HACIA UN HUMANISMO SOCIALISTA
Gabriel Jiménez Emán
Muchas
veces tratamos los asuntos filosóficos con un lenguaje retórico, que nos impide
ver su verdadero trasfondo. Los asuntos filosóficos no son más que asuntos
humanos, incluso aquellos que tienen que ver con Dios, la naturaleza, los
animales o las cosas. Casi todo lo que pensamos está fundamentado en una
necesidad humana, de la que la ética es a menudo parte. La rectitud, la
convicción profunda del obrar recto, y la honestidad individual necesaria para
hacer de ello una conducta, es una de las cuestiones más difíciles de cuantas
podamos lograr en medio de las vicisitudes de la vida, de los apremios del
existir en sociedad.
La
sociedad está fundamentada en instituciones civiles, familiares, educativas,
culturales o religiosas en el seno de las cuales hay normas, reglas o leyes que
las rigen, a objeto de que funcionen igual para todos. Tales instituciones
requieren, desde luego, de infraestructuras materiales y de recursos económicos
para hacerse operativas. Una cosa es su operatividad y funcionamiento y otra
sus objetivos sociales o filosóficos, que tienen que ver con la instrucción o
la educación de sus integrantes. Cuando la operatividad o el mantenimiento
físico privan sobre los fines educativos y culturales, se está quebrantando un
código ético sin el cual esa institución no puede funcionar correctamente, o lo
que es peor: se tergiversa todo su contenido programático.
Una
de las formas más sencillas de violar el código ético de una institución es a través
del rápido enriquecimiento material, del acceso abierto a sus fondos
monetarios; la parte administrativa de ésta puede ser relativamente fácil de
manipular; basta con que algunas personas se pongan de acuerdo para acceder a
sus fondos falsificando algunas cifras o firmas en la rendición de los gastos,
y ya es posible apoderarse de grandes o pequeñas sumas. La corrupción
administrativa, el pago de jugosas comisiones entre las empresas que tienen los
contratos de servicios, o los sobornos, son las formas más usuales de acceder
al enriquecimiento ilícito en una situación de poder político.
No
hay manera de construir una sociedad sino se tienen claras sus metas políticas,
basadas éstas en ideales de justicia o igualdad; más si esas metas están
fundadas en la idea de una verdadera democracia. La democracia, cuyo
significado prístino es poder del pueblo, resultaba más viable en los países de
occidente que la vieron nacer, como la antigua Grecia, donde un reducido número
de habitantes hablaba de los asuntos públicos en el ágora, el mercado o el
foro. Con el advenimiento de la sociedad industrial en los siglos XIX y XX, la
democracia tomó giros característicos (influenciada por los imperios seculares
de Europa) y se deformó mediante el método que conocemos como capitalismo, vale
decir, mediante la utilización de recursos económicos disponibles concentrados
en pequeños grupos, conformados por
industriales, políticos y banqueros que hacen uso de ellos bajo los artilugios
de los intereses creados, las complicidades automáticas, los acuerdos
pre-electorales, etc., lo cual descarta de inmediato la posibilidad de ser
utilizados en bien de un mayor número de personas. Los acuerdos tácitos entre
castas de políticos, industriales y banqueros han terminado por componer el
Capitalismo de Estado que propicia la corrupción y el desvío de recursos a
pequeños grupos, a burguesías nacionales u oligarquías que son el cimiento
histórico de la derecha. El esquema se repite en pequeñas, medianas y grandes
corporaciones, empresas familiares, nacionales o trasnacionales que se
articulan en torno a los paradigmas del monopolio, el latifundio, los grandes trusts u oligopolios.
Lo
contrario de todo esto debería ser el socialismo. Éste lleva implícita una
ética sin la cual es imposible ponerlo en práctica, una ética que está en sus
cimientos y que implica necesariamente una renovación del concepto de
humanismo. Sabemos que el humanismo clásico proviene de la idea del hombre
letrado, del hombre cultivado en artes, ciencias y disciplinas filosóficas que
le convierten en centro de conocimiento; mientras en el humanismo renacentista
el hombre aspira a lo universal y lo trascendente. Al arribar a la modernidad
nos encontramos con el humanismo existencialista y el humanismo socialista, el
segundo presente en los escritos de Marx, Lenin o Trotsky; en el primero Sartre
y Camus dan vida en sus obras a personajes portadores de una visión inédita del
humanismo, y ese humanismo ha sido conducido por una actitud moral que intenta
dibujar un hombre nuevo, un hombre
con plena conciencia de su lugar en el mundo y en la sociedad.
En
principio, el socialismo respeta la diversidad y la pluralidad; no puede
imponer un modelo autoritario o personalista y el interés colectivo debe
prevalecer sobre el individual; debe transferir poder a las comunidades, sobre
todo si éstas se organizan para tomar sus propias decisiones y resolver sus
problemas, impidiendo la concentración de poder en gobernaciones y alcaldías,
las cuales pueden repetir los viejos modelos de poder autocrático en desmedro
de las necesidades reales del colectivo.
No
es nada sencillo obrar desde una ética pensando en un mundo socialista, pues debe
haber en ésta honestidad, entereza y claridad de pensamiento, sobre todo en lo
que atañe a una organización política convincente y eficaz. Nuestros pueblos
requieren de una construcción comunitaria, urgida de un liderazgo desde las
mismas bases. Ella necesita no sólo de palabras y de eslóganes, sino de
actitudes de desprendimiento, renuncia y lucha. Los mejores revolucionarios han
sido aquellos capaces de renunciar a sus privilegios de clase para impulsar sus
propuestas de cambio. En países jóvenes como los nuestros, caciques como
Tamanaco, Guaicaipuro, Tiuna o Manaure; líderes como José Leonardo Chirinos,
Bolívar, Sucre, San Martin, Artigas, Solano López y tantos otros entregaron sus
vidas a esa lucha en el momento fundacional de las repúblicas; más adelante
Fidel Castro, Camilo Cienfuegos, Ernesto Guevara, Gandhi, Martin Luther King,
Malcolm X, Salvador Allende, Hugo Chávez, Evo Morales o Rafael Correa han
demostrado una firme voluntad para romper los moldes que nos ataban al modelo
político clausurado de un capitalismo cuya debilidad más visible es la carencia
de un norte ético, componente que
deseamos vindicar quienes pretendemos acercarnos al mundo social y político de
nuestros países, desde una óptica –y de una posición—de humanismo socialista.
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