La
batalla de Bolonia
José
Carlos Bermejo Barrera
Nuestra presentación de éste nuevo artículo de José Carlos Bermejo Barrera: "La batalla de Bolonia"
Regularmente, cuando leemos materiales de procedencia europea relativos a la academia, sobre todo los que se escriben en España, nos transportamos no a estas lejanas latitudes, sino a los ámbitos de no pocas de nuestras propias universidades, públicas o privadas, en las que, por regla, prevalecen las ópticas educativas de los aún llamados países desarrollados… Esto no es fortuito: no pocos documentos de manufactura académica “propia”, elaborados por personas que se dicen “expertas” en los asuntos “inherentes” a este campo, nos muestran, cual radiografía de la más nítida, que lo que está ocurriendo al otro lado del Atlántico, lamentablemente, está ocurriendo en nuestras propias universidades, mostrándose en ellos, sin exageraciones de ningún tipo, la forma tan artificial, pretenciosa, falsa y hasta ridícula que caracteriza el quehacer de un sinnúmero de academias en nuestro hemisferio, tal cual lo refiere José Carlos Bermejo Barrera en sus escritos sobre la academia española de hoy, particularmente, en su artículo “La batalla de Bolonia”. Esto es el corolario de que buena parte de nuestros centros educativos se ha constituido en un calco de lo que el Proceso o Plan Bolonia impuso rato ha en Europa: una universidad convertida en esclava o, peor aún, en ramera de los grandes capitales globales. Lo paradójico del caso es que, gozando de autonomía para decidir su quehacer, nuestras universidades comprendan esta autonomía sólo hacia adentro, es decir, en los límites geográficos estrictamente locales, porque, hacia lo externo, esa autonomía se volatiliza totalmente. De ahí el calco de los preceptos y conceptos de Bolonia acuñados en función de las transnacionales. Por lo mismo, no nos cabe duda que lo que leeremos a continuación bien puede observarse por muchos rincones de Nuestra América.
“Les dijeron los profetas que vivimos en la sociedad del conocimiento; que nadie vale por lo que tiene, sino por lo que sabe; y que el conocimiento es la verdadera riqueza, por lo que estudiar es la mejor manera de hacerse rico”, acota el autor referido haciendo alusión a los estudiantes ilusionados con las promesas de Bolonia. Y sigue así, que los mismos, “Frente a esta promesa, van descubriendo […] que el mundo laboral es el mundo de las empresas, o de la función pública, única salida para una gran parte de las titulaciones universitarias. Y al hacerlo comenzaron a comprobar que las empresas tienen propietarios, que son los que pueden contratarlos o no; que las empresas buscan el beneficio de una manera cada vez más desmesurada; y que la función pública, tras muchos años de despilfarro del presupuesto del Estado, está empezando a contraerse, por lo que puede darse el caso paradójico de que lo único que se consigue con el conocimiento es el paro o los infrasalarios.”
Revista Libre pensamiento
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Enviado por admin1 o Lun, 20/01/2014 - 13:15
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I:
LOS PERDEDORES
Prometieron
los profetas de la utopía de Bolonia, justo en el momento en el que comenzaba
la mayor crisis financiera mundial, un futuro feliz para los estudiantes. Tras
siglos de oscuridad e ignorancia, por fin dejarían de recibir las apolilladas
lecciones de los profesores que acudían a clase con sus hojas amarillas y
pasarían a ser unos nuevos estudiantes políglotas, cosmopolitas y versátiles,
gracias a la magnífica formación que iban a recibir. Una vez que los nuevos
graduados han salido de la Universidad, tras recibir sus clases en PowerPoint
de colorines, cuyo contenido empobrecido estaba igualmente copiado de los
viejos manuales que antes se vertían en los apuntes amarillentos, y estar
sometidos a un sistema escolar que consigue prolongar en la Universidad los
métodos de la enseñanza media, se encontraron con un mundo muy diferente.
Les
dijeron los profetas que vivimos en la sociedad del conocimiento; que nadie
vale por lo que tiene, sino por lo que sabe; y que el conocimiento es la
verdadera riqueza, por lo que estudiar es la mejor manera de hacerse rico.
Frente a esta promesa, van descubriendo los estudiantes de Bolonia que el mundo
laboral es el mundo de las empresas, o de la función pública, única salida para
una gran parte de las titulaciones universitarias. Y al hacerlo comenzaron a
comprobar que las empresas tienen propietarios, que son los que pueden
contratarlos o no; que las empresas buscan el beneficio de una manera cada vez
más desmesurada; y que la función pública, tras muchos años de despilfarro del
presupuesto del Estado, está empezando a contraerse, por lo que puede darse el
caso paradójico de que lo único que se consigue con el conocimiento es el paro
o los infrasalarios.
