¿Comer insectos para acabar
con el hambre?
Por Esther Vivas
22/05/13
El problema del
hambre tiene que abordarse desde otra perspectiva. No se trata, como solución
mágica, de apostar por la ingesta de insectos, independientemente de las
virtudes nutritivas que estos puedan tener, sino el kid de la cuestión está en
preguntarnos cómo en un mundo de la abundancia de alimentos hay tantas personas
que no tienen qué comer. Hoy el problema del hambre no radica en la producción
sino en la distribución. No se trata de producir más, o buscar nuevos
comestibles, sino de distribuir aquellos que ya existen y hacerlos accesibles a
la gente.
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La Organización de las Naciones Unidas
para la Alimentación y
la Agricultura, la FAO, ha publicado esta
semana un informe que ha despertado cierto revuelo: Insectos comestibles.
Perspectivas de futuro para la seguridad alimentaria y la alimentación, y donde
recomienda el consumo de insectos para dar de comer a un número cada vez mayor
de personas. Pero, ¿acabar con el hambre en el mundo
pasa por empezar a consumir insectos o hacer accesible la comida a la gente? Yo
me decanto por la segunda opción.
No tengo nada en contra el consumo de
"bichos", que en otras
latitudes está plenamente extendido. Según la FAO, hoy en el planeta al
menos dos mil millones de personas los ingieren regularmente: escarabajos,
orugas, abejas, hormigas, saltamontes, langostas y un largo etcétera. Un total
de 1.900 especies que se comen en países de África, Asia y, también, América
Latina. Y, según dicho informe tienen un alto contenido en proteínas, materias grasas
y minerales. Aquí, pero, la sola idea de llevarnos a la boca dichos insectos no nos
produce sino asco.
Las tertulias y debates que estos días
han girado alrededor de la propuesta de la FAO en medios de
comunicación variopintos, lo han hecho con una clara mirada etnocéntrica de lo
que comemos. Asociando el consumo de insectos a un
comportamiento primitivo, como si nosotros tuviésemos la verdad absoluta sobre
qué se puede y qué no se puede comer. Me pregunto, ¿qué pensarán en otros
países de los caracoles en salsa, del conejo asado o, para rizar el rizo, de la
paella de arroz y conejo con caracoles? Creo que más de un centro europeo no
aguantaría ni dos minutos en la mesa, imaginando su conejo mascota cocinado
como un bistec y rodeado de moluscos babosos.
Pero, más allá de consideraciones
culturales, creo que el problema del hambre tiene que
abordarse desde otra perspectiva. No se trata, como solución mágica, de
apostar por la ingesta de insectos,
independientemente de las virtudes nutritivas que estos puedan tener, sino el
kid de la cuestión está en preguntarnos cómo en un mundo de la abundancia de alimentos hay tantas
personas que no tienen qué comer. Hoy el problema del hambre no radica en la
producción sino en la distribución. No se trata de producir más, o buscar
nuevos comestibles, sino de distribuir aquellos que ya existen y hacerlos
accesibles a la gente.
Según la FAO, en la actualidad, se
cultiva suficiente como para alimentar a 12 mil millones de personas, y en
planeta somos 7 mil millones. Hay comida. El problema radica en manos de quién
está. Los alimentos se han
convertido en un instrumento de negocio por parte de unas pocas multinacionales
de la agroindustria, que priorizan sus intereses empresariales a las
necesidades alimentarias de las personas. De este modo, si no tienes dinero
para pagar el precio cada día más caro de la comida o acceso a los medios de
producción, como tierra, agua y semillas, no comes.
Acabar con el hambre pasa por
exigir justicia y democracia en las políticas agrícolas y alimentarias. Y
devolver a los pueblos la soberanía alimentaria, la capacidad de decidir sobre
qué y cómo se produce, distribuye y se consume. Anteponer derechos a
privilegios. Y apostar por otro modelo de agricultura y alimentación:
de proximidad, campesina, agroecológica... Sólo así todo el mundo podrá comer.
EcoPortal.net
*Artículo en Público, 18/05/2013.
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