Agosto de 2013.
Las dos grandes corrientes de transformación social nacidas
en el siglo XIX- el anarquismo y el socialismo- emergieron inocultablemente
ligadas al contexto histórico que les vio nacer. El anarquismo envejeció de
modo mucho más acelerado por su lógica extrema de no aceptar concesión ninguna,
justo cuando el capitalismo iniciaba un largo pero contradictorio ciclo de
crecimiento económico y desiguales beneficios para las masas. El socialismo-
más dúctil políticamente y favorecido por la renovación aportada por el
leninismo, el estalinismo y el trotskismo- atravesó la vigésima centuria
aportando renovadas esperanzas (revoluciones rusa, china, cubana, entre otras)
y siendo el núcleo fundamental militante de los pueblos que resistían las
barbaries que el sistema pretendía imponer. Pero lejos de ser un cuerpo de
ideas que se actualizara con el tiempo y apto para la transformación social se
volvió un catecismo vacío que mostró su inadecuación frente a los cambios
mundiales mucho antes del derrumbe del muro de Berlín. El sistema burgués
proclamó su triunfo (ilusoriamente) definitivo y casi al mismo tiempo la teoría
social desenmascaró tal pretensión imperial afirmando que se trataba de un
gigante con pies más débiles que el barro.
Casi en simultáneo, Hugo Rafael Chávez Frías plantaba su semilla de rebelión y
al morir del siglo pasado llegaba a la presidencia de Venezuela. Casi de
inmediato proclamó la renovación de la utopía: el socialismo del siglo XXI.
Pero no se dedicó a las elucubraciones teóricas, sino más bien a las
realizaciones prácticas (básicamente las misiones) que le cambiaron la vida al
pueblo venezolano. Además se valió de los recursos petrolíferos para articular
un conjunto de instituciones internacionales (Alba, Petrocaribe, Celac, entre
otras) para confrontar contra el imperio. De semejante modo quedaba probado que
la elaboración teórica iba a la zaga del movimiento práctico real. Chávez no
llegó a enunciarlo nunca, pero nos parece que fue parte de su práctica. En la
actualidad desaparece la dogmática diferencia entre reforma y revolución. Quién
avanza en transformaciones que favorecen a las mayorías populares; por
cosméticas que parezcan y que no modifiquen las relaciones de producción
capitalistas realiza aportes revolucionarios. Los destacamentos de izquierdas
que rechazan procesos populares desde un Olimpo revolucionario y ultra diciendo
que no se adecuan a tal programa de 1848, a las veintiuna condiciones o a
cualquier otro texto antiguo, fatalmente sólo sirven a la reacción. Lo dicho,
la condición fundamental para realizar una transformación es un proceso
revolucionario. La teoría va a la zaga y debe revisarse continuamente en debate
con las masas y el acontecer histórico.
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