No deja de llamar la atención que cuando los economistas reconocen que en los
últimos veinte años el retroceso de los salarios frente a los beneficios en el
PIB mundial es escandaloso, que cuando prestigiosas universidades
estadounidenses reconocen el retroceso de los sueldos de ingenieros, médicos,
profesores y toda clase de investigadores, y el incremento del empleo temporal,
en España se engañe a los universitarios prometiéndoles el país de Jauja.
La
Universidad de Harvard ha sido demandada por sus titulados en Derecho porque
sus títulos extraordinariamente caros no ofrecen ninguna garantía de empleo,
tal y como se les prometía.
D.
Bok, antiguo presidente de esa misma universidad, reconoce el nacimiento del
llamado “profesor taxi”, un profesor que trabaja a la vez en distintas universidades,
en precario y con contratos anuales, impartiendo su docencia básicamente de
forma virtual, una docencia cuyos contenidos los profesores ya no pueden
controlar. La creación de paquetes virtuales, señala Bok, fue a la vez
un negocio para su universidad, pues la calidad de los mismos, al tratarse de
obras originales de los profesores remuneradas con derechos de autor, le
proporcionó muchos ingresos, y el preámbulo de su ruina, ya que ¿para qué pagar
25.000 dólares de matrícula si se puede cursar la carrera virtualmente? Frente
al profesor estable, que puede defender su libertad de cátedra e investigación,
surge el profesor precario; frente al trabajador continuo, el discontinuo; y
científicos y tecnólogos comienzan a caer en el mismo precipicio utilizando la
excusa de que tienen que renovar constantemente su formación. Una
formación cada vez más limitada, ajustada a una sola tecnología, que permite
despedirlos y recontratar a otros constantemente y por menor sueldo. Otros que
vienen de China, India o España, de lo que se llamaba antes el Tercer Mundo,
que ya no es un productor de materias primas sino de tecnología punta.
Se
les dijo a los estudiantes que iban a recibir una magnífica formación
actualizada, pero se les ofrecieron unos grados muchas veces improvisados, y
unos másteres chapuceros a realizar en un año. Como se hizo dejación de la
responsabilidad política en el control del proceso, se pudo aprobar casi
cualquier cosa. Como no se quiso admitir que el grado es solo la preparación de
la verdadera licenciatura, que es el máster, se creó un monstruo de grado de
cuatro años, en el que se sostiene que el alumno va a lograr capacidad laboral
gracias a prácticas en empresas, aplicables a casos como la Historia, la
Filología y la Filosofía, y a la vez el alumno ya será un investigador porque
tiene que hacer un trabajo de fin de grado, ya sea éste de educación infantil
(guarderías), o de física. Todo el mundo tiene que investigar y todo el
mundo tiene que investigar con el mismo método, porque se establecen patrones
para calificar los trabajos de fin de grado similares a los que regulan el
resto de la enseñanza.
La
utopía de Bolonia solo fue el mundo al revés, fruto de las mentes enfebrecidas
de los burócratas universitarios, cómodamente instalados en sus puestos de
funcionarios. Unos burócratas que creyeron que solo con cambiar el tamaño de
los grupos, modificar los horarios y establecer el control obsesivo de cada
hora del día se iba a renovar la enseñanza. Unos burócratas que intentaron y casi
consiguieron anular la capacidad de iniciativa de los alumnos, ofreciéndoles
unos títulos que los llevarán a la nada o a la más salvaje competencia en el
mercado laboral desregularizado, o a un puesto de funcionario como el suyo como
recompensa, si se ponen largos años a su servicio como investigadores precarios
para mayor gloria del currículum de sus jefes. En cualquier caso, la lección
está clara: aprended a sobrevivir a costa de los demás, competid entre vosotros
pues nadie os va a regalar nada. Solo hay una cosa segura: la autoridad de
quien manda y el poder de quien tiene el dinero.
II:
LOS GANADORES
Cuando
los rayos de la aurora de Bolonia comenzaron a despuntar a la vez que estallaba
la burbuja financiera, la situación de las universidades españolas podría
resumirse de la manera siguiente: estaban mejor dotadas de medios materiales y
humanos que nunca; habían alcanzado su cota máxima de expansión en número de
alumnos, pero su distribución entre las autonomías y el reparto caótico de
titulaciones dentro de cada una de ellas, regulado por el principio de
“autodeterminación” de los rectores y por el juego de toda clase de intereses
provinciales, locales y corporativos, las había puesto al borde del precipicio.
