
No
son estas ideas de izquierda radical, por cierto. Proceden directamente del
liberalismo clásico. Si leéis, por ejemplo, a John Stuart Mill, una figura
capital de la tradición liberal clásica, verán que daba por descontado que los
puestos de trabajo tenían que ser gestionados y controlados por la gente que
trabajaba en ellos: eso es libertad y democracia (véase, por ejemplo, John
Stuart Mill, Principles of Political Economy, book 4, ch. 7).
Vemos las mismas ideas en los EEUU. En los Caballeros del Trabajo, pongamos por
caso: uno de los objetivos declarados de esta organización era “instituir
organizaciones cooperativas que tiendan a superar el sistema salarial
introduciendo un sistema industrial cooperativo” (véase la“Founding Ceremony” para las nuevas
asociaciones locales). O piénsese en alguien como John Dewey, un filósofo
social de la corriente principal del siglo XX, quien no sólo abogó por una
educación encaminada a la independencia creativa, sino también por el control
obrero en la industria, lo que él llamaba “democracia industrial”. Decía que
hasta tanto las instituciones cruciales de la sociedad –producción, comercio,
transporte, medios de comunicación— no estén bajo control democrático, la
“política [será] la sombra proyectada en el conjunto de la sociedad por la gran
empresa” (John Dewey, “The
Need for a New Party”[1931]).
Esta idea es casi elemental, y echa raíces profundas en la historia
norteamericana y en el liberalismo clásico; debería constituir una suerte de
segunda naturaleza de la gente, y debería valer igualmente para las
universidades. Hay ciertas decisiones en una universidad donde no puedes querer
transparencia democrática porque tienes que preservar la privacidad
estudiantil, pongamos por caso, y hay varios tipos de asuntos sensibles, pero
en el grueso de la actividad universitaria normal no hay razón para no
considerar la participación directa como algo, no ya legítimo, sino útil. En mi
departamento, por ejemplo, hemos tenido durante 40 años representantes
estudiantiles que proporcionaban una valiosa ayuda con su participación en las
reuniones de departamento.
Sobre
la “gobernanza compartida” y el control obrero
La
universidad es probablemente la institución social que más se acerca en nuestra
sociedad al control obrero democrático. Dentro de un departamento, por ejemplo, es
bastante normal que al menos para los profesores ordinarios tenga capacidad
para determinar una parte substancial de las tareas que conforman su trabajo:
qué van a enseñar, cuando van a dar las clases, cuál será el programa.
Y el grueso de las decisiones sobre el trabajo efectuado en la facultad cae en
buena medida bajo el control del profesorado ordinario. Ahora, ni que decir tiene, hay
un nivel administrativo superior al que no puedes ni eludir ni controlar. La
facultad puede recomendar a alguien para ser profesor titular, pongamos por
caso, y estrellarse contra el criterio de los decanos o del rector, o incluso
de los patronos o de los legisladores. No es que ocurra muy a menudo, pero
puede ocurrir y ocurre. Y eso es parte de la estructura de fondo que,
aun cuando siempre ha existido, era un problema menor en los tiempos en que la
administración salía elegida por la facultad y era en principio revocable por
la facultad. En un sistema representativo, necesitas tener a alguien haciendo
labores administrativas, pero tiene que poder ser revocable, sometido como está
a la autoridad de las gentes a las que administra. Eso es cada vez
menos verdad. Hay más y más administradores profesionales, estrato sobre
estrato, con más y más posiciones cada vez más remotas del control de las
facultades. Me referí antes a The Fall of the Faculty de
Benjamin Ginsberg, un libro que entra en un montón de detalles sobre el
funcionamiento de varias universidades a las que sometió a puntilloso
escrutinio: Johns Hopkins, Cornell y muchas otras.
El profesorado universitario ha venido siendo más y más
reducido a la categoría de trabajadores temporales a los que se asegura una
precaria existencia sin acceso a la carrera académica. Tengo conocidos que
son, en efecto, lectores permanentes; no han logrado el estatus de profesores
ordinarios; tienen que concursar cada año para poder ser contratados otra vez.