A partir de entonces solo podrían empeorar. Cualquier estudiante de primero de
Derecho sabe que si se quiere reformar de pies a cabeza una institución pública
regida por una ley, hay que hacer una ley nueva. Y esto fue precisamente lo que
no se quiso hacer de ninguna manera. Se dejó la ley marco tal y como estaba y
se crearon docenas de normativas, órganos de gobierno nuevos, y sistemas de
control de la investigación y la docencia regidos cada uno por un criterio
diferente, contradictorios entre sí y con las leyes generales de la Universidad
y de la función pública. Como cuando uno habla sin pensar y carece de ideas y
planteamientos globales solo puede caer en el verbalismo o en la mera
charlatanería, por eso el nuevo lenguaje que pasó a imponerse en
las universidades del llamado proceso de Bolonia fue el reino de las palabras
vacías y las frases huecas, que pueden ser manejadas al capricho de quien tiene
la capacidad de convertir sus deseos en órdenes. Será ese lenguaje hueco el que
explique quiénes iban a ser los ganadores de esta batalla.
Cualquier
conocedor del sistema universitario anglosajón, que es el que teóricamente se
quiso aplicar, sabe que se basa en universidades con reducido número de
alumnos, con profesores dedicados intensamente a la docencia y con los recursos
suficientes para permitir que cada alumno sea capaz de desarrollar su propio
currículum. El trabajo personal, la iniciativa y la capacidad creativa del
alumnado son los valores a potenciar, al igual que la mejora de la capacidad
docente e investigadora de los profesores, cuyo prestigio saben apreciar
quienes conocen los temas que esos profesores investigan. Como era imposible
hacer esto porque quienes decían quererlo hacer no conocían ni por el forro
este sistema y porque ello habría supuesto reducir drásticamente el número de
estudiantes en España, lo que se hizo fue todo lo contrario de lo que se
proponía, favoreciendo la consagración de la mediocridad, la obsesión por el
control burocrático más burdo y la aparición de oligarquías de profesores en
cuya cabeza solo cabía el ejercicio de la burocracia en el peor sentido del
término, o lo que es lo mismo, no la neutralidad y la eficacia que deben
caracterizar a la función pública, sino el control rígido y esclerotizado.
En
España en 2013 había 115.000 profesores universitarios y cerca de 60.000
personas de administración y servicios, con la ratio de alumnos por profesor
más baja de Europa. Entre el año 2000 y el 2012, el porcentaje de titulados
superiores en España pasó del 22.5 % al 32.3%, mientras que la media de la UE
fue del 18.9 al 27.6%. Sin embargo, mientras que en la UE en el 2012 el 39.8%
de los titulados universitarios ejercen trabajos de alta cualificación, siendo
en Alemania el 43.5%, en España esto solo ocurre para el 32.5%. Pero es que
además, si tomamos la media de sueldo de la población entre 25 y 64 años con
estudios superiores, veremos que en España (tomando como índice 100 el salario
medio de los empleados no universitarios), los titulados alcanzan el 155%,
mientras que en USA llegan al 185%. Queda claro que se producen demasiados
titulados, que se emplean mal y que están mal pagados. Y todo ello en un mundo
en el que desde hace veinte años se está produciendo el proceso de
adelgazamiento de las universidades y la caída general de los salarios de todos
los titulados.
Como
el proceso de Bolonia niega la realidad, lo que se hizo fue crear un universo
imaginario en el cual todas las estadísticas y las palabras pueden ser manipuladas
y solo son inteligibles dentro del mundo académico. Con ese sistema, se puede
decir que todo mejora.
No importa que no se pueda ser profesor más que dentro de la universidad madre,
que quiere colocar a todos sus investigadores. No importa que el prestigio real
de los investigadores, que solo lo conocen sus colegas, no sea muy elevado, y
que las industrias y la economía real casi no demanden nada de las
universidades, que copan el 48% de los investigadores, sin contar el CSIC, y
que solo producen el 17% de las patentes. No importa porque los baremos del
prestigio de los funcionarios los elaboran los propios baremados, porque los
evaluadores siguen siendo funcionarios, y porque el prestigio mundial de los
campus de excelencia es un índice que se elabora en los ministerios de Madrid. En un
sistema obsesivo de uniformización de todo, la docencia y la investigación, del
control de todo con índices imaginarios, ¿quién puede destacar? Los
que creen en el sistema y los que son capaces de manipularlo. Todo es
igual, nada es mejor al margen de los índices, y por eso en el mundo imaginario
de Bolonia solo puede reinar la mediocridad, y cuando reina la mediocridad solo
cabe una alianza: con la arbitrariedad y la mezquindad. Estas tres “virtudes”
son las ganadoras de la batalla de Bolonia.
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