No deberían ocurrir estas cosas, no deberíamos permitirlo. Y en el caso de los
ayudantes, la cosa se ha institucionalizado: no se les permite ser miembros del
aparato de toma de decisiones y se les excluye de la seguridad en el puesto de
trabajo, lo que no sirve sino para amplificar el problema. Yo creo que el personal no
docente debería ser integrado también en la toma de decisiones, porque también
forman parte de la universidad. Así que hay un montón que hacer, pero creo
que se puede entender fácilmente por qué se desarrollan esas tendencias. Son
parte de la imposición del modelo de negocios en todos y cada uno de los
aspectos de la vida. Esa es la ideología neoliberal bajo la que el grueso del
mundo ha estado viviendo en los últimos 40 años. Es muy dañina para la gente, y
ha habido resistencias a ella. Y es digno de mención el que al menos dos partes
del mundo han logrado en cierta medida escapar de ella: el Este asiático, que
nunca la aceptó realmente, y la América del Sur de los últimos 15 años.
Sobre
la pretendida necesidad de “flexibilidad”
“Flexibilidad”
es una palabra muy familiar para los trabajadores industriales. Parte de la
llamada “reforma laboral” consiste en hacer más “flexible” el trabajo, en
facilitar la contratación y el despido de la gente. También esto es un modo de
asegurar la maximización del beneficio y el control. Se supone que la
“flexibilidad” es una buena cosa, igual que la “mayor inseguridad de los
trabajadores”. Dejando ahora de lado la industria, para la que vale lo mismo,
en las universidades eso carece de toda justificación. Pongamos un caso en el
que se registra submatriculación en algún sitio. No es un gran problema. Una de
mis hijas enseña en una universidad; la otra noche me llamó y me contó que su
carga lectiva cambiaba porque uno de los cursos ofrecidos había registrado
menos matrículas de las previstas. De acuerdo, el mundo no se acabará, se
limitaron a reestructurar el plan docente: enseñas otro curso, o una sección
extra, o algo por el estilo. No hay que echar a la gente o hacer inseguro su
puesto de trabajo a causa de la variación del número de matriculados en los
cursos. Hay mil formas de ajustarse a esa variación. La idea de que el trabajo debe
someterse a las condiciones de la “flexibilidad” no es sino otra técnica
corriente de control y dominación. ¿Por qué no hablan de despedir a los
administradores si no hay nada para ellos este semestre? O a
los patronos: ¿para qué sirven? La situación es la misma para los altos
ejecutivos de la industria; si el trabajo tiene que ser flexible, ¿por qué no
la gestión ejecutiva? El grueso de los altos ejecutivos son harto
inútiles y aun dañinos, así que ¡librémonos de ellos! Y así
indefinidamente. Sólo para comentar noticias de estos últimos días, pongamos el
caso de Jamie Dimon, el presidente del consejo de administración del banco JP
Morgan Chase: acaba de recibir un substancial incremento
en sus emolumentos,
casi el doble de su paga habitual, en agradecimiento por haber salvado al banco
de las acusaciones penales que habrían mandado a la cárcel a sus altos
ejecutivos: todo quedó en multas por un monto de 20 mil millones de dólares por
actividades delictivas probadas. Bien, podemos imaginar que librar de alguien
así podría ser útil para la economía. Pero no se habla de eso cuando se habla
de ”reforma laboral”. Se habla de gente trabajadora que tiene que
sufrir, y tiene que sufrir por inseguridad, por no saber de dónde sacarán el
pan mañana: así se les disciplina y se les hace obedientes para que no
cuestionen nada ni exijan sus derechos. Esa es la forma de operar de los
sistemas tiránicos. Y el mundo de los negocios es un sistema
tiránico. Cuando se impone a las universidades, te das cuenta de que
refleja las mismas ideas. No debería ser un secreto.
Sobre
el propósito de la educación
Se
trata de debates que se retrotraen a la Ilustración, cuando se plantearon
realmente las cuestiones de la educación superior y de la educación de masas,
no sólo la educación para el clero y la aristocracia. Y hubo básicamente dos
modelos en discusión en los siglos XVIII y XIX. Se discutieron con energía
harto evocativa. Una imagen de la educación era la de un vaso que se llena,
digamos, de agua. Es lo que ahora llamamos “enseñar
para el examen”: viertes agua en el vaso y luego el vaso devuelve el agua.
Pero es un vaso bastante agujereado, como todos hemos tenido ocasión de
experimentar en la escuela: memorizas algo en lo que no tienes mucho interés
para poder pasar un examen, y al cabo de una semana has olvidado de qué iba el
curso. El modelo de vaso ahora se llama “ningún
niño a la zaga”, “enseñar para el examen”, “carrera a la cumbre”, y cosas por el estilo en las distintas
universidades. Los pensadores de la Ilustración se opusieron a ese modelo.
El otro modelo se describía como lanzar una cuerda por la
que el estudiante pueda ir progresando a su manera y por propia iniciativa, tal
vez sacudiendo la cuerda, tal vez decidiendo ir a otro sitio, tal vez
planteando cuestiones. Lanzar la cuerda significa imponer cierto tipo de
estructura. Así, un programa educativo, cualquiera que sea, un curso de física
o de algo, no funciona como funciona cualquier otra cosa; tiene cierta
estructura. Pero su objetivo consiste en que el estudiante adquiera la
capacidad para inquirir, para crear, para innovar, para desafiar: eso es la
educación. Un físico mundialmente célebre cuando, en sus cursos para primero de
carrera, se le preguntaba “¿qué parte del programa cubriremos este semestre?”,
contestaba: “no importa lo que cubramos, lo que importa es lo que descubráis vosotros”.
Tenéis que ganar la capacidad y la autoconfianza en esta asignatura para
desafiar y crear e innovar, y así aprenderéis; así haréis vuestro el material y
seguir adelante. No es cosa de acumular una serie fijada de hechos que luego podáis
soltar por escrito en un examen para olvidarlos al día siguiente.
Son dos modelos radicalmente distintos de educación. El
ideal de la Ilustración era el segundo, y yo creo que el ideal al que
deberíamos aspirar. En eso consiste la educación de verdad, desde el jardín de
infancia hasta la universidad. Lo cierto es que hay programas de ese tipo
para los jardines de infancia, y bastante buenos.
Sobre
el amor a la docencia
Queremos,
desde luego, gente, profesores y estudiantes, comprometidos en actividades que
resulten satisfactorias, disfrutables, actividades que sean desafíos, que
resulten apasionantes. Yo no creo que eso sea tan difícil. Hasta los niños
pequeños son creativos, inquisitivos, quieren saber cosas, quieren entenderlas,
y a no ser que te saquen eso a la fuerza de la cabeza, el anhelo perdura de por
vida. Si tienes oportunidades para desarrollar esos compromisos y preocuparte
por esas cosas, son las más satisfactorias de la vida. Y eso vale lo mismo para
el investigador en física que para el carpintero; tienes que intentar crear
algo valioso, lidiar con problemas difíciles y resolverlos. Yo creo que eso es
lo que hace del trabajo el tipo de actividad que quieres hacer; y la haces aun
cuando no estés obligado a hacerla. En una universidad que funcione
razonablemente, encontrarás gente que trabaja todo el tiempo porque les gusta
lo que hacen; es lo que quieren hacer; se les ha dado la oportunidad, tienen
los recursos, se les ha animado a ser libres e independientes y creativos: ¿qué
mejor que eso? Y eso también puede hacerse en cualquier nivel.
Vale
la pena reflexionar un poco sobre algunos de los programas educativos
imaginativos y creativos que se desarrollan en los distintos niveles. Así, por
ejemplo, el otro día alguien me contaba de un programa que usa en las
facultades, un programa de ciencia en el que se plantea a los estudiantes una
interesante cuestión: “¿Cómo puede ser que un mosquito vuela bajo la lluvia?”
Difícil cuestión, cuando se piensa un poco en ella. Si algo impactara en un ser
humano con la fuerza de una gota de agua que alcanza a un mosquito, lo abatiría
inmediatamente. ¿Cómo puede, pues, el mosquito evitar el aplastamiento inmediato?
¿Cómo puede seguir volando? Si quieres seguir dándole vueltas a este asunto
–dificilísimo asunto—, tienes que hacer incursiones en las matemáticas, en la
física y en la biología y plantearte cuestiones lo suficientemente difíciles
como para verlas como un desafío que despierta la necesidad de responderlas.
Eso
es lo que debería ser la educación en todos los niveles, desde el jardín de
infancia. Hay programas para jardines de infancia en los que se da a cada niño,
por ejemplo, una colección de pequeñas piezas: guijarros, conchas, semillas y
cosas por el estilo. Se propone entonces a la clase la tarea de descubrir
cuáles son las semillas. Empieza con lo que llaman una “conferencia
científica”: los nenes hablan entre sí y tratan de imaginarse cuáles son semillas.
Y, claro, hay algún maestro que orienta, pero la idea es dejar que los niños
vayan pensando. Luego de un rato, intentan varios experimentos tendentes a
averiguar cuáles son las semillas. Se le da a cada niño una lupa y, con ayuda
del maestro, rompe una semilla y mira dentro y encuentra el embrión que hace
crecer a la semilla. Esos niños aprenden realmente algo: no sólo algo sobre las
semillas y sobre lo que las hace crecer; también aprenden algo sobre los
procesos de descubrimiento. Aprenden a gozar con el descubrimiento y la
creación, y eso es lo que te permitirá comportarte de manera independiente
fuera del aula, fuera del curso.
Lo mismo vale para toda la educación, hasta la universidad.
En un seminario universitario razonable, no esperas que los estudiantes tomen
apuntes literales y repitan todo lo que tu digas; lo que esperas es que te
digan si te equivocas, o que vengan con nuevas ideas desafiantes, que abran
caminos que no habían sido pensados antes. Eso es lo que es la educación en
todos los niveles. No consiste en instilar información en la cabeza de alguien que luego
la recitará, sino que consiste en capacitar a la gente para que lleguen a ser
personas creativas e independientes y puedan encontrar gusto en el
descubrimiento y la creación y la creatividad a cualquier nivel o en
cualesquiera dominios a los que les lleven sus intereses.
Sobre
el uso de la retórica empresarial contra el asalto empresarial a la universidad
Eso
es como plantearse la tarea de justificar ante el propietario de esclavos que
nadie debería ser esclavo. Estáis aquí en un nivel de la indagación moral en el
que resulta harto difícil encontrar respuestas. Somos seres humanos con
derechos humanos. Es bueno para el individuo, es bueno para la sociedad y hasta es bueno
para la economía en sentido estrecho el que la gente sea creativa e
independiente y libre. Todo el mundo sale ganando de que la gente sea capaz de
participar, de controlar sus destinos, de trabajar con otros: puede que eso no
maximice los beneficios ni la dominación, pero ¿por qué tendríamos que
preocuparnos de esos valores?
Un
consejo a las organizaciones sindicales de los profesores precarios
Ya
sabéis mejor que yo lo que hay que hacer, el tipo de problemas a los que os
enfrentáis. Seguid adelante y haced lo que tengáis que hacer. No os dejéis
intimidar, no os amedrentéis, y reconoced que el futuro puede estar en nuestras
manos si queremos que lo esté.
Traducción
para www.sinpermiso.info: Miguel de Puñoenrostro
Fuente
original sinpermiso
Tomado
de :
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